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Oficina de Defensa del Anciano         Asturias Republicana
   
   


A estas generaciones que nos siguen, premeditadamente o no, las están llevando a que se les atrofie el cerebro por falta de uso
El que enseña a los pequeños

Por Marcelino Laruelo.

 

Una vez a la semana, cinco o diez minutos antes de las dos de la tarde, aparecía por el patio del colegio aquel hombre de blanca melena y larga barba. Un tipo desgarbado, de sesenta y tantos años, y con una pinta un tanto estrafalaria. Se mantenía apartado de los corros de las madres. Ellas le miraban furtivamente y con cierta inquietud, hasta que, con lo que una sabía y otra averiguaba, fueron atando cabos. No dejaba el coche delante de la puerta del colegio en doble o triple fila, sino bien aparcado en alguna plaza alejada. Y solía llevar bajo el brazo un periódico que a veces se ponía a leer durante la espera. Un tipo raro.

Venía a recoger a dos hermanos: una niña de cuatro años y un niño de once. Se iban los tres por el parque en dirección al coche. Si no llovía, solían sentarse unos minutos en un banco. Entonces, para matar el hambre desaforado de esa hora, el hombre sacaba de los bolsillos del tabardo algo de comida: pan y una lata de bonito, o un chorizo, o un trozo de empanada, o un huevo cocido…, que partía a partes iguales con la navaja que llevaba siempre consigo. Y les hacía las tres advertencias: no manchar la ropa, que no se enterasen en casa y que, luego, no dejaran nada en el plato. A veces, reñía; a veces, gastaba bromas.

Le veían pararse delante de los árboles y dar explicaciones a los niños: los tilos, los fresnos, los abedules…; las hojas y sus colores en las distintas estaciones. Lo mismo hacía con los pájaros o con los perros. También señalaba al cielo y les explicaba de dónde venían aquellas nubes. Les enseñaba a hacer predicciones por toda una serie de indicios y sentenciaba con frases del tipo de “está cociendo nieve” o “sopla el viento de las castañas”.

En el coche, les recordaba que cuando él era niño como ellos, iba andando desde la escuela, solo, ya que nadie acudía a buscarle, y les hablaba de la libertad y de su libertad, a la que también tienen derecho los niños. O de los autobuses, o de las bicicletas, ya que tenían que atravesar la ciudad de lado a lado. Les decía el nombre de los barrios y el de las calles por las que pasaban: “barrio de Montevil”, “barrio de Pumarín”, “calle de Badajoz”… “¿Qué es Badajoz?”, le preguntó el niño. Sintió que se le revolvían las tripas y que le invadía una ira que… Respiró hondo varias veces y consiguió contenerse y no empezar a maldecir en arameo y a dar puñetazos en el volante, como le pedía el cuerpo. No por el niño, un chavalín espabilado, obediente y bueno, sino por el sistema. Un sistema: Estado, autonomías, maestros, padres y todo lo demás que propicia que un niño de once años, que va a la escuela desde los “cero” años, no sepa qué es “Badajoz”.

Entre semáforo y atasco, les fue explicando lo mejor que pudo qué es Badajoz provincia y qué Badajoz ciudad, y continuó con los nombres de las calles por las que pasaban, sin entrar en más detalles. Al llegar a casa, después del ritual de besos, de lavar manos y de poner zapatillas, ya a la mesa, mientras veían en la televisión las noticias titulares del telediario antes de apagarla, les dijo que había muerto Fidel Castro: “¿Quién era Fidel Castro?”, preguntó el niño. Y esta vez sí que hubo arameo y puñetazos en la mesa.

Mientras dormitaba, a la sagrada hora de la siesta, llegó a la conclusión de que a estas pobres generaciones que nos siguen, premeditadamente o no, las están llevando a que se les atrofie el cerebro por falta de uso. Porque cuando él tenía once años, él y todos los demás niños de la calle, no sólo conocían a todos los grandes dirigentes del mundo, no hablemos ya de “Badajoz”, de ríos y provincias, sino que sabían hasta las medidas del sujetador de Jayne Mansfield.