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La Libertad es un bien muy preciado
El periodista Herbert Matthews escribe sobre los últimos
días de la República en Cataluña, en 1939 (IV).

 

LOS ÚLTIMOS DÍAS (IV)


POR HERBERT L. MATTHEWS


El campo de internamiento estaba a varias millas de Argelés, en un terreno arenoso cerca del mar. Millas de alambre de espino, en tres vallas concéntricas, habían sido colocadas alrededor, con unas aberturas en cuatro o cinco lugares, todas fuertemente custodiadas por senegaleses y Guardias Móviles. Se colocaron soldados senegaleses montando la guardia a intervalos de cien yardas (unos cien metros), mirando hacia el campamento. Que se hubiera utilizado a senegaleses fue la humillación suprema para los españoles que habían luchado contra los moros durante más de dos años y medio y, además, tenían una tradición centenaria de miedo y odio a sus enemigos africanos.

Hombres, algunas mujeres y niños, civiles y soldados, los heridos, los enfermos y los sanos, todos entraron, de buena o mala gana, y eso fue todo. Se hizo un intento de levantar algunos barracones endebles, pero pocos estaban terminados y no albergaron más de un centenar de refugiados. Una vez dentro, todos se preocuparon de sí mismos, aunque los heridos y los enfermos recibieron cuidados elementales en un puesto de primeros auxilios, el cual era también totalmente inadecuado.

Todos se echaron en el suelo, la mayoría de los hombres cavando para sí mismos una pequeña depresión para protegerse de los vientos nocturnos. No podían cavar más de un pie porque el agua afloraba rápidamente. Esa agua salobre, dicho sea de paso, era la única disponible en el campamento, ya sea para lavarse o beber, y se extendió una plaga de disentería. No había una sola letrina para esas 25.000 personas.

Podría seguir llenando páginas con detalles repugnantes. En ese momento era imposible publicarlos en su totalidad, porque los franceses en Washington protestaron y algunos de nosotros recibimos reproches de nuestros editores. Dado que los editores y lectores no estaban en Francia para verlo por sí mismos, no pudimos hacer nada para probar la verdad de lo que estábamos escribiendo. Con el tiempo se conocieron los hechos y ahora están fuera de discusión. Como todos los observadores neutrales allí en ese momento, estaba lleno de rabia e impotencia. Supongo que no se podía esperar que los periódicos publicaran detalles tan deshonrosos para un país amigo cuyos representantes diplomáticos estaban haciendo quejas violentas, aunque injustificadas. Lo que sabíamos era tan malo que cuando se corrió la historia de que los spahis (soldados marroquíes de la caballería francesa) usaban látigos para llevar a los españoles a los campos de concentración, lo creímos. Ciertamente, los Spahis actuaron porque los vi, y el hecho de que fueran utilizados contra personas orgullosas, sensibles y valientes fue poco menos que un acto criminal. La degradación no era culpa de ellos, sino de los franceses, que podían haber tratado a la raza más cortés y hospitalaria con menos mezquindad.

En la tarde del 7 de febrero se podía decir con franqueza que el Ejército había cumplido su principal tarea de salvar a sus mujeres, niños y unidades inútiles. Eso por sí solo fue un gran logro, pero lo que emocionó a todos los españoles ese día, y restauró algo del orgullo y el coraje que el pánico les había quitado, fue la constatación de que el Ejército no se había derrumbado ni huido en desorden. El idealismo, la dignidad, las tradiciones de la tropa española, la reputación del Ejército Popular, todo eso no se había perdido. Esa pantalla de humanidad simplemente había ocultado la verdad, dando pleno juego al falso rumor.

El principio del fin llegó al día siguiente, cuando los Rebeldes irrumpieron en Llers, a tres millas al noroeste de Figueras, y se dieron las órdenes finales de retirarse a Francia. Al XII Cuerpo de Galán se le dio la tarea de retroceder por La Junquera, mientras que el 5º de Lister y el 15º de Tagüeña, ambos bajo el mando de Modesto, se retiraron hacia Port Bou. El último refugio del Gobierno en La Bajol fue terriblemente bombardeado —ataque aéreo tras ataque aéreo— hasta que se hizo evidente que nadie podía quedarse allí, por lo que Negrín partió a regañadientes, con Vayo, Méndez Aspe, Uribe y Rojo.

Mientras tanto, se cumplieron dos promesas del Gobierno. Mientras conducíamos hacia Le Perthus a las diez de la mañana, una columna de hombres harapientos, barbudos y de aspecto pálido entró con tristeza. Eran 2.000 prisioneros del Gobierno, liberados para evitarles los innecesarios peligros de quedar atrapados entre dos fuegos. Lástima que el gesto, que era típico de la política del Gobierno, hubiera sido más que eclipsado por el asesinato del obispo de Teruel ese mismo día por unos anarquistas que habían recibido la orden de llevarlo, con otros presos, a Francia. Cosas de ese tipo iban a suceder en esos últimos días amargos y confusos, y quizás fuera una cuestión de justicia preguntarse por que hubo tan pocos casos de ese tipo al final de la guerra en comparación con el principio.

La otra promesa se mantuvo cuando dos contingentes más de Internacionales, 1.200 en total, desfilaron por Francia. Vi al primer grupo de 800 húngaros, polacos, alemanes y austríacos de las Brigadas 11 y 13 entrar desfilando, cantando canciones y ondeando banderas. Al llegar al puente fronterizo gritaron "¡Viva la República Española!". Fueron "cacheados" bruscamente por los Guardias Móviles, y no les quitaron las armas, porque no tenían ninguna, pero sí cámaras, prismáticos y máquinas de escribir. Fue "Chapaieff", el comandante del 13 brigada, que había luchado durante toda la guerra, el que los condujo a Francia. Gustav Regler, escritor alemán y primer comisario del Batallón Thaelmann, estaba en Le Perthus para recibir a sus antiguos camaradas cuando llegaban. Ludwig Renn estaba demasiado enfermo para desfilar, pero su enfermedad no impidió que los franceses lo metieran en un campo de concentración.

Ese día todavía quedaban unos mil quinientos Internacionales de los que no se sabía nada, pero durante los días siguientes cruzaron la frontera por los pasos de montaña y por el mismo Port Bou.

A la una en punto se produjo una tremenda explosión más allá de la línea del frente y una enorme nube de humo se elevó en el horizonte. Unos días después, Lister y otros me dijeron que había sido en el castillo de Figueras. Los Lealistas habían puesto todas sus municiones y explosivos que les quedaban dentro del castillo, algo así como 1.100 toneladas, y un millón de litros de gasolina. La explosión se sintió en Le Perthus, a quince millas (24 kms.) de distancia.

Empezaron a llegar altos oficiales del Ejército Leal y vi por última vez allí al comandante de la Fuerza Aérea, General Ignacio Hidalgo de Cisneros, hasta que nos volvimos a encontrar en México City en 1944. A las tres de la tarde llegó la noticia de que se acercaba el cortejo del Gobierno. El comandante de los Guardias Móviles formó sus tropas, y mientras pasaban los coches se presentaron armas y el comandante les saludó personalmente. Esta fue la última cortesía oficial al Gobierno de la Segunda República Española. Negrín y los otros miembros del gabinete, junto con Rojo, entraron en una casa de tres pisos en el lado de la calle del lado español, entre el puente y el edificio de aduanas en Le Perthus.

Al volver a España a eso de las cuatro, me encontré con "Paco" Galán, tan tranquilo y cortés como siempre. "¿Puedes esperar hasta la noche?", le pregunté. "Lamentablemente, no", respondió. "Sabes, tenemos un ejército con una cabeza grande y sin cuerpo. No tiene nada con qué funcionar. Los hombres ahora tienen rifles y conseguimos algunas ametralladoras estadounidenses nuevas hace dos días, pero ¿qué podemos hacer con ellos ahora excepto luchar la ultima acción de retaguardia? Me pregunté de dónde vendrían esas ametralladoras estadounidenses. Pero habían llegado demasiado tarde.

Y ese fue el final. Doce horas después, los Rebeldes habían llegado a Le Perthus. Líster seguía cubriendo Port Bou, pero solo era cuestión de horas allí y en Puigcerdá. Los británicos estaban entregando Menorca a Franco. Solo quedaba la zona central, y había tanta desmoralización en torno a Negrín y Vayo que a pesar de su coraje y optimismo se sintieron sobrepasados. Sólo cuando ellos, y unos pocos fieles seguidores, a los que luego siguieron Modesto, Líster, Galán y otros oficiales leales, se sacudieron del fango que los rodeaba y volaron hacia la zona de Madrid, se pudo estar seguro de que la guerra no había terminado.

El deber de continuar, como lo veían Negrín y los demás, venía dado por la necesidad de proteger la vida de aquellos cuya misma lealtad, paciencia y valentía para con el Gobierno hacía muy escasas sus posibilidades de escapar de la muerte o el encarcelamiento. Mientras siguieran luchando, siempre había la esperanza de que llegara una guerra europea y los salvara. A punto estuvo de ocurrir...

Todas las grandes figuras del Ejército Popular consiguieron ponerse a salvo. Los vi a todos en el Consulado de España en Perpignan, y estaba medio avergonzado de subir y hablar con ellos. Habían sido traicionados y no tenían nada de qué avergonzarse. Todo lo que los soldados podieran hacer, lo habían hecho. Merino expresó mejor sus sentimientos, quizás, cuando me dijo: "Conocemos la amargura que nos espera aquí, pero también sabemos que ningún ser humano podría haber hecho más que nosotros. Nuestra resistencia a lo largo de estas últimas semanas, cuando nunca abandonamos la lucha a pesar de la desesperanza y las probabilidades en contra nuestra, seguramente hará mucho para impulsar la lucha mundial contra el fascismo. Usted mismo ha visto que las tropas nunca perdieron el coraje ni la moral. Siempre hicieron lo que les pedimos, y a ningún ejército se le pidió que hiciera más que el nuestro: luchar siete semanas, sin material, sin descanso, sin esperanza. ¡Y luchamos! La historia debe concedernos ese mérito".

Esa noche, en el hotel, un grupo de aviadores nazis, que habían sido prisioneros de los Lealistas, pero que fueron puestos en libertad para salvarles la vida, lo celebraron ruidosamente con un festín. Pusieron una bandera con la esvástica en el centro de la mesa, a lo que el gordo y pequeño propietario no puso objeciones, pero uno de los camareros les amonestó: "¡Deben recordar que esto todavía es Francia!"

Esa noche, me dolía el corazón cuando escribí mi último despacho sobre la Guerra Civil Española, pero al menos yo, en mi humilde manera, me sentí reivindicado. "Los países no viven solo de victorias", había dicho Negrín, "sino de los ejemplos que su pueblo ha sabido dar, en tiempos trágicos..."

FIN

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