LOS
ÚLTIMOS DÍAS (IV)
POR
HERBERT L. MATTHEWS
El
campo de internamiento estaba a varias millas de Argelés,
en un terreno arenoso cerca del mar. Millas
de alambre de espino, en tres vallas concéntricas,
habían sido colocadas alrededor, con unas aberturas
en cuatro o cinco lugares, todas fuertemente
custodiadas por senegaleses y Guardias Móviles.
Se colocaron soldados senegaleses montando la guardia
a intervalos de cien yardas (unos cien metros), mirando
hacia el campamento. Que se hubiera utilizado
a senegaleses fue la humillación suprema para
los españoles que habían luchado
contra los moros durante más de dos años
y medio y, además, tenían una tradición
centenaria de miedo y odio a sus enemigos africanos.
Hombres,
algunas mujeres y niños, civiles y soldados,
los heridos, los enfermos y los sanos, todos entraron,
de buena o mala gana, y eso fue todo. Se
hizo un intento de levantar algunos barracones endebles,
pero pocos estaban terminados y no albergaron más
de un centenar de refugiados. Una vez dentro, todos
se preocuparon de sí mismos, aunque los heridos
y los enfermos recibieron cuidados elementales en
un puesto de primeros auxilios, el cual era también
totalmente inadecuado.
Todos
se echaron en el suelo, la mayoría de los hombres
cavando para sí mismos una pequeña depresión
para protegerse de los vientos nocturnos. No podían
cavar más de un pie porque el agua afloraba
rápidamente. Esa agua salobre, dicho sea de
paso, era la única disponible en el campamento,
ya sea para lavarse o beber, y se extendió
una plaga de disentería. No había una
sola letrina para esas 25.000 personas.
Podría
seguir llenando páginas con detalles repugnantes.
En ese momento era imposible publicarlos en su totalidad,
porque los franceses en Washington protestaron y algunos
de nosotros recibimos reproches de nuestros editores.
Dado que los editores y lectores no estaban
en Francia para verlo por sí mismos, no pudimos
hacer nada para probar la verdad de lo que estábamos
escribiendo. Con el tiempo se conocieron los hechos
y ahora están fuera de discusión. Como
todos los observadores neutrales allí en ese
momento, estaba lleno de rabia e impotencia. Supongo
que no se podía esperar que los periódicos
publicaran detalles tan deshonrosos para un país
amigo cuyos representantes diplomáticos estaban
haciendo quejas violentas, aunque injustificadas.
Lo que sabíamos era tan malo que cuando se
corrió la historia de que los spahis (soldados
marroquíes de la caballería francesa)
usaban látigos para llevar a los españoles
a los campos de concentración, lo creímos.
Ciertamente, los Spahis actuaron porque los vi, y
el hecho de que fueran utilizados contra personas
orgullosas, sensibles y valientes fue poco menos que
un acto criminal. La degradación no
era culpa de ellos, sino de los franceses, que podían
haber tratado a la raza más cortés y
hospitalaria con menos mezquindad.
En
la tarde del 7 de febrero se podía decir con
franqueza que el Ejército había cumplido
su principal tarea de salvar a sus mujeres,
niños y unidades inútiles. Eso por sí
solo fue un gran logro, pero lo que emocionó
a todos los españoles ese día, y restauró
algo del orgullo y el coraje que el pánico
les había quitado, fue la constatación
de que el Ejército no se había derrumbado
ni huido en desorden. El idealismo, la dignidad,
las tradiciones de la tropa española, la reputación
del Ejército Popular, todo eso no se había
perdido. Esa pantalla de humanidad simplemente había
ocultado la verdad, dando pleno juego al falso rumor.
El
principio del fin llegó al día siguiente,
cuando los Rebeldes irrumpieron en Llers,
a tres millas al noroeste de Figueras, y se dieron
las órdenes finales de retirarse a Francia.
Al XII Cuerpo de Galán se le dio la
tarea de retroceder por La Junquera, mientras que
el 5º de Lister y el 15º de Tagüeña,
ambos bajo el mando de Modesto, se retiraron hacia
Port Bou. El último refugio del Gobierno en
La Bajol fue terriblemente bombardeado —ataque
aéreo tras ataque aéreo— hasta
que se hizo evidente que nadie podía quedarse
allí, por lo que Negrín partió
a regañadientes, con Vayo, Méndez Aspe,
Uribe y Rojo.
Mientras
tanto, se cumplieron dos promesas del Gobierno. Mientras
conducíamos hacia Le Perthus a las diez de
la mañana, una columna de hombres harapientos,
barbudos y de aspecto pálido entró con
tristeza. Eran 2.000 prisioneros del Gobierno, liberados
para evitarles los innecesarios peligros de quedar
atrapados entre dos fuegos. Lástima
que el gesto, que era típico de la política
del Gobierno, hubiera sido más que eclipsado
por el asesinato del obispo de Teruel ese mismo día
por unos anarquistas que habían recibido la
orden de llevarlo, con otros presos, a Francia. Cosas
de ese tipo iban a suceder en esos últimos
días amargos y confusos, y quizás fuera
una cuestión de justicia preguntarse por que
hubo tan pocos casos de ese tipo al final de la guerra
en comparación con el principio.
La
otra promesa se mantuvo cuando dos contingentes más
de Internacionales, 1.200 en total, desfilaron por
Francia. Vi al primer grupo de 800 húngaros,
polacos, alemanes y austríacos de las Brigadas
11 y 13 entrar desfilando, cantando canciones y ondeando
banderas. Al llegar al puente fronterizo gritaron
"¡Viva la República Española!".
Fueron "cacheados" bruscamente por los Guardias
Móviles, y no les quitaron las armas, porque
no tenían ninguna, pero sí cámaras,
prismáticos y máquinas de escribir.
Fue "Chapaieff", el comandante del
13 brigada, que había luchado durante toda
la guerra, el que los condujo a Francia.
Gustav Regler, escritor alemán
y primer comisario del Batallón Thaelmann,
estaba en Le Perthus para recibir a sus antiguos camaradas
cuando llegaban. Ludwig Renn estaba
demasiado enfermo para desfilar, pero su enfermedad
no impidió que los franceses lo metieran en
un campo de concentración.
Ese
día todavía quedaban unos mil quinientos
Internacionales de los que no se sabía nada,
pero durante los días siguientes cruzaron la
frontera por los pasos de montaña y por el
mismo Port Bou.
A
la una en punto se produjo una tremenda explosión
más allá de la línea del frente
y una enorme nube de humo se elevó en el horizonte.
Unos días después, Lister y otros me
dijeron que había sido en el castillo de Figueras.
Los Lealistas habían puesto todas sus municiones
y explosivos que les quedaban dentro del castillo,
algo así como 1.100 toneladas, y un millón
de litros de gasolina. La explosión se sintió
en Le Perthus, a quince millas (24 kms.) de distancia.
Empezaron
a llegar altos oficiales del Ejército Leal
y vi por última vez allí al comandante
de la Fuerza Aérea, General Ignacio Hidalgo
de Cisneros, hasta que nos volvimos a encontrar en
México City en 1944. A las tres de
la tarde llegó la noticia de que se acercaba
el cortejo del Gobierno. El comandante de
los Guardias Móviles formó sus tropas,
y mientras pasaban los coches se presentaron armas
y el comandante les saludó personalmente. Esta
fue la última cortesía oficial al Gobierno
de la Segunda República Española. Negrín
y los otros miembros del gabinete, junto con Rojo,
entraron en una casa de tres pisos en el lado de la
calle del lado español, entre el puente y el
edificio de aduanas en Le Perthus.
Al
volver a España a eso de las cuatro, me encontré
con "Paco" Galán, tan tranquilo y
cortés como siempre. "¿Puedes
esperar hasta la noche?", le pregunté.
"Lamentablemente, no", respondió.
"Sabes, tenemos un ejército con una cabeza
grande y sin cuerpo. No tiene nada con qué
funcionar. Los hombres ahora tienen rifles y conseguimos
algunas ametralladoras estadounidenses nuevas hace
dos días, pero ¿qué podemos hacer
con ellos ahora excepto luchar la ultima acción
de retaguardia? Me pregunté de dónde
vendrían esas ametralladoras estadounidenses.
Pero habían llegado demasiado tarde.
Y
ese fue el final. Doce horas después, los Rebeldes
habían llegado a Le Perthus. Líster
seguía cubriendo Port Bou, pero solo era cuestión
de horas allí y en Puigcerdá. Los británicos
estaban entregando Menorca a Franco. Solo quedaba
la zona central, y había tanta desmoralización
en torno a Negrín y Vayo que a pesar de su
coraje y optimismo se sintieron sobrepasados. Sólo
cuando ellos, y unos pocos fieles seguidores, a los
que luego siguieron Modesto, Líster, Galán
y otros oficiales leales, se sacudieron del fango
que los rodeaba y volaron hacia la zona de Madrid,
se pudo estar seguro de que la guerra no había
terminado.
El
deber de continuar, como lo veían Negrín
y los demás, venía dado por la necesidad
de proteger la vida de aquellos cuya misma lealtad,
paciencia y valentía para con el Gobierno hacía
muy escasas sus posibilidades de escapar de la muerte
o el encarcelamiento. Mientras siguieran luchando,
siempre había la esperanza de que llegara una
guerra europea y los salvara. A punto estuvo de ocurrir...
Todas
las grandes figuras del Ejército Popular consiguieron
ponerse a salvo. Los vi a todos en el Consulado
de España en Perpignan, y estaba medio avergonzado
de subir y hablar con ellos. Habían sido traicionados
y no tenían nada de qué avergonzarse.
Todo lo que los soldados podieran hacer, lo habían
hecho. Merino expresó mejor sus sentimientos,
quizás, cuando me dijo: "Conocemos la
amargura que nos espera aquí, pero también
sabemos que ningún ser humano podría
haber hecho más que nosotros. Nuestra resistencia
a lo largo de estas últimas semanas, cuando
nunca abandonamos la lucha a pesar de la desesperanza
y las probabilidades en contra nuestra, seguramente
hará mucho para impulsar la lucha mundial contra
el fascismo. Usted mismo ha visto que las
tropas nunca perdieron el coraje ni la moral. Siempre
hicieron lo que les pedimos, y a ningún ejército
se le pidió que hiciera más que el nuestro:
luchar siete semanas, sin material, sin descanso,
sin esperanza. ¡Y luchamos! La historia debe
concedernos ese mérito".
Esa
noche, en el hotel, un grupo de aviadores nazis, que
habían sido prisioneros de los Lealistas, pero
que fueron puestos en libertad para salvarles la vida,
lo celebraron ruidosamente con un festín.
Pusieron una bandera con la esvástica en el
centro de la mesa, a lo que el gordo y pequeño
propietario no puso objeciones, pero uno de
los camareros les amonestó: "¡Deben
recordar que esto todavía es Francia!"
Esa
noche, me dolía el corazón cuando escribí
mi último despacho sobre la Guerra Civil Española,
pero al menos yo, en mi humilde manera, me sentí
reivindicado. "Los países no viven solo
de victorias", había dicho Negrín,
"sino de los ejemplos que su pueblo ha sabido
dar, en tiempos trágicos..."
FIN
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