LOS
ÚLTIMOS DÍAS (I)
POR
HERBERT L. MATTHEWS
El
último periodo de la ofensiva sobre Cataluña,
que se centró
alrededor de Figueras y que cubrí con viajes
diarios desde Perpiñán, fue uno de los
más complicados y significativos de mi carrera.
A menudo pienso sobre ello y me pregunto si hice el
ridículo y hasta qué punto dañé
mi reputación. Cuando terminó, mi editor
me reprochó haber engañado a los lectores
de The New York Times haciéndoles creer que
la situación era mucho mejor de lo que resultó
ser. Desde el punto de vista profesional, tuve que
reconocer la justicia de la reprimenda. Pero...
La
idea de Negrín de trasladarse directamente
de Barcelona a Madrid, en lugar de a Figueras,
era más factible y más noble, pero los
demás miembros del Gobierno, salvo algunas
excepciones, eran de material más débil.
Figueras era la única otra posibilidad, después
de que se hizo evidente que Gerona pronto estaría
en el frente de batalla. Pero hubo demasiadas demoras,
demasiada preparación en Figueras, y una completa
desorganización en todos los servicios, con
esos miles de refugiados actuando como un incubo del
que no se podían desprender.
Sin
embargo, hubo momentos en los que parecía que
Negrín podría manejar el asunto, al
menos hasta el punto de restaurar el orden y aguantar
durante un mes más o menos. Las dos
semanas que transcurrieron antes de que los rebeldes
limpiaran Cataluña y llegaran a la frontera
francesa parecen breves en retrospectiva,
como, de hecho, dos semanas cualesquiera son en la
vida de una nación, pero para quienes
las vivieron día tras día fueron interminables.
Había mucha historia española —y,
en realidad, europea— concentrada en esos días,
y la sesión de las Cortes que se celebró
en el castillo de Figueras el 1 de Febrero de 1939
será un símbolo tan glorioso a su manera
como el de Cádiz en 1811, cuando el
ejército de Napoleón invadió
la Península. Son páginas de la historia
de una nación que nunca se desvanecen. Figueras
no fue la última agonía de un antiguo
orden. Allí se evocó una fuerza viva
e imperecedera, algo esencial y eternamente español,
que volverá a resurgir.
Negrín fue, como siempre, el punto de encuentro
de cualquier fuerza que quisiera seguir con la resistencia.
Le vi en el castillo de Figueras el 27 de enero. El
castillo había sido fortaleza, prisión,
cuartel, pero nunca en su larga historia había
sido sede del gobierno. Fue construido sobre una colina
que dominaba la ciudad: una estructura enorme y laberíntica,
con muros exteriores e interiores, un puente levadizo
y sótanos profundos. Seguro y poderoso ciertamente
lo era, pero completamente desprovisto de cualquier
infraestructura para ser la sede del gobierno. Se
habían pegado trozos de papel en varias puertas:
"Ministerio de Estado", "Presidencia
de Consejo" y similares, y dentro había
habitaciones desnudas con sencillas mesas y sillas.
En contraste con los lujosos edificios de Barcelona,
nada podría haber sido más deprimente.
De
hecho, todos los aspectos físicos del conjunto
de la situación eran deprimentes. Figueras
era un manicomio de oficiales y soldados desconcertados,
que luchaban desesperadamente, no solo con su propio
trabajo, sino con esos miles de refugiados que llenaban
todas las casas y puertas y cubrían casi cada
centímetro de las calles donde hombres, mujeres
y niños dormían en medio de la amargura
de las frías noches y casi sin comida, y sin
ningún lugar adonde ir.
La
deriva inevitable fue hacia la frontera, y allí
los refugiados se encontraron los Guardias Móviles
franceses. Supuse que ese día había
no menos de 250.000 desafortunados esparcidos a lo
largo de la carretera y en cada pueblo desde Mataró
hasta la frontera. Resultó ser aproximadamente
correcto, pero nunca pensé que prácticamente
todos terminarían en campos de concentración
franceses...
Pero,
a pesar de todo, estaba esa alta e indomable resolución
que de alguna manera daba un sentimiento de esperanza,
a pesar de lo que se evidenciaba ante los ojos. Negrín
fue muy positivo al respecto, y yo conocía
al hombre demasiado bien para pensar que estaba mintiendo.
"La
guerra continuará; el Ejército está
estableciendo nuevas líneas de resistencia;
la retaguardia se está reorganizando",
me dijo. "Aquí es donde nos quedaremos
todo el tiempo que podamos, y esperamos que sea realmente
largo, es decir, hasta que podamos volver a Barcelona
y Madrid".
Palabras tontas, podría decirse, pero
el espíritu que las impulsó fue el mismo
que antes había salvado a España.
No se puede hablar con desprecio de las personas que
no conocen el miedo cuándo las golpean. En
el peor de los casos, tenían la temeridad de
Don Quijote.
Sin
embargo, no hubo pérdida de autoridad, excepto
en la medida en que las dificultades de comunicación
obstaculizaron la transmisión de órdenes.
No hubo motines ni disturbios ni usurpaciones
del poder. El caos no vino de eso. Las autoridades
aduaneras y policiales estaban cumpliendo con sus
deberes como de costumbre. El Ejército estaba
recibiendo órdenes del Gobierno. Todavía
había mucho dinero disponible. La recuperación
parecía posible, pero sólo con una condición
—y todos se dieron cuenta— de que se dejara
entrar material nuevo. Durante unos días,
los españoles alimentaron la esperanza, a pesar
de todas las decepciones, de que Francia cedería…
Cuando
volví a Figueras (después de veinticuatro
horas en Perpignan), las esperanzas volvieron a resurgir.
Había habido una pausa en el frente
y se había establecido una línea, muy
débil, pero aún así una línea
de defensa y las tropas contraatacaron en algunos
lugares. Las comunicaciones, aunque seguían
siendo malas, habían mejorado. A Figueras se
le había dado una nueva vida con un orden genuino.
El tráfico atravesaba la ciudad a una velocidad
razonable; los refugiados se retiraban lenta pero
constantemente, y los que quedaban eran alimentados
gratis en los restaurantes populares, donde recibían
un plato por comida, de arroz o habas y carne…
Se
había llevado a cabo una reorganización
de los mandos del Ejército. Sarabia había
sido cesado y se nombró al general Jurado para
sucederlo. Las historias que escuchamos en
Perpiñán de deserciones masivas o la
huida del ejército eran falsas. Hubo algunas
deserciones, pero relativamente pocas dadas las circunstancias,
y vi a más soldados regresar hacia sus unidades
que yendo desordenados hacia la frontera. Por encima
de todo, estaba el hecho de que las Cortes se iban
a reunir al día siguiente, el 1 de Febrero.
Para aquellos que habían luchado tan duro y
en vano, eso era de alguna manera un símbolo
de esperanza y compromiso. Significaba que
la Segunda República Española todavía
existía, contra Franco y el mundo entero.
Había que obedecer la constitución;
el marco del gobierno democrático, aunque debilitado,
iba a ser apoyado una vez más. Había
que hacer un gesto, tan verdaderamente español
como ningún otro antes en la trágica
y gloriosa historia del país de Don Quijote.
Pasar
solo a través de La Junquera llevaba en coche
una hora completa, avanzando metro a metro
entre un enjambre humano y, a menudo, teniendo que
detenerse debido a los atascos del tráfico.
Todo a lo largo de la carretera brotaban incendios,
en los campos y en las colinas. La escena parecía
la de un interminable campamento gitano, mientras
que miles y miles de patéticos individuos,
que nada tenían que ver con la guerra más
que sufrir en ella, se preparaban para pasar otra
fría noche al raso.
A la mañana siguiente, regresamos a Figueras
temprano para la reunión de las Cortes. No
se había fijado la hora, porque el Gobierno
no quería enviar una invitación a los
Rebeldes para que vinieran a bombardear. Fue un día
de tensión, porque todo el mundo esperaba que
Figueras fuera bombardeada duramente. Mientras
conducíamos, los camiones con los tesoros artísticos
de España que el gobierno había empacado
cuidadosamente y conservado durante la guerra estaban
alineados a lo largo de la carretera, listos para
ser conducidos a un lugar seguro. El clima
era primaveral y los aviones de protección
del Gobierno, que trabajaban en relevos desde el cercano
aeródromo de Vilajuiga, pudieron mantener una
patrulla constantemente en vuelo...
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