Carta
colectiva del episcopado español a los obispos de
todo el mundo explicando las razones del alzamiento y los
fines de la guerra
Isidro Gomá, primado de España y cardenal
de Toledo en el
balneario de Belascoain (Navarra) en Agosto de 1936.
Razón de este documento
Venerables
hermanos:
Suelen los pueblos católicos ayudarse mutuamente
en días de tribulación, en cumplimiento de
la ley de caridad, de fraternidad que une en un cuerpo místico
a cuantos comulgamos en el pensamiento y amor de Jesucristo.
Órgano natural de este intercambio espiritual son
los obispos, a quienes puso el Espíritu Santo para
regir la Iglesia de Dios. España, que pasa una de
las más grandes tribulaciones de su Historia, ha
recibido múltiples manifestaciones de afecto y condolencia
del Episcopado católico extranjero, ya en mensajes
colectivos, ya de muchos obispos en particular. Y el Episcopado
español, tan terriblemente probado en sus miembros,
en sus sacerdotes y en sus iglesias quiere hoy corresponder
con este documento colectivo a la gran caridad que se nos
ha manifestado de todos los puntos de la tierra.
Nuestro país sufre un trastorno profundo; no es sólo
una guerra civil cruentísima la que nos llena de
tribulación; es una conmoción tremenda la
que sacude los mismos cimientos de la vida social y ha puesto
en peligro hasta nuestra existencia como nación.
Vosotros lo habéis comprendido, venerables hermanos,
y «vuestras palabras y vuestro corazón se nos
han abierto», diremos con el Apóstol, dejándose
ver las entrañas de vuestra caridad para con nuestra
Patria querida. Que Dios os lo premie.
Pero con nuestra gratitud, venerables hermanos, debemos
manifestaros nuestro dolor por el desconocimiento de la
verdad de lo que en España ocurre. Es un hecho, que
nos consta por documentación copiosa, que el pensamiento
de un gran sector de opinión extranjera está
disociado de la realidad de los hechos ocurridos en nuestro
país. Causas de este extravío podrían
ser el espíritu anticristiano, que ha visto en la
contienda de España una partida decisiva en pro o
contra la Religión de Jesucristo y la civilización
cristiana; la corriente opuesta de doctrinas políticas
que aspiran a la hegemonía del mundo; la labor tendenciosa
de fuerzas internacionales ocultas; la antipatía
que se ha valido de españoles ilusos que, amparándose
en el nombre de católicos, han causado enorme daño
a la verdadera España. Y lo que más nos duele
es que una buena parte de la prensa católica extranjera
haya contribuido a esta desviación mental, que podría
ser funesta para los sacratísimos intereses que se
ventilan en nuestra Patria.
Casi todos los obispos que suscribimos esta carta hemos
procurado dar a su tiempo la nota justa del sentido de la
guerra. Agradecemos a la prensa católica extranjera
el haber hecho suya la verdad de nuestras declaraciones,
como lamentamos que algunos periódicos y revistas,
que debieron ser ejemplo de respeto y acatamiento a la voz
de los prelados de la Iglesia, las hayan combatido o tergiversado.
Ello obliga al Episcopado español a dirigirse colectivamente
a los hermanos de todo el mundo, con el único propósito
de que resplandezca la verdad, oscurecida por ligereza o
por malicia, y nos ayude a difundirla. Se trata de un punto
gravísimo en que se conjugan no los intereses políticos
de una nación, sino los mismos fundamentos providenciales
de la vida social: la religión, la justicia, la autoridad
y la libertad de los ciudadanos.
Cumplimos con ello, junto con nuestro oficio pastoral —que
importa ante todo el magisterio de la verdad— con
un triple deber de religión, de patriotismo y de
humanidad. De la religión, porque, testigos de las
grandes prevaricaciones y heroísmos que han tenido
por escena nuestro país, podemos ofrecer al mundo
lecciones y ejemplos que caen dentro de nuestro ministerio
episcopal y que habrán de ser provechosos a todo
el mundo; de patriotismo, porque el obispo es el primer
obligado a defender el buen nombre de su Patria, terra patrum,
por cuanto fueron nuestros venerables predecesores los que
formaron la nuestra, tan cristiana como es, «engendrando
a sus hijos para Jesucristo, por la predicación del
Evangelio»; de humanidad, porque, ya que Dios ha permitido
que fuese nuestro país el lugar de experimentación
de ideas y procedimientos que aspiran a conquistar el mundo,
quisiéramos que el daño se redujese al ámbito
de nuestra Patria y se salvaran de la ruina las demás
naciones.
Naturaleza
de esta carta
Este
documento no será la demostración de una tesis,
sino la simple exposición a grandes líneas,
de los hechos que caracterizan nuestra guerra y le dan su
fisonomía histórica. La guerra de España
es producto de la pugna de ideologías irreconciliables;
en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas
cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e
histórico. No sería difícil el desarrollo
de puntos fundamentales de doctrina aplicada a nuestro momento
actual. Se han hecho ya copiosamente, hasta por algunos
de los hermanos que suscriben esta carta. Pero estamos en
tiempos de positivismo calculador y frío y, especialmente
cuando se trata de hechos de tal relieve histórico,
como se han producido en esta guerra, lo que se quiere —se
nos ha requerido cien veces desde el extranjero en este
sentido— son hechos vivos y palpitantes que, por afirmación
o contraposición, den la verdad simple y justa.
Por esto tiene este escrito un carácter asertivo
y categórico de orden empírico. Y ello en
sus dos aspectos: el de juicio que solidariamente formulamos
sobre la estimación legítima de los hechos
y el de afirmación per oppositum, con que deshacemos,
con toda claridad, las afirmaciones falsas o las interpretaciones
torcidas con que haya podido falsearse la Historia de este
año de vida de España.
Nuestra
posición ante la guerra
Conste
antes que todo, ya que la guerra pudo preverse desde que
se atacó ruda e inconsiderablemente al espíritu
nacional, que el Episcopado ha dado, desde el año
1931, altísimos ejemplos de prudencia apostólica
y ciudadana. Ajustándose a la tradición de
la Iglesia, y siguiendo las normas de la Santa Sede, se
puso resueltamente al lado de los poderes constituidos,
con quienes se esforzó en colaborar para el bien
común. Y a pesar de los repetidos agravios a personas,
cosas y derechos de la Iglesia, no rompió su propósito
de no alterar el régimen de concordia de tiempo atrás
establecido Etiam discolis. A los vejámenes respondimos
siempre con el ejemplo de la sumisión leal en lo
que podíamos; con la protesta razonada y apostólica
cuando debíamos; con la exhortación sincera
que hicimos reiteradamente a nuestro pueblo católico
a la sumisión legítima, a la oración,
a la paciencia y a la paz. Y el pueblo católico nos
secundó, siendo nuestra intervención valioso
factor de concordia nacional en momentos de honda conmoción
social y política.
Al estallar la guerra hemos lamentado el doloroso hecho,
más que nadie, porque ella es siempre un mal gravísimo,
que muchas veces no compensan bienes problemáticos,
y porque nuestra misión es de reconciliación
y de paz: Et in terra pax. Desde sus comienzos hemos tenido
las manos levantadas al cielo para que cese. Y en estos
momentos repetimos la palabra de Pío XI, cuando el
recelo mutuo de las grandes potencias iba a desencadenar
otra guerra sobre Europa: «Nos invocamos la paz, bendecimos
la paz, rogamos por la paz.» Dios nos es testigo de
los esfuerzos que hemos hecho para aminorar los estragos
que siempre son su cortejo.
Con nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón
generoso para nuestros perseguidores y nuestros sentimientos
de caridad para todos. Y decimos sobre los campos de batalla
y a nuestros hijos de uno y otro bandos la palabra del Apóstol:
«El Señor sabe cuánto os amamos a todos
en las entrañas de Jesucristo.»
Pero la paz es la «tranquilidad del orden, divino,
nacional, social e individual, que asegura a cada cual su
lugar y le da lo que le es debido, colocando la gloria de
Dios en la cumbre de todos los deberes y haciendo derivar
de su amor el servicio fraternal de todo». Y es tal
la condición humana y tal el orden de la Providencia
—sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo—,
que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos
de la Humanidad, es, a veces, el remedio heroico, único
para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas
al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija
del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la
guerra, ha fundado las Ordenes Militares y ha organizado
Cruzadas contra los enemigos de la fe.
No es éste nuestro caso. La Iglesia no ha querido
esta guerra ni la buscó, y no creemos necesario vincularla
de la nota de beligerantes con que en periódicos
extranjeros se ha censurado a la Iglesia de España.
Cierto que miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados
de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad
personal, se alzaron en armas para salvar los principios
de religión y justicia cristianas que secularmente
habían formado la vida de la nación; pero
quien la acuse de haber provocado esta guerra, o de haber
conspirado para ella, aun de no haber hecho cuanto en su
mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad.
Esta es la posición del Episcopado español,
de la Iglesia española, frente al hecho de la guerra
actual. Se la vejó y persiguió antes de que
estallara; ha sido víctima principal de la furia
de una de las partes contendientes; y no ha cesado de trabajar,
con su plegaria, con sus exhortaciones, con sus influencias
para aminorar sus daños y abreviar los días
de prueba.
Y si hoy, colectivamente, formamos nuestro veredicto en
la cuestión complejísima de la guerra de España,
es, primero, porque aun cuando la guerra fuese de carácter
político o social, ha sido tan grave su repercusión
de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus
comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación
de la religión católica en España,
que nosotros, obispos católicos, no podíamos
inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de Nuestro
Señor Jesucristo y sin incurrir en el tremendo- apelativo
de canes muti, con que el profeta censura a quienes debiendo
hablar, callan ante la injusticia; y luego porque la posición
de la Iglesia española ante la lucha, es decir, del
Episcopado español, ha sido torcidamente interpretada
en el extranjero: mientras un político muy destacado,
en una revista católica extranjera, la achaca poco
menos que a la ofuscación mental de los arzobispos
españoles, a los que califica de ancianos que debían
cuanto son al régimen monárquico y que han
arrastrado por razones de disciplina y obediencia a los
demás obispos en un sentido favorable al movimiento
nacional, otros nos acusan de temerarios al exponer a las
contingencias de un régimen absorbente y tiránico
el orden espiritual de la Iglesia, cuya libertad tenemos
obligación de defender.
No; esta libertad la reclamamos, ante todo, para el ejercicio
de nuestro ministerio; de ella arrancan todas las libertades
que vindicamos para la Iglesia. Y, en virtud de ella, no
nos hemos atado con nadie —personas, poderes o instituciones—
aún cuando agradezcamos el amparo de quienes han
podido librarnos del enemigo que quiso perdernos, y estamos
dispuestos a colaborar, como obispos y españoles,
con quienes se esfuercen en reinstaurar en España
un régimen de paz y de justicia. Ningún poder
político podrá decir que nos hayamos apartado
de esta línea, en ningún tiempo.
El
quinquenio que precedió a la guerra
Afirmamos,
ante todo, que esta guerra la han acarreado la temeridad,
los errores, tal vez la malicia o la cobardía de
quienes hubiesen podido evitarla gobernando la nación
según justicia. Dejando otras causas de menos eficiencia,
fueron los legisladores de 1931, y luego el Poder ejecutivo
del Estado, con sus prácticas de Gobierno, los que
se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra
Historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza
y exigencias del espíritu nacional, y especialmente
opuesto al sentido religioso predominante en el país.
La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron
su espíritu fueron un ataque violento y continuado
a la conciencia nacional. Anulados los derechos de Dios
y vejada la Iglesia, en lo que tiene de más sustantivo
la vida social, que es la religión, el pueblo español,
que en su mayor parte mantenía viva la fe de sus
mayores, recibió con paciencia invicta los reiterados
agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas; pero
la temeridad de sus gobernantes había puesto en el
alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio
y de protesta contra un Poder social que había faltado
a la justicia más fundamental, que es la que se debe
a Dios y a la conciencia de los ciudadanos.
Junto con ello, la autoridad, en múltiples y graves
ocasiones, resignaba en la plebe sus poderes. Los incendios
de los templos en Madrid y provincias, en mayo de 1931;
las revueltas de octubre de 1934, especialmente en Cataluña
y Asturias, donde reinó la anarquía durante
dos semanas; el período turbulento que corre de febrero
a julio de 1936, durante el cual fueron destruidas o profanadas
411 iglesias y se cometieron cerca de 3.000 atentados graves
de carácter político y social, presagiaban
la ruina total de la autoridad pública, que se vio
sucumbir con frecuencia a la fuerza de poderes ocultos que
mediatizaban sus funciones.
Nuestro régimen político de libertad democrática
se desquició, por arbitrariedades de la autoridad
del Estado y por coacción gubernamental que trastocó
la voluntad popular, constituyendo una máquina política
en pugna con la mayoría de la nación, dándose
el caso, en las últimas elecciones parlamentarias,
febrero de 1936, de que, con más de medio millón
de votos de exceso sobre las izquierdas, obtuviesen las
derechas 118 diputados menos que el Frente Popular, por
haberse anulado caprichosamente las actas de provincias
enteras, viciándose así en su origen la legitimidad
del Parlamento.
Y a medida que se descomponía nuestro pueblo por
la relajación de los vínculos sociales, y
se desangraba nuestra economía, y se alteraba sin
tino el ritmo del trabajo, y se debilitaba maliciosamente
la fuerza de las instituciones de defensa social, otro pueblo
poderoso, Rusia, empalmando con los comunistas de acá,
por medio del teatro y del cine, con ritos y costumbres
exóticas, por la fascinación intelectual y
el soborno material, preparaba el espíritu popular
para el estallido de la revolución, que se señalaba
casi a plazo fijo.
El 27 de febrero de 1936, a raíz del triunfo del
Frente Popular, el Komintern ruso decretaba la revolución
española y la financiaba con exorbitantes cantidades.
El primero de mayo siguiente centenares de jóvenes
postulaban públicamente en Madrid «para bombas
y pistolas, pólvora y dinamita para la próxima
revolución». El 16 del mismo mes se reunían
en la Casa del Pueblo de Valencia representantes de la URSS
con delegados españoles de la III Internacional,
resolviendo, en el noveno de sus acuerdos: «Encargar
a uno de los radios de Madrid, el designado con el número
52, integrado por agentes de Policía en activo, la
eliminación de los personajes políticos y
militares destinados a jugar un papel de interés
en la contrarrevolución.» Entre tanto, desde
Madrid a las aldeas más remotas aprendían
las milicias revolucionarias la instrucción militar
y se las armaba copiosamente, hasta el punto de que al estallar
la guerra contaban con 150.000 soldados de asalto y 100.000
de resistencia.
Os parecerá, venerables hermanos, impropia de un
documento episcopal la enumeración de estos hechos.
Hemos querido sustituirlos a las razones de derecho político
que pudiesen justificar un movimiento nacional de resistencia.
Sin Dios, que debe estar en el fundamento y a la cima de
la vida social; sin autoridad, a la que nada puede sustituir
en sus funciones de creadora del orden y mantenedora del
derecho ciudadano; con la fuerza material al servicio de
los sin-Dios ni conciencia, manejados por agentes poderosos
de orden internacional, España debía deslizarse
hacia la anarquía, que es lo contrario del bien común
y de la justicia y orden social. Aquí han venido
a parar las regiones españolas en que la revolución
marxista ha seguido su curso inicial.
Estos son los hechos. Cotéjense con la doctrina de
Santo Tomás sobre el derecho a la resistencia defensiva
por la fuerza y falle cada cual en justo juicio. Nadie podrá
negar que, al tiempo de estallar el conflicto, la misma
existencia del bien común —la religión,
la justicia, la paz— estaba gravemente comprometida;
y que el conjunto de las autoridades sociales y de los hombres
prudentes que constituyen el pueblo en su organización
natural y en sus mejores elementos, reconocían el
público peligro. Cuando a la tercera condición
que requiere el Angélico, de la convicción
de los hombres prudentes sobre la probabilidad del éxito,
la dejamos al juicio de la Historia: los hechos, hasta ahora,
no le son contrarios.
Respondemos a un reparo, que una revista extranjera concreta
al hecho de los sacerdotes asesinados y que podrían
extenderse a todos los que constituyen este inmenso trastorno
social que ha sufrido España. Se refiere a la posibilidad
de que, de no haberse producido el alzamiento, no se hubiese
alterado la paz pública: «A pesar de los desmanes
de los rojos —leemos—, queda en pie la verdad
de que si Franco no se hubiese alzado, los centenares o
millares de sacerdotes que han sido asesinados hubiesen
conservado la vida y hubiesen continuado haciendo en las
almas la obra de Dios.» No podemos suscribir esta
afirmación, testigos como somos de la situación
de España al estallar el conflicto. La verdad es
lo contrario; porque es cosa documentalmente probada que
en el minucioso proyecto de la revolución marxista
que se gestaba, y que había estallado en todo el
país, si en gran parte de él no lo hubiese
impedido el movimiento cívico-militar, estaba ordenado
el exterminio del clero católico, como el de los
derechistas y la implantación del comunismo. Era
por enero último cuando un dirigente anarquista decía
al mundo por radio: «Hay que decir las cosas tal y
como son, y la verdad no es otra que la de que los militares
se nos adelantaron para evitar que llegáramos a desencadenar
la revolución.»
Quede, pues, asentado como primera afirmación de
este escrito que un quinquenio de continuos atropellos de
los súbditos españoles en el orden religioso
y social puso en gravísimo peligro la existencia
misma del bien público y produjo enorme tensión
en el espíritu del pueblo español; que estaba
en la conciencia nacional que, agotados ya los medios legales,
no había más recurso que el de la fuerza para
sostener el orden y la paz; que poderes extraños
a la autoridad tenida por legítima decidieron subvertir
el orden constituido e implantar violentamente el comunismo;
y, por fin, que por lógica fatal de los hechos no
le quedaba a España más que esta alternativa:
o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor,
ya planeada y decretada, como ha ocurrido en las regiones
donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar,
en esfuerzo titánico de resistencia, librarse del
terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de
su vida social y de sus características nacionales.
El
alzamiento militar y la revolución comunista
El 18 de julio del año pasado se realizó el
alzamiento militar y estalló la guerra, que aún
dura. Pero nótese, primero, que la sublevación
militar no se produjo, ya desde sus comienzos, sin colaboración
con el pueblo sano, que se incorporó en grandes masas
al movimiento, que, por ello, debe calificarse de cívico-militar;
y segundo, que este movimiento y la revolución comunista
son dos hechos que no pueden separarse, si se quiere enjuiciar
debidamente la naturaleza de la guerra. Coincidentes en
el mismo momento inicial del choque, marcan desde el principio
la división profunda de las dos Españas que
se batirán en los campos de batalla.
Aún hay más: el movimiento no se produjo sin
que los que lo iniciaron intimaran previamente a los poderes
públicos a oponerse por los recursos legales a la
revolución marxista inminente. La tentativa fue ineficaz,
y estalló el conflicto, chocando las fuerzas cívico-militares,
desde el primer instante, no tanto con las fuerzas gubernamentales
que intentaran reducirlo como con la furia desencadenada
de unas milicias populares que, al amparo, por lo menos,
de la pasividad gubernamental, encuadrándose en los
mandos oficiales del Ejército y utilizando, a más
del que legítimamente poseían, el armamento
de los parques del Estado, se arrojaron como avalancha destructora
contra todo lo que. constituye un sostén en la sociedad.
Esta es la característica de la reacción obrada
en el campo gubernamental contra el alzamiento cívico-militar.
Es, ciertamente, un contraataque por parte de las fuerzas
fieles al Gobierno; pero es, ante todo, una lucha en comandita
con las fuerzas anárquicas que se sumaron a ellas
y que con ellas pelearán juntas hasta el fin de la
guerra. Rusia, lo sabe el mundo, se insertó en el
Ejército gubernamental, tomando parte en sus mandos,
y fue a fondo, aunque conservándose la apariencia
del Gobierno del Frente Popular, a la implantación
del régimen comunista por la subversión del
orden social establecido. Al juzgar de la legitimidad del
movimiento nacional, no podrá prescindirse de la
intervención, por la parte contraria, de esas «milicias
anárquicas, incontrolables» —es palabra
de un ministro del Gobierno de Madrid—, cuyo poder
hubiese prevalecido sobre la nación.
Y porque Dios es el más profundo cimiento de una
sociedad bien ordenada —lo era la nación española—,
la revolución comunista, aliada de los Ejércitos
del Gobierno, fue, sobre todo, antidivina. Se cerraba así
el ciclo de la legislación laica de la Constitución
de 1931, con la destrucción de cuanto era cosa de
Dios. Salvamos toda intervención personal de quienes
no han militado conscientemente bajo este signo; sólo
trazamos la trayectoria general de los hechos.
Por esto se produjo en el alma nacional una reacción
de tipo religioso, correspondiente a la acción nihilista
y destructora de los sin-Dios. Y España quedó
dividida en dos grandes bandos militares; cada uno de ellos
fue como el aglutinante de cada una de las dos tendencias
profundamente populares; y a su rededor, y colaborando con
ellos, polarizaron, en forma de milicias voluntarias y de
asistencias y servicios de retaguardia, las fuerzas opuestas
que tenían dividida la nación.
La guerra es, pues, como un plebiscito armado. La lucha
blanca de los comicios de febrero de 1936, en que la falta
de conciencia política del Gobierno nacional dio
arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias un triunfo
que no habían logrado en las urnas, se transformó,
por la contienda cívico-militar, en la lucha cruenta
de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del
lado de los sublevados, que salió en defensa del
orden, la paz social, la civilización tradicional
y la Patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para
la defensa de la religión; y de otra parte, la materialista,
llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso
sustituir la vieja civilización de España,
con todos sus factores, por la novísima «civilización»
de los soviets rusos.
Las ulteriores complicaciones de la guerra no han variado
más que accidentalmente su carácter: el internacionalismo
comunista ha corrido al territorio español en ayuda
del Ejército y pueblo marxista; como, por la natural
exigencia de la defensa y por consideraciones de carácter
internacional, han venido en ayuda de la España tradicional
armas y hombres de otros países extranjeros. Pero
los núcleos nacionales siguen igual, aunque la contienda,
siendo profundamente popular, haya llegado a revestir caracteres
de lucha internacional.
Por esto, observadores perspicaces han podido escribir estas
palabras sobre nuestra guerra: «Es una carrera de
velocidad entre el bolchevismo y la civilización
cristiana.» «Una etapa nueva, y tal vez decisiva
en la lucha entablada entre la Revolución y el Orden.»
«Una lucha internacional en un campo de batalla nacional;
el comunismo libra en la península una formidable
batalla, de la que depende la suerte de Europa.»
No hemos hecho más que un esbozo histórico,
del que deriva esta afirmación: El alzamiento cívico-militar
fue en su origen un movimiento nacional de defensa de los
principios fundamentales de toda sociedad civilizada: en
su desarrollo, lo ha sido contra la anarquía coaligada
con las fuerzas al servicio de un Gobierno que no supo o
no quiso tutelar aquellos principios.
Consecuencia de esta afirmación son las conclusiones
siguientes:
Primera.—Que la Iglesia, a pesar de su espíritu
de paz y de no haber querido la guerra ni haber colaborado
en ella, no podía ser indiferente en la lucha; se
lo impedían su doctrina y su espíritu, el
sentido de conservación y la experiencia de Rusia.
De una parte, se suprimía a Dios, cuya obra ha de
realizar la Iglesia en el mundo, y se causaba a la misma
un daño inmenso, en personas, cosas y derechos, como
tal vez no lo haya sufrido institución alguna en
la Historia; de la otra, cualesquiera que fuesen los humanos
defectos, estaba el esfuerzo por la conservación
del viejo espíritu, español y cristiano.
Segunda.—La Iglesia, con ello, no ha podido hacerse
solidaria de conductas, tendencias o intenciones que, en
el presente o en lo porvenir, pudiesen desnaturalizar la
noble fisonomía del movimiento nacional, en su origen,
manifestaciones y fines.
Tercera.—Afirmamos que el levantamiento cívico-militar
ha tenido en el fondo de la conciencia popular un doble
arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto
en él la única manera de levantar a España
y evitar su ruina definitiva; y el sentido religioso, que
lo consideró como la fuerza que debía reducir
a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía
de la continuidad de su fe y de la práctica de su
religión.
Cuarta.—Hoy por hoy no hay en España más
esperanza para reconquistar la justicia, y la paz, y los
bienes que de ellas derivan que el triunfo del movimiento
nacional. Tal vez hoy menos que en los comienzos de la guerra,
porque el bando contrario, a pesar de todos los esfuerzos
de sus hombres de Gobierno, no ofrece garantías de
estabilidad política y social.
Caracteres
de la revolución comunista
Puesta
en marcha la revolución comunista, conviene puntualizar
sus caracteres. Nos ceñimos a las siguientes afirmaciones,
que derivan del estudio de hechos plenamente comprobados,
muchos de los cuales constan en informaciones de toda garantía,
descriptivas y gráficas, que tenemos a la vista.
Notamos que apenas hay información debidamente autorizada
más que del territorio liberado del dominio comunista.
Quedan todavía bajo las armas del Ejército
rojo, en todo o parte, varias provincias: Se tiene aún
escaso conocimiento de los desmanes cometidos en ellas,
los más copiosos y graves.
Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución
comunista española, afirmamos que en la Historia
de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno
igual de vesanía colectiva, ni un cúmulo semejante
producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra
los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de
la persona humana. Ni sería fácil, recogiendo
los hechos análogos y ajustando sus trazos característicos
para la composición de figuras de crimen, hallar
en la Historia una época o un pueblo que pudieran
ofrecernos tales y tantas aberraciones. Hacemos Historia,
sin interpretaciones de carácter psicológico
o social que reclamarían particular estudio. La revolución
anárquica ha sido «excepcional en la Historia».
Añadimos que la hecatombe producida en personas y
cosas por la revolución comunista fue «premeditada».
Poco antes de la revuelta habían llegado de Rusia
setenta y nueve agitadores especializados. La Comisión
Nacional de Unificación Marxista, por los mismos
días, ordenaba la constitución de las milicias
revolucionarias en todos los pueblos. La destrucción
de las iglesias, o a lo menos de su ajuar, fue sistemática
y por series. En el breve espacio de un mes se habían
inutilizado todos los templos para el culto. Ya en 1931
la Liga Atea tenía en su programa un artículo
que decía: «Plebiscito sobre el destino que
hay que dar a las iglesias y casas parroquiales»;
y uno de los Comités provinciales daba esta norma:
«El local o locales destinados hasta ahora al culto
se destinarán a almacenes colectivos, mercados públicos,
bibliotecas populares, casas de baños o higiene pública,
etc., según convenga a las necesidades de cada pueblo.»
Para la eliminación de personas destacadas que se
consideraban enemigas de la revolución, se habían
formado previamente las «listas negras». En
algunas, y en primer lugar, figuraba el obispo. De los sacerdotes
decía un jefe comunista, ante la actitud del pueblo
que quería salvar a su párroco: «Tenemos
orden de quitar toda su semilla.»
Prueba elocuentísima de que la destrucción
de los templos y la matanza de los sacerdotes, en forma
totalitaria, fue cosa premeditada, es su número espantoso.
Aunque son prematuras las cifras, contamos unas veinte mil
iglesias y capillas destruidas o totalmente saqueadas. Los
sacerdotes asesinados, contando un promedio del 40 por 100
en las diócesis devastadas —en algunas llegan
al 80 por 100— sumarán, sólo el clero
secular, unos seis mil. Se les cazó con perros; se
les persiguió a través de los montes; fueron
buscados con afán en todo escondrijo. Se les mató
sin juicio las más de las veces, sobre la marcha,
sin más razón que su oficio social.
Fue «cruelísima» la revolución.
Las formas de asesinato revistieron caracteres de barbarie
horrenda. En su número, se calculan en número
superior a trescientos mil los seglares que han sucumbido
asesinados, sólo por sus ideas políticas y
especialmente religiosas: en Madrid, y en los tres primeros
meses, fueron asesinados más de veintidós
mil. Apenas hay pueblo en que no se haya eliminado a los
más destacados derechistas. Por la falta de forma:
sin acusación, sin pruebas, las más de las
veces sin juicio. Por los vejámenes: a muchos se
les han amputado los miembros o se les ha mutilado espantosamente
antes de matarlos; se les han vaciado los ojos, cortado
la lengua, abierto en canal, quemado o enterrado vivos,
matado a hachazos. La crueldad máxima se ha ejercido
con los ministros de Dios. Por respeto y caridad no queremos
puntualizar más.
La revolución fue «inhumana». No se ha
respetado el pudor de la mujer, ni aun la consagrada a Dios
por sus votos. Se han profanado las tumbas y cementerios.
En el famoso monasterio románico de Ripoll se han
destruido los sepulcros, entre los que había el de
Vifredo el Velloso, conquistador de Cataluña, y el
del obispo Morgades, restaurador del célebre cenobio.
En Vich se ha profanado la tumba del gran Balmes, y leemos
que se ha jugado al fútbol con el cráneo del
gran obispo Torras y Bages. En Madrid y en el cementerio
viejo de Huesca se han abierto centenares de tumbas para
despojar a los cadáveres del oro de sus dientes o
de sus sortijas. Algunas formas de martirio suponen la subversión
o supresión del sentido de humanidad.
La revolución fue «bárbara», en
cuanto destruyó la obra de civilización de
siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas
de ellas de fama universal. Saqueó o incendió
los libros, imposibilitando la rebusca histórica
y la prueba instrumental de los hechos de orden jurídico
y social. Quedan centenares de telas pictóricas acuchilladas,
de esculturas mutiladas, de maravillas arquitectónicas
para siempre deshechas. Podemos decir que el caudal de arte,
sobre todo religioso, acumulado en siglos, ha sido estúpidamente
destrozado por los comunistas. Hasta el Arco de Bará,
en Tarragona, obra romana que había visto veinte
siglos, llevó la dinamita su acción destructora.
Las famosas colecciones de arte de la catedral de Toledo,
del palacio de Liria, del Museo del Prado, han sido torpemente
expoliadas. Numerosas bibliotecas han desaparecido. Ninguna
guerra, ninguna invasión bárbara, ninguna
conmoción social, en ningún siglo, ha causado
en España ruina semejante a la actual, juntándose
para ello factores de que no se dispuso en ningún
tiempo: una organización sabia puesta al servicio
de un terrible propósito de aniquilamiento, concentrado
contra las cosas de Dios, y los modernos medios de locomoción
y destrucción al alcance de toda mano criminal.
Conculcó la revolución los más elementales
principios del «derecho de gentes». Recuérdense
las cárceles de Bilbao, donde fueron asesinados por
las multitudes en forma inhumana centenares de presos; las
represalias cometidas en los rehenes custodiados en buques
y prisiones, sin más razón que un contratiempo
de guerra; los asesinatos en masa, atados los infelices
prisioneros e irrigados con el chorro de balas de las ametralladoras;
el bombardeo de ciudades indefensas, sin objetivo militar.
La revolución fue esencialmente «antiespañola».
La obra destructora se realizó a los gritos de «¡Viva
Rusia!», a la sombra de la bandera internacional comunista.
Las inscripciones murales, la apología de personajes
forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos,
el expolio de la nación en favor de extranjeros,
el himno nacional comunista, son prueba sobrada del odio
al espíritu nacional y al sentido de Patria.
Pero, sobre todo, la revolución fue «anticristiana».
No creemos que en la historia del cristianismo y en el espacio
de unas semanas se haya dado explosión semejante,
en todas las formas de pensamiento, de voluntad y de pasión,
del odio contra Jesucristo y su religión sagrada.
Tal ha sido el sacrílego estrago que ha sufrido la
Iglesia en España, que el delegado de los rojos españoles
enviado al Congreso de los sin-Dios, en Moscú, pudo
decir: «España ha superado en mucho la obra
de los soviets, por cuanto la Iglesia en España ha
sido completamente aniquilada.»
Contamos los mártires por millares; su testimonio
es una esperanza para nuestra pobre Patria; pero casi no
hallaríamos en el Martirologio romano una forma de
martirio no usada por el comunismo, sin exceptuar la crucifixión;
y, en cambio, hay formas nuevas de tormento que han consentido
las sustancias y máquinas modernas.
El odio a Jesucristo y a la Virgen ha llegado al paroxismo,
y en los centenares de crucifijos acuchillados, en las imágenes
de la Virgen bestialmente profanadas, en los pasquines de
Bilbao en que se blasfemaba sacrílegamente a la Madre
de Dios, en la infame literatura de las trincheras rojas,
en que se ridiculizaban los divinos misterios, en la reiterada
profanación de las Sagradas Formas, podemos adivinar
el odio del infierno, encarnado en nuestros infelices comunistas.
«Tenía jurado vengarme de Ti —le decía
uno de ellos al Señor, encerrado en el sagrario;
y encañonando la pistola, disparó contra El,
diciendo—: Ríndete a los rojos, ríndete
al marxismo.»
Ha sido espantosa la profanación de las sagradas
reliquias: han sido destrozados o quemados los cuerpos de
San Narciso, San Pascual Bailón, la beata Beatriz
de Silva, San Bernardo Calvó y otros. Las formas
de profanación son inverosímiles, y casi no
se conciben sin sugestión diabólica. Las campanas
han sido destrozadas y fundidas. El culto, absolutamente
suprimido en todo el territorio comunista, si se exceptúa
una pequeña porción del Norte. Gran número
de templos, entre ellos verdaderas joyas de arte, han sido
totalmente arrasados; en esta obra inicua se ha obligado
a trabajar a pobres sacerdotes. Famosas imágenes
de veneración secular han desaparecido para siempre,
destruidas o quemadas. En muchas localidades la autoridad
ha obligado a los ciudadanos a entregar todos los objetos
religiosos de su pertenencia para destruirlos públicamente;
pondérese lo que esto representa en el orden del
derecho natural, de los vínculos de familia y de
la violencia hecha a la conciencia cristiana.
No seguimos, venerables hermanos, en la crítica de
la actuación comunista en nuestra Patria, y dejamos
a la Historia la fiel narración de los hechos en
ella acontecidos. Si se nos acusara de haber señalado
en forma tan cruda estos estigmas de nuestra revolución,
nos justificaríamos con el ejemplo de San Pablo,
que no duda en vindicar con palabras tremendas la memoria
de los profetas de Israel y que tiene durísimos calificativos
para los enemigos de Dios, o con el de nuestro Santísimo
Padre, que en su Encíclica sobre el comunismo ateo
habla de «una destrucción tan espantosa, llevada
a cabo en España, con un odio, una barbarie y una
ferocidad, que no se hubiese creído posible en nuestro
siglo».
Reiteramos nuestra palabra de perdón para todos y
nuestro propósito de hacerles el bien máximo
que podamos. Y cerramos este párrafo con estas palabras
del «Informe Oficial» sobre las ocurrencias
de la revolución en sus tres primeros meses: «No
se culpe al pueblo español de otra cosa que de haber
servido de instrumento para la perpetración de estos
delitos...» Este odio a la religión, a las
tradiciones patrias, de las que eran exponente y demostración
tantas cosas para siempre perdidas, «llegó
de Rusia, exportado por orientales de espíritu perverso».
En descargo de tantas víctimas, alucinadas por «doctrinas
de demonios», digamos que al morir, sancionados por
la ley, nuestros comunistas se han reconciliado en su inmensa
mayoría con el Dios de sus padres. En Mallorca han
muerto impenitentes sólo un dos por ciento; en las
regiones del Sur no más de un veinte por ciento,
y en las del Norte no llegan tal vez al diez por ciento.
Es una prueba del engaño de que ha sido víctima
nuestro pueblo.
El
movimiento nacional: sus caracteres
Demos
ahora un esbozo del carácter del movimiento llamado
«nacional». Creemos justa esta denominación.
Primero, por su espíritu; porque la nación
española estaba disociada, en su inmensa mayoría,
de una situación estatal que no supo encarnar sus
profundas necesidades y aspiraciones; y el movimiento fue
aceptado como una esperanza en toda la nación; en
las regiones no liberadas sólo espera romper la coraza
de las fuerzas comunistas que le oprimen. Es también
nacional por su objetivo, por cuanto tiende a salvar y sostener
para lo futuro las esencias de un pueblo organizado en un
Estado que sepa continuar dignamente su Historia. Expresamos
una realidad y un anhelo general de los ciudadanos españoles;
no indicamos los medios para realizarlo.
El movimiento ha fortalecido el sentido de Patria, contra
el exotismo de las fuerzas que le son contrarias. La Patria
implica una paternidad; es el ambiente moral, como de una
familia dilatada, en que logra el ciudadano su desarrollo
total; y el movimiento nacional ha determinado una corriente
de amor que se ha concentrado alrededor del nombre y de
la sustancia histórica de España, con aversión
de los elementos forasteros que nos acarrearon la ruina.
Y como el amor patrio, cuando se ha sobrenaturalizado por
el amor de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, toca
las cumbres de la caridad cristiana, hemos visto una explosión
de verdadera caridad que ha tenido su expresión máxima
en la sangre de millares de españoles que la han
dado al grito de «¡Viva España!»
«¡Viva Cristo Rey!»
Dentro del movimiento nacional se ha producido el fenómeno
maravilloso del martirio —verdadero martirio, como
ha dicho el Papa— de millares de españoles,
sacerdotes, religiosos y seglares; y este testimonio de
sangre deberá condicionar en lo futuro, so pena de
inmensa responsabilidad política, la actuación
de quienes, depuestas las armas, hayan de constituir el
nuevo Estado en el sosiego de la paz.
El movimiento ha garantizado el orden en el territorio por
él dominado.
Contraponemos la situación de regiones en que ha
prevalecido el movimiento nacional a las dominadas aún
por los comunistas. De éstas puede decirse, la palabra
del sabio: Ubi non est gubernator, dissipabitur populus;
sin sacerdotes, sin templos, sin culto, sin justicia, sin
autoridad son presa de terrible anarquía, del hambre
y la miseria. En cambio en medio del esfuerzo y del dolor
terrible de la guerra, las otras regiones viven en la tranquilidad
del orden interno, bajo la tutela de una verdadera autoridad,
que es el principio de la justicia, de la paz y del progreso
que prometen la fecundidad de la vida social. Mientras en
la España marxista se vive sin Dios, en las regiones
indemnes o reconquistadas se celebra profusamente el culto
divino y pululan y florecen nuevas manifestaciones de la
vida cristiana.
Esta situación permite esperar un régimen
de justicia y paz para el futuro. No queremos aventurar
ningún presagio. Nuestros males son gravísimos.
La relajación de los vínculos sociales; las
costumbres de una política corrompida; el desconocimiento
de los deberes ciudadanos; la escasa formación de
una conciencia íntegramente católica; la división
espiritual en orden a la solución de nuestros grandes
problemas nacionales; la eliminación, por asesinato
cruel, de millares de hombres selectos llamados por su estado
y formación a la obra de la reconstrucción
nacional; los odios y la escasez que son secuelas de toda
guerra civil; la ideología extranjera sobre el Estado,
que tiende a descuajarse de la idea y de las influencias
cristianas; serán dificultad enorme para hacer una
España nueva injertada en el tronco de nuestra vieja
Historia y vivificada por su savia. Pero tenemos la esperanza
de que, imponiéndose con toda su fuerza el enorme
sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro verdadero
espíritu nacional. Entramos en él paulatinamente,
por una legislación en que predomina el sentido cristiano
en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el
honor y culto que se debe a Dios. Quiera Dios ser en España
el primer bien servido, condición esencial para que
la nación sea verdaderamente bien servida.
Se
responde a unos reparos
No
llenaríamos el fin de esta carta, venerables hermanos,
si no respondiéramos a algunos reparos que se nos
han hecho desde el extranjero.
Se ha acusado a la Iglesia de haberse defendido contra un
movimiento popular haciéndose fuerte en sus templos
y siguiéndose de aquí la matanza de sacerdotes
y la ruina de las iglesias. Decimos que no. La irrupción
contra los templos fue súbita, casi simultánea
en todas las regiones y coincidió con la matanza
de sacerdotes. Los templos ardieron porque eran casas de
Dios, y los sacerdotes fueron sacrificados porque eran ministros
de Dios. La prueba es copiosísima. La Iglesia no
ha sido agresora. Fue la primera bienhechora del pueblo,
inculcando la doctrina y fomentando las obras de justicia
social. Ha sucumbido —donde ha dominado el comunismo
anárquico— víctima inocente, pacífica,
indefensa.
Nos requieren del extranjero para que digamos si es cierto
que la Iglesia en España era propietaria del tercio
del territorio nacional, y que el pueblo se ha levantado
para librarse de su opresión. Es acusación
ridícula. La Iglesia no poseía más
que pocas e insignificantes parcelas, casas sacerdotales
y de educación, y hasta de esto se había últimamente
incautado el Estado. Todo lo que posee la Iglesia en España
no llenaría la cuarta parte de sus necesidades, y
responde a sacratísimas obligaciones.
Se le imputa a la Iglesia la nota de temeridad y partidismo
al mezclarse en la contienda que tiene dividida a la nación.
La Iglesia se ha puesto siempre del lado de la justicia
y de la paz, y ha colaborado con los poderes del Estado,
en cualquier situación, al bien común. No
se ha atacado a nadie, fuesen partidos, personas o tendencias.
Situada por encima de todos y de todo, ha cumplido sus deberes
de adoctrinar y exhortar a la caridad, sintiendo pena profunda
por haber sido perseguida y repudiada por gran número
de sus hijos extraviados. Apelamos a los copiosos escritos
y hechos que abonan estas afirmaciones.
Se dice que esta guerra es de clase, y que la Iglesia se
ha puesto del lado de los ricos. Quienes conocen sus causas
y naturaleza saben que no. Que aun reconociendo algún
descuido en el cumplimiento de los deberes de justicia y
caridad, que la Iglesia ha sido la primera en urgir, las
clases trabajadoras estaban fuertemente protegidas por la
ley, y la nación había entrado por el franco
camino de una mejor distribución de la riqueza. La
lucha de clases es más virulenta en otros países
que en España. Precisamente en ella se han librado
de la guerra horrible gran parte de las regiones más
pobres, y se ha ensañado más donde ha sido
mayor el coeficiente de la riqueza y del bienestar del pueblo.
Ni pueden echarse en olvido nuestra avanzada legislación
social y nuestras prósperas instituciones de beneficencia
y asistencia pública y privada, de abolengo español
y cristianísimo. El pueblo fue engañado con
promesas irrealizables, incompatibles no sólo con
la vida económica del país, sino con cualquier
clase de vida económica organizada. Aquí está
la bienandanza de las regiones indemnes, y la miseria, que
se adueñó ya de las que han caído bajo
el dominio comunista.
La guerra de España, dicen, no es más que
un episodio de la lucha universal entre la democracia y
el estatismo; el triunfo del movimiento nacional, llevará
a la nación a la esclavitud del Estado. La Iglesia
de España —leemos en una revista extranjera—,
ante el dilema de la persecución por el Gobierno
de Madrid o la servidumbre a quienes representan tendencias
políticas que nada tienen de cristiano, ha optado
por la servidumbre. No es éste el dilema que se ha
planteado a la Iglesia en nuestro país, sino éste:
la Iglesia, antes de perecer totalmente en manos del comunismo,
como ha ocurrido en las regiones por él dominadas,
se siente amparada por un Poder que hasta ahora ha garantizado
los principios fundamentales de toda sociedad, sin miramiento
ninguno a sus tendencias políticas.
Cuanto a lo futuro, no podemos predecir lo que ocurrirá
al final de la lucha. Sí que afirmamos que la guerra
no se ha emprendido para levantar un Estado autócrata
sobre una nación humillada, sino para que resurja
el espíritu nacional con la pujanza y la libertad
cristiana de los tiempos viejos. Confiamos en la prudencia
de los hombres de gobierno, que no querrán aceptar
moldes extranjeros para la configuración del Estado
español futuro, sino que tendrán en cuenta
las exigencias de la vida íntima nacional y la trayectoria
marcada por los siglos pasados. Toda sociedad bien ordenada
se basa sobre principios profundos y de ellos vive, no de
aportaciones adjetivas y extrañas, discordes con
el espíritu nacional. La vida es más fuerte
que los programas, y un gobernante prudente no impondrá
un programa que violente las fuerzas íntimas de la
nación. Seríamos los primeros en lamentar
que la autocracia irresponsable de un parlamento fuera sustituida
por la más terrible de una dictadura desarraigada
de la nación. Abrigamos la esperanza legítima
de que no será así. Precisamente lo que ha
salvado a España en el gravísimo momento actual
ha sido la persistencia de los principios seculares que
han informado nuestra vida y el hecho de que un gran sector
de la nación se alzara para defenderlos. Sería
un error quebrar la trayectoria espiritual del país
y no es de creer que se caiga en él.
Se imputan a los dirigentes del movimiento nacional crímenes
semejantes a los cometidos por los del Frente Popular. «El
Ejército blanco, leemos en acreditada revista católica
extranjera, recurre a medios injustificables contra los
que debemos protestar... El conjunto de informaciones que
tenemos indica que el terror blanco reina en la España
nacionalista, con todo el horror que presentan casi todos
los terrores revolucionarios... Los resultados obtenidos
parecen despreciables al lado del desarrollo de crueldad
metódicamente organizada de que hacen prueba las
tropas.» El respetable articulista está malísimamente
informado. Tiene toda guerra sus excesos; los habrá
tenido, sin duda, el movimiento nacional; nadie se defiende
con total serenidad de las locas arremetidas de un enemigo
sin entrañas.
Reprobando en nombre de la justicia y de la caridad cristianas
todo exceso que se hubiese cometido, por error o por gente
subalterna y que metódicamente ha abultado la información
extranjera, decimos que el juicio que rectificamos no responde
a la verdad, y afirmamos que va una distancia enorme, infranqueable,
entre los principios de justicia, de su administración
y de la forma de aplicarla entre una y otra partes. Más
bien diríamos que la justicia del Frente Popular
ha sido una historia terrible de atropellos a la justicia,
contra Dios, la sociedad y los hombres. No puede haber justicia
cuando se elimina a Dios, principio de toda justicia. Matar
por matar, destruir por destruir; expoliar al adversario
no beligerante, como principio de actuación cívica
y militar: he aquí lo que se puede afirmar de los
unos con razón y no se puede imputar a los otros
sin injusticia.
Dos palabras sobre el problema del nacionalismo vasco tan
desconocido y falseado y del que se ha hecho arma contra
el movimiento nacional. Toda nuestra admiración por
las virtudes cívicas y religiosas de nuestros hermanos
vascos. Toda nuestra caridad por la gran desgracia que les
aflige, que consideramos nuestra, porque es de la Patria.
Toda nuestra pena por la ofuscación que han sufrido
sus dirigentes en un momento grave de su Historia. Pero
toda nuestra reprobación por haber desoído
la voz de la Iglesia y tener realidad en ellos las palabras
del Papa en su Encíclica sobre el comunismo: «Los
agentes de destrucción, que no son tan numerosos,
aprovechándose de estas discordias (de los católicos),
las hacen más estridentes, y acaban por lanzar a
la lucha a los católicos los unos contra los otros.»
«Los que trabajan por aumentar las disensiones entre
los católicos toman sobre sí una terrible
responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia.» «El
comunismo es intrínsecamente perverso, y no se puede
admitir que colaboren con él, en ningún terreno,
los que quieren salvar la civilización cristiana.»
«Cuando las regiones donde el comunismo consigue penetrar
más se distingan por la antigüedad y grandeza
de su civilización cristiana, tanto más devastador
se manifestará allí el odio de los sin-Dios.»
En una revista extranjera, de gran circulación, se
afirma que el pueblo se ha separado en España del
sacerdote porque éste se recluta en la clase señoril;
y que no quiere bautizar a sus hijos por los crecidos derechos
de administración del Sacramento. A lo primero respondemos
que las vocaciones en los distintos seminarios de España
están reclutadas en la siguiente forma: Numero total
de seminaristas en 1935: 7.401; nobles, seis; ricos, con
un capital superior a 10.000 pesetas, 115; pobres, o casi
pobres, 7.280. A lo segundo, que antes del cambio de régimen
no llegaban los hijos de padres católicos no bautizados
al uno por diez mil; el arancel es modicísimo, y
nulo para los pobres.
Conclusión
Cerramos,
venerables hermanos, esta ya larga Carta, rogándoos
ayudéis a lamentar la gran catástrofe nacional
de España, en que se ha perdido, con la justicia
y la paz, fundamento del bien común y de aquella
vida virtuosa de la ciudad de que nos habla el Angélico,
tantos valores de civilización y de vida cristiana.
El olvido de la verdad y de la virtud, en el orden político,
económico y social, nos ha acarreado esta desgracia
colectiva. Hemos sido mal gobernados, porque, como dice
Santo Tomás, Dios hace reinar al hombre hipócrita
por causa de los pecados del pueblo.
A vuestra piedad, añadid la caridad de vuestras oraciones
y las de vuestros fieles; para que aprendamos la lección
del castigo con que Dios nos ha probado; para que se reconstruya
pronto nuestra Patria y pueda llenar sus destinos futuros,
de que son presagio los que ha cumplido en siglos anteriores;
para que se contenga, con el esfuerzo y las oraciones de
todos, esta inundación del comunismo, que tiende
a anular al espíritu de Dios y al espíritu
del hombre,' únicos polos que han sostenido las civilizaciones
que fueron.
Y completad vuestra obra con la caridad de la verdad sobre
las cosas de España. Non est abdenda afflictio afflictis;
a la pena por lo que sufrimos se ha añadido la de
no haberse comprendido nuestros sufrimientos. Más
la de aumentarlos con la mentira, con la insidia, con la
interpretación torcida de los hechos. No se nos ha
hecho siquiera el honor de consideramos víctimas.
La razón y la justicia se han pesado en la misma
balanza que la sinrazón y la injusticia, tal vez
la mayor que han visto los siglos. Se ha dado el mismo crédito
al periódico asalariado, al folleto procaz o al escrito
del español prevaricador, que ha arrastrado por el
mundo con vilipendio el nombre de su Madre Patria, que a
la voz de los prelados, al concienzudo estudio del moralista
o la relación auténtica del cúmulo
de hechos que son afrenta a la humana Historia. Ayudadnos
a difundir la verdad. Sus derechos son imprescriptibles,
sobre todo cuando se trata del honor de un pueblo, de los
prestigios de la Iglesia, de la salvación del mundo.
Ayudadnos con la divulgación del contenido de estas
letras, vigilando la prensa y la propaganda católica,
rectificando los errores de la indiferente o adversa. El
hombre enemigo ha sembrado copiosamente la cizaña;
ayudadnos a sembrar la buena semilla.
Consetidnos una declaración última. Dios sabe
que amamos en la entrañas de Cristo y perdonamos
de todo corazón a cuantos, sin saber lo que hacían,
han inferido daño gravísimo a la Iglesia y
a la Patria. Son hijos nuestros. Invocamos ante Dios y en
favor de ellos los méritos de nuestros mártires,
de los diez obispos y de los miles de sacerdotes y católicos
que murieron perdonándolos, así como el dolor,
como de mar profundo, que sufre nuestra España. Abogad
para que en nuestro país se extingan los odios, se
acerquen las almas y volvamos a ser todos uno en el vínculo
de la caridad. Acordaos de nuestros obispos asesinados,
de tantos millares de sacerdotes, religiosos y seglares
selectos que sucumbieron sólo porque fueron las milicias
escogidas de Cristo; y pedid al Señor que dé
fecundidad a su sangre generosa. De ninguno de ellos se
sabe que claudicara en la hora del martirio; por millares
dieron altísimos ejemplos de heroísmo. Es
gloria inmarcesible de nuestra España. Ayudadnos
a orar, y sobre nuestra tierra, regada con sangre de hermanos,
brillará otra vez el iris de la paz cristiana y se
reconstruirá a la par nuestra Iglesia, tan gloriosa,
y nuestra patria, tan fecunda.
Y que la paz del Señor sea con todos nosotros, ya
que nos ha llamado a todos a la gran obra de la paz universal,
que es el establecimiento del reino de Dios en el mundo
por la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia, de la que nos ha constituido obispos y pastores.
Os escribimos desde España, haciendo memoria de los
hermanos difuntos y ausentes de la Patria, en la fiesta
de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor
Jesucristo, 1 de julio de 1937.
Isidro
Gomá y Tomás, cardenal arzobispo de Toledo
(“Pero el escrito que más renombre dio al cardenal
fue la Carta colectiva del Episcopado español, que
se debe a su iniciativa y a su pluma, si bien se admitieron
las modificaciones sugeridas por los restantes prelados.”)
Eustaquio
Ilundáin y Esteban, cardenal arzobispo de Sevilla
Prudencio
Melo y Alcalde, arzobispo de Valencia
Rigoberto
Doménech y Valls, arzobispo de Zaragoza
Tomás
Muñiz Pablos, arzobispo de Santiago
Manuel
de Castro Alonso, arzobispo de Burgos
Agustín
Parrado García, arzobispo de Granada, administrador
apostólico de Almería, Guadix y Jaén
José
Miralles Sbert, arzobispo-obispo de Mallorca
Adolfo
Pérez Muñoz, obispo de Córdoba, administrador
apostólico del obispado priorato de Ciudad Real
Antonio Senso Lázaro, obispo de Astorga
Leopoldo
Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá
Manuel
González García, obispo de Palencia
Enrique
Plá y Deniel, obispo de Salamanca
Valentín Comellas Santamaría, obispo de Solsona
Justino Guitart i Vilardebó, obispo de Urgel
Miguel
de los Santos Díaz y Gomara, obispo de Cartagena
Fidel
García Martínez, obispo de Calahorra
Florencio
Cerviño y González, obispo de Orense
Rafael
Balanzá y Navarro, obispo de Lugo
Félix
Bilbao y Ugarriza, obispo de Tortosa
Albino
González y Menéndez-Reigada, obispo de Tenerife
Juan
Villar Sanz, obispo de Jaca
Nicanor
Mutiloa e Irurita, obispo de Tarazona, administrador apostólico
de Tudela
Feliciano
Rocha Pizarro, obispo de Plasencia
José
Eguino Trecu, obispo de Santander
Antonio
Cardona Riera, obispo de Quersoneso de Creta, administrador
apostólico de Ibiza
Juan
Perelló Pou, obispo de Vich
Luciano
Pérez Platero, obispo de Segovia
Manuel
López Arana, obispo de Curio, administrador apostólico
de Ciudad Rodrigo
Manuel
Arce Ochotorena, obispo de Zamora
Lino
Rodrigo Ruesca, obispo de Huesca
Antonio
García y García, obispo de Tuy
José
María Alcaraz y Alenda, obispo de Badajoz
José
Cartañá Inglés, obispo de Gerona
Justo
de Echeguren y Aldama, obispo de Oviedo
Fray
Francisco Barbado Viejo, obispo de Coria
Benjamín
de Arriba y Castro, obispo de Mondoñedo
Tomás
Gutiérrez Díaz, obispo de Osma
Fray
Anselmo Polanco Fontecha, obispo de Teruel-Albarracín
Santos
Moro Briz, obispo de Avila
Balbino
Santos Olivera, obispo de Málaga
Marcelino
Olaechea Loizaga, obispo de Pamplona
Antonio
Pildain y Zapiain, obispo de Canarias
Hilario Yabén y Yaben, vicario capitular de Sigüenza
Eugenio
Domaica Domaica y Martínez de Doroño, vicario
capitular de Cádiz
Emilio F. García Fuentes, vicario capitular de Ceuta
Fernando
Alvarez Rodríguez, vicario capitular de León
José Zurita Nieto, vicario capitular de Valladolid
(la sede estaba vacante por el fallecimiento del arzobispo
Remigio
Gandásegui Gorrochategui)