Las
jornadas de Mayo de 1937 (I)
Por
Grandizo Munis
Quienes
hacen revoluciones a medias,
cavan su tumba.»—Saint-Just.
Desde
que se hacen revoluciones en la historia, se las suprime
invariablemente por la persecución, el asesinato,
el exterminio de sus representantes, la calumnia, etc.,
etc. La aplicación cuantitativa del método
cambia según la intensidad de la revolución
y las necesidades de la contrarrevolución; cualitativamente
es inalterable a través de los tiempos.
Para el movimiento revolucionario moderno es esta una verdad
definitivamente adquirida. Se trata únicamente de
completarla en cada momento, reconociendo una a una todas
las piezas de la contrarrevolución, a la que frecuentemente
se agregan partidos antes revolucionarios. Las fuentes
de la contrarrevolución se encuentran —no puede
ser de otra forma— en el sistema capitalista, pero
en los tiempos actuales la máquina contrarrevolucionaria
echa mano, cada vez más frecuentemente, de las piezas
incrustadas en el movimiento obrero mismo. Privado de ellas,
el capitalismo habría sucumbido hace decenios.
España es, sin duda, la más fehaciente de
las pruebas. Las piezas auxiliares de la contrarrevolución
en el movimiento obrero aparecieron durante la guerra civil
visibles al ojo más miope, desempeñando ellas
mismas la función principal.
Fué
precisamente en mayo de 1937 cuando la contrarrevolución,
cumplido su trabajo preparatorio, juzgó llegado el
momento de pasar de la ofensiva verbal a la ofensiva armada,
abalanzarse sobre la revolución, desarticularla,
obligarla a retroceder, aniquilarla. En ese momento,
todos los tapujos fueron arrancados por la violencia misma
del choque. Los dirigentes y las organizaciones obreras
quedaron desnudos en medio de la calle, los unos haciendo
gala de su naturaleza reaccionaria, de sus taras pequeño-burguesas
los otros, de sus indecisiones e incapacidades los de más
allá, de su austeridad revolucionaria los menos.
La línea divisoria entre capitalismo y socialismo
generalmente indistinta en momentos pacíficos, marcóse
nítidamente entonces, perforando las fronteras de
los partidos hasta marcarlos indeleblemente como reaccionarios
en las personas de sus dirigentes. Líderes obreros
«comunistas» y «socialistas», algunos
anarquistas también, se vieron obligados a gesticular
con brazos y piernas, para hacer notar bien al capitalismo
mundial que se encontraban lado de la contrarrevolución.
Durante las jornadas de Mayo de 1937, todo el mundo
quedó situado en su verdadero puesto. Ese
resultado sólo valía la lucha, porque hace
prometedora la derrota.
En
su segunda etapa, la dualidad de poderes habíase
desenvuelto muy favorablemente al extremo capitalista, cuyo
Estado, montado sobre fusiles y ametralladoras hechos en
Rusia, penaba por reconstituir «el orden». Pero
los elementos de poder dual obrero resistían, y no
se resignaban a dejarse disolver pacíficamente,
pese las presiones ejercidas incluso desde la dirección
de las organizaciones más radicales. La reacción
stalino-capitalista buscaba continuamente ocasiones para
atacar la revolución.
A fines de abril, la consejería de Orden Público,
queriendo poner en práctica el acuerdo de la
Generalidad referido en el capítulo anterior, prohibió
la circulación y el ejercicio de sus funciones a
las Patrullas de Control. Los trabajadores armados que las
constituían, se apostaron en puntos estratégicos
y desarmaron 250 guardias mandados por la Generalidad a
substituirles. Por la misma fecha, la Generalidad
envió legiones de carabineros a la frontera, para
reemplazar los Comités obreros que la controlaban
desde Julio. Fueron rechazados y desarmadas la mayoría.
La Generalidad envió nuevos refuerzos, y la lucha
por el control de la frontera entre el poder capitalista
y el poder obrero se generalizó, desarrollándose
con particular intensidad en Puigcerdá. Antón
Martín, uno de los mejores militantes cenetistas
de la comarca, enemigo de la colaboración fué
asesinado por las tropas del orden. La resistencia
era obstinada y frecuentemente victoriosa para el proletariado,
pero el poder capitalista tendía a imponerse, porque
mientras los Comités obreros que controlaban la frontera
pertenecían casi todos a la C.N.T., esta misma C.N.T.
colaboraba lealmente —es su propia expresión—
con el poder capitalista. La victoria se transformaba así
en derrota.
Otros
muchos choques armados entre fuerzas capitalistas y obreras
ocurrían en diversas poblaciones. Pero aunque en
Cataluña, contrariamente al resto de España,
todavía no existía la censura, la prensa cenetista
los silenciaba o les quitaba significación, convirtiéndolos
en «incidentes lamentables», cual si
se tratara de errores gubernamentales u obreros. La prensa
stalinista, no hay que decirlo, los interpretaba con toda
la perfidia de sus designios reaccionarios, presentando
como fascistas o bandidos los obreros resistentes. Antes
de ser desarmado materialmente, el proletariado ya lo había
sido ideológica y orgánicamente. Pero a un
proletariado que un año antes había vencido
y desbaratado el ejército español, no se le
podían arrebatar todas sus posiciones sin una lucha
seria. Los choques aislados entre revolución
y contrarrevolución, si bien debilitaban paulatinamente
la primera, dejaban insatisfecha la segunda, cada vez más
ansiosa de imponer por completo su dominio. Se presentía
un choque general y decisivo; la reacción stalino-capitalista
lo quería, lo buscaba y lo provocaría.
En
efecto, el día 3 de mayo de 1937, a las 2 horas y
45 minutos de la tarde, el comisario de Orden Público,
Rodríguez Salas (stalinista), amparado por una orden
del consejero de la Generalidad, Aiguadé (Esquerra
Republicana) irrumpió con una banda de guardias en
el edificio central de teléfonos. Funcionaba
en perfectas condiciones, desde Julio, bajo la supervisión
del comité elegido por los propios trabajadores.
Pero la nueva reacción, ya bastante avanzada, no
podía desenvolverse libremente sabiendo que los teléfonos
estaban en manos del polo obrero del poder. Por otra parte,
decidida a buscar la oportunidad de ametrallar a las masas
y humillarlas, daba deliberadamente a sus exigencias la
forma más brutal posible. El stalinista Salas invadió
la central telefónica con mayor despliegue de fuerzas
que el necesario para tomar una posición avanzada
del enemigo. Los obreros se negaron terminantemente
a deponer la autoridad de su Comité, y contestaron
a las armas con las armas. Sorprendidos en pleno
trabajo, hubieron de replegarse a los pisos superiores del
edilicio, dejando la planta baja en poder de las dos compañías
de guardias mandadas por Salas.
El ruido de los primeros disparos extendió
por Barcelona un latigazo eléctrico: «¡Traición,
traición!» — el pensamiento
que desde meses atrás roía la mente y los
nervios del proletariado, crispaba ahora las caras pálidas
de ira, y los brazos en busca de armas. El grito se propagó
de esquina a esquina, hasta llegar a los barrios obreros
y las fábricas, hasta las demás ciudades y
pueblos catalanes. La huelga general se produjo
inmediata, espontánea, sin otra aprobación,
a lo sumo, que la de dirigentes inferiores y medios de la
C.N.T. Barcelona se cubrió de barricadas
con rapidez taumatúrgica, cual si, ocultas las barricadas
bajo el pavimento desde el 19 de Julio, un mecanismo secreto
las hubiese sacado de golpe a la superficie. La ciudad quedó
en seguida en poder de los insurrectos, salvo un pequeño
sector del centro. Respuesta unánime del proletariado,
acción vertiginosa y apasionada. La provocación
stalinista se convertía en un triunfo más
del proletariado, igual que la provocación de los
militares, en Julio del año anterior, se había
convertido en un gran triunfo revolucionario. El
dominio del proletariado no admitía la menor duda
ni para los enemigos de la revolución. En
los barrios obreros, las fuerzas gubernamentales se rendían
sin resistencia o se adelantaban al emplazamiento entregando
sus armas a los hombres de las barricadas. Incluso en el
centro, puestos de guardias civiles y carabineros se declararon
prudentemente neutrales. El mismo Hotel Colón, madriguera
central stalinista, llegó a sacar bandera de neutralidad.
En
poder del Gobierno no quedaba más que un pequeño
triángulo teniendo por vértice el edificio
de la Telefónica, en cuyos pisos superiores resistieron
hasta el fin los trabajadores, y por base la línea
comprendida entre la dirección de Seguridad y el
palacio de la Generalidad. Fuera de esto no quedaban a la
reacción stalino-capitalista sino escasos focos de
fácil reducción. Ni siquiera contaba,
como en otras insurrecciones barcelonesas, con la artillería
de Montjuich. Las baterías del castillo seguían
en manos obreras, y a partir de los primeros tiros encañonaron
precisamente la Generalidad, listas para hacer fuego a la
primera orden de la C.N.T.