asturiasemanal.es
Oficina de Defensa del Anciano         Asturias Republicana
   
   

Pasamos colladas, cruzamos bosques y neveros, subimos cumbres y vivaqueamos juntos
Mis perros

Por Marcelino Laruelo.

 

“Tres perros vive el caballo”. En mi época, había muchos “bombos” y pocos perros. Decían que teníamos perros porque no teníamos hijos y yo, que ya de niño, antes de pasar por la escuela treveriense, era muy respondón, les replicaba que: ¿si ellos tenían hijos por no tener perros? Igual echaban algo al agua para que no hubiera “bombos” y traerlos de fuera ya adultos.

El primer perro fue un setter gordon que se llamaba Scott. Su dueño era un agente comercial que lo llevaba con él a todas las gestiones. Seguro que olfateaba a los pufistas. Con unos cuantos Scott no hubiera habido la crisis de las subprime. Tendría yo diez meses, ya iba en silla, cuando formalizamos nuestra unión delante de la iglesia de San Pedro: hay documento gráfico que lo acredita. Luego, al cruzarnos por las calles de Gijón, siempre había contacto en el saludo y comunicación con la mirada. Mantuvimos la relación y ya me empecé a dar cuenta entonces de que iba a pertenecer al grupo de humanos que son los mejores amigos del perro.

Despareció Scott en la muerte anónima de los perros a la que tanto se empieza a parecer ya la de los humanos. Tendría cuatro años cuando llegó de Alemania el que se llamaría Lippe. Un foxterrier con su rabo tieso, sus ojos de carbón, su manto blanco con una mancha negra, sus patas rectas y listas para la carrera y el salto, y su boca un poco cocodrilesca dispuesta para el halago o el mordisco. Dormía conmigo Lippe, sin moverse y sin roncar. Nos levantábamos de la siesta y, en las tardes de lluvia y viento, nos subíamos al tranvía en los Jardines de la Reina con billete de ida y vuelta hasta Villamanín. Lippe, acurrucado debajo del asiento, entre chirridos y campanillazos, y nosotros, viendo pasar las calles y el tiempo. A todas partes llevaba a Lippe, aunque por algunas calles se le trababan las ruedas y volcaba. Le volvía a enderezar y tiraba del cordel con más suavidad.

La Gilda me la trajo Aurelio de Benia. Era una pastora alemana de buena familia, hija de la Linda y del perro que tenía Sandalio. Se crió en una carnicería y era nieta de otra Linda que tenía Fran, el de las “cabañas de Fran”, en Enol. Como ya era otra época, la Gilda recibió educación superior y ayudaba mucho en casa, y también la llevaba conmigo al trabajo y a todos los sitios. Venía desde El Cambio, en el Llano, con una cesta con huevos de aldea en la boca y no rompía uno, llevaba el bombo del detergente desde el súper hasta casa y, en la montaña, arrastraba troncos de leña que parecía imposible que pudiera con ellos. Me sacaba de la cama cuando remoloneaba a las cinco y media de la mañana, y me traía las zapatillas cuando llegaba a casa. Sabía unos cuantos números de circo para impresionar a las visitas y nadaba kilómetros detrás de mí mientras piragüeba por El Puntal. Pasamos colladas, cruzamos bosques y neveros, subimos cumbres y vivaqueamos juntos. Juntos compartíamos el pan, el arroz blanco con costilla y las “manos de gochu” a la bourguignonne. Pero quinientos metros antes de llegar donde Nacho, ya tiraba para atrás y para los lados porque sabía que le esperaban un par de “banderillas”.

La Greta vino de los Madriles y descendía de la nobleza fosterrieresca. Como los de su raza, Greta era muy suya. Era muy valiente, se enfrentaba a un mastín y le mordía los corvejones a un toro, pero, luego, venía temblando a cobijarse entre mis piernas cuando una puerta se cerraba sola en casa. En el monte, seguía todos los rastros, incansable, durante kilómetros, y cazaba todo lo que se ponía al alcance de sus colmillos, desde aguarones, grandes como conejos, hasta perdices. Su gran pasión era sacarme del sofá cuando le parecía que ya había pasado la hora de la siesta. Me acometía con el mismo tesón y fiereza que a un oso en la osera o a un jabalí en el matorral.

El León llegó en una caja de zapatos. Un pastor alemán de la Guardia Civil al que enseñaba a buscar rastros humanos por la montaña. Inteligente, impetuoso, fuerte y noble, se mató por mi culpa cuando tenía poco más de un año… Y está la Liza que, a sus 17 años, parece mentira que haya sido tanto como fue.

Veo muy pocos “bombos” y muchos perros. Al igual que la mano de obra, no llegan de cachorros, sino de adultos. Perros en lugar de pastillas, porque hijos ahora sólo los tienen los muy ricos, alguna funcionaria y los muy pobres. “Tres caballos vive el amo”.