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Discurso de agradecimiento pronunciado por José Antonio Rodríguez Canal, director adjunto del diario El Comercio, al recibir la medalla de plata al Mérito en el Trabajo

Concedida por el Ministerio de Trabajo a finales de 2007, le fue entregada el 19 de Febrero de 2008 en el Palacio Conde de Toreno, de Oviedo, por la secretaria de Estado de Servicios Sociales, Amparo Valcarce.


Canal con la Kymco de 49cc., de delicada
cabalgadura y propensa a hacer "extraños",
con la que se desplaza por la capital de la
Costa Verde y recorre Asturias y regiones
aledañas. Foto: Agosto de 2016, en Deva.


Querido Tini, señora secretaria de Estado, señora presidenta de la Junta General, señor delegado del Gobierno, dignísimas autoridades, amigos, compañeros, señoras y señores. Doy las gracias más sinceras a don Jesús Caldera Sánchez-Capitán, ministro de Trabajo, que me ha concedido la medalla de plata al Mérito en el Trabajo y me complace recibirla a la vez que Melchor Fernández Díaz, periodista a quien desde hace muchos años profeso admiración y afecto. Y doy las gracias también a quienes han propuesto la concesión, en especial a Antonio Trevín Lombán, que desempeñó, según he podido saber, un papel decisivo en el proceso.

Siempre he dicho y digo que a mí me cuesta trabajo trabajar, no tengo inconveniente alguno en reconocer que mi inclinación natural, el impulso primero, era y es ocuparme en no hacer nada. Pero las circunstancias de la vida me han impedido ejercer con la plenitud deseable esa vocación. El mayor -Manolo, Ricardo, Rubén y Luis Miguel me siguieron en la incorporación a este mundo- de los cinco hijos de un ama de casa, Eloína Canal Fernández, que dentro de quince días cumplirá felizmente sus primeros 94 años, y de José Antonio Rodríguez Prieto, obrero de la Fábrica Siderúrgica Moreda y Gijón, de la Sociedad Industrial Asturiana Santa Bárbara; primero compañero de clase de Vicente Álvarez Areces y del gitano René Jiménez Jiménez en el grupo escolar de niños El Arenal, escuela pública, por supuesto, del barrio gijonés de La Arena, luego estudiante en la Escuela de Comercio con beca de los sindicatos verticales -había que aprobar todo el curso en junio con nota media mínima de notable; yo resistí seis cursos-, alumno libre en la Escuela Oficial de Periodismo, en tiempos de ilustres compañeros como Graciano García, Juan de Lillo, Diego Carcedo, el desaparecido Julio Ruymal, Luis José Ávila y Armando Magadán, mi debut en el terreno laboral fue como chico para recados en una zapatería de la calle Corrida, a la edad de doce años. Naturalmente, sin asegurar. Posteriormente, en veranos sucesivos, desempeñé otras labores -repartidor en un almacén de jabones y aceites, ayudante de camarero, o algo así, en un merendero, administrativo en la misma fábrica donde mi padre adquiría la silicosis que ayudaría a llevarle a la tumba hace 28 años- todo ello no por gusto, sino porque era necesario aportar recursos a casa, hasta que el ingreso en la Escuela de Periodismo en setiembre de 1965 me facilitó al mes siguiente la incorporación a la redacción de EL COMERCIO, un empleo estable, para ejercer el oficio de periodista, que me ha permitido hacer una fortuna en amigos y que abandoné, desde el punto de vista de la dedicación plena, tan ligero de equipaje como había llegado, pero con la satisfacción íntima del deber cumplido en una tarea profesional que resultaría indefectiblemente fallida sin el aliento del componente vocacional. Vocación, dedicación y honradez, que enriquecen el espíritu y ayudan en el intento de participar desde el ejercicio periodístico en la conformación de una sociedad mejor, más justa, y hasta pueden tener el premio de una medalla como con la que hoy me siento ennoblecido, porque significa pertenecer a la aristocracia a mi juicio más respetable, la aristocracia del trabajo, la verdadera grandeza de España, su clase trabajadora.

Faltaría, pues, a la verdad si negara que esta distinción que se me ha otorgado me produce honda satisfacción y orgullo, que estimo legítimo, pero también es cierto que creo firmemente que se premia así una tarea colectiva, la de quienes hemos hecho EL COMERCIO en los últimos cuarenta años, periodo que abarca casi un tercio de la larga vida del diario, que en este 2008 cumplirá 130 años, cifra redonda, aniversario que no debería pasar inadvertido para los poderes públicos a la hora de reconocer la importancia de la contribución del periódico -que ya tiene la medalla de oro de Gijón- al progreso de Asturias.

Sería labor ímproba aludir a los compañeros de trabajo de cuatro decenios, de modo que en homenaje al conjunto de todos ellos voy a citar a quienes me recibieron en EL COMERCIO en aquel ya tan lejano octubre de 1965. En la redacción, Francisco Carantoña Dubert, director, figura extraordinaria e irrepetible, maestro, compañero y amigo; Orlando Sanz Álvarez, mi primer redactor jefe, entrañable ovetense ovetensista y oviedista; como redactores, Lucía Martín Valero, la joven periodista madrileña de la frágil salud de hierro que había sido conquistada por Gijón -por su marido Tino, quiero decir- para siempre; los veteranos Luis Tejedor Tejedor y Luis Espiniella Luaces, representación viva de la bonhomía y el compañerismo; Arturo Arias González, el ingenio desbordante y desbordado, un tipo genial; eran ayudantes de redacción Jenaro Fernández Allongo, perdiguero de la noticia deportiva, instinto periodístico nato; Luis Bericua Huerta, paradigma de playu desinhibido, y José Avelino Moro Fernández, dinamismo y audacia a partes iguales. El fotógrafo, Fernando de la Vega Fernández, Vegafer, compañero excelente, capaz de las empresas más sorprendentes en su especialidad. En la Administración del periódico, Eduardo Maese Alonso al frente de la publicidad, con el auxilio de Aquilino Tuero Rea; Alejandro Díaz Tuya controlaba la distribución y Eduardo Miller González las nóminas. De los talleres, la plantilla más numerosa del periódico, al contrario que ahora, citaré a dos miembros distinguidos: el regente, Arturo Muñiz Sopeña, un auténtico as de la tipografía, un número uno, campeón en lo suyo, y a Joaquín Palomino Carriles, cajista experto de competencia acreditada. La empresa era propiedad de José García Prendes-Pando, Ramón Suárez Cifuentes y Julio Maese Alonso.

Todos aquellos que estaban en EL COMERCIO en octubre de 1965, y quienes les sucedieron hasta ahora mismo, pueden considerarse partícipes de la medalla que recibo. Sería injusto, sin embargo, si no hiciera expresa mención al director general del periódico, Julio Maese Guisasola, cuya calidad humana le convierte en el patrón que cualquiera anhelaría tener, y a los directores que sucedieron a Carantoña: Juan María Gastaca Sobrado, a quien correspondió la dificilísima tarea de pilotar la transición y lo hizo con inteligencia y pragmatismo; a Juan Carlos Martínez Gauna, cuyo bienio al frente del periódico, que él transformó, ha dejado una huella imborrable de capacidad y entrega, y a Íñigo Noriega Gómez, que se aplica con acierto en la misión de consolidar y perfeccionar la herencia recibida, el decano de los diarios asturianos, el cuarto entre los más antiguos de los que se editan en España. A todos ellos les expreso mi agradecimiento. Y debe permitírseme que dé las gracias también a toda mi familia, pero de modo especial a mi mujer, María Teresa Heras Sánchez-Ocaña, que ha soportado con estoicismo los efectos colaterales en la vida familiar y en la crianza de nuestros tres hijos, Hugo, Iván y Bruno, que se han derivado del ejercicio del oficio periodístico por su cónyuge desde 1969. Gracias, María Teresa; gracias, compañeros; gracias a todos.

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