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El gong en cada vagón para que caiga en la bodega el carbón. Exploradores y aventureros por Peñarrubia a la Tortuga, con sus fósiles y sus jambes al natural
Los mares de Gigia


Por Marcelino Laruelo.


Entre el mar de la arena y el mar de la madera me llevaban a mí. Con la mar bella y con la tempestad, con la bajamar y con la pleamar. Mar de la mañana, mar de la tarde. Campanas matutinas de la iglesia, campanas laboriosas de la rula. Mar del placer y del ocio, mar del trabajo y el sustento.

Con brisas y olas de libertad, nos nutría y curtía la mar. La Cantábrica, el Campo Valdés, el Náutico, la Escalerona, las pérgolas y la banda de música con su tachín, tachín, tachán. En el isósceles de arena del Piles no cogía una toalla más. Por las calles sombrías de la pulmonía salíamos a la felicidad. Por la rampa/rampla/rambla a la arena bajábamos. Descalzarse con respeto y reverencia, que son millones de conchas en millones de años las que acarician los pies. Entre la blanca barandilla y las velas de los snipes, nuestro gran parque natural.

La verde (que antes era la blanca), la amarilla, la roja. Bajando, subiendo. Voy pa les roques: quisquilles, sapes, camarones, burones, bígaros, babosos, escamones, un sarrianu y una sirena de pechos exuberantes junto al bote de Higinio. Una remolera, a cabeces, vamos a echar un cuadrín: no se valen trallos. Ta pitándonos el guardia, ¡al agua, patos! Ta buena, ta como mexu. Hay ocle, hay ocla. A aguantar, a pasanos los trajebaños, a coger oles. Mauro Casielles que va hasta les boyes. ¡A comer, que son las tres!

Mar de madera del Muelle, pesquero y carbonero. Pelayo, las palmeras, el tranvía, los heladeros (los Valencianos, Los Dos Hermanos). El gong de cada vagón para que caiga a la bodega el carbón. Lanchas y redes. Repiqueteo nervioso de la campana, que el pescado no puede esperar. Ya atracan lanchas cargadas de la plata del mar y van a rular. Otras, en tierra, traen un cartel: “pinta, no tocar”. Rojo, verde, azul y “con letras bien dibujadas”. Carros y carros, de mástil a mástil de una zancada. Muiles como tiburones. Remy cortando lona. Efectos navales. Sardinas a la plancha. Un marinero con cuchillo al cinto monta la guardia en la Comandancia. El hielo, en barras y picado. El alfabeto pintado en las cajas de madera del pescado. Pixinos como alfombras. Merluzas de diez kilos. Pescadilla y sardinas a carretaes. Besugos. Congrios de dos metros. La cuenta atrás. El timbre. Cargan, descargan, ¡cuánta laboriosidad! Una gaviota lleva en el pico un chicharrín y un sargento, un caldero con los mejores peces del mar. Por Lequerica salen una tras otra con su tac, tac, tac. Rojo, verde y azul, se adentran en otro mar.

Mar de hierro de los astilleros y de El Musel. Allí, donde el sudor y la ciencia del hombre van dando forma al feto de hierro que el día de la botadura romperá aguas y cortará las aguas. Navegará por los mares y, en sus bodegas, traerá y llevará. Y volverá, como los peces, a las aguas de su niñez: para reparar, para limpiar fondos, para pintar. Por El Musel, con sus diques y escolleras, con sus grúas y vagones, dan sus toques las sirenas. Sale el práctico. Los remolcadores, detrás.

Mar de Aboño. Por un túnel negro como un túnel negro, los primeros pitillos clandestinos dan humo y quitan miedo. Risas y toses en los últimos metros, cuando ya la luz y el rumor de las olas anuncian la playa con sus dunas. Cuidado con las corrientes y los remolinos. Pescadores valientes por las aguas y los acantilados de Torres. Con sus destellos hacia alta mar, el faro de Torres pone un neón que anuncia puerto y fonda. Cuevas misteriosas y calas como de viaje al fondo del mar. Los búnkeres de la Campa. Roquedos blancos de aves donde un comandante de Marina soltó cabras de cuernos enormes: “Matómelas un ballestero, dele Dios mal galardón”.

Mar de los Galápagos. De exploradores y aventureros por Peñarrubia a la Tortuga, con sus fósiles y sus jambes al natural. A Serín y a la Cagonera: ¿de quién serían aquellos botes y aquellas chabolas donde alguna vez me refugié? A Estaño y a La Ñora sin que nos cierre la marea, en aquellos acantilados en que se aprendía a rapelar.

Mar del horizonte. Desde la Colina el Cuervo descubríamos las columnas de humo. Por el rumbo, tratábamos de adivinar: “va pa’l Musel”. O para San Juan de Nieva, o para San Esteban, o para Bilbao… Un petrolero, un pesquero, un barco de guerra…

Y en la mañana del nuevo día, en la Pescadería, todos los peces que los pescadores habían sacado de la mar. Ningún profesor nos lo enseñó nunca, pero a todos sabíamos nombrarlos. “Hoy, raya pa cenar”. Y a la playa a desfogar.