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Oficina de Defensa del Anciano         Asturias Republicana
   
   

La mar se queda sin peces y sin pescadores. La tierra, sin fauna, sin vacas y sin agricultores.
Ni langosta ni sardinas

Por Marcelino Laruelo.

 


Antes de que la Semana Grande de Gijón fuera municipalizada, ya la celebraban las familias: jornada reducida, camisa blanca y vermut con calamares. Mi abuela Rosarín nos preparaba las antiguas ventriscas al horno, ensaladilla rusa, la paella proletaria con media docena de camarones y “amasueles” en representación del marisco, y sardinas “con el rau p’arriba”. Había tarta helada de postre, helado que se traía en un vaso de sidra y melón que compraba mi “güelu”. Y rollo de carne con patatas a la acordeón para cenar. ¡Viva Rosarín!

Fui un rapacín enfermizo al que los médicos no acertaban. Hasta que Nico Dacuba me llevó al Leonés y, debajo de una cúpula de jamones serranos, me puso a tratamiento de quisquilla, gordas como el dedo ídem, de percebes, de andariques y de centollo, con vahos de jamón. Ya no volví a coger ni una gripe. ¡Viva Nico Dacuba!

Los escaparates que más me interesaron siempre fueron los de los buenos restaurantes. Paraba a mirar el de El Trole, con aquellas langostas de medio metro, aquellos bugres como buldozers y centollos de tres kilos. Fue en Francia, cuando ya era un rebelde con causa, cuando gusté la langosta y las ostras me provocaron adicción, cuando me hice devoto de la fromagerie y de los vinos de monsieur Caslot, y cuando me aficioné al calvados y al champagne. ¡Vive la France! (aunque fuéramos, más bien, de Arlette Laguiller y de Pierre Broué).

Hubo un momento de esperanza en la regeneración de este país a finales de los setenta y principios de los ochenta. También para la conservación de la naturaleza y la mejora del medio ambiente. Pero, enseguida, España, sus clases dirigentes y sus clases votantes, sus cuatro poderes y sus poderes fácticos, todos volvieron por donde solían, hasta llegar a donde estamos.

Nunca se dedicó tanto dinero público a la “protección” de la naturaleza. Ya se sabe lo interesantes que son todos esos planes de reintroducciones y de “estudios” que de vez en cuando se oye mencionar. Pero, ¿qué fue de aquellos pixines grandes como una mesa de pimpón? ¿Y de aquellos besugos que eran la cena de los pobres? ¿Y de la quisquilla que sacaba mi suegro en los muelles de Fomento? ¿Y de los bancos de sardinas, de bocartes, de pescadilla, de panchos y de chicharrinos del cantil que poblaban las aguas de la bahía gijonesa? ¡Hasta las anguilas desaparecieron, que manda mecha!

No es nostalgia de aquel Muelle lleno de lanchas boniteras lekeitarras, bermeanas, santanderinas y asturianas. No es añoranza de aquella rula repleta de pescado y de actividad. Es protesta y es denuncia de la incompetencia y el desdén que caracteriza al costosísimo entramado medioambiental y su inoperancia, desde los incendios forestales a la sobrepesca.

El campo asturiano se ha convertido en un zarzal y un cotollal totalmente improductivo, a la espera de que le peguen fuego. Hasta los ocalitales están abandonados y afectados por plagas. Las playas son arenales muertos y en los pedreros no se ve un camarón ni un burón. Les sapes, que se llevaban a sacaos para soltarlas en el campo de San Francisco cuando jugaba el Sporting en Oviedo, han casi desaparecido.

“Dime de que presumes y te diré de que careces”. El fracaso del gobierno asturiano en todos estos asuntos relacionados entre sí es total, desde el índice de cánceres hasta la contaminación del agua y el aire. En su ineptitud, nos han llevado a que las sardinas estén más caras que la merluza. Pronto no quedará nada, ni muiles. Serán semanas grandes de fletán y barritas de pescado a lo master chef. Y tendrán que mandar a los pesqueros con un cañón en la proa, como en la guerra, a que acaben con la pesca en el Indico.