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Alta voracidad en Barcelona..

Por Miquel Amorós

 

Sin duda alguna la infamia de nuestra época es la creencia en el progreso, la idea de que el mundo es cada vez mejor y de que la sociedad se aleja cada vez más de la pobreza, del despotismo y de la ignorancia, aproximándose en igual medida a la abundancia, la libertad y la lucidez.

A pesar de que las pruebas demuestran mejor lo contrario y de que los desastres se manifiestan a plena luz, dado que el desarrollismo ha producido un grado de destrucción sin precedentes históricos, los dirigentes nos hablan de episodios fortuitos que acompañan la marcha optimista hacia el “futuro”, y que, al fin y al cabo, en vista de las ventajas y beneficios esperados, no serán sino un precio bajo para la entrada en el mundo feliz.

El razonamiento con el que los dirigentes proclaman la venida de la “Civitas Dei” para pasado mañana mismo, tiene una base bien clara: la identificación del progreso humano con el desarrollo tecnológico y el crecimiento tecnológico a ultranza, es decir, la identificación con el progreso suicida del sistema capitalista. Así pues, fuera de una sociedad donde todo el mundo será libre para consumir lo que no necesite, evadirse de sus responsabilidades y, por encima de todo, libre de moverse a todo tren, no hay salvación que valga. Parece que el enarbolado futuro depende de la renuncia de todos a opinar y elegir, a fin de que políticos, expertos y financieros nos ahorren el trabajo de participar en las decisiones que nos afectan e incluso que nos cambian la vida, decisiones que dicen no ser de nuestra incumbencia, ya que son de la suya. En un contexto diseñado por profesionales de todas las materias, las asambleas, el trueque sin dinero, la fiesta paralela y la inmovilidad no son muy aconsejables. La libertad existe en una sola dirección, la del expansionismo tecnológico y financiero, y encuentra su realización en el hipermercado. El nou totalitarisme futurista delimita claramente los campos: a un lado el “progreso”, el “desarrollo” y la “modernización”; al otro el “atraso”, la “superstición” y los “antisistema”. Lo que traducido al lenguaje de los oprimidos significa que en una parte están “ellos”, la gente que transforma las ciudades y los teritorios en campos de experimentación económica y técnica; en la parte contraria estamos “nosotros”, los centenares de miles de víctimas de sus decisiones.

Todo lo dicho lo viene a confirmar de modo particular el asunto de la Alta Velocidad, que en boca de un experto, “marcará un antes y un después”, tal como lo marcaron los coches, los plásticos, los pesticidas, la energía nuclear y la ingeniería genética. Un antes y un después en la artificialización de nuestras vidas y en el emponzoñamiento del ambiente, en el naufragio de las ciudades y en la destrucción del territorio. Y más concretamente, un antes y un después en la movilidad frenética y neurótica, ya que en una economía terciaria, “logística”, la circulación domina sobre la producción y es la principal mercancía; significa que el espacio ha de prestarse enteramente a la circulación de mercancías, energía y elites. El papel de Cataluña —y el de cualquier otra región metropolitanizada— en la mundialización capitalista depende de que consiga una capacidad descomunal de almacenamiento y de una circulación mercantil superfluida. Por eso los dirigentes dicen que el TAV, las líneas de Muy Alta Tensión, el cuarto cinturón, la ampliación de los puertos, la de los aeropuertos y una red ferroviaria de mercancías, son obras necesarias. En ellas se juegan su futuro, y en cierto modo, sentencian el nuestro.

El alcalde Hereu, usando con solvencia el idioma de los tecnócratas, dice que el AVE es una “obra estratégica primordial” que “mejorará las conexiones con Europa.” Puntualizamos que es una obra clave en la estrategia capitalista –perfectamente expuesta en 1993 por la Mesa Redonda de Industriales Europeos— que mejorará las conexiones entre las diversas sedes financieras europeas, a costa de empeorar las demás y de seccionar horriblemente el territorio de aquello que todavía se llama Europa. No es ningún secreto que detrás del apoyo al equipo municipal de instituciones señeras en la sumisión a los imperativos tecnoeconómicos como la patronal Foment del Treball, los sindicatos UGT y CCOO, la Cámara de Comercio, ESADE, el RACC y el Colegio de Ingenieros, estén los intereses de las constructoras, los Seguros, los Bancos, las empresas de material ferroviario, las de vigilancia, las inmobiliarias, las grandes superficies, etc., los verdaderos beneficiarios del TAV. Pues mal podemos compensar las grietas en las paredes, el polvo, los ruidos interminables de las obras, los embotellamientos de tráfico y las averías de los trenes de cercanías, con los beneficios de ir a Madrid en dos horas y media por un ojo de la cara, viaje que no acostumbramos a hacer todos los días. Quienes sí lo hacen son “ellos”, los ejecutivos y dirigentes: el AVE es su segundo puente aéreo. Para que callemos, sus mercenarios nos prometen zonas verdes, pisos protegidos, equipamientos, puestos de trabajo y “desarrollo urbanístico de los barrios”. En verdad son el chocolate del lorito, propaganda política de la nueva urbanización salvaje —que miren cómo va quedando Hospitalet— financiada con el incremento del volumen de edificación y con la venta de suelo público. Con tales promesas tratan de esconder o compensar los efectos negativos de una macroestación “intermodal”, a saber, el aumento del tráfico rodado, la mayor contaminación, la precariedad laboral, la especulación inmobiliaria, el chabolismo encubierto de los pisos “patera” o las “camas calientes”, la securización de la zona, la descapitalización del transporte público y el aterrizaje de los centros comerciales, los hoteles caros y los edificios de oficinas, amén de detalles particulares como la cubierta de vidrio de La Sagrera, el cajón de cemento de Sants o los kilómetros de vías abiertas a la entrada y salida de Barcelona. Nos susurran al oído, nos instalan en el ciclón.

La Alta Velocidad es una tecnología cara, peligrosa, consumidora de inmensa cantidad de energía y de gran impacto ambiental. Despilfarra dinero y recursos, acelera el descontrol urbanizador y contribuye a imponer un modelo de sociedad insolidario, clasista y depredador. Condiciona absolutamente el espacio que recorre y la vida de sus habitantes, que han de adpatarse a ella y no al contrario. Si solamente nos oponemos a un simple detalle del TAV, bien sea un trazado, un túnel, un puente, una cubierta, un soterramiento, etc, aceptamos el resto del lote, y de este modo, el TAV y el modelo de sociedad que lo necesita. Al aprobar la sociedad capitalista, hemos de cargar con sus necesidades y, por lo tanto, con la Alta Velocidad. Y al revés, si repudiamos al capitalismo, repudiaremos sus trenes. Es así de fácil; porque ante un sistema totalitario por el que tantos esclavos se han sacrificado, el rechazo ha de ser total. Llegados a un determinado nivel de opresión —un mundo globalizado, unas fuerzas productivas deviniendo fuerzas destructivas, una explotación criminal de la naturaleza, una política profesionalizada— la sociedad es irreformable, no se puede “autogestionar”, no tiene futuro; hay que rehacerla completamente si se la quiere humanizar. Por lo tanto, la verdadera oposición no puede ser parcial, reducirse al TAV o a un aspecto de éste. El combate contra la Alta Velocidad es un combate contra todos los aspectos de la dominación o no es nada. Por eso ese combate se presenta regularmente como simulacro, teatro y cortina de humo, puesto que la falsa oposición, mayoritaria, está de acuerdo con las condiciones políticas, económicas y financieras dominantes. Quiere un TAV alternativo, o simplemente que no pase cerca de su casa, por lo que recurre a montajes mediáticos para llamar la atención de los dirigentes, con los que trata de establecer un diálogo cualquiera y llegar a un acuerdo cualquiera. No pisan espacios vedados propiedad de los políticos o los expertos, como hacen los verdaderos opositores al TAV. El 16 de julio unos jóvenes de la Asamblea de Sants se encaramaron a unas grúas y paralizaron durante unas horas las obras del AVE, despertando la indignación de aquellos, “democráticamente elegidos” para ser los legítimos intérpretes de la voluntad de la conurbación barcelonesa, y por consiguiente, para decidir sobre un asunto tan eminentemente político como el AVE. Con su gesto, ni simbólico, ni testimonial, los colectivos de Sants han situado la protesta anti TAV en el terreno de la política verdadera —en la calle— cuestionando la competencia de todos los profesionales, tanto en el gobierno municipal como en la oposición, tanto en el consistorio como en los barrios. La reacción de los cargos municipales ordenando su detención “por desórdenes públicos y resistencia a la autoridad” revela el lado represivo connatural al ejercicio del poder, que sabe distinguir entre los opositores de mentira y los verdaderos contestatarios: unos son interlocutores patentados en caso de verdadera resistencia; los otros son adversarios y enemigos. El éxito de una verdadera causa depende de ese deslinde: “ellos” y “nosotros”.

De la mano del crecimiento económico y del desarrollo tecnológico cruzamos un paisaje que se parece cada vez más a un escenario de guerra, en marcha hacia el peor futuro posible. Conurbaciones enfermas y congestionadas, obras faraónicas, montañas de desperdicios, campos y costas degradados, cayucos y pateras accionados por el hambre, cambio climático, turismo de masas... Son el resultado de un mundo gobernado por los mercados bursátiles y el fundamentalismo tecnológico, un mundo que no es el nuestro, donde no vivimos realmente sino donde tan sólo estamos. El TAV es una de las infraestructuras de ese mundo al que no pertenecemos, hecho a la medida de unos pocos, por la cual nos dirigimos velozmente a la catástrofe.