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De los gobiernos viejos de nuestros días


De los gobiernos viejos de nuestros días.

Por Thomas Paine


Es imposible que gobiernos como los que hasta ahora hay en el mundo puedan haber comenzado de ningún otro modo que con una total violación de todo principio moral. La oscuridad en que está sepultado el origen de los gobiernos viejos de nuestros días indica la injusticia e ignominia con que comenzaron. Hay que recordar el origen del actual gobierno de América y Francia, porque es justo recordarlo; pero, a los demás gobiernos, hasta la adulación los ha confinado, sin ninguna inscripción, en la tumba del tiempo.

No debía ser difícil en la temprana y solitaria edad del mundo, cuando la principal ocupación de los hombres era la de guardar rebaños, que una banda de rufianes dominase un país, sometiéndolo a tributo. Establecido así su poder, el jefe de la banda se las ingeniaba para cambiar su nombre de ladrón por el de monarca: he aquí el origen de la monarquía y los reyes.

El origen del gobierno en Inglaterra, en cuanto se relaciona con lo que se llama su línea monárquica, al ser uno de los últimos, es quizá el mejor recordado. El odio que engendró la invasión y tiranía de los normandos debe haber arraigado profundamente en la nación para sobrevivir a los intentos de borrarlo. Aunque ningún cortesano hablará de los toques de queda, ninguna aldea de Inglaterra lo ha olvidado.

Después de repartirse el mundo, dividiéndolo en feudos, esas bandas de ladrones comenzaron, como es natural, a pelear unas contra otras.
Unos consideraban justo arrebatar lo que otros habían obtenido por la violencia, y un nuevo pillaje sucedía al primero. Alternativamente invadían los dominios que cada uno se había asignado para sí, y la brutalidad con que se trataban unos a otros explica el carácter original de la monarquía. Eran rufianes torturando a rufianes. El conquistador consideraba al conquistado, no como su prisionero, sino como su propiedad. Le llevaba en triunfo entre rechinar de cadenas y le condenaba, según le parciera, a la esclavitud o la muerte. Cuando el tiempo borró la historia de este comienzo, sus sucesores tomaron nuevo aspecto para hacerse olvidar su ignominia, pero sus principios y objetivos seguían siendo los mismos. Lo que primero era rapiña, tomó luego el nombre de ingresos estatales, y fingieron heredar el poder originalmente usurpado.

Del tal comienzo y de tales gobiernos, ¿qué podía esperarse, sino un sistema continuo de guerra y extorsión? Habían formado un gremio. El vicio no es más peculiar a uno que a otro, pero es principio común a todos. En tales gobiernos no existe suficiente vigor para injertar reformas, y el remedio más corto, fácil y eficaz es comenzar de nuevo valiéndose del engaño.

¡Qué escenas de horror, qué perfección de iniquidad se presenta al contemplar el carácter y al repasar la historia de tales gobiernos! Si quisiéramos representar la naturaleza humana con tal bajeza de corazón y tal hipocresía de aspecto que la reflexión se estremeciera al verla y la humanidad negase conocerla, son los reyes, las cortes y los gabinetes de gobierno los que deberían posar para el retrato. El hombre tal cual es, con todas sus faltas, no alcanza esa maldad.¿Podemos acaso suponer que si los gobiernos se hubiesen originado en principios rectos, y no hubiesen tenido interés en seguir los malos, podría haber llevado el mundo a la desgraciada y pendenciera situación en la que lo hemos visto? ¿Qué puede mover al campesino, que va detrás del arado, a abandonar su pacífica ocupación e ir a pelear contra el campesino de otro país, o qué pueden mover al artesano? ¿Qué es el gobierno para ellos o para ninguna clase de hombres de la nación? ¿Añade un acre a las posesiones de un hombre, o eleva su valor? ¿No son la conquista y la derrota al mismo precio, y no son los impuestos la consecuencia que nunca falta? Aunque este razonamiento pueda ser bueno para una nación, no lo es tanto para un gobierno. La guerra es la mesa de juego de los gobiernos, y las naciones son las que sufren las trampas del juego.

Si algo hay que admirar en este miserable cuadro de los gobiernos, más de lo que podría esperarse, es el progreso que han hecho las pacíficas artes de la agricultura, la manufactura y el comercio bajo el peso tanto tiempo acumulado del desaliento y la opresión. Ello sirve para demostrar que el instinto de los animales no actúa con mayor fuerza de lo que los principios de la sociedad y la civilización obran en el hombre. En medio de tantos desánimos, persigue su objetivo, no rindiéndose ante nada más que lo imposible.