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El fusilamiento de José Rizal y la guerra en las Filipinas.

 

"Se cumplieron nuestras profecías, Rizal ha sido, entre los presos de importancia, la primera víctima sacrificada por Polavieja. Lograron su venganza los frailes, esos hombres que al romper el sagrado vínculo de la familia y hacer voto de castidad se despojan de todo humano sentimiento. ¿Son frailes por fanatismo? Están dispuestos como los Torquemadas y los Arbués a inmolar en los altares de su Dios la humanidad entera. ¿Lo son por conveniencia y cálculo? No anidan en sus pechos sino bajas pasiones: la de la lujuria, la de la dominación, la de la codicia.

Se las juraron al infeliz Rizal esos hombres indignos. No bien estalló en Filipinas la insurrección, le denunciaban aquí ya como alma y caudillo de los rebeldes. Se les escapó la presa, y ebrios de rabia no pararon hasta conseguir que el Gobierno le volviera al Archipiélago. Venía Rizal a la Península con pasaporte de Blanco.

Han logrado esas inicuas gentes su objeto. Rizal ha sido pasado por las armas. ¿Era culpable del delito que se le atribuía? Nos lo hace poner en duda lo tranquilo que en sus fincas estaba cuando se dio el primer grito de guerra, su voluntario destierro de las islas, sus francas declaraciones ante el consejo que le juzgó, y el apresuramiento de Azcárraga a decir por la prensa que ninguna intervención ha tenido en la sentencia de muerte. No ha querido, a lo que parece, nuestro ministro que caiga sobre su cabeza la sangre del justo.

Ha muerto Rizal, y no ha sonado una palabra de conmiseración en la Península. Era aún joven, de vastos conocimientos, de generosas aspiraciones, escritor notable, que habría probablemente figurado entre los mejores cuando hubiese adquirido sobre nuestro idioma más y mejor dominio. Nada arrebatado, sesudo, prudente, querido de su pueblo y de cuantos le trataban, habría podido ser un grande elemento para la reorganización de aquellas remotas islas, reorganización de todo punto indispensable, si vencemos y aspiramos a conservarlas. No abundan, por desgracia, hombres de sus prendas.

¡Qué de indultos no se prodigan aquí para los autores de horrendos crímenes! ¡Qué de afán y de interés no muestran por salvarlos aun las autoridades! Para hombres como Rizal, ni hay indulto ni quien lo pida, como no sean sus deudos. Y, sin embargo, aún reconociéndole reo del delito que se le atribuye, debería inspirarnos respeto a nosotros que ponemos nuestro primer título de gloria en haber arrojado de nuestro territorio a los moros de Granada, sin que les valieran ni los ricos monumentos que nos dejaron, ni el sistema de regadíos con que enriquecieron la agricultura, ni el impulso que dieron a las artes, ni una posesión de siglos.

Ha muerto Rizal, y morirán tras él, pasados por las armas, otros hombres de valía. Lo quieren y lo aplauden los que se dicen órganos de la opinión pública: nos toca callar a nosotros, que de ella disentimos. Después de todo, no sucede sino lo que está en nuestras tradiciones. Matemos, matemos: el Duque de Alba es la genuina representación de España."

El Nuevo Régimen.
Semanario republicano federal (2-1-1897).
Hemeroteca Municipal de Madrid.

La guerra en Filipinas

"Hasta aquí, el Gobierno ha fijado su atención en Cuba. Hora es de que vuelva los ojos a Filipinas. Continúa allí la guerra y no se vislumbra el término. Han fracasado, según se ve, las negociaciones de paz seguidas con Primo de Rivera. No se contentan los insurrectos con un puñado de oro; quieren a todo trance las reformas porque se levantaron. "Si se las ha concedido a Cuba, dicen ahora: ¿por qué se las ha de negar a Filipinas? Pedimos mucho menos de lo que Cuba exigió: no aspiramos a la independencia; no reclamamos siquiera la amplia autonomía que acaba de otorgársele. La supresión de las comunidades religiosas, la representación en Cortes, una moderada intervención en el gobierno interior de nuestras provincias y de nuestros municipios son hoy nuestros principales anhelos. Nos tratan las autoridades españolas como vasallos, casi como siervos; quisiéramos que nos trataran como iguales, como ciudadanos. ¿Pedimos algo que no sea racional y justo?

-Las comunidades religiosas se las suprimió hace sesenta años en la Península primeramente por decreto, después por ley en Cortes. Sus bienes fueron declarados nacionales y puestos en venta. Representación en Cortes la tuvimos desde que se promulgó la Constitución de Cádiz hasta que rigió la de 1837. Intervención en el gobierno de los intereses propios la alcanzaron en España los municipios aun bajo el más brutal absolutismo. Más de tres siglos pasaron ya desde que España descubrió y conquistó estas islas: ¿no es hora aún de que se nos deje de tratar como vencidos? ¿no lo es aún de que se nos asimile a los vencedores?"

Hemos recibido de Filipinas una carta en que se nos hace una pintura tristísima del estado de aquel archipiélago. No es de ningún rebelde; es de un hombre amante de España y cristiano celoso. "Estoy contra la insurrección, dice, y ansío que concluya; pero reconozco que la han provocado la injusticia y el desprecio con que se nos mira. Hay aquí una insoportable tiranía: la ejercen, ya juntas, ya separadamente, la cogulla y la espada. El afán de enriquecerse es, por regla general, el primer móvil de las autoridades y los empleados que nos manda la Península: lo invaden y lo minan todo el cohecho y el fraude. Apenas si hay verdadera administración de justicia. Tan ardiente es ya la sed de oro, que se explota indignamente a los mismos peninsulares. Padecen hambre los soldados que vienen aquí a defender la Patria. Clamen ustedes por la reforma de estas desdichadas islas: es indispensable, es urgente."

Nosotros venimos hace tiempo apenados por lo que en Filipinas ocurre. No son para dichas las infamias y las crueldades allí cometidas desde que comenzó la guerra. Ejecuciones bárbaras, millares de hombres encarcelados o deportados por simples sospechas, tormentos, matanzas que aterran, secuestros inauditos llenan desde entonces las páginas de la historia de aquel archipiélago. Oíd a los que fueron deportados a los presidios de Africa: no hay esclavitud comparable con la que han sufrido. A la menor muestra de dignidad ha crujido el látigo en la espalda de los hombres que ningún crimen habían cometido y tenían mucha más educación que sus infames carceleros. Desnudos, hambrientos, sin cama se les ha tenido. ¿Habremos pasado ya los españoles de héroes a bandidos?

El actual Gobierno ha librado a esos infelices de tan horrendo suplicio: conviene que no se detenga en esa obra de reparación y acometa la reforma del gobierno de las islas. ¿Por qué no devuelve ya a los secuestrados todos sus bienes? ¿Por qué no da plena satisfacción a las justas aspiraciones de los filipinos? No las tienen sólo los insurrectos, las tiene todos los que piensan, todos los que han podido sustraerse al embrutecimiento que con el fin de perpetuar su dominación han empleado los frailes.

El mes de Junio del año 1895, iniciada la guerra en Cuba, decía uno de nuestros diputados en el Congreso: "Imposible parece la conducta que con las colonias sigue el Gobierno. Todavía no ha concedido a los filipinos asiento en nuestras Cortes; ¿será también necesario que se subleven para que lo obtengan?" Se sublevaron, sublevados siguen, y todavía no han conseguido ni aun la esperanza de obtenerlo. ¿Hay ceguedad como la nuestra?

El Nuevo Régimen.
Semanario republicano federal (2-12-1897).
Hemeroteca Municipal de Madrid.

La pacificación de filipinas

"No nos cansamos de llamar hidalga la nación española. ¡Cuán poco hacemos porque lo parezca! Se insurrecciona Filipinas, y dice desde luego que no pretende separarse de España. Tomo las armas, escribe al gobernador de Cavite para que los transmita al general Blanco, no por odio a la madre de la patria, sino por verme representada en Cortes, tener la debida intervención en lo que constituye mis particulares intereses y estar libre del yugo de las comunidades religiosas. Lo he pedido en forma legal repetidas veces, y no he logrado ni que se me conteste. La desesperación me ha movido a recurrir a la guerra.

España sabía de sobra cuán justas eran las aspiraciones y las quejas de la colonia, y se decidió, sin embargo, a ahogarlas en sangre. Destituyó por débil a Blanco; le reemplazó por Polavieja, de quien se sabía que era hombre de alma católica y entrañas de fiera, y se regocijó viendo que se encarcelaba y se fusilaba a criminales e inocentes, y se arrojaba de Cavite a los insurrectos sin piedad para los vencidos.

Fuera de Cavite los rebeldes, se encerraron en los montes de San Mateo. La guerra se hizo desde entonces dura, difícil, ocasionada a descalabros, fecunda en sorpresas, de poco o ningún lucimiento. Recurrióse primeramente a la idea de utilizar los odios de raza, a fin de que filipinos con filipinos se destrozaran, y después a la de sobornar y comprar con oro a los cabecillas. ¿No es verdad que los dos medios son a cual más hidalgos?

Se optó finalmente por el peor, por el soborno. Se agració a los cabecillas con millones de pesetas y se los embarcó para Hong-Kong entre vítores y aplausos (...)"

El Nuevo Régimen.
Semanario republicano federal (8-1-1898).
Hemeroteca Municipal de Madrid.

Para saber más sobre José Rizal:
http://ensayo.rom.uga.edu/filosofos/filipinas/rizal/
http://www.epdlp.com/rizal.html
http://www.geocities.com/Tokyo/Pagoda/7029/rizal.html
http://srjarchives.tripod.com/1998-10/PEARSON.HTM