1873
11 de Febrero
2002
"Con Fernando VII murió la monarquía
tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía
parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya,
la monarquía democrática; nadie ha acabado
con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la
República, la traen todas las circunstancias, la
trae la conjuración de la sociedad, de la naturaleza
y de la historia. Saludémosla como el sol que se
levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria."
Emilio
Castelar
Diario de Sesiones, 12-II-1873
"La Asamblea nacional reasume todos los poderes,
y declara como forma de gobierno de la nación la
República,
dejando a las Cortes constituyentes
la organización de esta forma de gobierno."
Proposición
firmada por Pí y Margall, Nicolás Salmerón,
Francisco Salmerón, Figueras, Molina y Fernández
de las Cuevas
DISCURSO
pronunciado
por el Sr. Pí y Margall en el banquete celebrado
en el Café de Oriente en conmemoración del
décimo octavo aniversario de la proclamación
de la República
Queridos
correligionarios: No basta que conmemoremos la República
de 1873; es preciso que nos sirva de lección y
enseñanza. Si incurriéramos mañana
en los mismos errores que entonces, recogeríamos
los mismos frutos: la República pasaría
otra vez sobre la nación como una tempestad de
verano. Recordemos, recordemos aquellos días.
El día 11 de Febrero de 1873 ocurrieron en España
gravísimos acontecimientos. Un rey, dos años
antes elegido por las Cortes, reconociéndose impotente
para resistir al oleaje de los partidos, abdicó
por sí y por sus hijos. Reuniéronse en una
sola Asamblea el Congreso y el Senado, admitieron la renuncia
del rey, le despidieron cortésmente y proclamaron
la República.
¿Vino
la República oportunamente? No; vino a deshora.
Habría venido oportunamente si la hubiesen establecido
las Cortes de 1869; vino cuando, fatigada la nación
por cinco años de luchas, estaba más sedienta
de reposo que de nuevos ensayos; vino cuando ardía
la guerra civil en el Norte de España y en la isla
de Cuba; vino cuando estaba exhausto el Tesoro, tan
exhausto, que los radicales habían debido ya suspender
el pago regular de los intereses de la deuda. El Gobierno
de la naciente República no pudo cumplir las promesas
que en la. oposición había hecho: no pudo
ni reducir el ejército, ni abolir las quintas,
ni disminuir los gastos que iba agravando la guerra. Esto,
por de pronto, acredita que no son siempre beneficiosos
los cambios ni aun para los que más los anhelan.
Para
colmo de mal, el primer gobierno que se creó se
componía de federales y de progresistas, de
progresistas que eran ayer ministros del rey y hoy ministros
de la República. Podrán ser buenas las
coaliciones para destruir; para construir, conozco por
propia experiencia, que son detestables. Perdíamos
el tiempo en cuestiones frívolas, pasábamos
a veces horas discutiendo si a tal o cual provincia habíamos
de mandar un gobernador federal ó un gobernador
progresista. Esto, por lo menos, prueba que no son siempre
buenas ni aceptables las coaliciones.
Los
progresistas obraron con nosotros de mala fe. Trece
días después de proclamada la República
promovían una crisis en el seno del Gabinete. Fundábanla
en que el Gobierno, por la heterogeneidad de sus elementos,
no podía obrar con la rapidez que las circunstancias
exigían y en que nosotros no habíamos determinado
los límites de nuestro federalismo. En vano les
decíamos que, no a nosotros, sino a las futuras
Cortes Constituyentes correspondía marcarlos; insistían
en llevar la crisis á las Cortes, diciendo hipócritamente
que no podía menos de resolvérsela en nuestro
favor puesto que era racional y lógico que rigieran
la República los republicanos.
Tan
hipócritamente hablaban, que al otro día
encontramos invadido el ministerio de la Gobernación
por cuatrocientos guardias civiles, el palacio del Congreso
ocupado por uno ó dos batallones de línea,
las cancelas del vestíbulo guardadas por centinelas
con la bayoneta en la boca de los fusiles. Por la
noche, calladamente, habían nombrado á Moriones
general en jefe de Castilla y destituido á los
coroneles en que creyeron ver un obstáculo para
sus inicuos planes. Hiciéronlo todo de acuerdo
con el Presidente de la Asamblea, que se creyó
revestido de una autoridad superior á la del Gobierno.
Vencimos,
pero vencimos, gracias por una parte, á su cobardía,
gracias por otra al vigor de los ministros federales,
á la actitud del pueblo de Madrid, a la lealtad
de Córdoba, que no dejó de estar nunca a
nuestro lado. Constituyóse aquel día un
Gobierno casi homogéneo; pero el mal estaba hecho.
Se soliviantaron las pasiones populares y hubo en ciudades
de importancia conatos de rebelión que no pudo
reprimir el Gobierno sin gastar parte de sus fuerzas.
Despechados los progresistas, se aliaron por otro lado
con los conservadores y se fueron el 23 de Abril á
la plaza de Toros con toda la milicia de la monarquía.
Aquel complot era algo más serio que el anterior,
ya que en él estaba comprometida gran parte del
ejército, y generales corno Balmaseda y el duque
de la Torre.
Vencimos
también, disolvimos la Comisión permanente
de la Asamblea y convocamos apresuradamente nuevas Cortes
creyendo encontrar en ellas el medio de salvar y consolidar
la República. Nos enseñaron y os enseñan
hoy todas estas deslealtades cuán poco hay que
fiar de los que se adhieren hoy a las instituciones que
ayer combatían.
En
las Cortes no hallamos, desgraciadamente, lo que esperábamos.
Culpa fue, en parte, del Gobierno, que, después
de haber dirigido á las Cortes un mensaje en que
daba razón de su conducta, dimitió sin esperar
á que se aprobasen ó desaprobasen sus actos
y se negaron sus más importantes hombres á
formar parte del nuevo Poder Ejecutivo. Aquellos hombres
servían de freno á la ambición de
sus correligionarios; caídos, faltó el freno
y las ambiciones se desataron con inaudita furia.
Hubo
un mal mayor, y en él debéis fijaros particularmente
á fin de que conozcáis el daño que
produce en los partidos la discordia. Antes de la
proclamación de la República estábamos
divididos los federales en dos bandos: los benévolos
y los intransigentes: los que creíamos que el curso
natural de los sucesos nos llevaba á la República,
y los que para conseguirla más pronto querían
forzar la marcha de los acontecimientos. Después
de proclamada la República, aquella división
carecía de motivo. Los dos bandos reaparecieron,
sin embargo, en las Cortes y se hicieron la más
cruda guerra. Sin que los separara cuestión alguna
de principios, discutían acaloradamente, y se combatían
como si fuesen los más encarnizados enemigos. esta
obcecación y aquel error del Gobierno fueron causas
que trajeron de continuo perturbada la Asamblea e hicieron
inestable y movediza la suerte de los Gobiernos. Aprended
lo que son las discordias que en la oposición se
engendran. Se fueron acalorando las pasiones, se llegó
á creer que los ministros retardaban de intento
la constitución federal del país, y surgió
el cantonalismo, otra guerra civil sobre la de D. Carlos
y la de Cuba. Por la reacción que á toda
acción sucede, cayó entonces el Gobierno
en otro error más grave: entregó á
generales enemigos las fuerzas de la República.
Se buscó á los ordenancistas, á los
que no habían sido amigos de sublevaciones ni de
pronunciamientos, considerando que habían de ser
escudo de la legalidad y no volver nunca sus armas contra
las instituciones. ¡Ay! Cuando ocurrió el
fatal golpe del 3 de Enero, todos aquellos generales se
apresuraron a poner su espada al servicio de los dictadores.
Nuestra
caída después del golpe del 3 de Enero no
pudo ser más honda. No sólo perdimos el
poder y la influencia ganada en muchos años; hombres
importantes del partido se separaron de nosotros renegando
de las ideas federales que con tanto ardor habían
defendido en la prensa, en la tribuna, en el seno de las
grandes muchedumbres. Vinieron en cambio á decidirse
por la República los progresistas, que no quisieron
seguir á Sagasta por el camino de la restauración
borbónica; pero, no por nuestra República,
si no por esa república unitaria que, como tantas
veces os he dicho, no es más que una de las fases
de la monarquía. Ganó la República
en número, no en fuerzas, que no las da la división
en dos distintos campos. Parecía natural que por
lo menos progresistas y posibilistas formaran un solo
partido. En los principios fundamentales, y aun en los
procedimientos para después del triunfo, ambos
coincidían. No sucedió así; constituyeron
dos partidos, porque los unos querían llegar por
la evolución y otros por la revolución á
la República.
Los
federales también nos dividimos. Nosotros sosteníamos
y seguimos sosteniendo que no hay federación donde
no se afirma la unidad de la nación por el libre
consentimiento de las regiones y la unidad de las regiones
por la libre voluntad de los municipios, y otros consideraron
hasta sacrílego suponer que necesitase de afirmación
una nacionalidad que dicen obra de los siglos. Esta división
es posible que sea mucho más profunda: no hemos
podido arrancar nunca de nuestros adversarios si entienden
que de la nación emanan todos los poderes, incluso
los regionales y los municipales, ó si creen, como
nosotros, que las regiones y los municipios son por derecho
propio tan autónomas como la nación misma,
y de ellos emanan, por lo tanto, sus poderes.
Recientemente,
por causas que no creo de necesidad recordaros, han venido
aproximándose á nosotros hombres importantes
del partido progresista, tal vez los de mayor importancia.
Apellídanse federales, y proclaman con nosotros
la autonomía de los municipios y de las regiones.
han constituido estos hombres la agrupación centralista,
y por de pronto han tenido la fortuna de concentrar y
reunir fuerzas desparramadas que, lejos de dar vigor,
debilitaban á los partidos de la República.
¿Habría sido en nosotros prudente alejarlos
ni mirarlos con desvío? ¿No teníamos,
por lo contrario, el deber de ofrecerles nuestra amistad,
y aun de procurar que más ó menos tarde
llegáramos á fundirnos en un solo cuerpo?
Yo estuve siempre por la formación de grandes
partidos, primeramente por la fuerza que consigo llevan,
luego porque imposibilitan el desarrollo de desatentadas
y locas ambiciones y dan á cada cual el puesto
que le corresponde según sus virtudes y sus talentos.
Yo,
advertidlo bien, no he de consentir jamás la abdicación
de ninguno de los principios que constituyen nuestro dogma.
Si entre los centralistas y nosotros los principios son
o llegan a ser idénticos, tendré á
gran fortuna que ellos y nosotros constituyéramos
un solo partido; si algo nos separa, y es más lo
que nos une, celebraré todavía estar con
ellos en cordial inteligencia. La autonomía política,
administrativa y económica de los municipios y
las regiones, ¿no seria acaso vínculo suficiente
para que estuviéramos cordialmente unidos?
Inteligencia
la quiero yo también con los demás partidos
republicanos. Discutamos todos de buena fe nuestras respectivas
ideas, busquemos las razones que les sirvan de fundamento,
veamos por serios debates si podemos llegar a común
convicción, ya que no en todos, en los más
de nuestros principios. ¿Perderemos algo en estas
discusiones? Del choque de contrarias ideas brota la luz
para los entendimientos.
No
se trata ya de discutir en la prensa ni en la tribuna,
sino en los campos de batalla, dicen algunos republicanos.
Cansado estoy de repetir que no creo que por las vías
legales pueda llegarse á la República.
Por el Parlamento no se llega aquí ni siquiera
á un mal cambio de Gabinete. No hay posibilidad
de llegar por estos caminos á mudanza alguna, ínterin
los gobiernos, para conseguir el triunfo de sus candidatos,
no vacilen en recurrir á la coacción y la
violencia. ¿Quiere decir esto que hayamos de fiar
a la sola fuerza de las armas el triunfo de la República?
Si así es, ¿por qué escribimos periódicos?
¿Por qué celebramos reuniones públicas?
¿Por qué nos asociarnos públicamente
y no vacilamos en hablar bajo el receloso oído
de los delegados del Gobierno? ¿Por qué
hemos acudido hoy á las urnas v acudían
antes los correligionarios de muchas ciudades para conseguir
cargos concejiles y diputaciones de provincia? Si de la
sola fuerza debemos esperar el poder, están vetados
para nosotros todos estos medios de propaganda.
Si
somos verdaderos revolucionarios, no debernos alardear
de tales ni en casinos, ni en clubs, ni en lugares públicos.
Debemos preparar las revoluciones en lugares donde no
nos oigan ni nos vean nuestros enemigos. ¿Qué
significa estar constantemente con la revolución
en los labios y no en las manos? ¿Qué significa
amenazar siempre para no dar nunca, prometer lo que no
se ha de cumplir, fascinar al pueblo con ilusiones que
ha de ver mañana desvanecidas? ¿Es esto
de hombres serios?, ¿es de hombres dignos?
Las
revoluciones, las verdaderas revoluciones, las trae, más
que la voluntad de los hombres, el curso de los acontecimientos.
Lucharon los progresistas del año 1843 al 1854
y nunca vencieron. ¿Quién vino a facilitarles
el triunfo? Uno de sus capitales enemigos, el general
O'Donnell. Lucharon del año 56 al 68, y siempre
fueron vencidos. ¿Quién les facilitó
la victoria? Topete, que había sido ministro de
Narváez; Serrano, que ya el año 44 los había
abandonado. Y cuenta que del 1843 al 1854 habían
tenido á su frente los progresistas un general
como Espartero, que había forzado el puente de
Luchana y puesto fin á una guerra en los campos
de Vergara, y del 56 al 58 un general como Prim, que ejercía
grande influencia en el ejército por sus legendarias
proezas en las costas de Africa.
Pueden
venir acontecimientos como los del año 54 y el
año 68, y para cuando lleguen bueno es que viváis
apercibidos; mas es impropio de hombres hacer en todo
tiempo y sazón alarde de revolucionarios. Los que
tal hacen me producen el efecto de esas mujeres perdidas
que hablan constantemente de una honradez que no tienen.
Tened
fe en las ideas, propagadlas y difundidlas hasta que constituyan
el ambiente que respiramos los españoles. Os hablan
de que la propaganda está hecha. Ved lo que ha
sucedido en las elecciones. Hemos triunfado en las ciudades
populosas, cuando no material, moralmente. Los que
nos han perdido son esos pueblos rurales a que no ha llegado
aún la voz de nuestros correligionarios, pueblos
tan ignorantes como débiles, que doblan sumisos
la cabeza á los caciques y á los agentes
del Gobierno. Ya saben lo que han hecho los que los
han adscrito á las ciudades y á los grandes
centros fabriles: por sus votos, dados ó malamente
repartidos, han contrarrestado los de las ciudades.
Propagad
las ideas, difundidlas y, si verdaderamente deseáis
el triunfo de la República, sed disciplinados,
no promováis nunca entre vosotros la discordia.
Dirigid vuestros ataques á los enemigos, no á
los amigos ni á los que estén en las lindes
de vuestro campo. Para todo fin inmediato y concreto no
vaciléis en aceptar ó buscar el apoyo de
los demás republicanos. Huid sólo de las
coaliciones permanentes.
Las
coaliciones permanentes, os lo he dicho repetidas veces,
no sirven sino para enervar á los partidos que
las forman. ¿Lo dudáis? Ved lo que ha sido
esa que llamaron coalición de la prensa y tomó
después el pomposo nombre de Asamblea nacional
republicana. Os prometió que os traería
pronto la República: ¿os la ha traído?
Decía que se bastaba sola para vencer á
nuestros enemigos: ¿los ha vencido? Observad ahora
la conducta de los pocos federales que con ella fueron:
¿han roto lanzas como antes por la federación
que nosotros defendemos? ¿Los habéis visto
en vuestros meetings salir á la defensa de nuestros
principios? ¿Publican en sus periódicos
nuestros discursos ni nuestros acuerdos? ¡Oh, no!
Toda su labor consiste en manchar de lodo la frente de
los federales.
Ya
los habéis visto en las últimas elecciones.
Ellos, que se llamaban coalicionistas por excelencia,
fueron los únicos que se negaron á coligarse
con nosotros para batir á la monarquía en
su propia corte. Huid, sí; huid de esas vergonzosas
coaliciones. Coaligaos para hacer algo que las circunstancias
demanden, no para convertir la coalición en una
sociedad de aplausos mutuos.
Conseguido
el fin de la coalición, la coalición debe
deshacerse á fin de que cada partido recobre la
libertad de que necesita para la defensa de sus particulares
principios. La hicimos para las elecciones: con las elecciones
ha concluido. Trabajemos ahora todos con fe y con decisión
por nuestras doctrinas, y llegaremos al deseado triunfo
de la República. La monarquía tiene extenuadas
sus fuerzas: no puede salir de Cánovas y de Sagasta.
Cuando quiere constituir un ministerio como el de Martínez
Campos ó el de Posada Herrera, tiene ministerio
por tres meses; sólo con Cánovas ó
con Sagasta lo tiene por años.
No es impacientéis: como tengáis prudencia
y decisión, llegaréis á la suspirada
meta.
Francisco
Pi y Margall
El Nuevo Régimen (semanario federal)
Madrid, 11 de Febrero de 1891