El
partido progresista, a raíz de la revolución
de Septiembre, contrajo con el país el compromiso
solemne de quitar las quintas.
Verdad es que así lo prometió también
en tiempo de los moderados.
Es el colmo de la inmoralidad y de la vergüenza
que el partido progresista, en el poder, se desentienda
de esta obligación, contraída el día
de la desgracia, es decir, cuando las promesas: son sagradas.
La
abolición de las quintas era una cuestión
que interesaba a todos los padres, a todas las madres;
era una cuestión en la cual el partido progresista
podía haber ganado un lauro inmortal.
¡Qué alegría no hubiera sido para
el pueblo al saber que las quintas habían sido
abolidas!
Las
quintas son hijas de este sofisma de la revolución
francesa: "Todos tienen obligación de defender
la patria;" después se ha añadido,
"cuando sean llamados por la ley;" con cuyo
correctivo, según sea la ley, será un precepto
tiránico o una cosa racional; alteremos la ley,
y estará hecho todo.
La
verdad de esta materia es que el gobierno tiene obligación
de defender la patria, y de sólo exigir con este
objeto a los ciudadanos una parte pequeña de sus
haberes: lo demás es el heroísmo, y el heroísmo
no se manda. Numancia, Sagunto y Zaragoza se hundieron
antes de sucumbir; miles y miles de ciudadanos, unos en
una ocasión, otros en otra, hemos dejado nuestras
casas para oponernos a los enemigos de la patria; pero
nunca ha sido un delito el someterse a ellos cuando no
había remedio; ni a nadie se le ha pedido obligatoriamente
toda su fortuna para defender a la patria. Mañana
nos invaden de nuevo los franceses; necesitamos doscientos
millones de reales para sostener la guerra. ¿Le
ocurre á ninguno ir a apoderarse de toda la fortuna
de uno o dos capitalistas para sacar aquella suma, o vender
con este objeto todas las fincas de un rico propietario?
Pues igual injusticia: se comete el día en que,
bajo el pretexto de defender la patria, se saca a un pobre
labriego cuanto tiene, que es su hijo; es decir, que además
de vejarle y atacar sus sentimientos, se le impone una
contribución de 4.000 reales, cuando su capital,
no es de 400, y para defender una sociedad en que nada
tiene que perder, que es sólo su madrastra, y que
ningún bien le sabe procurar. La profesión
militar es como otra cualquiera; y sólo debe ejercerse
voluntariamente. ¿La patria necesita ejércitos?
Que pague sus soldados, como paga sus uniformes, y soldados
no le faltarán, como no faltan en Inglaterra, como
no faltaron en España en tiempo de la casa de Austria;
y si faltasen, sería una desgracia como si faltase
dinero y no pareciese; ¡y qué! ¿no
sucumben las naciones con la tiranía de las quintas?
Todos
los países despóticos han adoptado las quintas;
prueba de que se avienen bien con la tiranía,
y que no dan ninguna garantía los ejércitos
así formados a las libertades públicas:
lo visto en España de 1844 acá, debe desengañar
a quien se haga otra ilusión.
La
moralidad del ejército es otro pretexto; bien moral
encuentro al ejército británico; pero si
para moralizar el ejército hay que desmoralizar
al pueblo; más estoy por la moral de éste.
Sobre todas estas razones hay otra suprema; en los
gobiernos libres hay que hacer, a la corta o a la larga,
lo que quieren los pueblos: éstos no quieren las
quintas; tienen razón en no quererlas, y sin quintas
nos quedaremos más pronto o más tarde: resistir
esta exigencia es debilitarse el Ministerio que lo intente;
acceder á ella es llenarse de una popularidad que
le hará invulnerable como Aquiles para las otras
cuestiones en que se comprometa.
II
Si
es grande la tiranía que se ejerce sobre el pueblo
con las quintas, mayor aún se ejerce en los proletarios
de la costa con la odiosa y abominable institución
de las matrículas de mar. ¿Qué
recursos tienen los pobres habitantes de las costas, más
que dedicarse a la pesca o a la navegación? Pues
desde que toman forzosamente este oficio, pues que no
pueden tomar otro, ya se hallan obligados a ir al servicio
de los buques de guerra cuando sean llamados, y no precisamente
dentro de una edad, y siendo solteros, como para el servicio
de tierra, sino durante toda su vida, y aunque tengan
veinte hijos; de manera que tienen que dejarlos, tienen
que dejar a sus esposas e ir a someterse a una vida que
detestan, puesto que no la toman voluntariamente. Si queremos
tener una buena y numerosa marinería es preciso
hacer todo lo contrario a lo que hemos practicado hasta
ahora, y dejar enteramente libre esta profesión,
y desestancar la sal, para que las pesquerías tomen
todo el aumento de que sean susceptibles, facilitar capitales
destinados a la navegación y alimento a nuestro
comercio exterior. A estos objetos se dirigen las medidas
que he propuesto tratando los aranceles y en las relativas
a la abolición de las rentas estancadas.
Como
muchos me preguntarán de buena fe de qué
modo se harán nuestros buques con marineros, contestaré:
lo mismo que con soldados: pagándolos bien; y no
faltarán, como no faltan en los Estados Unidos,
y como no faltan en Inglaterra, donde hace más
de treinta años no se ha dado el caso de tener
que recurrir a la fuerza para dotar de marineros sus buques
de guerra. La Inglaterra tiene en sólo sus escuadras
sobre cincuenta mil marineros; y suponiendo que nosotros
necesitásemos cinco mil, esto es, la décima
parte, que es lo que más podemos sostener en mucho
tiempo con nuestros actuales recursos, y suponiendo un
enganche de diez años, se necesitarán quinientos
marineros cada año; y dándoles, como a los
soldados, 4.000 reales (la cuarta parte al entrar al servicio,
y las tres cuartas partes restantes al salir de él
para poder sostenerse el resto de sus días), hacen
la suma anual necesaria de 2.000.000 de reales; y ¡¡¡por
esta suma, que se gasta en los empleados dedicados a las
matrículas, tenemos siempre aniquiladas nuestras
costas y sometidas á la tiranía más
cruel!!! ¿Cabe mayor ceguedad? Los 2.000.000 de
reales anuales, si se quiere que los paguen las provincias
y que no salgan del presupuesto, podrán sacarse
como un impuesto especial de 10 reales anuales por tonelada;
y sobre las 230.000 toneladas de nuestra marina mercante
y pescadora, darían 2.300.000 reales, que, deducidos
gastos, quedarían en los 2.000.000 necesarios.
Si
así no quiere sacarse, puede pedirse á cada
marinero 40 reales al año, ó sean 10 reales
por trimestre, que los darían llenos de placer;
o finalmente, pedirse 100.000 reales anuales a cada una
de las veintidós provincias marítimas, lo
que haría subir sus contribuciones una nueva fracción
adicional, y libertarían de su atroz suerte a un
sin número considerable de sus hijos.
Si
no se hace una cosa tan fácil, confiésese
de una vez que el fin del gobierno representativo no ha
sido en España mirar por los pueblos, sino satisfacer
la ambición ignorante y egoísta de unos
cuantos. De necesitarse cada año más
o menos que los quinientos marineros, fácil es
calcular el aumento o disminución de los pedidos
en cualquiera de las tres hipótesis.
En
tiempo de Carlos III hubo la manía de hacer muchos
buques de guerra, sin calcular que, no teniendo un
movimiento mercantil proporcionado, levantábamos
un gran edificio sobre arena, que no podía resistir
el primer viento contrario: tengamos caminos, esto es,
medios de exportar, y tendremos comercio exterior; constrúyanse
buenos puertos, y habrá marinería y riqueza,
y entonces tendremos naturalmente los grandes medios de
tener, cuando sea necesario, una marina de guerra respetable:
la marina mercante es el plantel; cuidemos de aumentarla.
Madrid,
1870
José Mª Orense, marqués de Albaida,
diputado en 1844, fue uno de los dirigentes de la Revolución
de 1868. Presidió las Cortes republicanas en 1873
y tuvo que exiliarse en Francia tras el golpe de estado
del general Pavía.