Por Francisco Pi y Margall
(Las Nacionalidades
Madrid, 14-11-1876)
Confieso que no estoy mucho por las grandes naciones,
y estoy menos por las unitarias. Los vastos imperios de
Oriente han sido regidos por déspotas. Asia no conoce
aún la libertad de que gozan ha tiempo Europa y América.
Sus pueblos están atrasadísimos. Necesitan
para salir de su estado que otros pueblos los dominen.
(...)
Hoy mismo están más respetados los fueros
de la humanidad en las pequeñas que en las grandes
naciones, en las naciones federales que en las unitarias.
Influencia
del principio unitario.
Las provincias vascas
En cuatro siglos no pudo siquiera el principio unitario
establecer para todos los pueblos de España un mismo
régimen político.
Al Norte, desde las orillas del Ebro al mar de Cantabria,
se extienden por las dos vertientes de los Pirineos tres
pequeñas provincias, que, junto con la de Navarra,
a ellas contigua por Oriente, forman un grupo de rara y
especial historia. Habitan allí los antiguos vascos,
que, por causas hasta hoy desconocidas, han conservado su
fisonomía y su lengua al través de tantas
y tan diversas gentes como invadieron la Península.
Cuál haya sido su origen, se ignora; quién
los cree oriundos de otros pueblos, y quién autóctonos.
La verdad es que su idioma es completamente distinto de
los que se hallan en toda la cuenca del Mediterráneo
, y sólo por su estructura, no por sus palabras,
ofrece puntos de contacto con el que usan Laponia y Finlandia.
Se ha inferido de aquí, no sin motivo, que constituyen
una raza aparte, resto quizá de la que en un principio
ocupó toda la tierra de España; y lo corroboran
por cierto sus facciones, y aun la forma general de su cabeza,
tan características, que no es posible confundirlos
con ningún otro pueblo. Por eso en otro lugar de
este libro no he vacilado en presentarlos, siguiendo la
clasificación del darwinista Haeckel, como una de
las cuatro razas del Horno Mediterraneus.
Esos
vascos se han distinguido siempre por un grande amor a sus
propias leyes, una ciega devoción a sus caudillos
y un fiero espíritu de independencia. Fueron
los últimos en doblar la cerviz a los romanos, los
más rebeldes al imperio de los godos, de los primeros
en sacudir el yugo de los árabes, si es que los árabes
llegaron a uncírselo, duros e implacables aun con
los cristianos, que venían a luchar con los musulmanes,
sólo porque, extranjeros, se habían atrevido
a pisar sin su beneplácito las fronteras de su patria.
Como en la antigüedad se rigieran, también se
ignora; está envuelta en sombras hasta la manera
como se gobernaron durante los primeros siglos de la Reconquista.
Lo que por de pronto se ve es que, a pesar de su identidad
de raza y de lengua, se resistieron a toda idea de unidad
política. Hemos visto a los vascos de los Pirineos
Galibéricos constituyendo solo el reino de Navarra.
Los de la cordillera cantábrica se dividieron temprano
en alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos, sin que jamás
los uniesen relaciones permanentes. Es objeto de acalorados
debates si esas tres provincias fueron o no, después
de la invasión árabe, verdaderos Estados,
como Navarra y Asturias. Yo, para mí, tengo que no
lo fue ni aun Vizcaya, a quien veo durante siglos gobernada
por señores hereditarios; pero estoy en que gozaron
de grande autonomía bajo el cetro de sus diversos
monarcas.
Rigiéronse
todas por sus usos y costumbres, no por las leyes generales
de los reinos a que pertenecieron, y se fue cada una creando
un sistema político, del cual derivaban, a no dudarlo,
las instituciones que poco ha perdieron. Entraron definitivamente
a formar parte de la corona de Castilla: Guipúzcoa,
el año 1200; Alava, el 1332, y Vizcaya, el 1379;
y antes como después de este hecho se mostraron tan
celosas de sus fueros, que no reconocían por señor
ni por rey al que no les jurase solemnemente hacerlos guardar
y guardarlos. Vizcaya se hacía jurar los suyos primero
por los condes y luego por los reyes hasta cuatro veces
-bajo el árbol de Guernica, en la villa de Bilbao,
en la ermita de Larrabezúa y en Santa Eufemia de
Bermeo-,
desnaturalizándose; es decir, apartándose
de la obediencia a su jefe, si por acaso éste no
se los juraba, o quebrantaba el juramento.
Después
de incorporadas las tres provincias a Castilla, creerá,
naturalmente, el lector, que perdieron su autonomía.
Estoy por decir que sucedió lo contrario. En
lo civil, aceptó Guipúzcoa desde luego las
leyes del reino. Otro tanto hizo Alava, si se exceptúa
la hermandad de Ayala, que conservó sus antiguas
costumbres, entre ellas la de que el padre pudiera, sin
causa, desheredar a los hijos. Vizcaya no admitió
ya la ley común sino como derecho supletorio. En
lo administrativo y en lo político, las instituciones
de las tres, lejos de menoscabarse, adquirieron fuerza.
Importó poco la creación de los tres corregidores.
Como no fuese en la administración de justicia, los
corregidores nada valían ante el poder de los diputados
y las Juntas de provincia, ni aun ante el de los alcaldes.
Los reyes, por otra parte, en recompensa de servicios
prestados sobre todo para la defensa y guarda de las fronteras,
colmaron de exenciones y privilegios a tan afortunados pueblos.
Creció con esto la independencia vasca; y, ¡cosa
singular! creció hasta en los tiempos en que desaparecían
a mano airada los fueros de Cataluña, Aragón
y Valencia.
En
realidad, no empezaron las provincias del Norte a perder
algo de su autonomía hasta el presente siglo. Quiso
arrancársela ya Carlos IV, pero no lo hizo. Posteriormente,
creyó el partido liberal que podría quitársela
después de la guerra del año 33, en que se
prometía vencerlas; pero no las venció por
las armas, y se la hubo de confirmar en el Convenio de Vergara.
Se la mermó por primera vez el año 1841, después
de la sublevación de O'Donnell en la ciudadela de
Pamplona. Aquietadas entonces por segunda vez las provincias;
perdieron el pase foral, la administración de justicia
y la libertad de comercio. Hubieron de consentir el establecimiento
de aduanas en sus puertos y fronteras, el de Juzgados de
primera instancia en sus cabezas de partido, el de jefes
políticos y diputaciones de provincia en sus capitales.
Consintió más aún Navarra, y esto meses
antes del alzamiento de O'Donnell. Vino a Madrid motu propio,
y en un verdadero pacto con el Gobierno, se obligó
a contribuir por una cantidad alzada a los gastos generales,
a sostener su culto y clero y a dar su contingente al ejército,
si bien reservándose la facultad de presentarlo en
hombres o en metálico. Recientemente, en el mismo
año en que escribí este libro, después
de otra guerra de sucesión larga y sangrienta, aunque
no tanto como la pasada, se aniquiló los fueros de
las cuatro provincias; se las obligó hasta al pago
de los tributos, incluso el de sangre. ¿Se está
seguro de que no reivindiquen su autonomía?
No
hace seis años se administraban y se gobernaban aún
por sí mismas.
A excepción de Navarra, que, como he dicho, se regía
por el pacto de 1841, celebraban todas periódicamente
juntas generales en que, bajo una u otra forma, estaban
representados sus pueblos y se trataban y resolvían
los más arduos negocios. Elegían en esas juntas
una diputación, y la residenciaban después
que había cumplido su encargo. Por medio de estos
dos poderes imponían y recaudaban tributos, levantaban
empréstitos, pagaban los intereses de su deuda, la
amortizaban y llenaban todas sus obligaciones. Tenían
sus guardias forales, sus milicias. Cuidaban de sus intereses
materiales y morales: los caminos y las demás obras
públicas, los montes y los plantíos, el culto
y el clero, la beneficencia y la enseñanza. Construían
y mantenían sus cárceles. Todo sin intervención
del Estado. Mediante la aprobación del Estado reformaban
su propio fuero y hasta las leyes generales del reino. Testigos,
las célebres ordenanzas de Motrico, corrección
de nuestra ley municipal de 1870.
Algo
de esto subsiste aún en aquellas provincias, y algo
más en Navarra. En Navarra queda todavía una
diputación provincial compuesta de siete vocales:
tres, nombrados por las merindades menores, y cuatro por
las de Pamplona y Estella. Esta diputación conserva
aún las facultades de la antigua y las de su antiguo
Consejo en cuanto a la administración de los productos
de los propios, rentas, efectos vecinales, arbitrios y propiedades,
así de los pueblos como de la provincia. Esta diputación
ejerce todavía sobre los ayuntamientos la autoridad
que daban a la pasada las viejas leyes. La preside hoy el
gobernador, pero sin que pueda mermarle en nada estas aún
grandes atribuciones (Ley de 16 de agosto de 1841).
¿Se está seguro, repito, de que éstas
y otras provincias no vuelvan a levantar pendones por sus
antiguos fueros? En mi opinión, duerme el fuego bajo
la ceniza.