La
Revolución de 1873. Recuerdos
Por Francisco Pi y Margall
El Nuevo Régimen.
Semanario federal.
La
madrugada del 10 de Febrero tuvieron los jefes del partido
federal noticia de estar decidido Amadeo de Saboya á
renunciar la corona.
Reuniéronse en las primeras horas de la mañana
y se dirigieron á la Presidencia del Consejo de Ministros
para encarecer la necesidad de sustituir la monarquía
con la República. Mal humorado y peor dispuesto encontraron
al Sr. Ruiz Zorrilla, que parecía abrigar
aun la esperanza de que desistiera el Rey de su propósito
y en el caso de que el Rey no desistiera, quería
establecer un gobierno provisional como el de 1868.
Pasaron después al ministerio de la Guerra, y, contra
lo que esperaban, oyeron de labios del general Córdoba
que la República se imponía, pues no era posible
elegir nuevo Rey después del fracaso de la monarquía
democrática, sobre todo, cuando no había en
España ni fuera de España príncipe
a quien volver los ojos.
El
ánimo del Gobierno era no parecer aquel día
en las Cortes, y dar, como suele decirse, tiempo al tiempo,
con el fin de acomodar á sus propósitos los
acontecimientos. No lo consintieron los jefes del partido
federal; y en cuanto se abrió la sesión del
Congreso encargaron á los que tenían presentadas
proposiciones de ley que las defendiesen lo más largamente
que pudieran hasta que se presentase algún ministro
á quien cupiera dirigir preguntas sobre la gravísima
crisis por que la nación pasaba.
Horas
transcurrieron sin que el Gobierno pareciese; mas en cuanto
le supo el Sr. Figueras en el Palacio del Congreso, pidió
la palabra y la usó quejándose amargamente
de que no estuvieran presentes los ministros, cosa que no
había sucedido ni aun cuando se trataba de insignificantes
cambios de gabinete. Tan enérgica y ruda fue la queja,
que parecieron como por encanto los ministros todos, y el
Sr. Ruiz Zorrilla se limitó á escudarse con
que nada ocurría oficialmente, pues ni había
venido la renuncia del Rey á las Cortes ni estaba
siquiera en las manos del Gobierno. Queriendo o no, declaró,
sin embargo, que Amadeo estaba irrevocablemente resuelto
a presentarla, con lo cual dio lugar a que se tuviera por
existente la crisis, por imposible todo arrepentimiento
del monarca y por absolutamente necesario poner al abrigo
de todo riesgo la libertad y el orden.
Pidióse
que se declarase el Congreso en sesión permanente;
y el Sr. Figueras de tal modo lo defendió y con tal
firmeza y habilidad rechazó los argumentos que en
contra se le hizo, que consiguió hacerlo prevalecer,
á pesar de la resistencia del señor Ruiz Zorrilla,
el más tenaz de los ministros en combatirlo.
Logróse
con esto, no sólo hacer imposible que Amadeo retrocediera,
sino también precipitar los acontecimientos, pues
no podía ya consentir Amadeo que se prolongase situación
tan difícil y tan expuesta á que, soliviantadas
las pasiones, se alzase en armas el pueblo. Reanudóse
la sesión á las tres de la tarde del día
11, y no recordamos haber presenciado sesión más
solemne.
Se
empezó leyendo la abdicación del rey por sí
y por sus hijos, y, después de leída y oída
con profundo silencio, el Sr. Rivero, Presidente del Congreso,
propuso que se reunieran en una las dos Cámaras,
puesto que en las dos estaba la soberanía de la Nación,
y al efecto se dirigiera un mensaje al Senado. Minutos después
entraba en el Congreso el Senado precedido de sus maceros,
y los Presidentes de los dos cuerpos se dirigían
las siguientes palabras. El Presidente del Senado: «Sr.
Presidente del Congreso, el Senado español, en virtud
del acuerdo que acaba de tomar, viene aquí a formar
una sola Asamblea ante las necesidades de la patria.»
El Presidente del Congreso: «Señores senadores,
tomad asiento para que constituyan los dos cuerpos las Cortes
soberanas de la Nación. El espectáculo era
imponente, los senadores se sentaban mudos entre los diputados
como poseídos de la honda emoción que embargaba
todos los ánimos.
Se
leyó por segunda vez la renuncia de Amadeo, se la
aceptó junto con la del Gobierno, se nombró
la Comisión que debía contestar al mensaje
del rey, y á poco se leía un bello
y cortés documento, que se debía á
la pluma del Sr. Castelar y era vivo reflejo de
nuestra proverbial hidalguía. Documentos son harto
conocidos para que aquí los transcribamos. Fueron
dignos el uno del otro, y ambos produjeron gran sensación,
así en los representantes del pueblo, como en los
espectadores de las tribunas, entre los cuales figuraban
casi todos los ministros de las demás naciones. Nombróse
una Comisión para que entregara a Amadeo el mensaje
de las Cortes, y otra para que le acompañase hasta
la frontera, y poco después se leía la siguiente
proposición de ley:
«La
Asamblea Nacional reasume todos los poderes y declara como
forma de gobierno de la Nación la República,
dejando su organización á las Cortes Constituyentes.
Se procederá, desde luego, al nombramiento directo
de un Poder ejecutivo, que será amovible y responsable
ante las Cortes.»
A
pesar de tratarse de un cambio tan radical en nuestras instituciones,
no dió la proposición lugar á rudos
ni acalorados debates; los más acérrimos
enemigos de la República doblaban la cabeza ante
la inexorable ley de las circunstancias, y se circunscribían
á salvar sus opiniones ó manifestar el temor
de que no correspondiera la nueva forma de gobierno a las
esperanzas de los que con tanto calor la habían defendido
y estaban llamados á regirla. Eran sosegados y patrióticos,
así los discursos de los que defendían la
proposición, como las breves arengas de los que las
combatían, y la discusión llevaba todo aquel
sello de majestad que desde un principio caracterizó
sesión tan grandiosa.
Vino
desgraciadamente a turbarla el Sr. Ruiz Zorrilla afectando
temores que de seguro no abrigaba. «Vengo, dijo, no
con el fin de terciar en el debate, sino con el de anunciar
el peligro que se corre con no haber sustituido a los ministros
del rey por otros ministros. No hay ya Gobierno que responda
de lo que pueda acontecer en Madrid y en las provincias,
puesto que lo constituíamos mis compañeros
y yo y se nos aceptó la renuncia.»
Luego
de aprobada la proposición sobre la forma de gobierno,
se había de elegir un poder ejecutivo; dentro de
una o dos horas, cuando más, había de quedar
nombrado; la pretensión dcl Sr. Ruiz Zorrilla era,
sobre intempestiva, malévola. En vano contestó
el Sr. Rivero que él respondía del orden de
Madrid y en toda España contando con la cooperación
de los ministros dimitentes; el Sr. Ruiz Zorrilla insistió
en su loca pretensión á pesar de las interrupciones
de sus propios amigos, que no podían menos de mirar
con enojo que por tales medios se interrumpiera el curso
regular de los debates y se dificultara la constitución
de ese mismo poder que tan necesario se consideraba para
la conservación del orden. Propuso el Sr. Rivero
á la Asamblea la reintegración de los últimos
ministros del rey en las funciones de gobierno; y, como
el Sr. Ruiz Zorrilla pidiera la palabra con airado acento,
hubo nuevas interrupciones y murmullos y se puso en pie
gran número de representantes.
Dejóse
llevar entonces de sus ímpetus el señor Rivero,
y con voz imperiosa y firme: «Señores ministros,
dijo, en nombre de la patria, en nombre de la Asamblea Nacional,
os mando que bajéis á vuestro banco y ejerzáis
las funciones que como gobierno os corresponden.»
Pidió la palabra el Sr. Martos, y el Sr. Rivero,
con voz de trueno, repuso: «No hay palabra. En nombre
de la Asamblea, y para robustecer la autoridad del presidente,
exijo que los anteriores ministros obedezcan y pasen á
ocupar el banco.»
Estas
palabras, á no dudarlo imprudentes, torcieron, como
no puede imaginar el lector, la marcha de los acontecimientos.
¿Quién ha investido de la dictadura al presidente?
preguntó un diputado; y el Sr. Martos, que no dejó
de pedir la palabra hasta que se la concedieron, pronunció
un discurso tan breve como enérgico, que acabó
con la autoridad del Sr. Rivero. «Hablo, dijo, después
de una resistencia indebida, que hubiera valido más
que no se mostrase, porque no está bien que contra
la voluntad de nadie parezca que empiezan las formas de
la tiranía cuando acaba la monarquía y amanece
la República.»Tan herido se sintió el
Sr. Rivero, que abandonó su sillón y lo dejó
al presidente del Senado.
¡Incidente
funesto! ¡Hora aciaga! Continuaron los debates sobre
la forma de gobierno; pero ya lánguidos y sin aquella
serenidad con que empezaron. Fue aprobada la proposición
por 258 votos contra 32, y quedó proclamada la República.
Hubo de nombrarse á continuación el Poder
ejecutivo, y aquí fue donde empezó á
sentirse la influencia del malhadado incidente.
La
proclamación de la República se debía
principalmente á los Sres. Rivero y Figueras. El
Sr. Rivero la venía preparando desde muchos meses,
convencido como estaba de que a la corta ó á
la larga había de entregarse Amadeo a los conservadores
y atajar los pasos de la revolución de Septiembre.
La constitución del futuro Gobierno de la República
estaba también resuelta de antemano. El Sr. Rivero
había de ser presidente del Poder ejecutivo y el
señor Figueras presidente de la Asamblea. Gracias
al incidente del Sr. Zorrilla y á la irritabilidad
del Sr. Rivero, que herido en su amor propio se negó
á todo acomodamiento, pasó el Sr. Figueras
á presidir el Poder ejecutivo y el Sr. Martos á
presidir la Asamblea. Trece días después,
el Sr. Martos, prevaliéndose del cargo que ocupaba,
fraguó contra el Gobierno una conspiración
que no surtió efecto merced á su debilidad
y á la energía de los ministros federales.
Habían entrado á formar parte del Gobierno
hombres importantes del partido radical, y en ellos encontró
apoyo el Sr. Martos para su conjura. Podrán
ser buenas las coaliciones para destruir; para construir
son pésimas.