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Sobre el origen del anticlericalismo

Sobre el origen del anticlericalismo


Por Francisco Pi y Margall
El Nuevo Régimen.
Semanario federal


Recuerdos

El año 1824, después del restablecimiento del absolutismo por las tropas del duque de Angulema, el clero se desencadenó furiosamente contra los liberales. No es posible leer con calma las pastorales que entonces escribieron los obispos. Venían cuajadas de ultrajes contra los vencidos, encendían las más violentas pasiones, inducían al crimen a las muchedumbres. Desgraciadamente no dejaron de surtir efecto tan impías excitaciones. Los constitucionales eran en toda España objeto de insultos, de delaciones, de violencias, de ruines venganzas. Perseguíalos y castigábalos el rey con implacable saña; y, cuando quiso suavizar su política, harto ya de sangre y lágrimas, halló viva resistencia en ese mismo clero, que no tardó en combatirle osadamente levantando en Cataluña hasta treinta mil rebeldes.

Los liberales vieron desde entonces en el clero su mortal enemigo. Viéronlo principalmente en las comunidades religiosas, que atizaban aquella inclemente persecución, temerosas de perder los inmensos bienes que a fuerza de captaciones habían atesorado. Numerosas y potentes, eran en realidad aquellas asociaciones la principal rémora del progreso. A la muerte del rey estaban casi todas, bien que ocultándolo, por la causa de D. Carlos.

Esto explica a nuestro juicio los sangrientos tumultos que contra los frailes ocurrieron en los años 1834 y 1835. En Madrid, el día 17 de Julio de 1834 alzóse airado el pueblo y tiñó en sangre los principales conventos; en Barcelona el 25 de Julio de 1835 entregó a las llamas cuantos pudo y llevó su espíritu de destrucción a muchos otros pueblos.

Se ha querido explicar las matanzas de Madrid recordando que estaba entonces invadido por el cólera, se atribuía la peste a la infección de las aguas y se hizo creer que las habían envenenado los frailes; mas, aun habiendo sido así, forzoso sería reconocer que obedeció la plebe a extrañas sugestiones. En Madrid como en Cataluña la verdadera causa de los acontecimientos fue el odio a tan inútiles comunidades que, sobre ser hostiles al movimiento liberal, eran sentina de vicios y, más que abrigo de gente devota, albergue de mozos que huían el cuerpo al trabajo. Se aborrecía al clero regular, y en no pocas ciudades al secular, para el que, si no había atropellos, había falta de consideración y de respeto.

Los incendios del año 1835 fueron el principio de una revolución que cundió por toda España y dio origen a grandes reformas. No tardó entonces en decretarse la disolución de esas comunidades y la venta por el Estado de la hacienda que habían poseído. Desaparecieron con general aplauso de la gente culta; y no se creía fácil que retoñaran. Han renacido, sin embargo, con la vuelta de los Borbones al trono; han crecido después que se las expulsó de Francia; bien que ladrillo a ladrillo, han edificado en años conventos como no lo habían hecho en siglos; y hoy siguen tranquilamente captando y recogiendo bienes de todo género. Dentro del mismo Madrid han construido en menos de veinte años vastos y numerosos conventos que han costado millones de pesetas.

Se dice que hoy, protegida por las leyes la libertad de asociación, no cabe impedir su desarrollo. Esto es inexacto. Son libres las asociaciones para todos los fines de nuestra vida; no es posible que lo sean las que, si se generalizasen, llevarían consigo la extinción de nuestro linaje. Los individuos de esas comunidades, por su voto de castidad, se castran moralmente y se inutilizan para la propagación de la especie; contrarían el primer fin de la vida humana, y sus asociaciones son, por lo tanto, ilícitas.

Ley de vida humana es, además, el trabajo, y esas comunidades tienden todas a vivir en el ocio. Ni ahora ni nunca han buscado por el propio trabajo la satisfacción de sus necesidades. Son un elemento negativo para la sociedad y aun para la familia. Rompen al entrar en sus conventos los lazos con que les unió la naturaleza a sus padres, sus hermanos y sus deudos. Buscan sólo su propio bien; son el supremo egoísmo.

No, no miran hoy los pueblos con mejores ojos que en los años 1834 y 1835 a las comunidades religiosas, abiertamente contrarias al espíritu de los tiempos. A las razones que antes tuvieron para aborrecerlas, unen hoy la conciencia que han adquirido del ineludible deber de todo hombre de contribuir al bienestar y al progreso de sus semejantes. Es de temer otra catástrofe como la del año 35, si se permite que sigan invadiendo el territorio de la península.