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Recuerdo del reinado y caída de Isabel II

Discurso Pronunciado por Francisco Pi y Margall
en el Centro Federal de Madrid la noche
del 29 de Septiembre de 1891

 

Queridos consocios: Habéis elegido para abrir las conferencias de este Casino un día memorable en los fastos de la Historia. Cayó, hace hoy veintitrés años, la dinastía de los Borbones, una dinastía que había regido durante siglo y medio los destinos de España. Se la había destronado el año 1808; mas no por el pueblo, sino por Bonaparte. El año 1868 fue el pueblo el que la arrojó del reino. ¿Qué causas pudieron producir tan inesperado acontecimiento?

Ocupaba el trono doña Isabel, una mujer que en los primeros días de su reinado había sido aclamada con frenético entusiasmo en los combates donde le disputaba la corona la rama de D. Carlos. Gracias á su manera de proceder llegó á ser odiosa. Había aprendido en la escuela de doña María Cristina, su madre; y, sobre ser avara en las reformas, tendía siempre menoscabar los derechos de los ciudadanos. Desde que se la declaró mayor de edad se echó en brazos de los conservadores, y no llamó nunca al poder á los liberales sino por la fuerza. Los llamó sólo el año 1854, después de la sublevación de O'Donnell en el Campo de Guardias y de la de Espartero en Zaragoza; y los despidió apenas se lo permitió la rivalidad entre Espartero y O'Donnell. Se deshizo á poco del mismo O'Donnell y volvió á entregarse a los conservadores. Desde entonces hasta el año 1868 prometió repetidas veces el poder á los liberales; se lo prometió personalmente al general Prim, de quien parecía haberse agradado por el heroísmo que mostró en Africa y por lo acertadamente que supo cortar la guerra de Méjico. No cumplió nunca su promesa, y lanzó al general Prim y los suyos por las vías revolucionarias.

Sublevóse Prim en los primeros días de Enero de 1866 al frente de unos escuadrones; y, aunque por no haber hallado en el ejército el apoyo que esperaba, hubo de entrar en el vecino reino de Portugal, no desistió ya de la empresa de ganar por la fuerza lo que por las vías legales y amistosas no había conseguido. Hubo aquel mismo año una sublevación en Madrid, apoyada por parte del ejército; hubo al año otra en Aragón, donde murió Manso de Zúñiga; hubo conatos de otra en Valencia, á donde acudió el general Prim en persona; y bien que en todas salió vencedor el Gobierno, no dejaba de ir quebrantándose la autoridad de la reina.

Doña Isabel, sin embargo, se creía más poderosa cada vez que obtenía un triunfo sobre los rebeldes. Después de haber sofocado el movimiento de Madrid y haber impíamente fusilado aquellos sesenta sargentos, que eran la flor de la juventud y del ejército, tan fuerte se creyó, que se desprendió de O’Donnell, á quien había hecho servir de verdugo, y se entregó desenfrenadamente á la reacción, sirviéndose primero del brazo de Narváez y después del de González Bravo, de aquel hombre que había pasado repentinamente de demagogo á conservador, y había sido el año 1844 el azote de los liberales. No ocultó entonces su designio de rasgar la Constitución y substituirla con otra, según las palabras de su Gobierno, adecuada a las tradiciones de la monarquía.

Había ya demostrado doña Isabel su espíritu reaccionario en la formación del ministerio-relámpago, en el nombramiento del marqués de Miraflores y, sobre todo, en los sucesos de San Carlos de la Rápita, de los que, no sin razón, se la considera cómplice. Estaba ahora dispuesta á atropellarlo todo. Redujo al silencio á la prensa, atropelló las Cortes, prendió y desterró al presidente del Congreso, envió á las islas Canarias á los hombres más eminentes dentro de la monarquía, y terminó por proscribir del reino a su propia hermana, á cuyo marido, con ó sin razón, temía. Con tan desatentada conducta hizo posible, y aun precipitó, lo que era de absoluta necesidad para que la revolución triunfase: la coalición de los unionistas y los progresistas. La obra revolucionaria avanzó entonces rápidamente, y tuvo la fortuna de contar con un hombre como Topete, que batalló algún tiempo entre el interés de la nación y la gratitud que á la reina debía, y se decidió al fin por el supremo interés de la patria. No era ya posible para ningún constitucional consentir que se llevara la nación á donde la quería conducir González Bravo, secreto favorecedor de la causa de D. Carlos.

Reuniéronse en Cádiz Prim, Serrano y Topete, se sublevó la escuadra, secundó el movimiento la ciudad, dióse un manifiesto, donde se expuso las causas del alzamiento, y cundió pronto la revolución por distintos ámbitos de la Península. Levantóse después de Cádiz Sevilla, y mientras Prim, con la escuadra, iba pronunciando los puertos hacia Oriente, Serrano, con prodigiosa actividad, reunió un ejército con que pudo hacer frente al que contra él enviaba el Gobierno de la reina. Encontráronse los dos ejércitos en Alcolea y trabaron un sangriento combate. En aquella memorable jornada no pudo, en realidad, ninguno de los dos ejércitos darse por vencedor ni por vencido. Salió, con todo, vencedora la revolución, parte por la grave herida que recibió el marqués de Novaliches, jefe del ejército real, parte por las simpatías que el alzamiento despertaba en los ánimos de los que debían combatirlo. Vino Serrano á Madrid con los dos ejércitos, y quedó destronada, sin grandes sacudimientos, aquella mujer que llevaba treinta y cinco años de reinado y tal vez habría podido reinar hasta el último día de su vida si hubiera seguido otra conducta.

Triunfó la revolución y despertó grandes entusiasmos; pero hubo de luchar pronto con serias dificultades, merced á la falta de acuerdo entre los vencedores sobre la persona con que se debía sustituir á doña Isabel. Todos estaban conformes en que se la destronara y proscribiera, todos conformes también en sostener la institución monárquica; pero todos discordes en la persona que habían de elevar al trono. Querían proclamar unos á doña María Luisa Fernanda, otros al duque de Montpensier, con quien habían contraído serios compromisos, otros á un príncipe extranjero que pudiera ser fiel guardador de nuestra libertad política; y todos debieron, por razón de esta discordia, dejar a las Cortes la resolución de tan arduo problema. Esta falta de acuerdo, no lo dudéis, hizo imposible primero la monarquía y después la república.

Al estallar la revolución, organizáronse por todas partes juntas revolucionarias. A ejemplo de las de Cádiz y Sevilla aceptaron todas el programa de la democracia, mas ninguna se atrevió á proclamar la república. Si los vencedores de Alcolea hubiesen levantado en aquel mismo campo al nuevo rey, es más que probable que hubiesen afianzado con el nuevo monarca la monarquía. Demócratas había entonces muchos, republicanos pocos, y éstos sin la organización ni la cohesión suficientes para apoderarse de una situación traída por la escuadra y el ejército. A pesar de la falta de republicanos, habrían podido también los vencedores implantar por aquellos días la república; que no era difícil hacerla aceptar por una nación que pedía á voz en grito la caída de los Borbones y no presentaba ni tenía candidatos con que sustituirlos. Nos lo confirma el rápido é inesperado crecimiento del partido republicano á la vuelta de pocos días, partido que, cuatro meses después, enviaba setenta diputados á las Cortes, y al año ponía cuarenta mil hombres sobre las armas. Ni se estableció la república ni se alzó nuevo rey, y las dificultades fueron cada día creciendo.

Alarmado el Gobierno provisional por el imprevisto desarrollo del partido republicano, quiso prejuzgar la cuestión de si había de prevalecer la monarquía ó la república, y contra lo que al parecer había prometido, la prejuzgó primeramente en la circular del ministro de Estado á las demás naciones, después en un manifiesto que firmaron hasta los principales hombres de la democracia, luego en una manifestación pública é imponente á la que contestaron con otra los republicanos. No se trata decían en su manifiesto los demócratas, de restablecer la monarquía de derecho divino; se trata, por lo contrario, de constituir una monarquía que del pueblo emane y del pueblo sea representación y símbolo, de una monarquía que sea el escudo y la garantía de nuestras libertades. Como quiera que fuese aceptaba, así por el Gobierno como por gran parte de nuestros hombres, el principio hereditario, la vinculación del poder en una familia, el absurdo de dejar sometida la suerte de la nación á los azares del nacimiento.

Esto encendió las iras de los republicanos. Resultaron pacíficas en Madrid la manifestación republicana y la monárquica; mas no lo resultaron ya ni en Valladolid ni en Tarragona. Fueron después exaltándose los ánimos y sobrevinieron los disturbios de Sevilla, de Málaga y de Cádiz, donde hubo tres días de combate. Aumentaban los republicanos, insistían los monárquicos en hacer predominar la monarquía, buscaban candidatos para el trono y no los encontraban. A los dos años de la revolución, ¿qué dinastía era ya posible?

El Gobierno provisional, y luego la Regencia, viendo el mucho favor que iba ganando la república, se propuso dar á la nación esperanzas de obtener por medio de la monarquía la unión de España y Portugal, si en Portugal poco grata, aquí gratísima. Ofrecieron con este propósito la corona al príncipe Fernando, y con una insistencia tal que rayaba en vergonzosa. Rechazó don Fernando dos y más veces el ofrecimiento, y, cuando ya vencido por tantos ruegos se dignó aceptarlo, fue bajo la expresa condición de que habían de seguir independientes los dos reinos y en caso alguno habían de poderse reunir en una sola cabeza las dos coronas. Desconcertado por esta condición el Gobierno español, hubo de renunciar por siempre a tan acariciada candidatura e ir de corte en corte mendigando un rey para el trono. Lo buscó en la familia de los Hohenzollern, dando pretexto á la desastrosa guerra entre Francia y Alemania. Lo buscó en el duque de Génova, joven de doce años, cuya madre tuvo el buen tino de rechazar el ofrecimiento. Lo buscó en Espartero, que comprendiendo la malicia con que se le consultaba, se excusó con sus achaques y sus muchos años. Se buscó, por fin en Amadeo de Saboya, á quien presentaba corno hijo de un rey que era fiel guardador de la libertad en Italia. Amadeo, a la primera proposición que se le hizo, vio claro lo que debía sucederle si aceptaba y lo que realmente le sucedió cuando aquí vino. “¿A qué he de ir á España? dijo. ¿Qué podré hacer en una nación dividida en implacables bandos? Yo, que no conozco el arte de gobernar, ¿cómo podré dominarlos? Seré instrumento y juguete de los ambiciosos que me rodeen.” Aceptó, con todo, la corona, obedeciendo á los planes de su ambiciosa familia.

Amadeo, gracias á la inoportunidad con que aquí vino, nada pudo hacer ni nada hizo. Pasó por el país sin dejar rastro ni huella. Inició una sola ley de importancia, la de la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, y no llegó á sancionarla. En poco más de dos años hubo de cambiar cinco veces de ministros y convocar tres Cortes. Hubo de pasar las horas viendo cómo se combatían y se destrozaban los dos ilustres rivales progresistas: Sagasta y Ruiz Zorrilla. Fue verdadero juguete de las fracciones monárquicas. Para mayor desgracia suya, la víspera de su entrada en la Península había perdido al general Prim, que le habría podido servir de guía y de escudo, ya que ejercía un decisivo influjo sobre el partido progresista, tenía á raya á la unión liberal y algún respeto merecía á los mismos republicanos. Muerto Prim, se desencadenaron ambiciones hasta allí bien ó mal contenidas y desprestigiaron la nueva dinastía.

Fue estéril el reinado de Amadeo en lo político y fue desastroso en lo económico. En el primer presupuesto hubo ya de pedir una emisión de 150 millones de pesetas en deuda consolidada y otra de 225 nominales en billetes del Tesoro; en el segundo, la facultad de poner en circulación los bonos en cartera, emitir 100 millones más y exigir el anticipo de un semestre de la contribución territorial y el subsidio de industria y de comercio; en el tercero y último, proponer la emisión de 300 millones en billetes hipotecarios y 250 en deuda consolidada, dejando de pagar en metálico las dos terceras partes del cupón vencido, y para todo esto entrar en conciertos con el Banco de París y otorgarle injustificados monopolios. Verdad es que el mal venía de lejos, pues al caer doña Isabel se había dejado exhausta la Caja de Depósitos y era considerabilísima la deuda flotante, tanto que la revolución había debido empezar por un empréstito de 500 millones de pesetas, tras el cual vino otro de 250.

Aunque hubiese reunido Amadeo las más brillantes dotes, no habría podido dominar situación tan angustiosa y difícil. Los republicanos le hacían una guerra á muerte, los carlistas se preparaban para derribarle, procurando despertar el sentimiento nacional contra un rey extranjero, y los partidarios de D. Alfonso daban pábulo á las oposiciones todas, entendiendo que por ellas habían de llegar pronto á la restauración que deseaban. No tardaron republicanos y carlistas en lanzarse á vías de hecho: los republicanos pasajeramente en El Ferrol, los carlistas tomando nuevamente por campo de batalla las provincias del Norte, donde no bastó á contenerlos el generoso indulto del duque de la Torre. Vio al fin Amadeo la tempestad que se cernía sobre su cabeza, comprendió la insostenible situación en que le colocaban los poderosos bandos enemigos de la dinastía, se reconoció prisionero de los radicales, que no estaban dispuestos á dejarse sustituir por los conservadores, y tomó la prudentísima resolución de abdicar por sí y por sus hijos.

Vino la república, pero tan á deshora como la dinastía de Amadeo, cuando la nación se sentía fatigada por cuatro años de vicisitudes políticas y desastres económicos, cuando estaba exhausto el Tesoro y agotadas las fuerzas de los contribuyentes cuando había dos guerras embravecidas, una en el Norte y otra en Cuba, cuando á causa de estas guerras no podían los republicanos cumplir en el gobierno lo que en la oposición habían ofrecido, cuando para sostener los gastos de las dos guerras habían de recurrir a otro empréstito de 175 millones de pesetas y seguir la marcha de sus antecesores, cuando los que al principio de la revolución se habrían decidido fácilmente por la república, la consideraban imposible, y creyendo tan ineficaz la república como la monarquía popular, empezaron a volver los ojos á las pasadas instituciones. Dicen hoy algunos que la república se perdió por no haber existido la conveniente diferenciación de partidos, necesaria, según ellos, para que el juego de las fuerzas centrífuga y centrípeta no dejara salir las nuevas instituciones de su natural órbita. No he podido admitir nunca esta teoría. Hubo durante república sobra y no falta de diferenciaciones. Desde un principio tuvieron las Cortes su derecha y su izquierda, y por cierto tan encontradas, que se combatían como si fueran los más implacables enemigos. Ni faltó después un centro. La división que antes de proclamarse la república estalló entre los federales por una mera cuestión de procedimiento, se avivó después en las Cortes y fue de fatales consecuencias.

Yo estoy por lo contrario, en que deben refundirse en uno todos los partidos republicanos y vivir bajo un mismo programa. No en vano os he referido lo que sucedió después de la revolución de septiembre por falta de acuerdo entre sus hombres. Os lo he referido precisamente para demostraros á qué males no conduce en las revoluciones la discordia de los vencedores. Aquella discordia hizo, como habéis visto, imposibles la monarquía y la república. Tened por seguro que no sería tampoco viable la futura república, como todos los republicanos no hubiesen llegado al común programa por el que hace tiempo batallo, como no la pudiesen constituir al otro día en la Gaceta sobre bases por todos aceptadas, como no pudiesen al propio tiempo decretar todas las reformas que la salud de la patria exige. Sin este previo acuerdo estaría condenado el Gobierno provisional de mañana, como el de ayer, á una inacción peligrosa, que así podría conducir á un régimen de fuerza, como a la anarquía.

Vinieron los autores de la revolución de Septiembre, no sólo sin haber resuelto la cuestión dinástica, sino también sin un programa definido y concreto, expresión de los sentimientos y las aspiraciones del pueblo. Debieron por esta razón moverse al vaivén de las olas populares y realizar al fin lo que más lejos tenían del corazón y del pensamiento. ¿Estaban acaso por la autonomía del individuo? ¿Comprendían siquiera que pudieran ser absolutas las libertades públicas?

Para que una revolución no sólo triunfe, sino que también se consolide, es indispensable tener preparadas hasta las reformas que puedan afianzarla á fin de adelantarse á la voluntad de los pueblos y quitar todo pretexto á tumultos y desórdenes. Si llegaran á convencerse de esta verdad los republicanos, así los unitarios como los federales, no perderían de seguro el tiempo en personales rencillas y en cuestiones de poco momento, se apresurarían á estudiar y precisar estas reformas y á buscar los fundamentos en que ha de descansar la república. Nosotros proponemos como base de la república la autonomía de las regiones y de los municipios, corolario de la del individuo y consecuencia obligada del principio de libertad que informa todo el movimiento del siglo. ¿Puede darse base más racional ni más lógica?, ¿puede concebirse nada que más sirva de freno al espíritu invasor y corruptor del Estado?, ¿puede concebirse nada que esté más en las tradiciones de España, en la manera como se formó la nación, en la diversidad de leyes y de costumbres de las regiones que la constituyen? Nuestras reformas políticas y económicas sobradamente conocidas son para que tenga necesidad de repetíroslas.

Se cree aún por algunos, y así lo creyeron también los hombres del Gobierno Provisional, que la república carece en España de antecedentes históricos. El año 1796 hubo ya en Madrid una conspiración republicana, y fuero condenados á muerte seis de sus caudillos, enviados después por indulto á los castillos de América. El año 1820, según el marqués de Miraflores, se pensó en hacer la revolución bajo la bandera de la república federal, y se abandonó el proyecto por creer que había de atraer más soldados y más gentes la de la Constitución de Cádiz. Del año 20 al 23, según el mismo historiador, se intentó dos veces proclamar la república, una en Zaragoza, otra en Málaga. El año 40 se publicaban ya periódicos republicanos en Madrid, Barcelona y Cádiz. El año 42 se alzaron en armas los republicanos de Barcelona y rechazaron detrás de sus barricadas cuatro divisiones que otros tantos generales dirigían. Fueron vencidos al fin por no haber encontrado eco en lo demás de España; pero no dejaron de dar muestra de cuanto valían y podían ya que hubo de ir á vencerlos en persona el general Espartero. El año 54 votaron en las Cortes contra la monarquía veintiún diputados. El año 56 eran principalmente los republicanos los que sostenían á Espartero contra O’Donnell. El año 58 suscribieron los principales hombres de la democracia un manifiesto clandestino, donde se decía que la república era la forma obligada de los principios democráticos.

Es común en los poderes públicos creer que han muerto las ideas vencidas en las calles ó en los campos de batalla. Ignoran ú olvidan que las ideas labran en los ánimos de las gentes aun cuando parecen muertas por vivir reducidas al silencio. Muerta se creyó la idea de la república, y sin embargo, ¡cuán viva y poderosa no surgió á los pocos días de la revolución de Septiembre! A los ministros del Gobierno Provisional debió haberles dicho algo este raro fenómeno.

Hombres que nunca habían sido republicanos borraban entonces de los edificios públicos la corona que había sido siempre símbolo de la monarquía. La borraban con verdadero ardor, y en Barcelona exigían del general Prim que se la quitara del kepis. Si los héroes de la revolución hubiesen entonces proclamado la república, lo repito, la tendríamos aún hoy en España. Unidos por un solo pensamiento todos los partidos de la revolución, habrían sobrado hombres de inteligencia y de valer para la constitución y el desarrollo de la república.

Por lo dicho podría alguien imaginar que considero estéril la revolución de Septiembre. No, los grandes cambios, aunque los acompañen grandes faltas, son siempre fecundos. Fue la revolución de Septiembre la que estableció en absoluto los derechos individuales ensanchando indefinidamente los horizontes del pensamiento, emancipando de la tiranía de las religiones la conciencia, consagrando la soberanía del pueblo aun en la administración de la justicia. De tal suerte los arraigó, que la restauración, después de habérnoslos arrebatado, ha creído condición de su vida el devolvérnoslos y nos los va devolviendo bien que lenta y avaramente. Bendigamos aquella revolución y guardémonos de seguirla en la falta de acuerdo entre sus hombres, en las vacilaciones y en las dudas que tuvieron.