"Histórica
y conocida fotografía de José María
Orense (sentado) tomada probablemente en Madrid a comienzos
de 1869 durante la visita de Giuseppe Fanelli a España.
Acompañan a Orense, de pie y de izquierda a derecha:
Fernando Garrido, Eliseo Reclus, Arístides Rey
y Giuseppe Fanelli."
Feliz
quien deja al morir algo más que halló al
nacer.
Esto
pudo decir al terminar sus días el ilustre patriarca
de la democracia española y apóstol de las
ideas federales. Don José María Orense,
marqués de Albaida, nació en Laredo el 28
de Octubre de 1803, en el período más escandaloso
de la privanza de Godoy, y de su absolutismo y arbitrariedad.
El pueblo entonces no tenía derechos, y ni asomo
siquiera existía de lo que ahora llamamos respeto
a la personalidad humana. El gran Orense nació,
pues, en una época de oscurantismo y degradación;
pero por su perseverancia nunca vacilante, su incansable
propaganda y su generoso amor a los grandes ideales,
logró lo que él no halló al nacer:
dejar implantados los derechos individuales en la conciencia
universal, cuando se despidió de esta vida en Astillero,
provincia de Santander, hace catorce años, el día
29 de Noviembre de 1880. Culto tienen que rendir a su
memoria venerada cuantos aprecien en algo las conquistas
políticas modernas.
Si
la generación actual no concibe, especialmente
en los grandes centros de población, que haya podido
vivir el hombre sin la higiene de la camisa interior,
que acabó con la lepra secular; sin los medios
de obtener a todo instante luz y fuego, a no haber con
tal objeto instituciones especiales, como la de las Vestales
romanas, que hoy cada cual lleva consigo en la vulgarísima
caja de fósforos; sin los frutos coloniales que
tanto abaratan y de (...)
hombre moderno el íntegro desenvolvimiento de sus
facultades físicas, intelectuales y morales, dignificándolo
hasta la categoría de ciudadano, desde la de siervo
que antes era. Tan fácilmente se percibe la diferencia
entre el progreso material presente y el anterior atraso,
que no cabe discusión entre caminar en galera o
viajar en tren expreso; entre tardar medio mes o un día
solamente desde Madrid a las costas; entre recibir correo
de los antípodas cada ocho meses, o saber a diario,
por medio de los alambres telegráficos, cuanto
pasa en todo el mundo. Pero, por grande que sea el adelanto
material, es inmensamente mayor el progreso político.
¿Dónde está ahora el populacho soez
que gritaba "queremos caenas"? ¡Oh! Hay
un abismo entre la declaración de la Universidad
de Cervera, de ser "funesta la manía de pensar",
y la declaración de los derechos del hombre; entre
la clausura de universidades y la creación de una
escuela real de tauromaquia; entre el suplicio de la horca,
donde perecían por cientos... ¡qué
cientos!, por millares los "negros" de los liberales,
y la actual seguridad individual; entre vivir en la emigración
los hombres más notables del país y estarles
encomendada ahora su dirección. ¡Ah! ¡Qué
época aquella en que los liberales tenían
que congregarse en sótanos cerrados, faltos de
aire y de luz, donde no los vieran los ojos de la policía!
Tanto es el progreso, que hoy resultan imposibles hasta
los atropellos de épocas más recientes.
¿Qué Gobierno sería tan audaz que
atentase de noche a la inviolabilidad del domicilio, nada
menos que de un Presidente de las Cortes, como Ríos
Rosas, para mandarlo al castillo de Santa Catalina de
Cádiz? ¿Quién osaría repetir
ahora las cuerdas a Filipinas? ¿Cuál poder
se atrevería hoy sistemáticamente contra
la libre emisión del pensamiento? Hoy nada puede
el cañón contra la pluma del periodista.
Verdad
es que no todo está hecho. Verdad es que se han
consagrado los derechos individuales, pero no los de los
seres colectivos. Los Municipios son esclavos, las
Diputaciones son esclavas de una centralización
de muerte. Tanta esclavitud produce caciquismo, pues para
que una localidad obtenga una mejora, se necesita el influjo
de un cacique, el cual se cobra en abusos los favores
hechos a espaldas de la ley. Hemos abolido la esclavitud
del negro; pero el obrero aún contrata diariamente
su suicidio. Mucho ha caído ya en delicuescencia,
pero mucho queda aún en pie, que pronto vendrá
por tierra; porque proclamar derechos es condenar a muerte
los abusos. Esperemos. ¿Vamos a abolir el ferrocarril
por ser su inaguantable ruido innecesario para la locomoción?
¡Gloria, pues, a los hombres que nos han traído
los incompletos bienes de que disfrutamos! ¡Gloria
a D. José María Orense, ante el cual los
más conspicuos no admiten parangón!
La
historia de la democracia española es la de D.
José María Orense, el gran evangelizador
de las ideas federales; y, así, la biografía
del gran patricio es inseparable de la evolución
democrática que llega hasta nosotros.
Orense
era hombre de acción: de joven combatió
en Laredo y en Coruña contra los franceses que
entraron en España el año 1823 al mando
del duque de Angulema, encargados por la Santa Alianza
de acabar con las libertades españolas. Al cabo
de muchos años, se batió en las barricadas
de Madrid contra las tropas de Narváez. Cuando
el partido federal se alzó en armas en 1869, Orense
fue a pelear en Badajoz, donde cayó en manos del
Gobierno.
Pero
no hay que pintar al gran propagandista como hombre de
guerra, porque su misión fue otra. Obligado en
1823 a emigrar después de la toma del Trocadero
y la entrada de los franceses en Cádiz, Orense
pasó en Londres los floridos años de su
juventud. Allí se despertó su vocación
política; allí aprendió a poner sobre
los intereses del derecho, y sobre la voluntad nacional,
los respetos debidos a los individuos y a los seres colectivos;
y allí adquirió aquella vasta instrucción
con que tantas veces dejó asombrados a sus adversarios,
y sus profundos conocimientos sobre el desarrollo de la
idea constitucional y los sistemas rentísticos.
Orense, pues, no fue liberal sólo por naturaleza:
el estudio y la meditación lo hicieron demócrata
y federal: la convicción formó aquel gran
carácter tenaz y generoso, y la fe en sus ideas
de redención lo llevaba tranquilamente a las abnegaciones
y al sacrificio con una entereza y una valentía
inquebrantables. Su convicción era patente. Por
esto tuvo adversarios, pero no enemigos.
Y
en verdad que ni por su aspecto ni por sus modales nadie
se habría creído autorizado a prejuzgar
la energía de aquel patricio indomable (...) un
corneta que un diputado." -"Pero tengo la ventaja
-replicó Orense- de no tocar más que un
son, a diferencia del Sr. González Brabo, que ha
recorrido toda la escala."
Quería
Rivero Cidraque que no apareciesen confundidos progresistas
y demócratas y que se observara bien que él
y sus amigos eran simples progresistas, y Orense contestó:
"Tranquilícese el señor Rivero Cidraque,
que a nosotros también nos importa mucho que no
se nos confunda con los progresistas simples."
Lo
que no se haga en los primeros momentos de una revolución,
solía decir, no se hace nunca: por eso las reformas
de los partidos revolucionarios deben estar siempre redactadas
en forma "gacetable".
¿Y
eran cien mil, preguntaba en una ocasión, los franceses
acorralados por los prusianos en Sedán? Pues si
hubieran sido 50.000 carneros, se escapan más de
la mitad.
¡Qué
frescura de ingenio, unida a una perspicaz observación,
no hay en su juicio de los diputados que, al empezar las
legislaturas, van al Congreso denominándose "independientes"!
El "Madrid Cómico" ha conservado ese
juicio en los siguientes versos:
De
los fieros diputados
que vienen de "independientes",
decía el Marqués de Albaida,
D. José María Orense.
Son aves de cuatro mudas,
por más que no lo parecen,
y cambian de pluma todos
cada tres o cuatro meses.
Primero pierden el "in",
y quedan de "dependientes",
ya del Gobierno si sube,
ya de otro sol si amanece.
Luego se les cae el "de"
y pasan a ser "pendientes"
de la oreja de quien manda
y darles bazofia puede.
Escalan al cabo un puesto
donde se instalan de jefes,
y, arrojando al punto el "pen",
se quedan sólo de "dientes".
Y, perdiendo al cabo el "di",
resultan ser lo que siempre:
buscavidas sin carácter
y unos ridículos "entes".
Poco
después de la muerte de Fernando VII se acogió
Orense a la amnistía dada por la reina gobernadora
y volvió a España. Pero volvió con
tales ansias de ver restablecido el sistema constitucional,
derribado por los cien mil hijos de San Luis, que ya en
1834 se hallaba preso en la antigua cárcel de Madrid
por conspirar con Oliver, Calvo de Rozas y el revolucionario
conde de las Navas, para proclamar la Constitución
de 1812.
¡Cuán
grandes son los hombres que evangelizan lo que necesariamente
tiene de venir! ¡Cuán pigmeos y hasta odiosos
quienes retardan lo que al fin ha de triunfar! ¿A
qué su resistencia? ¡Y que se llame hombres
de Estado a los que no ven venir lo irresistible! ¿Qué
queda de la obra de Narváez? ¿Qué
ha sido del antiguo partido moderado? Respondan cuantos
tenga ojos y no quieran cerrarlos a la luz.
El
trabajo de Orense en aquellas Cortes de 1844 fue increíble.
Siempre en la brecha, siempre proponiendo mejoras, que
sólo el tiempo había de traer: el desestanco
de la sal, la abolición de las matrículas
de mar, la supresión de los consumos, la reducción
de los gastos, la nivelación de los presupuestos...
Aun entonces inició ya sus ideas federales: "La
unidad del pueblo -dijo- no consiste en la absorción
de los poderes municipales y provinciales por el poder
central: consiste en el enlace y armonía de todos
los poderes. Con la absurda centralización que
nos habéis traído de Francia, camináis
a la muerte del sistema representativo. Mientras dependan
del Estado los Ayuntamientos y las Diputaciones, podrán
siempre los Gobiernos ejercer presión sobre los
comicios. Nos acarrearéis otro mal más grave:
haréis afluir a la capital la vida de la Nación,
y atrofiaréis la energía y la actividad
de las provincias y los pueblos. No haréis ni dejaréis
hacer." Indudablemente, los grandes hombres tienen
el don de profecía. Estas palabras de 1844 han
tenido constante cumplimiento.
...donde
solicitó de nuevo los votos de los palentinos por
medio de un notabilísimo mensaje, en que ensanchaba
su programa anterior con la libertad de enseñanza,
la descentralización administrativa provincial
y municipal, la elección de alcaldes por los pueblos,
la libertad de Bancos, los asilos para los inválidos
del trabajo, un presupuesto de seiscientos millones y
la unión ibérica.
Reelecto
por Palencia, tomó asiento en la extrema izquierda,
con carácter y denominación de republicano:
ya lo era, según declaró en uno de sus últimos
discursos, con Riego, Romero Alpuente, Moreno Sanz y Calvo
de Rozas en la época de 1820 a 1823.
Disueltas
aquellas Cortes en 1852, residió en Francia hasta
la sublevación de O'Donnell en el Campo de Guardias
el año 1854, y el alzamiento de Espartero en Zaragoza.
Durante el bienio fue uno de los campeones más
decididos de la democracia y uno de los veintiún
diputados que votaron la forma republicana en la famosa
sesión del treinta de Noviembre de 1854. Ametralladas
aquellas Cortes en 1856, y disueltas por el inmediato
golpe de estado, la propaganda de Orense fue activísima,
hasta que vencida la insurrección del cuartel de
San Gil en 1866, volvió a emigrar a Francia. Allí
adoptó tan resueltamente el federalismo que, no
bien estalló la revolución de Septiembre,
empezó a propagarlo con actividad entusiasta, insistente
y tan tenaz como no parecía compatible con su avanzada
edad de sexagenario. Cuando en las Constituyentes de
1869 se puso a discusión la forma de gobierno,
sostuvo el establecimiento de la República federal
en una de sus más largas y profundas arengas. Elevado
a la presidencia de las Cortes en la legislatura de 1873,
en vez del discurso de gracias que enjaretan todos los
presidentes, repitió su proposición de 1869,
y entonces tuvo la inmensa alegría de verla aprobada
por aclamación. Satisfecho de su obra, dimitió
la presidencia ocho días después. El dos
de Enero de 1874, presintiendo el golpe de estado del
general Pavía, dio un enérgico viva a la
República federal. Este fue su último discurso.
Visitado
a principios de 1880 por el Sr. Pi y Margall, D. José
Orense le manifestó que creía imperecederas
las ideas federales. "Desgraciadamente -le agregó-,
no puedo ya hacer más de lo que hice: estoy sordo,
medio ciego, cojo y soy hombre al agua."
Poco
después murió. Murió como han muerto
tantos bienhechores de la humanidad: en el olvido.
La historia únicamente registra con cuidado los
nombres de los azotes del género humano, Nerón,
Atila, Gengis-Khan... e ignora los del inventor del arado,
de la brújula que guía al navegante por
las inmensidades oceánicas, del pan cotidiano...
¿Quién se acuerda ya del gran Orense? ¿Quién
recuerda que a él debe la inviolabilidad de su
domicilio, que por él se ve libre el periodismo
del lápiz rojo de los ominosos fiscales de imprenta,
y no necesita de depósito ni de editor responsable;
que por el cualquiera puede aspirar a los puestos oficiales,
en virtud de sus propios merecimientos y sin la obligación
de exhibir pergaminos que testifiquen de su sangre azul?...
El
progreso, sin duda, no es obra de un hombre solamente.
Su artífice se llama legión; y es claro
que sin los Rivero, los Figueras, los Pi... y la ilustre
falange de oradores y tribunos que arrollaron el antiguo
régimen, la voz de Orense se habría perdido
en el desierto. Pero, si el general no gana sin soldados
la batalla, también es cierto que el triunfo no
se logra sin moverse las huestes con meditado plan y predeterminado
fin. El plan y el fin que dieron el triunfo a los demócratas
eran de Orense.
Los
restos del padre de la democracia, trasladados desde Astillero,
reposan en Santander, donde tiene un sencillo mausoleo
erigido por la piedad de los santanderinos.
Publicado
en El Liberal y El Nuevo Régimen en 1895.
Hemeroteca Municipal de Madrid.