Sucedió en La Coruña: los rebeldes fusilaron
al gobernador civil, Francisco Pérez Carballo el
día veinticinco de Julio de 1936, solamente tenía
veinticinco años de edad. Unos días más
tarde, a mediados de Agosto, su mujer, Juana Capdevielle,
apareció muerta en una cuneta del municipio de Rábade,
provincia de Lugo, probablemente después de ser violada
y torturada. El general jefe de la VIII División,
que comprendía Galicia y León, Enrique Salcedo
Molinuevo, y el general jefe de la 15ª Brigada, Rogelio
Caridad Pita, fueron fusilados en el castillo de San Felipe
de la ría del Ferrol el nueve de Noviembre de 1936.
Cuatro
muertes más, cuatro asesinatos más en esa
lista de dos mil quinientos que el historiador Carlos Fernández
Santander estima para el segundo semestre de 1936 en Galicia.
Pero, en vida, el gobernador y los dos generales tuvieron
los medios para evitar lo que ocurrió después.
Al general Salcedo, los propios insurgentes le tenían
al corriente de sus planes creyendo que estaba con ellos.
El general Caridad, por su parte, llevaba tiempo extremando
la vigilancia y visitando diariamente los cuarteles a horas
imprevistas para tratar de descubrir un indicio de rebelión.
El gobernador Pérez Carballo, cuando tuvo las primeras
noticias del levantamiento militar en Africa, fortificó
el edificio del Gobierno Civil y se aprestó a su
defensa. Pero no contaron con el pueblo y los sublevados
les ganaron la partida por la fuerza.
En
La Coruña, el germen de la sublevación militar
prendió en un grupo de jefes y oficiales que asqueaban
de la República y no podían soportar que el
Frente Popular hubiera ganado las elecciones. En el más
mínimo hecho encontraban motivo de agravio al Ejército
y de amenaza para sus mandos. Por las declaraciones del
comandante de Estado Mayor Fermín Gutiérrez
de Soto, recogidas en la instrucción del sumario
del consejo de guerra contra los generales Salcedo y Caridad,
se sabe que el primer núcleo de militares golpistas
de la capital coruñesa, sede del mando de la División,
lo integraban los capitanes de Artillería Castro
Caruncho y Ojeda, el capitán de Infantería
Oset, el capitán de Ingenieros Román, el capitán
Jurídico Garicano, los capitanes de la Guardia Civil
Rañal y Gumersindo Varela, y el capitán de
Asalto Balaca, además del citado Gutiérrez
de Soto. En algunas reuniones también estuvieron
presentes el capitán médico Parrilla y el
de Intendencia Garnica.
Las
reuniones comenzaron a celebrarse pocos días después
de las elecciones de Febrero de 1936 y la mayoría
de ellas tenían lugar en la biblioteca de la propia
Capitanía. Todos estos oficiales se encargaron,
en un primer momento, de contactar y agrupar en sus unidades
respectivas a los demás jefes y oficiales. A continuación,
extendieron sus gestiones a las otras plazas de la División.
Según palabras del comandante Gutiérrez de
Soto, esas gestiones pusieron de manifiesto la gran unión
existente entre todos los mandos militares respecto a lo
que podíamos llamar intenciones pregolpistas. En
La Coruña, y ateniéndonos siempre a lo declarado
por Gutiérrez de Soto, contaban con la adhesión
de todas las unidades, incluidas la Guardia Civil, Asalto
y los propios Carabineros, según se lo había
confirmado personalmente su jefe, el teniente coronel Meseguer.
Solamente consideraban contrarios a sus planes al
general Caridad Pita, jefe de la Brigada de Infantería,
a su ayudante, el comandante Goizueta y al capitán
de Infantería Cabrera; tampoco podían contar
con el coronel Adolfo Torrado, jefe del 16º Regimiento
de Artillería Ligera, de guarnición en La
Coruña. En las demás plazas gallegas
no tropezaron con la hostilidad de ningún oficial,
excepto alguno en situación de reserva en Lugo y
Ferrol.
El
comandante Gutiérrez de Soto recibió de sus
compañeros de conspiración el encargo de actuar
de enlace con los mandos superiores. Así que una
de las primeras visitas fue para el general jefe de la División,
Enrique Salcedo Molinuevo. Gutiérrez de Soto le expresó
la disposición de todos los jefes y oficiales de
la plaza a defender el prestigio del Ejército, el
honor de la Patria y demás lugares comunes de la
fanfarria militarista, manifestando su obediencia al general
y solicitando su aquiescencia a las actividades que habían
emprendido. Salcedo, por su parte, expresó su afecto
y agrado por lo que acababa de escuchar, y remarcó
el interés que tenía en que supieran todos
que él estaba animado por el mismo espíritu.
Salcedo conocía la propaganda que se estaba haciendo
en los cuartos de banderas de las guarniciones de La Coruña
y en las demás plazas, pues el general Iglesias,
comandante militar de Pontevedra, y el coronel Caso, comandante
militar de Lugo, le habían venido a comunicar las
actividades conspiratorias llevadas a cabo entre los oficiales
de sus respectivas demarcaciones. La actitud del general
Salcedo, que no tomó ninguna determinación
para cortar esa labor de propaganda y organización,
hizo que los implicados creyesen hasta el último
momento que le tenían de su lado. Y es que los generales
y coroneles con mando se mostraban cautos, sino desconfiados,
en una actitud que contrastaba con el descuido y hasta irreflexivo
exhibicionismo de que hacían gala tantos oficiales.
No
solamente estaba reciente el fracaso de la insurrección
militar del general Sanjurjo, sino que muchos de esos generales
y coroneles se sentían vigilados y no parecían
muy dispuestos a arriesgar su privilegiada situación
enfrentándose a un estado que, aunque no fuera de
su agrado, había demostrado poseer un aparato represivo
capaz de vencer golpes militares y revoluciones proletarias.
El mismo coronel Pablo Martín Alonso, jefe
del Regimiento de Infantería Zamora nº 29, principal
fuerza de la guarnición de La Coruña, que
era un hombre claramente contrario a la República,
no se descubrió hasta el último momento.
Conocía en propia persona el riesgo de dar un paso
en falso, y más un hombre como él, que ya
había estado complicado en el golpe del general Sanjurjo
y recibido la correspondiente sanción con un trasladado
a Villa Cisneros, en el Sáhara, donde permaneció
hasta que la amnistía decretada durante el bienio
derechista le devolvió a la Península.
Presidida
por el teniente coronel de la Guardia Civil Florentino González
Vallés, al mando de la Comandancia de León,
se celebró otra reunión a la que, además
de los ya habituales, asistieron todos los capitanes de
compañía de la guarnición coruñesa.
En esa reunión se acordó que el citado teniente
coronel, que acababa de ser destinado a Madrid como jefe
del Parque Automovilístico de la Guardia Civil, enlazase
con los mandos de la capital y les hiciera ver el ambiente
y la determinación de la guarnición de La
Coruña y de toda la División. Igualmente,
los reunidos se comprometieron a no permitir de ningún
modo que en los cambios de mandos que se anunciaban se relevase
a Salcedo o al coronel Martín Alonso, que aunque
no acudían a ninguna reunión les consideraban
en la más íntima compenetración con
sus proyectos. El comandante Gutiérrez de Soto fue,
una vez más, el encargado de informar de lo acordado
al general Salcedo.
Esos
cambios de mandos significaban que el gobierno republicano
no estaba con los brazos cruzados. Además,
una de esas reuniones de oficiales golpistas, la celebrada
el día dieciocho de Abril, fue conocida por el coronel
Torrado y, probablemente, por la policía. Alertados
por el capitán de Artillería Ozores, los reunidos
abandonaron disimuladamente la biblioteca y el edificio
de Capitanía y se trasladaron subrepticiamente al
domicilio particular del propio capitán Ozores, donde
prosiguieron la reunión. Las noticias que les llegaban
desde Madrid eran, por una parte, de advertencia, informándoles
sobre un posible movimiento izquierdista que en un primer
momento tendría como objetivo hacer desaparecer a
los jefes y oficiales del Ejército; por otro lado,
les comunicaban la inminencia de la fecha del alzamiento
militar para que estuviesen listos. El capitán Balaca,
de Asalto, que estuvo unos instantes en la reunión,
les dio a conocer algunas de las medidas precautorias adoptadas
por el gobernador civil, incluida la instalación
de ametralladoras en el edificio de su residencia oficial,
y que él mismo tenía que partir inmediatamente
para Ferrol al mando de dos secciones de guardias.
Visto
lo preocupante de la situación, los oficiales golpistas
decidieron dormir en los cuarteles, reforzar las guardias
y doblar los retenes. Para dar el debido respaldo a todo
ello, el propio Gutiérrez de Soto se fue a buscar
a su jefe de Estado Mayor, teniente coronel Tovar, que se
encargó de redactar dichas disposiciones y presentarlas
al general Salcedo para su aprobación.
En
medio de esa tensión, el coronel Adolfo Torrado,
jefe del Regimiento de Artillería Ligera, tuvo noticia
de la reunión celebrada en el domicilio
del capitán de Artillería Ozores, que era,
además, su ayudante y le mandó llamar a su
presencia. A continuación, el coronel Torrado se
fue a ver al general Iglesias, jefe de la 8ª Brigada
de Artillería a la que pertenecía el regimiento
de Torrado. El general Iglesias estaba casualmente en La
Coruña y después de lo que le contó
el coronel Torrado decidieron ir a comunicárselo
personalmente al general Salcedo. Eran las diez y media
de la noche y Salcedo, que ya se había acostado,
tuvo que levantarse para recibir a los dos artilleros. Más
de una hora estuvieron conferenciando los dos generales.
Cuando Salcedo, visiblemente molesto, pidió los nombres
de los capitanes que habían asistido a la reunión,
Torrado salió a preguntárselo al capitán
Ozores, pero éste se negó a decírselos.
De nuevo en el despacho del general, el coronel Torrado
le dijo que no podía dar esos nombres y que estaba
dispuesto a aceptar el castigo que le impusiera el general,
incluso la pérdida del mando del Regimiento de Artillería,
si le parecía necesario. El general Salcedo se conformó
con echarle una fuerte reprimenda y la cosa no pasó
a mayores: nada de arrestos ni de investigaciones. Después,
y fuera ya del despacho del general, el coronel Torrado,
sospechando alguna maniobra, quiso y pudo comprobar que
las órdenes de refuerzo dadas por el Estado Mayor,
que había recibido hacía poco, contaban con
el conocimiento y aprobación del general de la División.
Unos días después, el coronel Torrado, para
cortar esa situación, exigió personalmente
y obtuvo de todos y cada uno de los jefes y oficiales de
su regimiento el compromiso de no asistir a reuniones y
de obedecer, respetar y no abandonar al que les mandaba.
No todos lo cumplieron.
El
gobernador civil de la provincia, Pérez Carballo,
que hacía pocas semanas que había tomado posesión
del cargo, se reunió con el alcalde de La Coruña
y con representantes de todas las organizaciones del Frente
Popular para tratar de adoptar una estrategia defensiva
común frente a la amenaza golpista. Por
su parte, el general Caridad Pita, continuaba con sus rondas
de vigilancia y en una de ellas se presentó a la
una de la madrugada en el edificio de Capitanía.
No percibió nada anormal, pero encontró en
las dependencias del Estado Mayor al comandante Gutiérrez
Soto y al capitán Castro Caruncho, que habían
decidido pasar allí la noche. De Capitanía,
el general Caridad continuó la ronda por los cuarteles
de Infantería e Intendencia, donde tampoco observó
anormalidad alguna.
Superados
esos momentos de tensión, las autoridades republicanas
iniciaron una tímida reacción. A consecuencia
de una denuncia del comandante de la Guardia Civil Monasterio,
se supo de un intento de ocupar el edificio del
Gobierno Civil por fuerzas de la Guardia Civil de la Comandancia
de La Coruña. Por ese motivo, fueron procesados
y enviados a la prisión de Guadalajara el teniente
coronel Haro y el capitán Rañal. El teniente
coronel Vallés fue destituido en Madrid. Por otra
parte, en el cuartel de Asalto se produjo un intento de
motín por haber sido enviado a prisión un
guardia. El gobierno envió a La Coruña al
coronel Puigdendolas para que realizara el preceptivo informe,
al cual siguió un cambio de mandos.
En
palabras del comandante Gutiérrez Soto “todo
se complicaba”. Varias piezas importantes habían
sido descubiertas y neutralizadas. No obstante,
tras solicitárselo al general Salcedo, la intervención
de éste ante el auditor de la División y el
coronel Puigdendolas hizo que la causa contra los dos mandos
de la Guardia Civil fuera sobreseída y que el capitán
Balaca se librara de un traslado. Gutiérrez Soto,
que conocía al general Salcedo desde hacía
doce años, siempre que se entrevistaba con él
trataba de animarle a que cuando estallará la sublevación
fuera el primer general de división en pronunciarse.
Le halagaba con frases grandilocuentes y le recalcaba una
y otra vez la oportunidad que tenía de pasar a la
Historia de forma tan destacada. El general Salcedo, más
prosaico y realista, le respondía que si se sublevaba
a donde pasaría sería a la prisión
militar de Guadalajara.
El
comandante Gutiérrez de Soto, jefe de la sección
de Topografía del Estado Mayor, se encontraba a mediados
de Julio realizando trabajos de campo en las inmediaciones
de Ferrol. El sábado dieciocho, al regresar a Ferrol
y hacer una visita al cuartel del Regimiento de Artillería
de Costa, pudo enterarse de que el Ejército de Africa
se había sublevado y que el general Franco se había
puesto al frente del mismo. Acudió a la Comandancia
Militar, donde se estaba celebrando una reunión de
jefes. En ella, el general Morales, comandante militar de
la plaza, les leyó la radio-proclama del general
Franco. Finalizada la reunión, Gutiérrez Soto
se entrevistó brevemente con el general Morales y
pudo leer la citada radio-proclama, pero Morales no le permitió
llamar desde su despacho al cuartel general de la División
en La Coruña para saber si allí estaban al
tanto o no de lo ocurrido en Africa. Antes de partir para
La Coruña, Gutiérrez Soto se entrevistó
con algunos de los elementos más comprometidos con
la conspiración, tal que el jefe del Estado Mayor
de la Base Naval, capitán de navío Vierna,
y algunos oficiales de Artillería de Costa.
Una
vez en La Coruña, Gutiérrez Soto se fue a
buscar a su superior, el teniente coronel Tovar, jefe del
Estado Mayor: no sabían nada ni tenían noticia
de radio-proclama alguna. Si es verdad como lo cuentan,
llama la atención lo débil que era la organización
clandestina de los golpistas de La Coruña,
a pesar de que ya hacía tiempo que habían
conseguido establecer contacto con el general Mola y lo
mantenían muy fluido con la VI y VII Divisiones y
con la Comandancia de Asturias. Tras hablar con su jefe,
Gutiérrez Soto subió a ver al general Salcedo
y le contó lo ocurrido en Ferrol. El general
Salcedo dejó entonces de comportarse en sentimental
para hacerlo en gubernamental. Expresó sus
dudas de que el general Franco pudiera estar en Tetuán
si se sabía que el día antes había
asistido en Las Palmas al funeral del general Balmes. A
continuación, Salcedo llamó por teléfono
al general Morales para reprenderle por su conducta y ordenarle
que, en lo sucesivo, se abstuviera de comunicar a nadie
documentos antes de enseñárselos a él.
No
sabemos la información de que dispondría el
general Salcedo, pero el viernes diecisiete, entre las seis
y media y las siete de la tarde, es decir, pocas horas después
del inicio de la sublevación en el Protectorado,
mandó llamar al general Caridad, al coronel Martín
Alonso y al teniente coronel Tovar. Salcedo les
aguardó en su coche, aparcado al lado del “Obelisco”
y cuando llegaron les mandó subir y partieron por
la carretera de Santa Margarita y Pastoriza: “Nos
dijo que era para darnos instrucciones que, efectivamente,
dio y escuchamos los tres, el coronel y el declarante (Caridad)
para cumplimentarlas y el teniente coronel para traducirlas
por escrito. Ordenó el aumento de retenes y de vigilancia
dadas las noticias que se recibían del exterior y
al declarante (Caridad) le expresó y usted, mi general,
siga usted visitando los cuarteles en la forma que le tengo
ordenado.” El general Caridad, desde que tuvo noticias
del inicio de la sublevación permaneció todo
el tiempo en el cuartel de Infantería y solamente
salía para hacer las rondas de visita a los otros
cuarteles e ir a conferenciar con el general Salcedo.
La
mayoría de los oficiales pasaron la noche del sábado
dieciocho y la del domingo en las dependencias de la División.
Cada vez que se recibían noticias de que algún
otro general se había sublevado, el teniente coronel
Tovar subía a comunicárselo a Salcedo y trataba
de persuadirle de que ya había llegado el momento
de que él hiciera lo mismo. Primero, se recibieron
los radios de la V y VII Divisiones sumándose al
alzamiento, y el diecinueve, los de la VI División
y la Comandancia de Asturias. Al conocer esos radios, el
general Salcedo se limitó a recomendar una y otra
vez que se mantuviese la calma y no tomó ninguna
decisión.
En
las primeras horas de la mañana del domingo día
diecinueve, se recibió en el Estado Mayor una llamada
telefónica de Pontevedra en la que un capitán
comunicaba que se había producido un tiroteo en el
cuartel de Campolongo, preguntando insistentemente por qué
no se daba la orden de declarar el estado de guerra. Gutiérrez
Soto aprovechó la ocasión para telefonear
al general Salcedo y al mismo tiempo que se lo contaba tratar
de presionarle. El general, siempre en gubernamental, se
irritó sobremanera, pidió el nombre del oficial
para sancionarle y ordenó a Gutiérrez Soto
que se constituyese en arrestado en su domicilio. Posteriormente,
y por intervención del jefe del Estado Mayor, el
general le levantó el arresto. Eso le permitió
a Gutiérrez Soto seguir en las dependencias de la
División y que en las primeras horas de la tarde
pudiera comunicar telefónicamente con el comandante
Martín Montalvo. Este, destinado en el Estado Mayor
de la VII División, le confirmó la declaración
del estado de guerra sin novedad alguna, poniéndose
al teléfono el propio general Saliquet al que se
le pidió que hablase con el general Salcedo y tratara
de convencerle. Además de estas presiones, se le
hizo llegar al general Salcedo un telegrama firmado por
un supuesto “general delegado del general Sanjurjo”.
En ese telegrama se le ordenaba que declarase el estado
de guerra en el territorio de su División: una estratagema
más.
El
general Salcedo, por su parte, había estado en comunicación
telefónica con el gobierno, probablemente con el
subsecretario de Guerra, y con el general Miaja, y también
mantuvo comunicaciones con otros generales. Llamó
a Zaragoza y aunque no pudo hablar con el general Cabanellas,
sí lo hizo con Alvarez Arenas que le confirmó
que allí se había declarado el estado de guerra.
A continuación, Salcedo llamó por teléfono
a Pamplona. Habló con el coronel García Escámez
y con el propio Mola. Seguidamente, conferenció con
Saliquet, en Valladolid. Todos le confirmaron la declaración
del estado de guerra en sus respectivas demarcaciones y
a todos ellos contestó el general Salcedo diciéndoles
que él no podía hacerlo por no tener órdenes
para ello. Fue el general Mola quien le anunció
la llegada a Burgos al día siguiente del general
Sanjurjo, de ahí la artimaña del telegrama
citado, al que Salcedo respondió con otro en el que
decía que cuando Sanjurjo estuviera en Burgos le
llamara personalmente y le ordenara lo que estimase oportuno.
En
la tarde del domingo, la única esperanza de los golpistas
coruñeses era el coronel Martín Alonso, jefe
del Regimiento de Infantería Zamora nº 29.
Pero Martín Alonso seguía con sus cautelas
y no se decidió a sacar sus fuerzas a la calle. Esa
misma tarde, el general Salcedo le llamó para que
viniera a verle a su despacho. Mantuvieron una larga entrevista
y en ella el general trató de convencer a Martín
Alonso de la locura de las pretensiones de los oficiales.
No sabemos si lo lograría o no, pero, de momento,
el coronel Martín Alonso se mantuvo quieto y, más
tarde, tampoco sería el que iniciase la sublevación
en La Coruña.
En
la madrugada del domingo para el lunes se recibió
en Capitanía un telegrama cifrado procedente de León
y destinado al general Salcedo. En dicho telegrama, el general
Bosch, comandante militar de León, informaba de las
órdenes dadas por el gobierno y de las instrucciones
del general inspector García Gómez-Caminero,
en virtud de las cuales se habían entregado trescientos
fusiles y cuatro ametralladoras a la columna de mineros
y trabajadores que procedente de Asturias se dirigía
a Madrid por ferrocarril y carretera. Esta columna,
compuesta por unos dos mil quinientos hombres, partió
de León al oscurecer, en treinta y cinco o cuarenta
unidades de tren y en veinticinco o treinta camiones. El
general Salcedo ya estaba al tanto de todo ello por haberle
informado el gobierno y el propio general Caminero. Según
sus propias palabras, Salcedo estaba tranquilo porque sabía
que la columna se dirigía hacia Madrid y enseguida
saldría del territorio bajo su mando. Por el contrario,
la excitación de los oficiales golpistas subió
de tono al conocer esa entrega de armas
Al
amanecer del lunes veinte, el teniente coronel Tovar, jefe
del Estado Mayor, junto con el comandante Gutiérrez
Soto y el capitán Castañón, se dirigieron
al cuartel de Infantería a entrevistarse con el coronel
Martín Alonso para tratar de convencerle de que sacara
las tropas a la calle. Antes de que pudieran entrevistarse
con el coronel, la casualidad quiso que en una de sus rondas
se presentase en el cuartel el general Caridad. Sorprendido,
les preguntó qué era lo que hacían
allí a esas horas. Le respondieron con evasivas pero
se tuvieron que marchar sin poder ver a Martín Alonso.
El general Caridad acudió a continuación al
despacho del general Salcedo a poner en su conocimiento
los pormenores de tan sospechosa visita. Salcedo les mandó
llamar inmediatamente y, al mismo tiempo, ordenó
al suboficial de guardia que tuviera formadas a la guardia
saliente y a la entrante. Cuando tuvo presentes
en su despacho a los dos jefes y al oficial, en una escena
violentísima, ordenó el arresto del capitán
Castañón y del comandante Gutiérrez
Soto, desposeyendo a éste del mando de la sección
topográfica y ordenándole que lo entregara
al capitán Pérez Soba. A su jefe de Estado
Mayor le anunció su procesamiento por falta de lealtad
en el ejercicio del cargo, recabando la presencia inmediata
del auditor interino de la División. Como sustituto
al frente del Estado Mayor de la División, el general
Salcedo nombró al comandante de Estado Mayor Antonio
Alonso, que aceptó el cargo en su presencia.
Los dos jefes y el oficial citados fueron encerrados
en un despacho por orden del general. Con una excusa, Gutiérrez
Soto consiguió salir un momento y por medio del comandante
Aranguren pudo avisar de lo que estaba ocurriendo a los
demás oficiales del Estado Mayor. Fue entonces cuando,
según la propia declaración del general Salcedo,
se presentaron en su despacho entre treinta o cuarenta jefes
y oficiales (diecinueve o veinte según la mayoría
de los testigos), unos de uniforme y otros de paisano, muchos
de ellos con pistola al cinto. Salcedo les requirió
severa y enérgicamente para que se mantuvieran dentro
de la debida disciplina y obediencia, y acatasen sus órdenes.
Como muchos no parecían dispuestos a ello, ordenó
a su nuevo jefe de Estado Mayor que se sentara a su mesa
e hiciera una relación de los jefes y oficiales presentes
que se mostraban insubordinados. Al mismo tiempo, se dirigió
al auditor interino, allí presente, para que procediera
contra ellos. Lo que ocurrió fue que varios oficiales,
incluido el propio auditor, le dijeron a voces que no reconocían
su autoridad ni le obedecerían. El general Salcedo
trató de disuadirles de su postura y les exigió
que se mantuvieran disciplinados. El acto de fuerza
que decantó la situación fue el puñetazo
que el capitán Castro Caruncho propinó al
general, tumbándole, echándosele encima otros
más para inmovilizarle. En el tumulto, se cortaron
los hilos del teléfono, se rompieron muebles y algunos
de los presentes sacaron las pistolas, encañonando
con ellas al general y a los cinco o seis que permanecían
de su lado, entre ellos su ayudante, el comandante de Artillería
Moreno Horta.
Eran
poco más de las once de la mañana del lunes
veinte cuando los sublevados iniciaban sus primeros movimientos
en La Coruña. Exigieron a Salcedo que se
pusiera al frente de ellos y encabezara la sublevación,
seguramente pensando que si ésta fracasaba siempre
podrían cubrirse las espaldas alegando la obediencia
debida. El todavía general Salcedo se negó
a ello rotundamente, tanto por cumplir con su deber como
por considerar que, de aceptar, lo primero que tendría
que hacer era “tomar gravísimas providencias”
contra los jefes y oficiales que le habían agredido,
insultado y amenazado. Además, y según declararía
más tarde, a Salcedo le impedía aceptar
la propuesta “el deber de mi cargo y conciencia así
como un debido cumplimiento de mi palabra empeñada
y del juramento prestado con mi firma, reiterado todo ello
ante el Presidente del Consejo de Ministros y ante el Ministro
de la Guerra cuando vine a tomar posesión del mando
del la VIII División, y, posteriormente, en el mes
de Marzo último, ante el entonces presidente del
Gobierno, señor Azaña, a los que ofrecí
por mi honor, lealtad y obediencia en mi puesto, todo ello
renovado tres o cuatro días antes de los sucesos
que relato en conferencia telefónica celebrada con
el entonces Ministro de la Guerra”.
Ante
la negativa del general Salcedo, los golpistas volvieron
sus ojos hacia el coronel de Ingenieros Enrique Cánovas,
que era el más antiguo de los allí presentes.
Por tres veces se negó éste a aceptar el cargo,
pero terminó por ceder a las presiones de sus compañeros.
Antes de abandonar el despacho del general, casi todos los
presentes, incluido el coronel Cánovas, le dijeron
a Salcedo que le guardarían las debidas consideraciones,
a pesar de que éste les manifestó que se consideraba
detenido. Posteriormente, le pusieron una guardia armada
a la puerta de sus habitaciones y le prohibieron salir de
las mismas.
El
general Caridad Pita y su ayudante, el comandante Goizueta,
hacia las siete de la mañana de ese lunes veinte,
se dirigieron a hacer una ronda de visitas a las instalaciones
y acuartelamientos militares. Cuando llegaron al Parque
de Artillería les llamó la atención
un coche que estaba aparcado delante de la puerta. Por el
oficial de guardia, capitán Ojeda, supieron que se
trataba del coche del capitán de Artillería
Ozores, del que el general Caridad sabía que era
uno de los promotores del movimiento militar en la guarnición.
La siguiente visita fue al cuartel de Infantería,
donde como ya queda dicho, encontraron al jefe y a los dos
oficiales del Estado Mayor, los que también estaban
considerados por el general Caridad como comprometidos en
la conspiración.
Todo
presagiaba que la insurrección iba a estallar de
un momento a otro. El general Caridad acudió a dar
parte de lo ocurrido al general Salcedo y regresó
al cuartel de Infantería. Le salió a recibir
el coronel Martín Alonso y el general Caridad le
pidió que le acompañase, reuniéndose
los dos a solas en la sala de los consejos de guerra. El
general Caridad le dijo a Martín Alonso lo que pensaba
y lo que veía venir, preguntándole si respondía
del regimiento, es decir, si respondía de que su
unidad se mantuviese dentro de la disciplina y del acatamiento
del mando. El coronel Martín Alonso le contestó
que “hasta aquel momento sí respondía”,
lo cual no dejaba de ser una evasiva. El general Caridad
le volvió a repetir la misma pregunta por tres veces
y le exigió, y no obtuvo, una respuesta categórica,
añadiendo el coronel que el estado de excitación
de los jefes y oficiales no le permitían responder
de esa manera. Se produjo entonces la destitución
del coronel Martín Alonso, diciéndole el general
Caridad: “puesto que usted no me responde del regimiento,
usted no puede mandarlo y queda usted destituido.”
Tras
la destitución del coronel del Regimiento de Infantería
Zamora nº 29, el general Caridad mandó llamar
a su presencia, sucesivamente, al teniente coronel Nevado
y a los comandantes de los dos batallones del regimiento:
López Pita y Arteaga, pero, según sus propias
palabras, “en ninguno de ellos vio el propósito
de ejercer el mando en la forma militar y concreta que yo
exigía”. Entonces el general
ordenó que se reuniera toda la oficialidad y, entretanto,
recibió el ruego de algunos oficiales para que dejara
sin efecto la destitución del coronel. Reunidos los
jefes y oficiales, el general Caridad les dirigió
la palabra “invocando a la Patria, al orden, a la
Ley, a la obediencia al poder constituido, a la disciplina
y demás virtudes militares, al afecto que nos ligaba
puesto que todos ellos eran los queridos compañeros
del declarante y de su coronel antiguo, que era el que les
hablaba, y les exigí su palabra de honor de mantenerse
quietos y a las órdenes del mando. Dieron esa palabra
de honor y restituí al coronel en el mando del regimiento.”
El
general Caridad permaneció en la sala de armas del
regimiento y a las once asistió a la jura de la bandera
de los voluntarios de ese mes. En la ceremonia que se celebró
en la explanada del cuartel, pronunciaron sendas alocuciones
el coronel Martín Alonso y el general Caridad. Tras
el desfile de la fuerza y finalizado el acto, el general
Caridad se dirigió al cuarto de banderas percibiendo
entonces que la puerta del cuartel estaba cerrada. Pidió
al oficial de guardia que le explicase el motivo y ni éste
ni nadie supo contestarle. Fue en ese momento cuando el
coronel Martín Alonso le avisó que le llamaba
por teléfono el coronel Cánovas, aunque en
realidad estaban esperando esa comunicación, pero
antes de llegar a hablar por teléfono apareció
en el cuarto de banderas el comandante Gutiérrez
de Soto que en voz alta dijo que el coronel Cánovas
se había hecho cargo de la Comandancia Militar, prorrumpiendo
los oficiales presentes en “vivas” al general
Franco y gritos de “abajo los traidores”. El
general Caridad le dijo al coronel Martín Alonso
que se iba a ver al coronel Cánovas, pero éste
se puso delante de la puerta impidiéndole salir.
Al mismo tiempo, los demás jefes y oficiales le rodearon
y le impidieron moverse. En ese momento, el general Caridad
se dio por detenido y fue conducido prisionero por el propio
coronel Martín Alonso a la sala de consejos de guerra.
Permaneció encerrado en esa sala, junto con su ayudante,
el comandante de Infantería Laureano Goizueta, hasta
el día veintiséis.
De
Capitanía, y portando la correspondiente orden escrita,
partió hacia el cuartel del Regimiento de Artillería
Ligera el teniente de ese cuerpo Fernando García
Mera. El nuevo comandante militar, coronel Cánovas,
especificaba en dicha orden que se preparase para salir
a la calle una batería de dicho regimiento, toda
vez que se iba a declarar el estado de guerra.
Se estaba empezando a aplicar el plan de despliegue de las
fuerzas que ya había sido elaborado por el jefe del
Estado Mayor de la División, teniente coronel Tovar.
Sin embargo, el coronel Torrado, que en reiteradas ocasiones
había asegurado que siempre estaría al lado
del general Salcedo, no aceptó dicha orden y partió
para Capitanía a enterarse de lo que había
sucedido. Cuando el coronel Torrado llegó
a la División y pudo comprobar que habían
destituido al general Salcedo, subió a entrevistarse
con él, manifestándole que seguía incondicionalmente
a sus órdenes. Entonces, los sublevados le detuvieron
y le desposeyeron del mando, haciéndose cargo del
Regimiento de Artillería el teniente coronel Ginés
Montel. Adolfo Torrado permaneció detenido
en Capitanía hasta la madrugada del día siguiente
y, según sus propias declaraciones, al oír
y darse cuenta de que se estaba luchando en las calles “se
ofreció a los dirigentes, que lo eran el coronel
Cánovas, el teniente coronel Tovar, el comandante
Gutiérrez de Soto y capitán Garicano, diciéndoles:
"os ruego que me deis un puesto a vuestro lado, dadme
el sitio de mayor peligro; yo sé que al regimiento
sería difícil volver en este momento, pero
quiero demostraros que no soy lo que pensáis y estoy
dispuesto a ser uno de tantos con vosotros”. Los sublevados
no aceptaron su ofrecimiento y le mandaron para su casa,
donde permaneció diecinueve días.
Los
golpistas tenían planeado declarar el estado de guerra
en la mañana del domingo, pero la actitud del general
Salcedo no les permitió hacerlo hasta un día
después. El gobernador civil, al que el general
Salcedo detestaba, dispuso así de algo más
de tiempo para organizar sus exiguas fuerzas. Fortificó
el edificio del gobierno civil con sacos terreros y alambre
de espino, emplazó estratégicamente las ametralladoras
del grupo de Asalto y trató de proteger los edificios
públicos con los pocos hombres de que disponía.
Al contrario que en otras ciudades, en La Coruña
los defensores de la República no pudieron contar
ni con la Guardia Civil ni con los Carabineros ni con la
totalidad de las fuerzas de Asalto. Una huelga general convocada
y desconvocada por las sirenas de los barcos, unos dirigentes
obreros y republicanos que no sabían muy bien qué
hacer, unas masas proletarias mal armadas y peor dirigidas...
Al rugir el cañón, ¿qué
otra cosa iría a suceder sino la previsible rendición?
Poco a poco, los militares sublevados fueron dominando el
centro de la ciudad; luego, los barrios periféricos;
días más tarde, la provincia y Galicia toda.
A
Francisco Pérez Carballo, aquel joven abogado y profesor
de Derecho Romano en la Universidad Central, al que Casares
había designado gobernador civil de La Coruña,
le formaron consejo de guerra, le condenaron a pena de muerte
y le fusilaron al día siguiente. El sábado
veinticinco de Julio le colocaron delante del piquete de
guardias Asalto. A su lado, fueron también pasados
por las armas el comandante Manuel Quesada, jefe de esas
fuerzas de Asalto hasta el triunfo de la sublevación
militar, y el capitán de Asalto Gonzalo Tejero, que
habían organizado la defensa y dirigido la resistencia
de la sede del gobierno civil. Juana Capdevielle,
esposa del gobernador, escribió el día veintidós
una emotiva carta al general Salcedo en la que le solicitaba
amparo y protección para su marido y para ella misma:
¡Qué poco podía imaginar la situación
en la que se encontraba el general jefe de la VIII División
Orgánica! Y así, en unos pocos días
a Juana Capdevielle, licenciada en Filosofía
y Letras y funcionaria de la Universidad Central, le arrancarían
la casa, la libertad, la vida del marido, la vida del feto
que llevaba en sus entrañas y, finalmente, la suya
propia... En una cuneta de la carretera, próxima
al pueblo lucense de Rábade, apareció el cuerpo
de una mujer muerta a tiros y que, según se cree,
antes había sido torturada y violada...
El
domingo veintiséis, un día después
de que hubiesen sido fusilados el gobernador civil y los
dos oficiales de Asalto, los generales Salcedo y Caridad
y el capitán de equitación Alvarez fueron
conducidos al vapor “Plus Ultra” y trasladados
a Ferrol para ser encerrados en el castillo de San Felipe.
El día seis de Agosto llegó al castillo para
compartir cautividad el coronel de Artillería Adolfo
Torrado Atocha. Dos días más tarde,
el juez instructor, general de división Ambrosio
Feijoo Pardiñas, les notificó a los tres el
auto de procesamiento por el delito de traición.
Los generales y el coronel Torrado iban en la misma causa.
Por dos veces nombraron defensores y por dos veces se los
rechazaron. Los tres procesados pidieron entonces la revocación
del auto de procesamiento, pero el auditor de división
Francisco Corniero se lo denegó. Finalizada la instrucción
del sumario, se señaló el veinticuatro de
Octubre para la celebración del consejo de guerra.
De la defensa del general Salcedo se iba a encargar el comandante
de Artillería retirado Joaquín Romay Mancebo;
de la del general Caridad, el comandante de Infantería
Manuel Pedreira, y del coronel Torrado, el comandante de
Artillería Hermenegildo Sánchez Esperante.
No recuerdo ahora mismo de cual de ellos era, pero las conclusiones
de uno de los defensores no ocupaban más que la cara
de un folio... El tribunal militar, por unanimidad,
condenó a los generales Salcedo y Caridad a pena
de muerte, y al coronel Torrado a reclusión perpetua.
Los
generales Salcedo y Caridad, que habían declarado
que no poseían bienes, fueron fusilados el nueve
de Noviembre de 1936.
Enrique
Salcedo Molinuevo había nacido en Madrid
el quince de Julio de 1871. Su padre, José de Salcedo,
también militar, llegó, igual que su hijo,
a ostentar el empleo de general de división. Enrique
Salcedo entró en el Ejército como alumno de
la Academia de oficiales al cumplir los diecisiete años.
Cuatro años más tarde ya era teniente de Infantería.
Estuvo destinado en Cuba entre 1895 y 1898, y en 1896 fue
ascendido a capitán por méritos de guerra.
Siendo ya coronel, tuvo una actuación destacada en
Marruecos y fue condecorado con la medalla Militar individual
y ascendido a general de Brigada. En 1928 fue ascendido
a general de división y, entre otras condecoraciones,
estaba en posesión de la gran cruz de San Hermenegildo.
Del
general de brigada Rogelio Caridad Pita sabemos
que nació en La Coruña el día tres
de Septiembre de 1875 y que sin haber cumplido los diecisiete
años ingresó en la Academia de Infantería.
En 1895, siendo teniente, salió para Cuba a bordo
del “Reina María Cristina”. Permaneció
en la isla hasta el final de la guerra con los Estados Unidos,
embarcando entonces en La Habana en el vapor “Colón”,
que arribó a La Graña, en la ría ferrolana.
Durante la guerra de Cuba estuvo a las órdenes del
entonces comandante Miguel Primo de Rivera. Caridad fue
condecorado varias veces, recibiendo tres cruces de primera
clase al mérito militar con distintivo rojo. En noviembre
de 1901 ascendió a capitán y casi once años
después a comandante, desempeñando el puesto
de ayudante del general de Brigada Cayetano de Alvear. Ahí
se pierde la pista, probablemente debido a que el expediente
personal esté incompleto. En 1901, siendo aún
teniente, escribió un libro titulado “Historia
militar de España”, dedicado al período
correspondiente a la casa de Austria, libro que le hizo
acreedor a una mención honorífica. Al menos,
estaba en posesión de la Cruz de la Orden de San
Hermenegildo y de la medalla de la Campaña de Cuba.
Durante la Revolución de Octubre de 1934, el general
Rogelio Caridad vino destacado a Gijón como Jefe
de la Base de Operaciones y Comandante Militar de la plaza.
Un batallón del Regimiento de Infantería nº
29, de Ferrol, pasó a formar parte de la guarnición
de Gijón con carácter temporal. Rogelio Caridad
Pita era uno de los generales más nítidamente
leales al régimen republicano.
El
coronel Adolfo Torrado Atocha, coruñés
también y de los mismos años que Caridad,
ingresó en la Academia de Artillería en 1893.
En 1897 era teniente y en 1906 capitán. Fue ayudante
del general de División Juan Ampudia, al que acompañó
en varios destinos. A finales de 1932 recibió el
nombramiento de coronel y ya se había hecho acreedor
a varias condecoraciones.