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Oficina de Defensa del Anciano

Marcelino Laruelo Roa

Muertes Paralelas

Muertes paralelas

En La Coruña, los golpistas fusilaron al gobernador civil, a su mujer y
a dos generales.


En La Coruña, sangre y fuego, los nacionalistas fusilaron
al gobernador civil, Perez Carballo, a su mujer, Juana Capdevielle,
y a los generales Salcedo Molinuevo y Caridad Pita.

Por Marcelino Laruelo.
Muertes Paralelas. Gijón, 2004.



Tribuna presidencial del desfile militar del 14 de Abril de 1936 en La Coruña.
De izquierda a derecha: Alfredo Suárez Ferrín, alcalde de La Coruña; el general de División Enrique Salcedo Molinuevo, jefe de la VIII División Orgánica (Galicia, Asturias y León); Juana Capdevielle,
esposa del gobernador civil; Francisco Pérez Carballo, gobernador civil de La Coruña;
(detrás de ambos, con barba) el general Rogelio Caridad Pita, gobernador militar de la plaza y
jefe de la 15ª Brigada de Infantería.

 


Sucedió en La Coruña: los rebeldes fusilaron al gobernador civil, Francisco Pérez Carballo el día veinticinco de Julio de 1936, solamente tenía veinticinco años de edad. Unos días más tarde, a mediados de Agosto, su mujer, Juana Capdevielle, apareció muerta en una cuneta del municipio de Rábade, provincia de Lugo, probablemente después de ser violada y torturada. El general jefe de la VIII División, que comprendía Galicia y León, Enrique Salcedo Molinuevo, y el general jefe de la 15ª Brigada, Rogelio Caridad Pita, fueron fusilados en el castillo de San Felipe de la ría del Ferrol el nueve de Noviembre de 1936.

Cuatro muertes más, cuatro asesinatos más en esa lista de dos mil quinientos que el historiador Carlos Fernández Santander estima para el segundo semestre de 1936 en Galicia. Pero, en vida, el gobernador y los dos generales tuvieron los medios para evitar lo que ocurrió después. Al general Salcedo, los propios insurgentes le tenían al corriente de sus planes creyendo que estaba con ellos. El general Caridad, por su parte, llevaba tiempo extremando la vigilancia y visitando diariamente los cuarteles a horas imprevistas para tratar de descubrir un indicio de rebelión. El gobernador Pérez Carballo, cuando tuvo las primeras noticias del levantamiento militar en Africa, fortificó el edificio del Gobierno Civil y se aprestó a su defensa. Pero no contaron con el pueblo y los sublevados les ganaron la partida por la fuerza.

En La Coruña, el germen de la sublevación militar prendió en un grupo de jefes y oficiales que asqueaban de la República y no podían soportar que el Frente Popular hubiera ganado las elecciones. En el más mínimo hecho encontraban motivo de agravio al Ejército y de amenaza para sus mandos. Por las declaraciones del comandante de Estado Mayor Fermín Gutiérrez de Soto, recogidas en la instrucción del sumario del consejo de guerra contra los generales Salcedo y Caridad, se sabe que el primer núcleo de militares golpistas de la capital coruñesa, sede del mando de la División, lo integraban los capitanes de Artillería Castro Caruncho y Ojeda, el capitán de Infantería Oset, el capitán de Ingenieros Román, el capitán Jurídico Garicano, los capitanes de la Guardia Civil Rañal y Gumersindo Varela, y el capitán de Asalto Balaca, además del citado Gutiérrez de Soto. En algunas reuniones también estuvieron presentes el capitán médico Parrilla y el de Intendencia Garnica.

Las reuniones comenzaron a celebrarse pocos días después de las elecciones de Febrero de 1936 y la mayoría de ellas tenían lugar en la biblioteca de la propia Capitanía. Todos estos oficiales se encargaron, en un primer momento, de contactar y agrupar en sus unidades respectivas a los demás jefes y oficiales. A continuación, extendieron sus gestiones a las otras plazas de la División. Según palabras del comandante Gutiérrez de Soto, esas gestiones pusieron de manifiesto la gran unión existente entre todos los mandos militares respecto a lo que podíamos llamar intenciones pregolpistas. En La Coruña, y ateniéndonos siempre a lo declarado por Gutiérrez de Soto, contaban con la adhesión de todas las unidades, incluidas la Guardia Civil, Asalto y los propios Carabineros, según se lo había confirmado personalmente su jefe, el teniente coronel Meseguer. Solamente consideraban contrarios a sus planes al general Caridad Pita, jefe de la Brigada de Infantería, a su ayudante, el comandante Goizueta y al capitán de Infantería Cabrera; tampoco podían contar con el coronel Adolfo Torrado, jefe del 16º Regimiento de Artillería Ligera, de guarnición en La Coruña. En las demás plazas gallegas no tropezaron con la hostilidad de ningún oficial, excepto alguno en situación de reserva en Lugo y Ferrol.

El comandante Gutiérrez de Soto recibió de sus compañeros de conspiración el encargo de actuar de enlace con los mandos superiores. Así que una de las primeras visitas fue para el general jefe de la División, Enrique Salcedo Molinuevo. Gutiérrez de Soto le expresó la disposición de todos los jefes y oficiales de la plaza a defender el prestigio del Ejército, el honor de la Patria y demás lugares comunes de la fanfarria militarista, manifestando su obediencia al general y solicitando su aquiescencia a las actividades que habían emprendido. Salcedo, por su parte, expresó su afecto y agrado por lo que acababa de escuchar, y remarcó el interés que tenía en que supieran todos que él estaba animado por el mismo espíritu. Salcedo conocía la propaganda que se estaba haciendo en los cuartos de banderas de las guarniciones de La Coruña y en las demás plazas, pues el general Iglesias, comandante militar de Pontevedra, y el coronel Caso, comandante militar de Lugo, le habían venido a comunicar las actividades conspiratorias llevadas a cabo entre los oficiales de sus respectivas demarcaciones. La actitud del general Salcedo, que no tomó ninguna determinación para cortar esa labor de propaganda y organización, hizo que los implicados creyesen hasta el último momento que le tenían de su lado. Y es que los generales y coroneles con mando se mostraban cautos, sino desconfiados, en una actitud que contrastaba con el descuido y hasta irreflexivo exhibicionismo de que hacían gala tantos oficiales.

No solamente estaba reciente el fracaso de la insurrección militar del general Sanjurjo, sino que muchos de esos generales y coroneles se sentían vigilados y no parecían muy dispuestos a arriesgar su privilegiada situación enfrentándose a un estado que, aunque no fuera de su agrado, había demostrado poseer un aparato represivo capaz de vencer golpes militares y revoluciones proletarias. El mismo coronel Pablo Martín Alonso, jefe del Regimiento de Infantería Zamora nº 29, principal fuerza de la guarnición de La Coruña, que era un hombre claramente contrario a la República, no se descubrió hasta el último momento. Conocía en propia persona el riesgo de dar un paso en falso, y más un hombre como él, que ya había estado complicado en el golpe del general Sanjurjo y recibido la correspondiente sanción con un trasladado a Villa Cisneros, en el Sáhara, donde permaneció hasta que la amnistía decretada durante el bienio derechista le devolvió a la Península.

Presidida por el teniente coronel de la Guardia Civil Florentino González Vallés, al mando de la Comandancia de León, se celebró otra reunión a la que, además de los ya habituales, asistieron todos los capitanes de compañía de la guarnición coruñesa. En esa reunión se acordó que el citado teniente coronel, que acababa de ser destinado a Madrid como jefe del Parque Automovilístico de la Guardia Civil, enlazase con los mandos de la capital y les hiciera ver el ambiente y la determinación de la guarnición de La Coruña y de toda la División. Igualmente, los reunidos se comprometieron a no permitir de ningún modo que en los cambios de mandos que se anunciaban se relevase a Salcedo o al coronel Martín Alonso, que aunque no acudían a ninguna reunión les consideraban en la más íntima compenetración con sus proyectos. El comandante Gutiérrez de Soto fue, una vez más, el encargado de informar de lo acordado al general Salcedo.

Esos cambios de mandos significaban que el gobierno republicano no estaba con los brazos cruzados. Además, una de esas reuniones de oficiales golpistas, la celebrada el día dieciocho de Abril, fue conocida por el coronel Torrado y, probablemente, por la policía. Alertados por el capitán de Artillería Ozores, los reunidos abandonaron disimuladamente la biblioteca y el edificio de Capitanía y se trasladaron subrepticiamente al domicilio particular del propio capitán Ozores, donde prosiguieron la reunión. Las noticias que les llegaban desde Madrid eran, por una parte, de advertencia, informándoles sobre un posible movimiento izquierdista que en un primer momento tendría como objetivo hacer desaparecer a los jefes y oficiales del Ejército; por otro lado, les comunicaban la inminencia de la fecha del alzamiento militar para que estuviesen listos. El capitán Balaca, de Asalto, que estuvo unos instantes en la reunión, les dio a conocer algunas de las medidas precautorias adoptadas por el gobernador civil, incluida la instalación de ametralladoras en el edificio de su residencia oficial, y que él mismo tenía que partir inmediatamente para Ferrol al mando de dos secciones de guardias.

Visto lo preocupante de la situación, los oficiales golpistas decidieron dormir en los cuarteles, reforzar las guardias y doblar los retenes. Para dar el debido respaldo a todo ello, el propio Gutiérrez de Soto se fue a buscar a su jefe de Estado Mayor, teniente coronel Tovar, que se encargó de redactar dichas disposiciones y presentarlas al general Salcedo para su aprobación.

En medio de esa tensión, el coronel Adolfo Torrado, jefe del Regimiento de Artillería Ligera, tuvo noticia de la reunión celebrada en el domicilio del capitán de Artillería Ozores, que era, además, su ayudante y le mandó llamar a su presencia. A continuación, el coronel Torrado se fue a ver al general Iglesias, jefe de la 8ª Brigada de Artillería a la que pertenecía el regimiento de Torrado. El general Iglesias estaba casualmente en La Coruña y después de lo que le contó el coronel Torrado decidieron ir a comunicárselo personalmente al general Salcedo. Eran las diez y media de la noche y Salcedo, que ya se había acostado, tuvo que levantarse para recibir a los dos artilleros. Más de una hora estuvieron conferenciando los dos generales. Cuando Salcedo, visiblemente molesto, pidió los nombres de los capitanes que habían asistido a la reunión, Torrado salió a preguntárselo al capitán Ozores, pero éste se negó a decírselos. De nuevo en el despacho del general, el coronel Torrado le dijo que no podía dar esos nombres y que estaba dispuesto a aceptar el castigo que le impusiera el general, incluso la pérdida del mando del Regimiento de Artillería, si le parecía necesario. El general Salcedo se conformó con echarle una fuerte reprimenda y la cosa no pasó a mayores: nada de arrestos ni de investigaciones. Después, y fuera ya del despacho del general, el coronel Torrado, sospechando alguna maniobra, quiso y pudo comprobar que las órdenes de refuerzo dadas por el Estado Mayor, que había recibido hacía poco, contaban con el conocimiento y aprobación del general de la División. Unos días después, el coronel Torrado, para cortar esa situación, exigió personalmente y obtuvo de todos y cada uno de los jefes y oficiales de su regimiento el compromiso de no asistir a reuniones y de obedecer, respetar y no abandonar al que les mandaba. No todos lo cumplieron.

El gobernador civil de la provincia, Pérez Carballo, que hacía pocas semanas que había tomado posesión del cargo, se reunió con el alcalde de La Coruña y con representantes de todas las organizaciones del Frente Popular para tratar de adoptar una estrategia defensiva común frente a la amenaza golpista. Por su parte, el general Caridad Pita, continuaba con sus rondas de vigilancia y en una de ellas se presentó a la una de la madrugada en el edificio de Capitanía. No percibió nada anormal, pero encontró en las dependencias del Estado Mayor al comandante Gutiérrez Soto y al capitán Castro Caruncho, que habían decidido pasar allí la noche. De Capitanía, el general Caridad continuó la ronda por los cuarteles de Infantería e Intendencia, donde tampoco observó anormalidad alguna.

Superados esos momentos de tensión, las autoridades republicanas iniciaron una tímida reacción. A consecuencia de una denuncia del comandante de la Guardia Civil Monasterio, se supo de un intento de ocupar el edificio del Gobierno Civil por fuerzas de la Guardia Civil de la Comandancia de La Coruña. Por ese motivo, fueron procesados y enviados a la prisión de Guadalajara el teniente coronel Haro y el capitán Rañal. El teniente coronel Vallés fue destituido en Madrid. Por otra parte, en el cuartel de Asalto se produjo un intento de motín por haber sido enviado a prisión un guardia. El gobierno envió a La Coruña al coronel Puigdendolas para que realizara el preceptivo informe, al cual siguió un cambio de mandos.

En palabras del comandante Gutiérrez Soto “todo se complicaba”. Varias piezas importantes habían sido descubiertas y neutralizadas. No obstante, tras solicitárselo al general Salcedo, la intervención de éste ante el auditor de la División y el coronel Puigdendolas hizo que la causa contra los dos mandos de la Guardia Civil fuera sobreseída y que el capitán Balaca se librara de un traslado. Gutiérrez Soto, que conocía al general Salcedo desde hacía doce años, siempre que se entrevistaba con él trataba de animarle a que cuando estallará la sublevación fuera el primer general de división en pronunciarse. Le halagaba con frases grandilocuentes y le recalcaba una y otra vez la oportunidad que tenía de pasar a la Historia de forma tan destacada. El general Salcedo, más prosaico y realista, le respondía que si se sublevaba a donde pasaría sería a la prisión militar de Guadalajara.

El comandante Gutiérrez de Soto, jefe de la sección de Topografía del Estado Mayor, se encontraba a mediados de Julio realizando trabajos de campo en las inmediaciones de Ferrol. El sábado dieciocho, al regresar a Ferrol y hacer una visita al cuartel del Regimiento de Artillería de Costa, pudo enterarse de que el Ejército de Africa se había sublevado y que el general Franco se había puesto al frente del mismo. Acudió a la Comandancia Militar, donde se estaba celebrando una reunión de jefes. En ella, el general Morales, comandante militar de la plaza, les leyó la radio-proclama del general Franco. Finalizada la reunión, Gutiérrez Soto se entrevistó brevemente con el general Morales y pudo leer la citada radio-proclama, pero Morales no le permitió llamar desde su despacho al cuartel general de la División en La Coruña para saber si allí estaban al tanto o no de lo ocurrido en Africa. Antes de partir para La Coruña, Gutiérrez Soto se entrevistó con algunos de los elementos más comprometidos con la conspiración, tal que el jefe del Estado Mayor de la Base Naval, capitán de navío Vierna, y algunos oficiales de Artillería de Costa.

Una vez en La Coruña, Gutiérrez Soto se fue a buscar a su superior, el teniente coronel Tovar, jefe del Estado Mayor: no sabían nada ni tenían noticia de radio-proclama alguna. Si es verdad como lo cuentan, llama la atención lo débil que era la organización clandestina de los golpistas de La Coruña, a pesar de que ya hacía tiempo que habían conseguido establecer contacto con el general Mola y lo mantenían muy fluido con la VI y VII Divisiones y con la Comandancia de Asturias. Tras hablar con su jefe, Gutiérrez Soto subió a ver al general Salcedo y le contó lo ocurrido en Ferrol. El general Salcedo dejó entonces de comportarse en sentimental para hacerlo en gubernamental. Expresó sus dudas de que el general Franco pudiera estar en Tetuán si se sabía que el día antes había asistido en Las Palmas al funeral del general Balmes. A continuación, Salcedo llamó por teléfono al general Morales para reprenderle por su conducta y ordenarle que, en lo sucesivo, se abstuviera de comunicar a nadie documentos antes de enseñárselos a él.

No sabemos la información de que dispondría el general Salcedo, pero el viernes diecisiete, entre las seis y media y las siete de la tarde, es decir, pocas horas después del inicio de la sublevación en el Protectorado, mandó llamar al general Caridad, al coronel Martín Alonso y al teniente coronel Tovar. Salcedo les aguardó en su coche, aparcado al lado del “Obelisco” y cuando llegaron les mandó subir y partieron por la carretera de Santa Margarita y Pastoriza: “Nos dijo que era para darnos instrucciones que, efectivamente, dio y escuchamos los tres, el coronel y el declarante (Caridad) para cumplimentarlas y el teniente coronel para traducirlas por escrito. Ordenó el aumento de retenes y de vigilancia dadas las noticias que se recibían del exterior y al declarante (Caridad) le expresó y usted, mi general, siga usted visitando los cuarteles en la forma que le tengo ordenado.” El general Caridad, desde que tuvo noticias del inicio de la sublevación permaneció todo el tiempo en el cuartel de Infantería y solamente salía para hacer las rondas de visita a los otros cuarteles e ir a conferenciar con el general Salcedo.

La mayoría de los oficiales pasaron la noche del sábado dieciocho y la del domingo en las dependencias de la División. Cada vez que se recibían noticias de que algún otro general se había sublevado, el teniente coronel Tovar subía a comunicárselo a Salcedo y trataba de persuadirle de que ya había llegado el momento de que él hiciera lo mismo. Primero, se recibieron los radios de la V y VII Divisiones sumándose al alzamiento, y el diecinueve, los de la VI División y la Comandancia de Asturias. Al conocer esos radios, el general Salcedo se limitó a recomendar una y otra vez que se mantuviese la calma y no tomó ninguna decisión.

En las primeras horas de la mañana del domingo día diecinueve, se recibió en el Estado Mayor una llamada telefónica de Pontevedra en la que un capitán comunicaba que se había producido un tiroteo en el cuartel de Campolongo, preguntando insistentemente por qué no se daba la orden de declarar el estado de guerra. Gutiérrez Soto aprovechó la ocasión para telefonear al general Salcedo y al mismo tiempo que se lo contaba tratar de presionarle. El general, siempre en gubernamental, se irritó sobremanera, pidió el nombre del oficial para sancionarle y ordenó a Gutiérrez Soto que se constituyese en arrestado en su domicilio. Posteriormente, y por intervención del jefe del Estado Mayor, el general le levantó el arresto. Eso le permitió a Gutiérrez Soto seguir en las dependencias de la División y que en las primeras horas de la tarde pudiera comunicar telefónicamente con el comandante Martín Montalvo. Este, destinado en el Estado Mayor de la VII División, le confirmó la declaración del estado de guerra sin novedad alguna, poniéndose al teléfono el propio general Saliquet al que se le pidió que hablase con el general Salcedo y tratara de convencerle. Además de estas presiones, se le hizo llegar al general Salcedo un telegrama firmado por un supuesto “general delegado del general Sanjurjo”. En ese telegrama se le ordenaba que declarase el estado de guerra en el territorio de su División: una estratagema más.

El general Salcedo, por su parte, había estado en comunicación telefónica con el gobierno, probablemente con el subsecretario de Guerra, y con el general Miaja, y también mantuvo comunicaciones con otros generales. Llamó a Zaragoza y aunque no pudo hablar con el general Cabanellas, sí lo hizo con Alvarez Arenas que le confirmó que allí se había declarado el estado de guerra. A continuación, Salcedo llamó por teléfono a Pamplona. Habló con el coronel García Escámez y con el propio Mola. Seguidamente, conferenció con Saliquet, en Valladolid. Todos le confirmaron la declaración del estado de guerra en sus respectivas demarcaciones y a todos ellos contestó el general Salcedo diciéndoles que él no podía hacerlo por no tener órdenes para ello. Fue el general Mola quien le anunció la llegada a Burgos al día siguiente del general Sanjurjo, de ahí la artimaña del telegrama citado, al que Salcedo respondió con otro en el que decía que cuando Sanjurjo estuviera en Burgos le llamara personalmente y le ordenara lo que estimase oportuno.

En la tarde del domingo, la única esperanza de los golpistas coruñeses era el coronel Martín Alonso, jefe del Regimiento de Infantería Zamora nº 29. Pero Martín Alonso seguía con sus cautelas y no se decidió a sacar sus fuerzas a la calle. Esa misma tarde, el general Salcedo le llamó para que viniera a verle a su despacho. Mantuvieron una larga entrevista y en ella el general trató de convencer a Martín Alonso de la locura de las pretensiones de los oficiales. No sabemos si lo lograría o no, pero, de momento, el coronel Martín Alonso se mantuvo quieto y, más tarde, tampoco sería el que iniciase la sublevación en La Coruña.

En la madrugada del domingo para el lunes se recibió en Capitanía un telegrama cifrado procedente de León y destinado al general Salcedo. En dicho telegrama, el general Bosch, comandante militar de León, informaba de las órdenes dadas por el gobierno y de las instrucciones del general inspector García Gómez-Caminero, en virtud de las cuales se habían entregado trescientos fusiles y cuatro ametralladoras a la columna de mineros y trabajadores que procedente de Asturias se dirigía a Madrid por ferrocarril y carretera. Esta columna, compuesta por unos dos mil quinientos hombres, partió de León al oscurecer, en treinta y cinco o cuarenta unidades de tren y en veinticinco o treinta camiones. El general Salcedo ya estaba al tanto de todo ello por haberle informado el gobierno y el propio general Caminero. Según sus propias palabras, Salcedo estaba tranquilo porque sabía que la columna se dirigía hacia Madrid y enseguida saldría del territorio bajo su mando. Por el contrario, la excitación de los oficiales golpistas subió de tono al conocer esa entrega de armas

Al amanecer del lunes veinte, el teniente coronel Tovar, jefe del Estado Mayor, junto con el comandante Gutiérrez Soto y el capitán Castañón, se dirigieron al cuartel de Infantería a entrevistarse con el coronel Martín Alonso para tratar de convencerle de que sacara las tropas a la calle. Antes de que pudieran entrevistarse con el coronel, la casualidad quiso que en una de sus rondas se presentase en el cuartel el general Caridad. Sorprendido, les preguntó qué era lo que hacían allí a esas horas. Le respondieron con evasivas pero se tuvieron que marchar sin poder ver a Martín Alonso. El general Caridad acudió a continuación al despacho del general Salcedo a poner en su conocimiento los pormenores de tan sospechosa visita. Salcedo les mandó llamar inmediatamente y, al mismo tiempo, ordenó al suboficial de guardia que tuviera formadas a la guardia saliente y a la entrante. Cuando tuvo presentes en su despacho a los dos jefes y al oficial, en una escena violentísima, ordenó el arresto del capitán Castañón y del comandante Gutiérrez Soto, desposeyendo a éste del mando de la sección topográfica y ordenándole que lo entregara al capitán Pérez Soba. A su jefe de Estado Mayor le anunció su procesamiento por falta de lealtad en el ejercicio del cargo, recabando la presencia inmediata del auditor interino de la División. Como sustituto al frente del Estado Mayor de la División, el general Salcedo nombró al comandante de Estado Mayor Antonio Alonso, que aceptó el cargo en su presencia.

Los dos jefes y el oficial citados fueron encerrados en un despacho por orden del general. Con una excusa, Gutiérrez Soto consiguió salir un momento y por medio del comandante Aranguren pudo avisar de lo que estaba ocurriendo a los demás oficiales del Estado Mayor. Fue entonces cuando, según la propia declaración del general Salcedo, se presentaron en su despacho entre treinta o cuarenta jefes y oficiales (diecinueve o veinte según la mayoría de los testigos), unos de uniforme y otros de paisano, muchos de ellos con pistola al cinto. Salcedo les requirió severa y enérgicamente para que se mantuvieran dentro de la debida disciplina y obediencia, y acatasen sus órdenes. Como muchos no parecían dispuestos a ello, ordenó a su nuevo jefe de Estado Mayor que se sentara a su mesa e hiciera una relación de los jefes y oficiales presentes que se mostraban insubordinados. Al mismo tiempo, se dirigió al auditor interino, allí presente, para que procediera contra ellos. Lo que ocurrió fue que varios oficiales, incluido el propio auditor, le dijeron a voces que no reconocían su autoridad ni le obedecerían. El general Salcedo trató de disuadirles de su postura y les exigió que se mantuvieran disciplinados. El acto de fuerza que decantó la situación fue el puñetazo que el capitán Castro Caruncho propinó al general, tumbándole, echándosele encima otros más para inmovilizarle. En el tumulto, se cortaron los hilos del teléfono, se rompieron muebles y algunos de los presentes sacaron las pistolas, encañonando con ellas al general y a los cinco o seis que permanecían de su lado, entre ellos su ayudante, el comandante de Artillería Moreno Horta.

Eran poco más de las once de la mañana del lunes veinte cuando los sublevados iniciaban sus primeros movimientos en La Coruña. Exigieron a Salcedo que se pusiera al frente de ellos y encabezara la sublevación, seguramente pensando que si ésta fracasaba siempre podrían cubrirse las espaldas alegando la obediencia debida. El todavía general Salcedo se negó a ello rotundamente, tanto por cumplir con su deber como por considerar que, de aceptar, lo primero que tendría que hacer era “tomar gravísimas providencias” contra los jefes y oficiales que le habían agredido, insultado y amenazado. Además, y según declararía más tarde, a Salcedo le impedía aceptar la propuesta “el deber de mi cargo y conciencia así como un debido cumplimiento de mi palabra empeñada y del juramento prestado con mi firma, reiterado todo ello ante el Presidente del Consejo de Ministros y ante el Ministro de la Guerra cuando vine a tomar posesión del mando del la VIII División, y, posteriormente, en el mes de Marzo último, ante el entonces presidente del Gobierno, señor Azaña, a los que ofrecí por mi honor, lealtad y obediencia en mi puesto, todo ello renovado tres o cuatro días antes de los sucesos que relato en conferencia telefónica celebrada con el entonces Ministro de la Guerra”.

Ante la negativa del general Salcedo, los golpistas volvieron sus ojos hacia el coronel de Ingenieros Enrique Cánovas, que era el más antiguo de los allí presentes. Por tres veces se negó éste a aceptar el cargo, pero terminó por ceder a las presiones de sus compañeros. Antes de abandonar el despacho del general, casi todos los presentes, incluido el coronel Cánovas, le dijeron a Salcedo que le guardarían las debidas consideraciones, a pesar de que éste les manifestó que se consideraba detenido. Posteriormente, le pusieron una guardia armada a la puerta de sus habitaciones y le prohibieron salir de las mismas.

El general Caridad Pita y su ayudante, el comandante Goizueta, hacia las siete de la mañana de ese lunes veinte, se dirigieron a hacer una ronda de visitas a las instalaciones y acuartelamientos militares. Cuando llegaron al Parque de Artillería les llamó la atención un coche que estaba aparcado delante de la puerta. Por el oficial de guardia, capitán Ojeda, supieron que se trataba del coche del capitán de Artillería Ozores, del que el general Caridad sabía que era uno de los promotores del movimiento militar en la guarnición. La siguiente visita fue al cuartel de Infantería, donde como ya queda dicho, encontraron al jefe y a los dos oficiales del Estado Mayor, los que también estaban considerados por el general Caridad como comprometidos en la conspiración.

Todo presagiaba que la insurrección iba a estallar de un momento a otro. El general Caridad acudió a dar parte de lo ocurrido al general Salcedo y regresó al cuartel de Infantería. Le salió a recibir el coronel Martín Alonso y el general Caridad le pidió que le acompañase, reuniéndose los dos a solas en la sala de los consejos de guerra. El general Caridad le dijo a Martín Alonso lo que pensaba y lo que veía venir, preguntándole si respondía del regimiento, es decir, si respondía de que su unidad se mantuviese dentro de la disciplina y del acatamiento del mando. El coronel Martín Alonso le contestó que “hasta aquel momento sí respondía”, lo cual no dejaba de ser una evasiva. El general Caridad le volvió a repetir la misma pregunta por tres veces y le exigió, y no obtuvo, una respuesta categórica, añadiendo el coronel que el estado de excitación de los jefes y oficiales no le permitían responder de esa manera. Se produjo entonces la destitución del coronel Martín Alonso, diciéndole el general Caridad: “puesto que usted no me responde del regimiento, usted no puede mandarlo y queda usted destituido.”

Tras la destitución del coronel del Regimiento de Infantería Zamora nº 29, el general Caridad mandó llamar a su presencia, sucesivamente, al teniente coronel Nevado y a los comandantes de los dos batallones del regimiento: López Pita y Arteaga, pero, según sus propias palabras, “en ninguno de ellos vio el propósito de ejercer el mando en la forma militar y concreta que yo exigía”. Entonces el general ordenó que se reuniera toda la oficialidad y, entretanto, recibió el ruego de algunos oficiales para que dejara sin efecto la destitución del coronel. Reunidos los jefes y oficiales, el general Caridad les dirigió la palabra “invocando a la Patria, al orden, a la Ley, a la obediencia al poder constituido, a la disciplina y demás virtudes militares, al afecto que nos ligaba puesto que todos ellos eran los queridos compañeros del declarante y de su coronel antiguo, que era el que les hablaba, y les exigí su palabra de honor de mantenerse quietos y a las órdenes del mando. Dieron esa palabra de honor y restituí al coronel en el mando del regimiento.”

El general Caridad permaneció en la sala de armas del regimiento y a las once asistió a la jura de la bandera de los voluntarios de ese mes. En la ceremonia que se celebró en la explanada del cuartel, pronunciaron sendas alocuciones el coronel Martín Alonso y el general Caridad. Tras el desfile de la fuerza y finalizado el acto, el general Caridad se dirigió al cuarto de banderas percibiendo entonces que la puerta del cuartel estaba cerrada. Pidió al oficial de guardia que le explicase el motivo y ni éste ni nadie supo contestarle. Fue en ese momento cuando el coronel Martín Alonso le avisó que le llamaba por teléfono el coronel Cánovas, aunque en realidad estaban esperando esa comunicación, pero antes de llegar a hablar por teléfono apareció en el cuarto de banderas el comandante Gutiérrez de Soto que en voz alta dijo que el coronel Cánovas se había hecho cargo de la Comandancia Militar, prorrumpiendo los oficiales presentes en “vivas” al general Franco y gritos de “abajo los traidores”. El general Caridad le dijo al coronel Martín Alonso que se iba a ver al coronel Cánovas, pero éste se puso delante de la puerta impidiéndole salir. Al mismo tiempo, los demás jefes y oficiales le rodearon y le impidieron moverse. En ese momento, el general Caridad se dio por detenido y fue conducido prisionero por el propio coronel Martín Alonso a la sala de consejos de guerra. Permaneció encerrado en esa sala, junto con su ayudante, el comandante de Infantería Laureano Goizueta, hasta el día veintiséis.

De Capitanía, y portando la correspondiente orden escrita, partió hacia el cuartel del Regimiento de Artillería Ligera el teniente de ese cuerpo Fernando García Mera. El nuevo comandante militar, coronel Cánovas, especificaba en dicha orden que se preparase para salir a la calle una batería de dicho regimiento, toda vez que se iba a declarar el estado de guerra. Se estaba empezando a aplicar el plan de despliegue de las fuerzas que ya había sido elaborado por el jefe del Estado Mayor de la División, teniente coronel Tovar. Sin embargo, el coronel Torrado, que en reiteradas ocasiones había asegurado que siempre estaría al lado del general Salcedo, no aceptó dicha orden y partió para Capitanía a enterarse de lo que había sucedido. Cuando el coronel Torrado llegó a la División y pudo comprobar que habían destituido al general Salcedo, subió a entrevistarse con él, manifestándole que seguía incondicionalmente a sus órdenes. Entonces, los sublevados le detuvieron y le desposeyeron del mando, haciéndose cargo del Regimiento de Artillería el teniente coronel Ginés Montel. Adolfo Torrado permaneció detenido en Capitanía hasta la madrugada del día siguiente y, según sus propias declaraciones, al oír y darse cuenta de que se estaba luchando en las calles “se ofreció a los dirigentes, que lo eran el coronel Cánovas, el teniente coronel Tovar, el comandante Gutiérrez de Soto y capitán Garicano, diciéndoles: "os ruego que me deis un puesto a vuestro lado, dadme el sitio de mayor peligro; yo sé que al regimiento sería difícil volver en este momento, pero quiero demostraros que no soy lo que pensáis y estoy dispuesto a ser uno de tantos con vosotros”. Los sublevados no aceptaron su ofrecimiento y le mandaron para su casa, donde permaneció diecinueve días.

Los golpistas tenían planeado declarar el estado de guerra en la mañana del domingo, pero la actitud del general Salcedo no les permitió hacerlo hasta un día después. El gobernador civil, al que el general Salcedo detestaba, dispuso así de algo más de tiempo para organizar sus exiguas fuerzas. Fortificó el edificio del gobierno civil con sacos terreros y alambre de espino, emplazó estratégicamente las ametralladoras del grupo de Asalto y trató de proteger los edificios públicos con los pocos hombres de que disponía. Al contrario que en otras ciudades, en La Coruña los defensores de la República no pudieron contar ni con la Guardia Civil ni con los Carabineros ni con la totalidad de las fuerzas de Asalto. Una huelga general convocada y desconvocada por las sirenas de los barcos, unos dirigentes obreros y republicanos que no sabían muy bien qué hacer, unas masas proletarias mal armadas y peor dirigidas... Al rugir el cañón, ¿qué otra cosa iría a suceder sino la previsible rendición? Poco a poco, los militares sublevados fueron dominando el centro de la ciudad; luego, los barrios periféricos; días más tarde, la provincia y Galicia toda.

A Francisco Pérez Carballo, aquel joven abogado y profesor de Derecho Romano en la Universidad Central, al que Casares había designado gobernador civil de La Coruña, le formaron consejo de guerra, le condenaron a pena de muerte y le fusilaron al día siguiente. El sábado veinticinco de Julio le colocaron delante del piquete de guardias Asalto. A su lado, fueron también pasados por las armas el comandante Manuel Quesada, jefe de esas fuerzas de Asalto hasta el triunfo de la sublevación militar, y el capitán de Asalto Gonzalo Tejero, que habían organizado la defensa y dirigido la resistencia de la sede del gobierno civil. Juana Capdevielle, esposa del gobernador, escribió el día veintidós una emotiva carta al general Salcedo en la que le solicitaba amparo y protección para su marido y para ella misma: ¡Qué poco podía imaginar la situación en la que se encontraba el general jefe de la VIII División Orgánica! Y así, en unos pocos días a Juana Capdevielle, licenciada en Filosofía y Letras y funcionaria de la Universidad Central, le arrancarían la casa, la libertad, la vida del marido, la vida del feto que llevaba en sus entrañas y, finalmente, la suya propia... En una cuneta de la carretera, próxima al pueblo lucense de Rábade, apareció el cuerpo de una mujer muerta a tiros y que, según se cree, antes había sido torturada y violada...

El domingo veintiséis, un día después de que hubiesen sido fusilados el gobernador civil y los dos oficiales de Asalto, los generales Salcedo y Caridad y el capitán de equitación Alvarez fueron conducidos al vapor “Plus Ultra” y trasladados a Ferrol para ser encerrados en el castillo de San Felipe. El día seis de Agosto llegó al castillo para compartir cautividad el coronel de Artillería Adolfo Torrado Atocha. Dos días más tarde, el juez instructor, general de división Ambrosio Feijoo Pardiñas, les notificó a los tres el auto de procesamiento por el delito de traición. Los generales y el coronel Torrado iban en la misma causa. Por dos veces nombraron defensores y por dos veces se los rechazaron. Los tres procesados pidieron entonces la revocación del auto de procesamiento, pero el auditor de división Francisco Corniero se lo denegó. Finalizada la instrucción del sumario, se señaló el veinticuatro de Octubre para la celebración del consejo de guerra. De la defensa del general Salcedo se iba a encargar el comandante de Artillería retirado Joaquín Romay Mancebo; de la del general Caridad, el comandante de Infantería Manuel Pedreira, y del coronel Torrado, el comandante de Artillería Hermenegildo Sánchez Esperante. No recuerdo ahora mismo de cual de ellos era, pero las conclusiones de uno de los defensores no ocupaban más que la cara de un folio... El tribunal militar, por unanimidad, condenó a los generales Salcedo y Caridad a pena de muerte, y al coronel Torrado a reclusión perpetua.

Los generales Salcedo y Caridad, que habían declarado que no poseían bienes, fueron fusilados el nueve de Noviembre de 1936.

Enrique Salcedo Molinuevo había nacido en Madrid el quince de Julio de 1871. Su padre, José de Salcedo, también militar, llegó, igual que su hijo, a ostentar el empleo de general de división. Enrique Salcedo entró en el Ejército como alumno de la Academia de oficiales al cumplir los diecisiete años. Cuatro años más tarde ya era teniente de Infantería. Estuvo destinado en Cuba entre 1895 y 1898, y en 1896 fue ascendido a capitán por méritos de guerra. Siendo ya coronel, tuvo una actuación destacada en Marruecos y fue condecorado con la medalla Militar individual y ascendido a general de Brigada. En 1928 fue ascendido a general de división y, entre otras condecoraciones, estaba en posesión de la gran cruz de San Hermenegildo.

Del general de brigada Rogelio Caridad Pita sabemos que nació en La Coruña el día tres de Septiembre de 1875 y que sin haber cumplido los diecisiete años ingresó en la Academia de Infantería. En 1895, siendo teniente, salió para Cuba a bordo del “Reina María Cristina”. Permaneció en la isla hasta el final de la guerra con los Estados Unidos, embarcando entonces en La Habana en el vapor “Colón”, que arribó a La Graña, en la ría ferrolana. Durante la guerra de Cuba estuvo a las órdenes del entonces comandante Miguel Primo de Rivera. Caridad fue condecorado varias veces, recibiendo tres cruces de primera clase al mérito militar con distintivo rojo. En noviembre de 1901 ascendió a capitán y casi once años después a comandante, desempeñando el puesto de ayudante del general de Brigada Cayetano de Alvear. Ahí se pierde la pista, probablemente debido a que el expediente personal esté incompleto. En 1901, siendo aún teniente, escribió un libro titulado “Historia militar de España”, dedicado al período correspondiente a la casa de Austria, libro que le hizo acreedor a una mención honorífica. Al menos, estaba en posesión de la Cruz de la Orden de San Hermenegildo y de la medalla de la Campaña de Cuba. Durante la Revolución de Octubre de 1934, el general Rogelio Caridad vino destacado a Gijón como Jefe de la Base de Operaciones y Comandante Militar de la plaza. Un batallón del Regimiento de Infantería nº 29, de Ferrol, pasó a formar parte de la guarnición de Gijón con carácter temporal. Rogelio Caridad Pita era uno de los generales más nítidamente leales al régimen republicano.

El coronel Adolfo Torrado Atocha, coruñés también y de los mismos años que Caridad, ingresó en la Academia de Artillería en 1893. En 1897 era teniente y en 1906 capitán. Fue ayudante del general de División Juan Ampudia, al que acompañó en varios destinos. A finales de 1932 recibió el nombramiento de coronel y ya se había hecho acreedor a varias condecoraciones.