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Crítica republicana a la II República
Los nuevos ricos

Los nuevos ricos

Por J. Loredo Aparicio
(Publicado en el periódico
socialista asturiano Avance)



Hemos ido al cine una de estas noches. No nos figurábamos que el local pudiera estar tan lleno: se ve que la gente quiere distraerse, y hace bien; cada cual busca la compensación a sus dolores donde puede y como puede. Con tal de no perjudicar a la causa, no hay por qué privar a nadie de sacar a la vida el jugo que pueda, cuando al día siguiente no sabe si se ha de quedar privado de la luz del sol.

El tope al placer está en el bien común. Divertirse, bien; a cargo de la colectividad, no. El que va al cine por una peseta, la paga de su bolsillo; quien va en automóvil va a costa del Tesoro público: ni el coche es suyo, ni el chófer lo paga de su peculio, ni la gasolina se consume gratis. Ahora bien; hay muchos, pero muchos ciudadanos, a quienes nunca tocó del auto sino el regalo del polvo y del barro, que ahora, porque cambió la tortilla, creen que pueden endosárselo a sus conciudadanos. No nos explicamos que a la puerta de los cines haya docenas de autos esperando a sus “amos”, ni que los domingos echen a correr por esas carreteras los nuevos funcionarios con sus amigos, sus familias y, como decía una buena mujer que yo conocí en mi infancia, “lo que cuelga alrededor”.

La revolución, en definitiva, es la ascensión de una nueva clase al Poder. Su resultado práctico es extender el bienestar a las capas sociales que vivían alejadas de la distribución equitativa de la riqueza producida por la colectividad. Si la clase dominante tuviera instinto de conservación, prepararía el terreno para que el cambio se produjera sin convulsiones. Como las cosas no pasan así, y los acontecimientos nos cogen poco menos que de sorpresa, tenemos que aceptarlos tal como vienen; y lo que viene, en primer término, es el caos.

Del caos hemos salido; entramos en la fase de organización. Para organizar tropezamos con las dificultades que nacen de nuestra incompetencia e inexperiencia, y con las malas pasiones de los egoístas, de los ambiciosos, de los arrivistas, los audaces e incluso los ladrones. Una porción de individuos cuya existencia no tenía más nota característica que la vagancia voluntaria, la falta de adaptación por defectos de carácter –no por injusticia social- se creen poseídos de una gran capacidad revolucionaria, y tras de hacerse callo en el hombro con un fusil que nunca disparó, y si disparó fue donde no debía, se figuran haber hecho méritos suficientes para ocupar un buen puesto.

Que no es, naturalmente, en el frente, sino lo más lejos posible de las trincheras. Ciudadano que se pasó los días y las noches limpiando de enemigos la retaguardia, sin peligro alguno para él, claro es, hoy es amo omnímodo de la cooperativa donde diez subalternos despachan dos onzas de chocolate a la semana. Aquel que tiró dos tiros desde una esquina contra el Simancas, se convirtió en jefe de un organismo donde se distribuye algo positivo. El otro que se metió en un hospital, con su familia completa, a vivir gratis et amore de lo destinado a unos heridos que nunca se presentaron, hoy truena porque no se le nombra jefe... de policía de retaguardia. Unos y otros tienen que vivir en casa requisada, con auto a la puerta, oficina bien cómoda y, si a mano viene, secretario que se encargue de aliviarles el trabajo. Son los nuevos ricos, en resumen, de la revolución.

El día que se conozca, aquilate o calcule el inaudito despilfarro de automóviles y de gasolina, el Tribunal Popular va a ser sustituido por el Tribunal contra los saboteadores. Se ha destruido una riqueza importantísima y, a pesar de los esfuerzos que se hacen para evitar la filtración de esencia y la destrucción de vehículos mecánicos, no parece sino que el poseedor –casi pudiéramos llamarle propietario- o el conductor de auto, son intangibles. Ni por deteriorar la máquina, ni por consumir una esencia que tenemos que pagar en pesetas oro, ni por asesinar en la carretera, hay modo de exigir responsabilidades.

Y este no es, al fin y al cabo, sino un aspecto de la cuestión. La realidad sangrante es que ese despilfarro “automovilístico” es parejo de otros muchos despilfarros imputables a casi todas las secciones del Frente Popular, y que son inevitables a pesar de las Comisiones depuradoras, mientras no haya un órgano único de carácter económico que rija la distribución del dinero, de las existencias y de las inversiones de lo que se recauda.

El pueblo no sabe, no se da cuenta, que estamos viviendo de las reservas del capital, del capital público y privado. Los órganos oficiales, Consejerías, Departamentos, obtienen dinero del erario público, carecen casi de ingresos, y cada uno gasta por su cuenta en lo que le parece sin plan económico regional. Las industrias no sabemos cómo funcionan económicamente, cuál es el coste de producción de los artículos fabricados. De la marcha financiera y productiva de los ferrocarriles no tenemos la menor idea.

Pues bien, tan importante como el mando único militar es el económico. A los múltiples controles, cuya misión no dio más resultado práctico, hasta la fecha, que obstaculizar la producción y el consumo, hay que sustituir con el control único. Ha llegado el hambre a algunas zonas de nuestra región; no tardará en llegar a otras, y a todas. Es la consecuencia inevitable de la guerra. Si podemos evitarla o atenuarla, el medio es un órgano directivo de carácter económico, sin cuya intervención no se gaste una peseta ni se distribuya una gota de gasolina o un grano de arroz. Ese órgano de control supremo tiene que estar dotado de tanta o mayor autoridad que el Estado Mayor, de modo que el que desobedezca, o no se someta, sea punible al igual que el soldado que en el frente no secunde las órdenes del mando.

Mucha disciplina y no por mi casa: tal parece ser la consigna de la retaguardia. Pues bien; están de más los paniaguados en las Consejerías, en los Sindicatos, en Intendencia, en los Controles. A Santander en tren: y para casa, a pie. Trabajar, lo que sea preciso. Comer, lo que se racione. Autoridad, a quien se le conceda y tenga capacidad para ejercerla. No hay más ley que el bien común. Nuestra misión es ganar la guerra y organizar el orden, el nuestro, no el que ellos proclamaban. ¡No vaya a ser que por huir de la tiranía fascista caigamos en la de los demagogos!