Primera República|Entre Repúblicas|Segunda República|Crítica Republicana a la II República |Contacta
|Dictadura franquista|

La Libertad es un bien muy preciado
María Teresa Menéndez Rugarcía



La guerra vista por María Teresa Menéndez Rugarcía


Yo nací en 1915, en Gijón, encima de la actual tienda de aparatos musicales que hay en Begoña, Musical Tommy, en el primer piso, que es todavía de mi hermana. El de al lado fue de Carantoña, nos lo compraron a nosotros, era de los abuelos, se le vendió a él y se trató mucho con mi hermana. Y mi hermana, como tiene un hijo paralítico y los vecinos no quisieron poner ascensor, se marchó a otro piso y ése lo alquiló a la academia de inglés de Trevor.

Mis primeros recuerdos de la infancia están relacionados con los soldados que marchaban para la guerra de Africa. Desfilaban por la calle Covadonga, al costado de Begoña. Nos llamaban las muchachas para ir a verlos. Esa noche, mi padre no cenaba, su único hijo era muy pequeñito, pero marchaban a la guerra los hijos mayores de sus amigos, y mi madre, lo mismo, pero a mi padre, que se fueran a la guerra, lo hundía.

Tuve una infancia feliz con unos padres y abuelos que, para mí, no tuvieron defectos. El dinero, que lo hubo, se gastó en cultura. Todos aprendimos a tocar el piano, y dibujo y pintura, con Nemesio Lavilla; él y Eulogio Llaneza entraban por casa como por la suya. Un día, en la finca de verano de los abuelos, revolvió toda la casa buscando a su alumna Juanita y la encontró en ropas menores en su habitación, vistiéndose.

A los 17 años, empecé a trabajar en la academia, una academia de bachillerato que tenía por nombre los apellidos de la familia, no ningún santo. Se abrió el día que empezó la revolución de Octubre (en 1934). Se estrenó el local, se bendijo y hubo la misa de principio de curso ese mismo día.

Mi padre era muy sociable, había tratado con muchos obreros y le habían hecho quebrar una fábrica de vidrio (¿Vidriera del Llano, Cristales del Llano?). Mi padre fue gerente de Gijón Industrial. Cuando se casó, era gerente de Gijón Fabril. Le gustaba la cosa técnica y estudió muchísimo. Cuando heredó al abuelo, metieron mucho dinero, suyo y de la familia, en montar una fábrica suya, que empezó bien y acabó en quiebra completa a consecuencia de las huelgas del 17, del 18, del 20...

Era de carácter muy liberal, de tal manera que los propios obreros de Gijón Fabril, siendo el patrón, lo nombraron presidente del Ateneo Obrero de La Calzada, y eso habla de su mentalidad abierta. Mi padre celebraba todos los años con sus amigos el aniversario de la República de Cuba, y eso le costó la única noche en su vida que durmió fuera de casa, porque la pasó en la cárcel. Estaban cenando no sé donde y dando vivas a la República (cubana), y Mauricio Morán, que era el comandante militar de la plaza en la época de Primo de Rivera, y que tenía a todo el mundo bajo sospecha, pues les cogieron a todos los de los vivas a la República y les metieron en la cárcel, y eso que mi padre no era político para nada. Al día siguiente, los soltaron; estaba Villa, el médico, y un montón de gente, toda conocida de Gijón.

Mi padre empezó a trabajar en la casa Juliana, eran íntimos amigos y don Clodomiro lo quería como un hijo. Yo seguí estudiando. Iba a la Universidad y tenía de profesor a Leopoldo Alas, el hijo de Clarín, el catedrático más pacifista que tuve. Era una chiquilla feliz. Cogía el autobús por la mañana para ir a clase, iba a la Universidad, y un día me preguntaron que por qué estudiaba tanto, y contesté que porque una mujer viene a la Universidad a estudiar o no viene. Eramos siete mujeres en la clase de Leopoldo Alas. Por la tarde, daba las clases en la academia y alguna alumna era mayor que yo. De las primeras que preparé, una entró de la primera en Telégrafos y otra en Hacienda.

Pasó la Revolución de Octubre y la represión ponía los pelos de punta, sobremanera a mi padre que conocía a muchísima gente. El local de la academia lo asaltaron y lo deshicieron a balazos, y estaba recién inaugurado.

La Guerra

Una mañana, las muchachas vinieron corriendo: "¡señoritas, no salgan a la calle que hay un lío horroroso!" "¿Qué pasa?" "Pues que hay mucho barullo, dicen que los militares..." Fue el domingo. Mi padre y mi madre se miraron y dijeron: "¿vamos a misa o no vamos?" Mi madre pidió la opinión de todos para ponernos de acuerdo, pero fue mi padre quien lo decidió rotundamente: "vamos a misa". Y en la misa de San Lorenzo debió de haber mucho barullo a la puerta porque fuimos a parar detrás del altar mayor. Ya había empezado el tiroteo.

Teníamos a cinco muchachas, inmejorables personas, no hubo gente más adicta ni más buena ni que mejor se portara; trece meses sin cobrar una peseta de sueldo. Toda la vida comieron lo mismo que nosotros y, durante la guerra, comíamos todos juntos. Dos eran de mi abuelo; una, de la academia; una, de mi casa, y otra, una niñera que había venido de Madrid con los niños pequeñitos de una tía, como todos los años, a veranear. El matrimonio quedaba allí, recogiendo la casa y divirtiéndose un poco, y luego venía para acá. Así quedó partida esa familia. El era alemán. No nos atrevimos a ir a la finca de veraneo. No acabábamos de marchar para allá.

Quemaron las iglesias... Fue la tercera vez que vi llorar a mi padre: la primera, cuando murió su madre; la segunda, cuando murió su suegra, y la tercera, el día que las campanas de San Lorenzo cayeron al suelo y sonaron. Debió de ser el domingo. Era toda una vida allí: los bautizos, la primera comunión, la catequesis... El veinte de Julio (de 1936), salió una compañía del Simancas. Ese libro pone con Juanito Rivas, pero yo creo que no. Juanito Rivas estaba aquí de vacaciones y es imposible que le dieran el mando, habieno allí muchos otros con mando. (¿Otro militar del Simancas?) Era viudo de una mora y tenía una niña morita preciosa. Nosotros teníamos la impresión de que había salido el viudo de la africana, pero no lo vimos. Empezaron en el cuartel de Asalto, que estaba en el antiguo Instituto Jovellanos, a repartir armas. Donde estuvo el cuartel de Asalto en Begoña, después de la guerra, era un convento de monjas Reparadoras, donde íbamos mucho a coser y hacer ropa para los pobres, pero cuando la Revolución de Octubre ya lo cerraron y tuvieron miedo. Fue cuando se metieron más con los conventos. Hubo que ir a buscar a mis hermanas a Oviedo, al internado, que estaban estudiando en la Universidad. Se marcharon los Agustinos, que estaban donde el mercado de San Agustín, porque todo ese terreno era de los Agustinos y de las Agustinas, con sus huertas y una iglesia en el medio, gente muy culta. Se sublevó la Guardia Civil y ahí se fueron unos primos míos que eran de Gil Robles. No tenía de Falange más que un primo y salvó la vida: fue a un batallón disciplinario, le tocaron todos los fregados, pero no le mataron, era dentista.

Entonces, el cónsul de Cuba llamó a mi padre y le dijo: "mira, aquí se va a armar un fregado muy gordo, tú, ¿cuántos hijos varones tienes?" "Uno." "Bueno, pues quiero hablar con tu hijo, que venga." Mi hermano tenía dieciocho años y empezaba un curso de Medicina en Valladolid. Valladolid y Pontevedra tenían fama de muy falangistas. Y no porque en casa lo fomentaran, al contrario, que había una hostilidad hacia la violencia terrible, pero era un chico muy joven y por si acaso. El cónsul le llamó y le dijo: "¿tú juras sobre el Evangelio que no eres fascista ni recibes ninguna revista fascista, que nunca fuiste a ninguna reunión, que no eres muy amigo de ningún falangista y que no andas por ahí alborotando?" "No, -contestó mi hermano- nunca; bueno, amigo, puede ser que alguno, pero no amigo, conocido; yo solamente voy al catecismo de los niños de Tremañes." "Bueno -dijo el cónsul-, entonces no corre prisa que te saquemos de aquí; te vas a llevar la documentación tuya de cubano, porque tú eres cubano." Pasó meses y meses sin salir a la calle; en cuanto salía, iban a por él porque estaba en edad de quintas. Entonces, mi padre tenía que volver al consulado, pedir la documentación..., la presentaba y se lo llevaba para casa. Nosotras, sí salíamos, con los primos pequeñitos. Todos nosotros éramos cubanos porque eramos hijos de cubanos, de españoles nacidos en Cuba: mi padre y mi madre habían nacido en Cuba, pero eran hijos de españoles. Cuba se portó sensacional, sacó gente de aquí que no tenía nada que ver con Cuba; tuvo allí acogido al señor Valdés Hevia y alguien de su familia, porque habían estado primero en una finca de una tía mía, en Cabueñes. Era un capitalista ultra de derechas, buena persona, muy religioso, no era por el lado político, era por la beatería; era muy ayudante de su parroquia, salía a las procesiones con estandartes, era gente de bien, de buenas costumbres. En casa de mi tía no podía seguir porque la registraban, tenía cuatro hijos varones, dos de ellos de ir a los mítines de AP, los otros dos, completamente apolíticos; vive todavía el mayor de todos y otro murió hace poco, que era farmaceútico de la calle Menéndez Valdés, Angel Llanos, apolítico completamente. Entonces, detuvieron a los dos.

En casa había una bandera enorme de Cuba. Mi casa la registraron doce veces y, sin embargo, al llegar a la puerta y ver la bandera de Cuba, el jefe de los milicianos decía: "¡Shiiiit, súbditos!" Podían revolverlo todo, se llevaron de todo, el aparato de cine de mi hermano, de todo lo que pudieron, menos la radio, porque la cocinera se sentaba encima de la radio, le ponía un trapo muy sucio y muy viejo y se ponía a pelar patatas, y a nadie se le ocurrió que estaba sentada encima de la radio. Todos eramos una piña, los ventitrés que allí vivíamos. Lo que no se llevaron fue a nadie, que por eso a nosotras no nos tocó ir a fregar. Todas mis compañeras de Acción Católica fueron a fregar todos los locales, escupían en el suelo y mandaban ir a fregar esto y lo otro. A mí me tocó ir por las aldeas a buscar comida, porque las cinco muchachas iban de expedición las cinco y no nos permitieron salir de casa a buscar nada. Eran de todas las aldeas de los contornos: una, de Peón, madre de los Castiellos, de Baldornón, de Fano, de Villaviciosa... Se portaron de maravilla, seguimos con el trato y una murió en la casa a los treinta y un años de haber entrado; otras, se casaron; otra, tuvo un tropezón y se marchó. Cuando se acabó la guerra y se empezó a normalizar esto, se les pagó el sueldo. Empezaron a pagar a los accionistas de la Hidroeléctrica, de Laviada y de todas esas industrias, de las que era accionista mi abuelo.

Mi padre era fundador del Club de Regatas y de la Filarmónica, el número diecisiete, pero eso no daba nada. Bueno, pues mi padre fue a ver a Belarmino Tomás a ver qué pasaba con los dos chavales que tenía detenidos. Su padre, Manuel Llanos, médico, estaba medio loco, muy trastornado con el asunto. Belarmino Tomás le dijo que no quería a ésos, sino a los gallitos de los mítines, y entonces mi padre le dijo que a ver si a ésos los echaba a la calle y, efectivamente, los echó a la calle, pero los otros estaban escondidos y un día dieron con ellos. El último día, entrando ya las tropas de Franco, a uno de ellos, que se había pasado todo el tiempo insultando a los carceleros, le mataron a culatazos y, mientras, sus hermanos estaban bailando y bebiendo champán creyendo que quedaban liberados.

Porque, claro, de qué idea va a ser una persona que despierta y viene la muchacha y te dice: nena, no salgas a la calle; hay tiros, mataron a tu compañero de bachillerato; a dos chicos que iban al catecismo con tu hermano, por el mero hecho de enseñar el catecismo a los niños de los barrios; al ingeniero jefe de Moreda, compañero de mis tíos; y a no sé cuántos más.

Carbajal Villamandos, padre de un pretendiente que tuve yo durante ocho años, y al chico también los mataron los rojos; a mí no me gustaba, pero era un chico muy bueno, dio la vida por un cuñado que tenía muchos hijos, estaban escondidos e iban a registrar la casa y él se quedó para que su cuñado pudiera escapar por una ventana. Heroicidades hubo a patadas. Cuando me marché de España, no lo habían matado, estaba preso. Así que, de quién vas a ser, pues de los que van a venir a liberarnos, no teníamos otro camino, que nos liberaran de aquello que había caído como una tormenta. No sabíamos el origen, no sabíamos nada. La única persona que nos lo podía contar, no nos lo contó (el comandante Costell).

Un comandante que había en Gijón, casado con una hija de Antón Alvargonzález, que había presentado a mis padres, abuelita llevaba mucha amistad con ese matrimonio porque una de sus hermanas era ...; iban con ella todos los domingos a merendar, porque él estaba aquí como disponible forzoso con el mínimo de sueldo y su tío ... Alvargonzález, le ofreció su casa, que estaba en la calle Jovellanos. Sus hijos fueron a nuestra academia y a ella la veíamos como si fuera de la familia; a él, no; porque era venido de fuera y era catalán. A su madre, le mataron este hijo y al otro hijo, que era guardia civil, (¿con?) los rojos, les fusilaron a los dos y se quedó sin hijos. Ese señor se fue voluntario al Simancas. Llamó por teléfono a un tío mío que era cirujano (Casimiro Rugarcía); había dormido en la misma cuna: su mujer y sus dos hijas, en la calle Corrida. Y le dijo: "oye, yo si voy al cuartel ahora, me detienen los de Asalto por el camino, pero si tú me llevas en tu coche, no." Eso no se hace, de ninguna manera. Casimiro Rugarcía, lo llevó y eso fue un acto heroico, porque se jugó el pellejo. Cuando bajó del coche de mi tío en el cuartel de Simancas, los obreros dijeron: ¡Atiza, Casimiro Rugarcía con los facciosos! Ese militar es el de la historia del cuartel: Manuel Costell Salido, comandante de Infantería, ése es el verdadero jefe del cuartel. Mi tío Casimiro lo dejó allí y se volvió para el Hospital, que era donde estaba. Costell iba sin uniforme, con una gabardina. En el Hospital, al otro día, las monjas le dijeron: "don Casimiro, están preguntando por usted los milicianos." Mi tío dijo: "no, si ya sé que me van a fusilar." "No, no, -contestaron las monjas- mientras esté aquí dentro, no, pero usted no puede salir a su casa." "¿Y qué hago con mi mujer?" "Pues llévela a casa de suegro, donde quiera." Entonces, un médico muy izquierdista, que resultó ser una buenísima persona en la guerra, que se llamaba Honesto Suárez, que era oculista y se encargaba de la graduación de la vista para ir al frente o no, y que salvó a una cantidad de gente infinita diciendo que tenía lo que no tenía. Honesto Suárez, que era presidente del Tribunal Militar, se portó con él colosalmente y le dijo: "Mira, Casimiro, te voy a mandar de médico imprescindible, de cirujano, al frente de Mieres. Yo, lo siento, pero si no, aquí te matan." Allí estuvo trece meses operando: 23.000 casos de vientre y cabeza, exclusivamente.

A la primera persona que a mí me mataron que quería mucho, era un Bertrand, compañero de bachillerato, no sé si hijo del que fue alcalde. Desapareció, no encontraron el cuerpo; porque aquí, si desaparecía alguien, iban a La Piedrona del Hospital a buscar el cadáver.

Guillermo Rionda fue el de la reforma urbana, era amigo de mi padre; tiró muchas casinas al fianal de la calle Corrida, hizo la plaza de el Parchís.

No recuerdo más que al principio unos cuantos asesinatos, eran propietarios de minas, jefes de industrias, que se ve que el odio se fue acumulando, y los curas. Me mataron al profesor de latín. Mi reacción espontánea era que vengan los otros, es lo lógico. Quién quiera que sean, que vengan y arreglen esto. Pero cuando ya se estuvo poniendo más duro el ambiente, abrieron las iglesias y los teatros para que durmieran los niños que venían evacuados, muchedumbres, y era desolador verlos acurrucados en los teatros y de mala manera. Así fue como nos dimos cuenta de que había habido otra batalla que habían ganado los nacionales. La mañana aquella que llegaron los vascos, que debió de haber sido el ventinueve de Agosto de 1937, que yo tenía a mi profesora presa en el barco Caso de los Cobos. El cónsul de Cuba, Pena, llegó y dijo: "mira, esto es ya la última batalla, yo me marcho y os llevo a todos: a tí y a Herminia, a tus cuatro hijos, a tu suegro, que tiene 89 años, a tu hermano Casimiro y su mujer, que está en muy mala situación, porque está de jefe de Cirugía en Mieres y muy fichado por los rojos; que en el fregado último no garantizo nada y tienes hijas muy jóvenes; don Luis, yo me marcho, me voy, vengan conmigo, los llevo a Francia, a Bayona, y ustedes pueden ir con el tío Eugenio." El tío Eugenio se comunicaba con nosotros por La Cruz Roja Internacional continuamente, y era director general de Industria en Zamora. Sacó el número uno de las oposiciones y llegaron a suspenderlas porque murió mi abuelo y para que pudiera venir al entierro.

Papá al cónsul de Cuba, Peña, no lo conocía de antes y él siempre conocía a los cónsules de Cuba porque el día de la independencia lo iban a celebrar dando voces y gritando ¡viva la República! Nos criaron con una amor por Cuba que tuve siempre dos patrias, siempre. Entre la añoranza de ellos por Cuba, que vinieron ya mocitos, vienieron al acabarse la guerra... Mi abuelo paterno tenía entierro con honores de capitán general con mando en plaza por haber sido uno de los siete primeros voluntarios en la última batalla, y dijo que en el momento de ver arriar la bandera española y subir la norteamericana, que ya no lo soportaba más y que se marchaba. El abuelo materno creo que se había marchado un año antes. Siempre tuvieron la añoranza de Cuba y nosotros nacimos con un amor a Cuba enorme, y hasta que me muera tendré dos patrias. La música de Cuba se oía en mi casa siempre: guajiras, habaneras y todos eso, como se oían los pasodobles. Entonces, el cónsul llegó y nos llevó a todos, y a mí me parece que era el destructor nº 233 de la Escuadra de La Florida. Yo marché el treinta o el treinta y uno de Agosto. A las ocho de la mañana, nos fuimos para la punta de Liquerica. Nos tuvimos que meter en el refugio que había en el espigón, que es hueco y era un refugio, porque andaban aviones por arriba sin parar, fue cuando hundieron el teatro Dindurra. Allí estuvimos acurrucados bastante rato porque el barco no llegaba. Ya teníamos miedo de tener que volvernos otra vez, porque ya empezaban a preguntar: "estos de dónde vienen y quiénes son". Los carabineros estaban allí, vigilando. Por fin, llegó una motora. Yo llevaba la boca llena, llena de billetes, no podía hablar. Papá nos llenó la boca de billetes y no podía ni vomitar ni nada, y si nos hablaban decir: no sé, no sé. Nos metieron en una motora que iba llena, y el que fue alguna vez en una motora, sabe lo que es. Todo el mundo vomitando y nosotras teniendo que tragarnos los billetes, aunque los hubiera echado con un gusto, que bueno... El destructor nos esperaba a unas millas y ese trasbordo fue horroroso. Por fin, llegamos al "Kane", 235 de la Escuadra de la Florida, que eso no se me olvidará nunca. Creo que ese barco hizo muchísimos viajes como éste. Embarcamos y salimos hacia alta mar. Lo primero que hicieron fue mirarnos detrás de las orejas para ver si teníamos piojos, y cuando vieron que no teníamos piojos, se tranquilizaron. ¿Quién se creerían que eran los españoles? No estábamos acostumbrados y dijimos a mamá: "pero qué pasa"; "pues que están mirando a ver si tenemos piojos." Entonces, nos trajeron bocadillos de pan blanco, que fue lo que pedimos.

Fueron muy amables. Se quedaron espantados al ver el pan que llevábamos, que era color chocolate y hecho con harina de lentejas, se quedaron pasmados porque era duro como una piedra. Y gracias que teníamos lentejas que llegaban de Méjico y de Rusia cuando el Cervera no nos visitaba, porque cuando estaba el Cervera temblabamos, porque no había nada que comer. Méjico se portó excepcional, mandando habas pequeñinas blancas...; pero hubo días que el Comité daba una saca cacahuetes para comer toda la semana, y otro día que te daban un cabo de vela y una caja de cerillas por persona.

En el destructor iban cubanos, gente de aquí que conocíamos como cubanos, y unas chicas argentinas, que también las conocíamos de vista de aquí. Seríamos más de cincuenta. Había un marinero que sabía francés con el que hablé bastante. Nos teníamos que sentar en el suelo y las planchas de hierro abrasaban de calor, así que teníamos que coger agua con calderos y baldear para que se pudiera aguantar el calor, y volver a echar más agua. Teníamos que cuidar de cuatro niños que se delizaban y podían caer al mar porque en los destructores la borda está abierta; así pasamos toda la noche, sujetando a los cuatro primitos. Así que no pudo dormir nadie, ni un minuto.

Nos habilitaron un servicio con unas tablas y un agujero en la misma cubierta. Dentro del destructor no nos dejaron pasar a nada. A mi madre, a mi abuelo y a la tía les dieron una tumbona como esas de la playa. Le dieron camarote a mi abuelo, que tenía noventa años, y a mi madre y a una tía; los demás hicimos el viaje tirados en cubierta. Durante todo el viaje vimos calderones, que yo no sabía lo que eran. Durante la noche vimos las luces de la costa, y nos dijo el marinero en francés que era Santander. Le dijimos al capitán del destroyer que por qué no nos dejaban bajar allí y nos dijo que no, que teníamos que desembarcar en puerto extranjero. A nosotros ya nos apetecía estar en España. Abuelito fue el que dijo: "Oye, hija, porqué no nos vamos a Cuba que ya conozco aquello tanto y tengo muy buenos amigos." A abuelito le hubiera gustado volver a Cuba. Mi madre dijo que no, que aunque allí nos podíamos manejar todos porque teníamos estudios..., ningún hijo suyo iba a pasar lo que ella cuando salió de Cuba.

En San Juan de Luz tampoco podía entrar el destructor, tenía que ser en Bayona. Entramos en Bayona. Mi padre se tuvo que ir a Burdeos con los cuatro niños apátridas, los hijos de mi tía Juanita, para hacer la documentación para entrar en España, y le dijeron que los hijos de mi tía de Madrid, hermana de mi madre, que eran pequeños, la mayor tenía catorce años, eran apátridas y que no les podían dejar pasar a España y que España los había declarado apátridas porque eran hijos de alemán tachado por Hitler, de origen judío; claro, se apellidaban Salomón. Mi padre los coacionó diciendo que entonces los dejaba allí a los cuatro niños en un hotel de primera hasta que acabe la guerra "y se hacen cargo de la manutención, yo ya buscaré una persona que se haga cargo de ellos". Entonces el cónsul alemán cogió miedo a meterse en algún gasto y le dio los papeles. En Gijón, les había negado la ciudadanía un señor que había sido amigo de toda la vida de mis padres, que era el cónsul alemán en Gijón, que se llamaba Jaecnike. Las hijas tienen ahora esos hornos de alfarería, decoran loza. Ese señor tuvo el valor de decirle a mi padre que no salían de España porque eran apátridas. Mi padre le dijo que se pusiese como quisiera pero que iban a salir como cubanos.

El padre de los niños era católico practicante desde los diecisiete años. Vino con su madre para aquí escapando de la guerra del catorce porque era lorenés, de una famila muy acaudalada e hijo de un rabino. Se dedicó a dar clases de alemán en Gijón y uno de sus alumnos fue el tío mío que llego a ser director de Industria, y entró en casa. Se terminó haciendo católico por nuestra casa. Se hizo cargo de él un fraile para enseñarle los temas y se hizo católico con venticinco o más años. Se casó con la hermana menor de mi madre. El salió con su mujer de Madrid por Valencia, como cubanos, para Francia. Mi tía, como cubana, entró en España y vino para Gijón, pero él aquí no podía entrar, en cuanto entraba, le detenía la policía porque Hitler había dicho que eran apátridas. Se quedó en Francia y como ya se barruntaba la guerra dijo que iba contra los alemanes, pero le dijeron que no, que no le podían coger, pero sí de intérprete. No conoció el odio, tenía un diario que era una maravilla. Era una mezcla de cristiano y judío, una de las personas de nivel moral más alto que he conocido. Durante el franquismo, viví muchos años de maestra en Barcelona, 17 años, y cuando el tío Roberto tenía que ir a allí por asuntos de negocios, mi marido lo tenía que avalar de que no realizaba ninguna actividad política.

En Bayona, nos vacunaron a todos contra la viruela, menos a mi abuelo, que se negó, y mi madre les dijo en francés lo de a la vejez viruelas, y se echaron a reir y le dejaron pasar. En Francia estuvimos dos días en total. De Bayona, donde nos dejó el barco, fuimos a San Juan de Luz en tren, en tercera, y todos dijimos: como la primera de España. En San Juan de Luz ya econtramos amigos; estaba José Antonio García Sol, el de la finca..., muy amigo de mi padre y de mis tíos; andaba a caballo detrás de mi tía, y mi abuelo dijo: "señoritos de a caballo, no, así que ya puedes ir mirando a otro", y no la dejó andar con él.

Se presentó un amigo de mi padre, muy amigo de la juventud, Ismael Figaredo, un ricacho, con el coche a buscarnos. Le dijo mi padre: "pero Ismael a quién crees que vienes a buscar." Pues a Herminia y a tus cuatro hijos. "¡Que te crees tú eso!, somos trece." "¡Caray, trece!; trece no me caben en el coche, Luis; bueno, pues me llevo a Herminia y a las chicas." "No, no, no, -dijo mi padre-, tú no te llevas a nadie; mañana o pasado, cuando arregle los papeles, nos vamos todos juntos y ya nos veremos en San Sebastián."

Encontramos en San Juan de Luz, en el mismo hotel, un caseron del siglo XVII, a Gerardo Diego Cendolla, el catedrático y poeta. Había llegado a Gijón muy pinturero y muy joven a la cátedra de Gramántica del Instituto Jovellanos. Saludó a mi madre y nos dijo que quería entrar en España. "Y nosotros también, estamos arreglando papeles." "Y yo, cómo haré, porque no tengo ningún aval". le preguntó Gerardo Diego. Mi madre le dijo que nosotros no éramos aval, pues íbamos avalados por Ismael Figaredo. Gerardo Diego, entonces, nos pidió si podríamos ir a hablar con un tío de él que era organista de los Jesuitas. Nosotras dijimos que sí. Nos pidió que le dijéramos a su tío que él era de la derecha, muy religioso. Gerardo Diego era de izquierdas; por ejemplo: con ocasión de examinarme yo con él, yo llevaba colgada la cruz de la primera comunión, y me dijo: "para que trae ahí ese amuleto", y me dejó tan fría que no le supe contestar. Era terrible, le gustaba meter miedo y asustar a los alumnos; era francamente de izquierda y, luego, se volvió arrebatado del régimen de Franco. Estaba casado con una francesa ya entonces, y la francesa vino aquí a trabajar y tuvieron una hija. Gerardo Diego no encontraba quién le avalase. Le preguntaban qué era, decía que catedrático y le contestaban que nada, que todos los catedráticos de la última hornada eran rojos. Nos preguntó a quién conocíamos en San Sebastián y le dijimos que al padre Elorriaga: "¡Oh!, mi tío es organista de los jesuitas."

Cuando vimos al tío de Gerardo Diego, era una estampa de la edad media, todo vestido de negro, con una cosa blanca aquí arriba y una chapela imponente. Lo fuimos a saludar. "¿En nombre de quién?", nos preguntó. "Del padre Elorriaga", le dijimos. "¡Aaaah!, garantizadísimas las señoritas, pueden sentarse." Hablaba con un vocabulario de la edad media, creo que hasta nos trató de vos. "¿Qué les trae por aquí?", nos preguntó. "Bueno, es que tiene usted un sobrino, hijo de una prima, y no puede pasar a España, no tiene dinero, no puede pasar porque nadie le avala", le contestamos. "¿Y es de espíritu cristiano?, ¿ustedes saben si es de meditación diaria?, ¿ustedes están seguras de que..." Bueno, las preguntas fueron de juerga, y nosotras, todas muy seriecitas, "sí, sí, de meditación diaria, sí, señor, sí." "¿Y es muy amigo de los jesuitas?" "Sí, sí, sí, muy amigo del padre Elorriaga"; todo mentira, seguro que no los podía ver; pero así pudo pasar a España, gracias a nosotras. Mi madre dijo, mira, es una buena persona, da igual que sea lo que sea, quiere ir y tiene derecho a estar allí trabajando, no hay lugar a nada, qué derecha ni qué izquierda ni qué narices. Le dijimos que era de velo, de roquete, de sobrepelliz y de todo lo que hiciera falta, y el hombre entusiasmado. Todo lo que había allí, era raro y anacrónico, hasta tenía un espejo tapado con una sábana negra, que antiguamente se hacía eso cuando había algún luto en la familia; era una persona fúnebre y muy antiguo, muy antiguo.

Cuando llegamos a Irún, pasamos por el puente de Santiago. Lo primero que encontramos fue un miliciano con el uniforme unificado, como con el que yo hice el servicio social, o sea, uniforme de Falange y gorra de requeté. El miliciano ese fue el que nos dijo que nos teníamos que afiliar a un partido, a uno de los dos; pero mi hermana mayor, que tenía mucho desparpajo, dijo que no, que no, que había un decreto de unificación, un solo partido; pero el miliciano le contestó que eso eran cuentos, que allí andaban todos a la greña.

En el hotel de San Sebastián, nos fueron a buscar unas señoritas de Gijón que llevaban allí mucho tiempo, para que fueramos a arreglar el altar de las monjas Reparadoras. Nosotras que no, que nunca habíamos arreglado altares; ellas que sí, que era fácil. Terminamos yendo las tres hermanas. Era en la iglesia de Santa María del Coro. Allí vinieron las de la Virgen de la Paloma y las de la Virgen del Coro a decirnos que allí no podíamos poner el cuadro de la Vírgen. Primero es la de la Paloma; no, señor, primero es la del Coro... ¡Claro, como todas son el ocho de Septiembre! Se pelearon todas y nosotras dijimos que para casa y que hicieran lo que quisieran.

En San Sebastián estuvimos cinco o seis días, combinando con los bancos a ver quién prestaba su dinero, a ver si íbamos a Zamora a un hotel o alquilábamos un piso. El dinero que llevábamos de aquí valía, ya lo había conseguido mi padre aquí, en Gijón, del Banco España, gracias a Entrialgo que era un alto empleado del Banco de España, una persona muy de bares, amigo de todo el mundo y sin opinión política aparente, y lo recibieron los rojos y los nacionales.

Llegamos a Zamora reclamados por el hermano de mi madre, Eugenio Rugarcía González Chavez, que era jefe de Industria en Zamora. Nos dijo que no abriéramos la boca, que no podíamos hablar de nada porque estaban "paseando", allí se decía "paseando", nosotros nunca lo habíamos oído; aquí se decía: "fueron a por fulano y le pegaron cuatro tiros". Allí, sacaban a la gente de la cárcel y "paseaban" por la noche a la gente y aparecía por las cunetas, y que se decía que los "paseadores" eran todos de Falange.

Mi tío tenía treinta y ocho años, se iba a casar, y puede que llevara cuatro o cinco en Zamora. En Zamora estuvimos dos meses. En La Coruña estuvieron mi padre, que ya estaba muy enfermo, mi hermano y el tío médico y su mujer. Esperaron en La Coruña a que se apaciguara el panorama de Asturias, porque algún rumor les había llegado. Mi padre no nos decía ni pío cuando se enteraba de fusilamientos, no sabíamos nada, estuvimos meses y meses en la luna de Valencia; no sabía que aquí, en El Cerillero, fusilaban gente, y creo que fusilaron. Tenía una amiga, Hartasánchez Alvargonzález, que esa familia se marchó también amparados por el cónsul cubano y se fueron a Valladolid; me decía que por la mañana, cuando iba a misa, los "paseados" estaban muertos, tirados por las cunetas. El obispo de Zamora, que es el que menciona el hijo de Sénder en su libro Sucedió en Zamora, tengo el dolor de decir que fue el que vino a casarme a mí, sin saber yo sus ideas; mi amiga monja dice que era completamente inclinado a Hitler.

En Zamora estuvimos aprendiendo el "Cara al Sol", porque nosotros éramos contrarios a la violencia, incluida la de la Falange; éramos, más bien de Gil Robles, la democracia cristiana y todo eso. Operaron a mi padre, se puso gravísimo, cogió un infección renal, no había antibióticos. El ventiuno de Octubre ya vino muy mal para Galicia, pero como venía con su cuñado, que era médico, su mujer y mi hermana, nosotras quedamos a esperar, teníamos a nuestro cargo cuatro niños. Volvimos a abrir la academia en cuanto entraron los nacionales. Tuvimos que cambiar el local, porque el primer local, que estaba en la calle Cabrales, esquina a Dindurra, que era un chalé de la familia Suárez, estaba destrozado. Entonces, alquilamos un chalé, tambien con jardín, en la calle 17 de Agosto, que la tiraron hace dos años, construyeron un rascacielos y abrieron para Pryca; era de una familia Fresno, que inicialmente en la guerra mataron a tres hermanos el mismo día, y creo que los tiraron por algún sitio de mala manera; lo único que tenían era que eran rezadores, de iglesia en iglesia, tradicionalistas, soñando con don Carlos; yo conocí mucho a las hermanas que fueron las que nos alquilaron el chalet.

En Zamora, estuvimo en el hotel Suizo, que era donde vivía mi tío y era el mejor hotel que había; la dueña del hotel daba por teléfono las órdenes a Millán Astray, que eso lo he visto yo: "general, qué hace que no da órdenes de salir a la calle a celebrar la entrada en tal pueblo"; en Colunga, Villaviciosa...; daba ella las órdenes; era hija de uno que había sido general cuando los carlistas, de la última guerra carlista, Moriones. En cuanto llegamos al hotel, las camareras nos dijeron: "señoritas, que no las coja por la escalera el general Millán Astray; porque las coge por los brazos y las obliga a besarle en la cara una herida que tiene y diciendo: soy España, bésame". Una noche, el general Millán Astray quiso detener a los italianos. El comedor estaba lleno de oficiales italianos de las Flechas Negras. Parece ser que la mujer de un oficial italiano se tropezó en las escaleras con Millán Astray, que la cogió y le dijo lo de bésame, que soy España; la mujer gritó; su marido, el oficial italiano, fue para allá y parece ser que le dio de bofetadas en la escalera. Quería detenerlo; la señora Moriones decía que no podía ser, que era italiano y que no podía haber líos entre España e Italia, y fue la que lo arregló. En el comedor solía estar un falangista que era un fantoche, presumía de escandalizar comiéndose una buena chuleta en viernes de vigilia; nos dijo que se iba a enterar él quiénes éramos nosotros, que habíamos venido de Asturias; cuando se enteró que eramos familia del jefe de Industria y que su hija daba clase de piano con la novia de mi tío, entonces ya todo fueron amabilidades, ya no éramos dinamiteras...

Estuvimos en Zamora mes y medio, y como lo del hotel era un dineral, mi madre buscó una casa para alquilar. Alquilamos un chalet muy pequeñito que era de la viuda de un cartero que le habían fusilado al marido los nacionales porque decía que pasaba correspondencia al otro lado; había quedado con una hija y nos la alquiló menos una habitación para dormir ella y la hija. Fue donde conocimos más de trato al obispo, que tenía una sobrina casada con un primo segundo de mi madre. Nos llamaba para ver si queríamos jugar con el al tresillo, pero no fui porque me daba reparo. No sabía que era tan falangista. Luego vino para Asturias y seguimos el trato. Traté mucho a los canónigos de Covadonga, porque siempre fui a pasar días allí; y siempre me preguntaban cómo era el obispo que había conocido en Zamora, querían saber. Mi padre salió para La Coruña con su cuñado y mi hermano el ventiuno de Octubre, y estuvo allí quince días. Cuando estuvieron en Gijón, nos avisaron. A mediados de Noviembre diluviaba.

Don está ahora Musical Tommy, había una fábrica de monos, que primero había sido fábrica de boinas vascas, cuando yo tenía cuatro o cinco años; dejaron de fabricarlas cuando se dejaron de usar aquí. Era de Luis Alvarez Entrialgo. Primero había estado ahí Basurto, Manolo y Luis Basurto. Los Basurto decían a mi padre, cuando tenía la fábrica de vidrio del Llano: "don Luis, usted nos está haciendo a nosotros millonarios y usted no va a juntar ni un millón por culpa de los líos de los obreros". Y papá decía: "pues va a ser verdad"; y fue verdad. Le compraban vidrio plano, que era lo que fabricaba; luego, hizo botellas, y luego, vinieron las huelgas que fue lo que le hizo suspender pagos.

La tela para los monos la traían del País Vasco y siguió vendiendo monos durante toda la guerra y ganando dinerales. Juntaron una millonada de belarminos y cuando ya vieron que iban a entrar las tropas nacionales, compraron muebles y pusieron la casa nueva, gastaron todos los belarminos y se plantaron en Zamora disparados. Seguramente que como combayaban tanto con unos y con otros, tuvieron un poco de miedo. Eran muy buena gente. Fueron los que nos contaron los que habían matado aquí: Villa, el médico, una gran persona, muy generoso con la gente pobre; lo fusilaron aquí después de caer Santander. El ventiséis de Agosto le mandamos nosotros un carrete de hilo verde a la profesora que estaba presa en el barco para que supiera que Santander ya estaba con los nacionales; era la consigna, no podíamos hablar con ella, pero sí mandarle comida.

Antes de la guerra, en el verdadero Teatro Jovellanos, que era del Ayuntamiento, era donde se celebraban los conciertos de la Filarmónica. Se puede decir que era el único espectáculo al que íbamos habitualmente, mi hermano, desde los siete años. Entonces, cuando llegaba un intérprete de pro: recuerdo a Rubinstein, a Iturbe, a Shawuer, a Querol... Desfilaban por aquí los primeros artístas del mundo. Si no se podían pagar tres al mes, se pagaban dos o uno. A la hora de tocar las campanas del Sagrado Corazón, que tocaban un cuarto de hora entero, el artista cruzaba los brazos delante del piano y esperaba que acabaran las campanas. No sé si exagero con lo del cuarto de hora... eran las campanas eléctricas, se tocaba un botón y ¡hala!, ¡hala!, un ruido ensordecedor. Nos decía que cómo era posible eso. Son los jesuitas y tanto poder tenían.

La madre de los Castiello venía de Peón a recoger la ropa para lavar; la llevaba en un saco y la traía a la semana siguiente. Es de la gente más buena que he conocido yo. Un día le preguntó a mi madre si uno de sus hijos no podría venir a estudiar a la Fundación Revillagigedo porque quería ser mecánico. Mi madre se lo arregló porque tenía allí un sobrino, Manuel Llanos Menéndez, que era perito industrial, que fue el que hizo y conservó el plano inclinado del Langreo; Revillagigedo eran los jesuitas. Uno de los hijos se hizo de los sindicatos y se lo contó a mi madre. Los nacionales fuera a buscarle a casa: se llevaron al abuelo viejo, a la madre, quisieron violar a las hijas, tuvieron que escapar, se esparcieron todos; habían tenido guardado al cura todo el tiempo; cuando se liberó esto, para ellos vino el infierno; el cura hizo lo que pudo y no pudo nada. Ella venía continuamente a vernos y a decirnos lo que estaba pasando. Se marcharon a los montes y yo ya no supe más. Pero muchos años más tarde, yo fui a dar a Galicia casada y un marido de una sobrina era militar y de la Guardia Civil; y un día la cocinera dijo, "¡uy! el señorito de casa si que gana dinero, porque recibe un sobre de la soldada y otro sobre de los servicios especiales de los fugados por los montes de Asturias y León; le pagaban entonces doce mil pesetas más.