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La Libertad es un bien muy preciado
Estrella Argentina Fernández Inguanzo


Estrella Argentina Fernández Inguanzo: “Fui al cementerio
con mi tía a buscar el cadáver de mi hermano Horacio.”


Extraído del libro La Libertad es un bien muy preciado.

«Mi padre estaba de maestro en Villanueva de Trevías, cerca de Luarca. En esa misma escuela había estado ya de maestro el abuelo, y una tía nuestra daba clase también allí. Nosotros éramos diez hermanos y los mayores vivíamos en Oviedo. Horacio había alquilado una casa en La Tenderina por setenta pesetas al mes de renta para que pudiéramos venir a estudiar. El propio Horacio se había encargado de amueblarla de una forma sencilla.
Horacio y César, con doce o trece años, habían ido a Oviedo a trabajar de botones en un hotel. A escondidas y de noche, se pusieron a estudiar; primero, César y luego, Horacio. Los dos acabaron Magisterio. César tenía escuela en Sama y Horacio estaba de maestro en el Orfanato Minero.
La guerra nos cogió en Oviedo. En Luarca, con las tías, habían quedado los tres hermanos más pequeños: Helio, Newton, al que todos llamábamos Tito, y Dora.
Horacio estaba en Pola de Gordón con la colonia de verano del Orfanato Minero. Estuvo allí hasta que las tropas nacionales se fueron acercando. Entonces, pidió autorización para volver con los niños y traerlos a sus respectivos hogares. Se incorporó al frente y, tiempo después, hizo unos cursillos y salió teniente de Artillería.
César se consiguió pasar de Oviedo para la zona republicana enseguida y se marchó para el frente. En la zona del Escamplero, le hirieron y le trajeron para Gijón.
Sirio, poco antes de que lo hiciéramos nosotros, se pasó con un grupo de muchachos. Sirio era maestro, por el Plan Profesional de Marcelino Domingo, que salían ya con plaza. Se marchó también voluntario para el frente y le mataron en el primer combate. Más tarde, dieron su nombre a un orfanato que había en Nava.
A mi padre le cogieron y le metieron preso en la cárcel de Oviedo. Había llegado de Luarca unos pocos días antes de que estallase la guerra para ver cómo iban los cursillos que los mayores estaban haciendo para preparar las oposiciones de maestros del 36. Le fusilaron en la Concha de Artedo.
Mi padre era de Navelgas. El abuelo había sido también maestro. Tuvo siete hijos y los siete estudiaron, y eso que en aquella época los maestros de escuela vivían casi en la miseria. Porque el que dignificó a los maestros fue Marcelino Domingo, ministro de Instrucción Pública con la Segunda República. Mi padre y sus hermanos venían a examinarse a Oviedo descalzos. Traían las alpargatas al hombro para ponérselas al entrar al examen y para andar por Oviedo. Cuando mi padre se casó con mi madre, ella tenía quince años. Era de Pría de Llanes. Mi padre estuvo bastante tiempo dando escuela en Inguanzo, en Cabrales. Estando ahí de maestro, mi madre, un día, sin que él se enterase, le echó la solicitud para la escuela de Villanueva de Trevías. Vino concedida. Allí teníamos a unas tías, hermanas de mi padre, y una estaba de maestra en esa misma escuela. Mi padre tuvo mala suerte, le cogieron en Oviedo y pasó mucho, sufrió mucho, allí solo, en la cárcel, antes de que le matasen. Si le hubieran cogido en Luarca hubiera sido igual, porque él había fundado en el pueblo el Partido Socialista, lo único que hubiera sufrido menos porque le hubieran matado inmediatamente. En la zona de Luarca, a todos los intelectuales, a todo aquel que valía algo, los nacionales los mataron: Julio Avello, Eladio Rico, José Luis Rico...
Todos los hermanos que éramos un poco mayores, y también nuestra madre, estábamos afiliados a Izquierda Republicana, el partido de Azaña, desde bastante antes de que estallase la guerra. Mi padre, después, fundó el PSOE en Trevías. César debía de ser el único que ya era del PCE y de la ATEA. Se debió de hacer en la cuenca minera. Horacio y Libertad se afiliaron a las Juventudes o al PCE durante la guerra. Sirio, sin embargo, era de Trabajadores de la Enseñanza, de la CNT. Había vivido muchos años aquí, en Gijón, en casa de la abuela, y allí eran todos de la CNT. Puede que fuera anarquista, pero nunca dijo nada. Recuerdo que en La Tenderina, en El Rayu, Sirio y unos cuantos amigos solían bajar a un lugar que se llamaba El Montiquín y por el que pasaba un riachuelo. Estaban siempre por allí: charlando, estudiando, leyendo. Las mujeres del barrio, al pasar, siempre les decían en plan provocador:
-La carne de fascista va a valer a perrona.
Todos los días, todos los días, cuando pasaban, se metían con ellos. Sirio no era fascista ni mucho menos; los otros, alguno, sí.

A los tres meses de empezar la guerra, probablemente durante la ofensiva de Octubre del 36, la zona en la que vivíamos la tomaron los republicanos y pudimos salir de Oviedo. Primero nos llevaron creo que a Cerdeño y, luego, a Colloto. En Colloto nos encontramos con Horacio que andaba por allí buscando a ver si nos veía entre la gente que había podido salir de Oviedo. Nos trajo para Gijón, a casa de la abuela, la madre de mi madre, que vivía en la calle 17 de Agosto. Ahí estuvimos viviendo hasta poco antes de la rendición de Asturias en que nos fuimos a vivir con Félix Llanos, que era dirigente de las Juventudes. Félix Llanos había aconsejado a mis hermanos que fuéramos a vivir independientes a otra casa, porque en la de mi abuela éramos demasiados. Nos consiguió dos habitaciones en la calle Blasco Ibáñez, frente a los jardines de Begoña. Precisamente tenía el piso requisado uno que era del Bar Cabal, de Oviedo. Nosotros le pagábamos la renta a la mujer de Cabal. En una habitación estaban César y Valentín, que era el hijo del médico de Soto de Luiña, que también le habían fusilado. Nosotras estábamos todas en la otra habitación con una chica que era de Laviana. Esta chica se llamaba América y luego, cuando entraron los nacionales, la fusilaron. Encontraron el cuerpo desnudo y tirado en una cuneta cerca de Laviana.
A Félix Llanos le consiguieron sacar de Asturias entre Mary Carmen Tuero y Maruja Camblor. Lo sacaron en una ambulancia o en un coche vestido de falangista y consiguió pasar a Francia.

Mi hermana Libertad estaba con una colonia de niños huérfanos en Somió. Se marchó para Rusia con una expedición que debió de salir en el verano del 37. Me acuerdo que, por ser verano, no se le ocurrió llevar abrigo y, luego, nos enteramos que la pobre había pasado allá mucho frío. Libertad se quedó en la URSS y no pudo volver a España hasta que murió Franco. Ya muerto Franco, el embajador o el cónsul español en Moscú todavía no le quería dar el pasaporte si no se cambiaba el nombre. Quería que se pusiese Liberata en vez de Libertad. Nos hicieron dar mil vueltas allá y aquí para que pudiera volver.
Yo estaba también nombrada para ir Rusia, pero mi hermano César no me dejó, y como yo era menor de edad... Bárzana y Miaja querían que fuera, y ya me habían arreglado todos los papeles. Tenía a mi cargo una guardería en La Reboria, en Infiesto. Con mis diecinueve años había conseguido erradicar la sarna de aquella guardería, que entonces había mucha. Luego, estuve al frente de otra colonia de niños en Salinas. Les gustaba como trabajaba, como llevaba la guardería, y por eso querían que marchara también con los niños para Rusia. La razón que daba César para no dejarme ir era que no había terminado la carrera. Decía que, al no ser todavía maestra, las otras me iban a tener de criada suya.
Mis hermanas, mi madre y yo habíamos pensado en evacuar de Asturias antes de que entraran los nacionales, pero a mi madre y a nosotras nos daba una pena terrible dejar aquí a los hermanos mayores, sin nadie que se ocupara de ellos. Ya teníamos todo el equipaje preparado, cuando decidimos quedarnos. ¡Afor-tunadamente!, porque, ¿qué habría sido de ellos si nos llegamos a haber marchado?
Cuando se rindió Asturias, mi hermana Mª Luisa se fue a casa de las tías, a Villanueva de Trevías, a ver qué opinaban. Nosotras nos habíamos quedado sin dinero, sin casa, sin nada de nada. Dijeron que fuéramos todos para allá, y para allá nos fuimos. Estuvimos en bastante peligro. El alcalde y la gente hacían manifestaciones delante de casa. Nos gritaban: “mueran las comunistas de Oviedo” y cosas de esas. Claro que en el tiempo que estuvimos allí también había otra gente que nos ayudaba, muchos eran familiares de los que habían fusilado los nacionales.
De Horacio y de César tardamos algún tiempo en saber de ellos. César, cuando Asturias estaba a punto de caer, se fue a buscar a Horacio a Pajares. Allí se juntaron con otros dos: Benjamín de Mieres y otro que no sé si era de Valladolid. Ellos mismos se llamaron “Los cuatro sopleros de niebla”. ¡Tenían humor, los pobres! Estaban refugiados en una cabaña, ya en la provincia de Santander, cuando un pastor les denunció. La Guardia Civil y los falangistas les dieron de palos y les quitaron todo. Les llevaron a una cárcel o un campo en La Magdalena, en Santander, y de ahí, a Los Escolapios, en Bilbao, que fue cuando tuvimos las primeras noticias de ellos. Ahí, en Los Escolapios, estaba un sobrino de Eladio Rico de jefe de prisiones o algo por el estilo. Los hermanos nos escribieron a casa de las tías suponiendo que pudiésemos estar allí. Por mediación de una hermana de Eladio, se les mandaron ropas, alguna manta; poco cosa, porque no había más.
A Horacio le trajeron para El Cerillero. Cuando nos enteramos de que estaba aquí y le iban a llevar a un consejo de guerra, vino a Gijón Mª Luisa, a casa de una amiga íntima. Más tarde, a esa amiga la detuvieron y pasó mucho tiempo en la cárcel.
En el consejo de guerra condenaron a Horacio a pena de muerte. Nuestra tía, la maestra, fue a Burgos a solicitar el indulto. Primero estuvo en Pola de Gordón y consiguió unos informes muy buenos de la Guardia Civil: “que era un hombre muy respetuoso con todo el mundo...” El cura también dio muy buenos informes de Horacio, pero Horacio no consintió que se presentara ese informe del cura porque a Horacio lo defendía, sí, pero acusaba a la maestra, doña Cari, de llevar a los niños con los puños en alto y de no sé cuántas más cosas. De Horacio, daba unos informes fantásticos, pero de doña Cari..., vamos, como para que la fusilaran en el momento. Así que los informes del cura no se entregaron.
A César tardaron tiempo en traerle para Gijón, y eso fue lo que le salvó. Por un error, habían cambiado las acusaciones de los dos hermanos. A Horacio le acusaban de lo de César: que se había pasado de Oviedo, que hacía propaganda comunista... Porque César estaba de maestro en La Felguera y, además, estudiaba Ciencias Exactas. Durante la guerra, estuvo también de teniente. Lo que le sirvió de mucho fue que había estado de alférez de cuota en Oviedo durante la Revolución del 34. Fui yo a Oviedo y conseguí unos informes muy buenos de un oficial que le conocía: “que había defendido los reductos atacados por los revolucionarios...”; “que había sido un defensor de Oviedo en la Revolución del 34...” César había estado en el cuartel que había frente por frente de la casa en la que vivíamos, en La Tenderina. Nos decía que, durante la Revolución del 34, todas las mañanas, lo primero que hacía era ir a mirar si la casa seguía en pie. También le llevaron a los depósitos del agua, y ahí le dieron por muerto. Nosotros habíamos evacuado la casa porque estábamos en medio de dos fuegos. Fuimos a otra casa, allí cerca, que era de un militar que estaba en el cuartel. Aquella era una zona de casas de militares. Cuando entraron las tropas de Ochoa en Oviedo, mi madre le preguntó a un capitán si conocía a su hijo César:
-Ah, sí, sí, sí. Ese pobre chico ha muerto. -Le dijo.
Mi madre se desmayó. Horacio salió corriendo como un loco en dirección al cuartel. En el camino se encontró con una mujer que había sido la que, en casa de los abuelos, les había criado a él y a César: venía abrazada a César, al que no le había pasado nada. Le habían dicho a mi madre que estaba muerto, a lo loco, por fastidiar, porque, siendo vecinos, sabían de qué clase éramos nosotros.
Total, que vine de Oviedo con unos informes muy buenos para César. Aquel oficial se portó muy bien, porque él me conocía, pero yo no me acordaba de él. También me fui a buscar informes a La Felguera, que era donde había estado de maestro.

Horacio estuvo en la cárcel del Coto con condena a pena de muerte. Yo iba a recoger las sacas de la ropa y en las costuras de los calzoncillos, me pasaba alguna nota con algún mensaje. En una de ellas me decía: “No me tocó a mí, me tocará para el domingo próximo”. O sea, que creía que le iban a fusilar el domingo siguiente. El lunes, fuimos al cementerio una tía mía y yo, a buscar el cadáver de Horacio. Queríamos, si lo encontrábamos, intentar que lo enterrasen en una fosa individual o en un nicho. En el cementerio no había nadie. Solamente los días de los fusilamientos ponían vigilancia, y entonces era cuando no dejaban pasar a nadie. Entramos y encontramos los cadáveres todavía sin enterrar, en un montón.... ¡Y al primero que vi fue a Enrique Meré...! Con aquel gorro ruso que traía siempre él... (Sollozos). Se me cayó el alma a los pies. Era tan alto, tan alto... A mí me parecía un gigante. Estaban allí todos amontonados..., en el cementerio... (Sollozos). Aquello fue terrible. Estuve noches y noches, durante años, soñando con aquello. Fue una pesadilla que me persiguió mucho tiempo.
Enrique Meré era también maestro y compañero de mi hermano César en la escuela de La Felguera. Durante la guerra estuvo bastante tiempo con nosotros porque se había lastimado en una pierna... ¡por andar a patadas con un santo! (Risas) Era tan alegre, tan optimista. Le curó mi abuela. Le queríamos mucho. Toda la familia de mi abuela estaba refugiada en un chalet, en el Piles, en el que un tío mío estaba de chófer antes de la guerra. Y Meré estuvo con ellos hasta que se recuperó de las patadas al santo.
Horacio estuvo condenado a muerte un año menos un día, y pasó seis años en El Coto. A los trece meses de salir en libertad, le volvieron a detener. Entonces creo que estuvo ocho años en la cárcel. Salió y, a los pocos meses, le detuvieron de nuevo. Me parece que el que más tiempo seguido pasó en la cárcel fue Sordía, que era de Infiesto: veinticuatro años estuvo en prisión, y sin salir ni una sola vez. Horacio estuvo también veinticuatro años preso, pero en distintas condenas. Salía y le volvían a detener. Estaba unos meses fuera, y otra vez le encarcelaban.
Sin embargo, el que peor lo pasó en la cárcel fue César. Cuando estuvieron juntos, la primera vez, en la cárcel del Coto, César estaba más desmejorado que Horacio y daba pena verlo. César salió en muy malas condiciones del Coto, con manía persecutoria y cosas de esas. Decía que veía a oficiales de prisiones, que veía a la Guardia Civil, que sentía que le vigilaban.
O sea, que el hambre y los palos que había recibido..., porque él recibió más palos que Horacio. Horacio, al tener la pena de muerte, pues le respetaban algo más. Y César, además, sabía que todas las acusaciones que tenía Horacio eran las suyas. Y mientras Horacio estuvo con condena de muerte, César se había pasado todo el tiempo con la oreja pegada al suelo, junto a la ranura de la puerta de la celda, para oír si nombraban a Horacio para llevarlo a fusilar. Y así todos los días, durante un año.

Abel y yo nos casamos después de que él saliese de la cárcel. Antes le conocía superficialmente, de la ATEA, porque también era maestro. Abel era de Sama de Langreo y tenía escuela en Soto del Barco. Con la guerra, se vino para Gijón y el gobierno central le nombró inspector de 1ª Enseñanza.
Antes de la guerra, yo tenía un novio que trabajaba en Avance, pero quedó en Oviedo y luchó a favor de Franco; vamos, que cambió la chaqueta totalmente. Después, censuró a mi hermano Horacio. Resulta que un cañonazo le había matado a una hermana y como pensaba que podría haber sido mi hermano, me lo dijo a mí. Le contesté que mi hermano tenía orden de disparar a Oviedo, pero no a las personas, y que si había caído su hermana, sería porque se había puesto a tiro, pero no porque mi hermano la quisiese matar. Ni a su hermana ni a nadie.
Abel, cuando nos casamos, me contaba que había conseguido salir de Gijón en el último momento, a última hora, en un barco de aquellos, en el “Mont Seny”. En ese barco iban bastantes maestros: Ceferino Asenjo; otro que era muy significado y que luego cambió también la chaqueta... La Marina de Franco los capturó en alta mar. A mi marido le llevaron a una cárcel en Cedeira. En realidad no era una cárcel, era una antigua fábrica de conservas de pescado, y ahí los metieron. La primera comida que les dieron después de tres días fue un chusco de pan y una lata de carne en conserva, que creo que era rusa. A la mayoría de los presos que estaban allí les pasó como a Abel: que después de tanto tiempo sin comer ni beber, no tenían saliva y no podían comer. En Cedeira no les trataron muy mal, a no ser un tipo que según les iban llamando les iba dando bofetones a todos según pasaban. A mi marido, cuando le nombraron, se cuadró y se le quedó mirando fijamente a los ojos. No le pegaron. Me contaba también que en Galicia, la gente que les había ido a ver bajar de los barcos, se extrañaban de que no tuviesen cuernos y rabo como el demonio. Se habían creído lo que decía la propaganda franquista, que pintaba a los republicanos como demonios. A Zurita, a Tamargo y a Prida les salvaron la vida la gente de Galicia que les ayudó.
A Abel le trajeron de Cedeira para Gijón, para el consejo de guerra. Le ayudó mucho un señor de Sama, Alfredo Rodríguez, que era muy amigo de mi marido. Fue a hablar con Muñiz Toca, para que hiciera algo por Abel, porque a Muñiz Toca, primero, mi marido le había ayudado durante la guerra, consiguiendo que pudiera dar clases de música y ganarse la vida. Luego, le devolvió el favor.
A José Ramón Pérez de la Prida, en Infiesto, le metieron en un sitio y empezaron a pegarle y a pegarle sin parar. Nos decía que en aquel cuarto se veían por allí dientes, sangre, trozos de cabelleras... Le pegaron muchísimo, hasta que uno de ellos dijo: ¡Basta ya! Y es que se habían cansado de pegarle. Contaba que nunca creyó que fuese a salir de allí con vida. A ése y a Domingo Rodríguez Martín, que era de Valladolid, cuando estaban cumpliendo ya condena en El Coto, les busqué yo unas madrinas de guerra. Les lavaban la ropa y les ayudaron mucho. La ropa, primero, se la lavaba yo, pero mi abuela protestaba. Estábamos en su casa y el jabón escaseaba. Yo llegaba con las sacas de Horacio y de César, y otras dos o tres más. Se lavaba y se despiojaba todo, pero mi abuela protestaba por que se gastaba mucho jabón y no teníamos. La chica esa que hizo de madrina de guerra fue la que salvó de morir de hambre a Prida, que tuvo tuberculosis en la cárcel, en El Coto. Domingo, que era sumamente inteligente, también lo pasó muy mal.


Abel estuvo cumpliendo condena en el Puerto de Santa María y en Valladolid. A Guadalajara le llevaron después, por reincidente, porque en Sama le denunciaron y le acusaron de seguir trabajando en la clandestinidad. Le juzgaron en Oviedo y le mandaron a Guadalajara. Aparte del título de maestro, mi marido, antes de la guerra, estaba estudiando Filosofía y Letras. Luego, en la cárcel, estudió inglés y francés, y matemáticas. Cuando salió de la cárcel estuvo destituido muchos años, hasta el 73, en que se lo arreglaron y pudo reingresar en el Magisterio.
De todo aquel grupo de maestros, hubo alguno que consiguió reingresar algo primero: Riestra, por ejemplo, pero el resto, no. Este Riestra, durante la guerra, había escrito en la prensa una reseña muy bonita de mi hermano Sirio cuando murió en el frente. Todavía recuerdo como empezaba: “Una vida más segada en flor por la metralla fascista, Sirio Fernández Inguanzo...”
Horacio y Helio, la segunda vez que les encarcelaron les mandaron a Burgos. En el Penal de Burgos pasaron muchísima hambre, y eso que ya era a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. La ropa que tenía Abel en la cárcel, la de abrigo, nos la dio para Helio. Y, cosa rara, un fascista que era novio de una amiga nuestra también nos dio ropa para Helio: un traje de mahón estupendo y unas cuantas cosas más.
Nosotros, por mucho que les mandásemos, ellos apenas si lo notaban; porque allí, en el penal de Burgos, los presos funcionaban en comunas y toda la comida que recibían de casa se repartía equitativamente entre todos. Pero había muchos que no recibían nada, porque no tenían a nadie o porque en sus casas no podían. Nos lo contaba César: que si yo mandaba un queso o medio queso, si fuera solo para ellos dos, les llegaba, pero como era para nueve o diez, pues no tocaban a nada. Helio, cuando llegaba la hora de cenar, se mareaba y se desmayaba y no podía cenar. Después que me casé, mi marido también les giraba todos los meses algo de dinero.

Abel, cuando salió de la cárcel, puso una escuelina en El Llano, en una habitación de la casa de una hermana. Hizo unas mesas y unos bancos y estuvo dando clases mucho tiempo. Después, se colocó en la cooperativa de la Sociedad Gijonesa de Expendedores de Carne y estuvo ahí de contable. Se había hecho, primero, perito mercantil y, después, profesor mercantil. Estuvo de contable hasta que se jubiló.
Prida y él consiguieron reingresar al mismo tiempo en el Magisterio, y a los pocos días lo hizo Paulino Rodríguez Fidalgo, que era de León y había estado muy relacionado con la cosa de Horacio. El reingreso se lo trabajó un pariente de Prida que era de la farmacia Toraño y tenía un cargo muy importante en Madrid. Yo hablé también con una hija de Rafael Riva Suardíaz, el del astillero, que había sido alumna mía. Esta chica se había casado por segunda vez con Chelala y la boda salió en la revista “Hola”, con ministros y todo. Como íbamos a Madrid a cada poco a ver a Horacio a la cárcel de Carabanchel, aprovechamos una ocasión para quedar con Mª Cristina Riva y que nos presentase a su marido para exponerle el asunto. En la cárcel, con Horacio, estaba también Sartorius, y la mujer de Sartorius, que era italiana, fue la que nos llevó en su coche a Torrespaña, que era donde habíamos quedado a comer con Cristina y el marido. Recuerdo que nos invitaron a un restaurante chino y no sé que nos pusieron que, después, yo me puse a morir. Les explicamos que se trataba de arreglar de una vez el reingreso en el Magisterio de Abel y ellos estuvieron con nosotros cariñosísimos. Aunque el marido de Cristina, en un momento de la conversación, le soltó al mío:
-Es que los asturianos sois todos muy calentitos...
Queriendo decir que ya sabía que Abel era muy rojo.
Pero, sí, a los pocos días ya nos llamó Cristina diciéndonos que lo de Abel estaba resuelto. Estuvo un curso entero en “Héroes del Simancas”, dando clase de francés. Luego, le tocó El Entrego, pero no llegó a tomar posesión porque ese verano, una amiga maestra, nos avisó que en Roces había siete vacantes. Solicitó una y se la dieron. En Roces estuvo de profesor de inglés o de francés un curso o dos, y cuando se jubiló le hicieron un homenaje.

El 2-4-38 se celebró en Gijón el consejo de guerra que condenó a Abel Fernández Rodríguez, natural y vecino de Sama, de 32 años, maestro nacional, a la pena de 20 años de cárcel.
El 22-7-38 Horacio Fernández Inguanzo, natural de Pría de Llanes, vecino de Oviedo, de 27 años, soltero, fue condenado a pena de muerte por un consejo de guerra celebrado ese día en Gijón. La pena de muerte le fue conmutada el 3-7-39.
César Fernández Inguanzo, de 26 años, hermano de Horacio, fue condenado a 15 años de cárcel en otro consejo de guerra celebrado en Gijón el 4-11-38.