Estrella Argentina
Fernández Inguanzo: “Fui al cementerio con
mi tía a buscar el cadáver de mi hermano
Horacio.”
Extraído del libro La Libertad es
un bien muy preciado.
«Mi
padre estaba de maestro en Villanueva de Trevías,
cerca de Luarca. En esa misma escuela había estado
ya de maestro el abuelo, y una tía nuestra
daba clase también allí. Nosotros éramos
diez hermanos y los mayores vivíamos en Oviedo.
Horacio había alquilado una casa en La Tenderina
por setenta pesetas al mes de renta para que pudiéramos
venir a estudiar. El propio Horacio se había encargado
de amueblarla de una forma sencilla.
Horacio y César, con doce o trece años,
habían ido a Oviedo a trabajar de botones en un
hotel. A escondidas y de noche, se pusieron a estudiar;
primero, César y luego, Horacio. Los dos acabaron
Magisterio. César tenía escuela
en Sama y Horacio estaba de maestro en el Orfanato Minero.
La guerra nos cogió en Oviedo.
En Luarca, con las tías, habían quedado
los tres hermanos más pequeños: Helio, Newton,
al que todos llamábamos Tito, y Dora.
Horacio estaba en Pola de Gordón con la colonia
de verano del Orfanato Minero. Estuvo allí hasta
que las tropas nacionales se fueron acercando. Entonces,
pidió autorización para volver con los niños
y traerlos a sus respectivos hogares. Se incorporó
al frente y, tiempo después, hizo unos cursillos
y salió teniente de Artillería.
César se consiguió pasar de Oviedo para
la zona republicana enseguida y se marchó para
el frente. En la zona del Escamplero, le hirieron y le
trajeron para Gijón.
Sirio, poco antes de que lo hiciéramos nosotros,
se pasó con un grupo de muchachos. Sirio era maestro,
por el Plan Profesional de Marcelino Domingo, que salían
ya con plaza. Se marchó también voluntario
para el frente y le mataron en el primer combate. Más
tarde, dieron su nombre a un orfanato que había
en Nava.
A mi padre le cogieron y le metieron preso en la cárcel
de Oviedo. Había llegado de Luarca unos pocos días
antes de que estallase la guerra para ver cómo
iban los cursillos que los mayores estaban haciendo para
preparar las oposiciones de maestros del 36. Le fusilaron
en la Concha de Artedo.
Mi padre era de Navelgas. El abuelo había sido
también maestro. Tuvo siete hijos y los siete estudiaron,
y eso que en aquella época los maestros de escuela
vivían casi en la miseria. Porque el que
dignificó a los maestros fue Marcelino Domingo,
ministro de Instrucción Pública con la Segunda
República. Mi padre y sus hermanos venían
a examinarse a Oviedo descalzos. Traían las alpargatas
al hombro para ponérselas al entrar al examen y
para andar por Oviedo. Cuando mi padre se casó
con mi madre, ella tenía quince años. Era
de Pría de Llanes. Mi padre estuvo bastante tiempo
dando escuela en Inguanzo, en Cabrales. Estando ahí
de maestro, mi madre, un día, sin que él
se enterase, le echó la solicitud para la escuela
de Villanueva de Trevías. Vino concedida. Allí
teníamos a unas tías, hermanas de mi padre,
y una estaba de maestra en esa misma escuela. Mi
padre tuvo mala suerte, le cogieron en Oviedo y pasó
mucho, sufrió mucho, allí solo, en la cárcel,
antes de que le matasen. Si le hubieran cogido
en Luarca hubiera sido igual, porque él había
fundado en el pueblo el Partido Socialista, lo único
que hubiera sufrido menos porque le hubieran matado inmediatamente.
En la zona de Luarca, a todos los intelectuales,
a todo aquel que valía algo, los nacionales los
mataron: Julio Avello, Eladio Rico, José Luis Rico...
Todos los hermanos que éramos un poco mayores,
y también nuestra madre, estábamos afiliados
a Izquierda Republicana, el partido de Azaña, desde
bastante antes de que estallase la guerra. Mi
padre, después, fundó el PSOE en Trevías.
César debía de ser el único que ya
era del PCE y de la ATEA. Se debió de hacer en
la cuenca minera. Horacio y Libertad se afiliaron a las
Juventudes o al PCE durante la guerra. Sirio, sin embargo,
era de Trabajadores de la Enseñanza, de la CNT.
Había vivido muchos años aquí, en
Gijón, en casa de la abuela, y allí eran
todos de la CNT. Puede que fuera anarquista, pero nunca
dijo nada. Recuerdo que en La Tenderina, en El Rayu, Sirio
y unos cuantos amigos solían bajar a un lugar que
se llamaba El Montiquín y por el que pasaba un
riachuelo. Estaban siempre por allí: charlando,
estudiando, leyendo. Las mujeres del barrio, al pasar,
siempre les decían en plan provocador:
-La carne de fascista va a valer a perrona.
Todos los días, todos los días, cuando pasaban,
se metían con ellos. Sirio no era fascista ni mucho
menos; los otros, alguno, sí.
A
los tres meses de empezar la guerra, probablemente
durante la ofensiva de Octubre del 36, la zona en la que
vivíamos la tomaron los republicanos y
pudimos salir de Oviedo. Primero nos llevaron
creo que a Cerdeño y, luego, a Colloto. En Colloto
nos encontramos con Horacio que andaba por allí
buscando a ver si nos veía entre la gente que había
podido salir de Oviedo. Nos trajo para Gijón,
a casa de la abuela, la madre de mi madre, que vivía
en la calle 17 de Agosto. Ahí estuvimos viviendo
hasta poco antes de la rendición de Asturias en
que nos fuimos a vivir con Félix Llanos, que era
dirigente de las Juventudes. Félix Llanos
había aconsejado a mis hermanos que fuéramos
a vivir independientes a otra casa, porque en la de mi
abuela éramos demasiados. Nos consiguió
dos habitaciones en la calle Blasco Ibáñez,
frente a los jardines de Begoña. Precisamente tenía
el piso requisado uno que era del Bar Cabal, de Oviedo.
Nosotros le pagábamos la renta a la mujer de Cabal.
En una habitación estaban César y Valentín,
que era el hijo del médico de Soto de Luiña,
que también le habían fusilado. Nosotras
estábamos todas en la otra habitación con
una chica que era de Laviana. Esta chica se llamaba América
y luego, cuando entraron los nacionales, la fusilaron.
Encontraron el cuerpo desnudo y tirado en una cuneta cerca
de Laviana.
A Félix Llanos le consiguieron sacar de
Asturias entre Mary Carmen Tuero y Maruja Camblor. Lo
sacaron en una ambulancia o en un coche vestido de falangista
y consiguió pasar a Francia.
Mi
hermana Libertad estaba con una colonia de niños
huérfanos en Somió. Se marchó para
Rusia con una expedición que debió de salir
en el verano del 37. Me acuerdo que, por ser
verano, no se le ocurrió llevar abrigo y, luego,
nos enteramos que la pobre había pasado allá
mucho frío. Libertad se quedó en la URSS
y no pudo volver a España hasta que murió
Franco. Ya muerto Franco, el embajador o el cónsul
español en Moscú todavía no le quería
dar el pasaporte si no se cambiaba el nombre. Quería
que se pusiese Liberata en vez de Libertad. Nos hicieron
dar mil vueltas allá y aquí para que pudiera
volver.
Yo estaba también nombrada para ir Rusia, pero
mi hermano César no me dejó, y como yo era
menor de edad... Bárzana y Miaja querían
que fuera, y ya me habían arreglado todos los papeles.
Tenía a mi cargo una guardería en La Reboria,
en Infiesto. Con mis diecinueve años había
conseguido erradicar la sarna de aquella guardería,
que entonces había mucha. Luego, estuve al frente
de otra colonia de niños en Salinas. Les gustaba
como trabajaba, como llevaba la guardería, y por
eso querían que marchara también con los
niños para Rusia. La razón que daba César
para no dejarme ir era que no había terminado la
carrera. Decía que, al no ser todavía maestra,
las otras me iban a tener de criada suya.
Mis hermanas, mi madre y yo habíamos pensado en
evacuar de Asturias antes de que entraran los nacionales,
pero a mi madre y a nosotras nos daba una pena terrible
dejar aquí a los hermanos mayores, sin nadie que
se ocupara de ellos. Ya teníamos todo el equipaje
preparado, cuando decidimos quedarnos. ¡Afor-tunadamente!,
porque, ¿qué habría sido de ellos
si nos llegamos a haber marchado?
Cuando se rindió Asturias, mi hermana Mª Luisa
se fue a casa de las tías, a Villanueva de Trevías,
a ver qué opinaban. Nosotras nos habíamos
quedado sin dinero, sin casa, sin nada de nada. Dijeron
que fuéramos todos para allá, y para allá
nos fuimos. Estuvimos en bastante peligro. El alcalde
y la gente hacían manifestaciones delante de casa.
Nos gritaban: “mueran las comunistas de Oviedo”
y cosas de esas. Claro que en el tiempo que estuvimos
allí también había otra gente que
nos ayudaba, muchos eran familiares de los que habían
fusilado los nacionales.
De Horacio y de César tardamos algún tiempo
en saber de ellos. César, cuando Asturias
estaba a punto de caer, se fue a buscar a Horacio a Pajares.
Allí se juntaron con otros dos: Benjamín
de Mieres y otro que no sé si era de Valladolid.
Ellos mismos se llamaron “Los cuatro sopleros de
niebla”. ¡Tenían humor, los pobres!
Estaban refugiados en una cabaña, ya en la provincia
de Santander, cuando un pastor les denunció. La
Guardia Civil y los falangistas les dieron de palos y
les quitaron todo. Les llevaron a una cárcel o
un campo en La Magdalena, en Santander, y de ahí,
a Los Escolapios, en Bilbao, que fue cuando tuvimos las
primeras noticias de ellos. Ahí, en Los Escolapios,
estaba un sobrino de Eladio Rico de jefe de prisiones
o algo por el estilo. Los hermanos nos escribieron a casa
de las tías suponiendo que pudiésemos estar
allí. Por mediación de una hermana de Eladio,
se les mandaron ropas, alguna manta; poco cosa, porque
no había más.
A Horacio le trajeron para El Cerillero.
Cuando nos enteramos de que estaba aquí y le iban
a llevar a un consejo de guerra, vino a Gijón Mª
Luisa, a casa de una amiga íntima. Más tarde,
a esa amiga la detuvieron y pasó mucho tiempo en
la cárcel.
En el consejo de guerra condenaron a Horacio a pena de
muerte. Nuestra tía, la maestra, fue a Burgos a
solicitar el indulto. Primero estuvo en Pola de Gordón
y consiguió unos informes muy buenos de la Guardia
Civil: “que era un hombre muy respetuoso con todo
el mundo...” El cura también dio muy buenos
informes de Horacio, pero Horacio no consintió
que se presentara ese informe del cura porque a Horacio
lo defendía, sí, pero acusaba a la maestra,
doña Cari, de llevar a los niños con los
puños en alto y de no sé cuántas
más cosas. De Horacio, daba unos informes fantásticos,
pero de doña Cari..., vamos, como para que la fusilaran
en el momento. Así que los informes del cura no
se entregaron.
A César tardaron tiempo en traerle para Gijón,
y eso fue lo que le salvó. Por un error, habían
cambiado las acusaciones de los dos hermanos. A Horacio
le acusaban de lo de César: que se había
pasado de Oviedo, que hacía propaganda comunista...
Porque César estaba de maestro en La Felguera y,
además, estudiaba Ciencias Exactas. Durante la
guerra, estuvo también de teniente. Lo que le sirvió
de mucho fue que había estado de alférez
de cuota en Oviedo durante la Revolución del 34.
Fui yo a Oviedo y conseguí unos informes muy buenos
de un oficial que le conocía: “que había
defendido los reductos atacados por los revolucionarios...”;
“que había sido un defensor de Oviedo en
la Revolución del 34...” César había
estado en el cuartel que había frente por frente
de la casa en la que vivíamos, en La Tenderina.
Nos decía que, durante la Revolución del
34, todas las mañanas, lo primero que hacía
era ir a mirar si la casa seguía en pie. También
le llevaron a los depósitos del agua, y ahí
le dieron por muerto. Nosotros habíamos evacuado
la casa porque estábamos en medio de dos fuegos.
Fuimos a otra casa, allí cerca, que era de un militar
que estaba en el cuartel. Aquella era una zona de casas
de militares. Cuando entraron las tropas de Ochoa en Oviedo,
mi madre le preguntó a un capitán si conocía
a su hijo César:
-Ah, sí, sí, sí. Ese pobre chico
ha muerto. -Le dijo.
Mi madre se desmayó. Horacio salió corriendo
como un loco en dirección al cuartel. En el camino
se encontró con una mujer que había sido
la que, en casa de los abuelos, les había criado
a él y a César: venía abrazada a
César, al que no le había pasado nada. Le
habían dicho a mi madre que estaba muerto, a lo
loco, por fastidiar, porque, siendo vecinos, sabían
de qué clase éramos nosotros.
Total, que vine de Oviedo con unos informes muy buenos
para César. Aquel oficial se portó muy bien,
porque él me conocía, pero yo no me acordaba
de él. También me fui a buscar informes
a La Felguera, que era donde había estado de maestro.
Horacio
estuvo en la cárcel del Coto con condena a pena
de muerte. Yo iba a recoger las sacas de la ropa y en
las costuras de los calzoncillos, me pasaba alguna nota
con algún mensaje. En una de ellas me decía:
“No me tocó a mí, me tocará
para el domingo próximo”. O sea, que creía
que le iban a fusilar el domingo siguiente. El lunes,
fuimos al cementerio una tía mía y yo, a
buscar el cadáver de Horacio. Queríamos,
si lo encontrábamos, intentar que lo enterrasen
en una fosa individual o en un nicho. En el cementerio
no había nadie. Solamente los días de los
fusilamientos ponían vigilancia, y entonces era
cuando no dejaban pasar a nadie. Entramos y encontramos
los cadáveres todavía sin enterrar, en un
montón.... ¡Y al primero que vi fue a Enrique
Meré...! Con aquel gorro ruso que traía
siempre él... (Sollozos). Se me cayó el
alma a los pies. Era tan alto, tan alto... A mí
me parecía un gigante. Estaban allí todos
amontonados..., en el cementerio... (Sollozos). Aquello
fue terrible. Estuve noches y noches, durante años,
soñando con aquello. Fue una pesadilla que me persiguió
mucho tiempo.
Enrique Meré era también maestro y compañero
de mi hermano César en la escuela de La Felguera.
Durante la guerra estuvo bastante tiempo con nosotros
porque se había lastimado en una pierna... ¡por
andar a patadas con un santo! (Risas) Era tan alegre,
tan optimista. Le curó mi abuela. Le queríamos
mucho. Toda la familia de mi abuela estaba refugiada en
un chalet, en el Piles, en el que un tío mío
estaba de chófer antes de la guerra. Y Meré
estuvo con ellos hasta que se recuperó de las patadas
al santo.
Horacio estuvo condenado a muerte un año
menos un día, y pasó seis años
en El Coto. A los trece meses de salir en libertad, le
volvieron a detener. Entonces creo que estuvo ocho años
en la cárcel. Salió y, a los pocos meses,
le detuvieron de nuevo. Me parece que el que más
tiempo seguido pasó en la cárcel fue Sordía,
que era de Infiesto: veinticuatro años estuvo en
prisión, y sin salir ni una sola vez. Horacio
estuvo también veinticuatro años preso,
pero en distintas condenas. Salía y le volvían
a detener. Estaba unos meses fuera, y otra vez le encarcelaban.
Sin embargo, el que peor lo pasó en la
cárcel fue César. Cuando estuvieron
juntos, la primera vez, en la cárcel del Coto,
César estaba más desmejorado que Horacio
y daba pena verlo. César salió en muy malas
condiciones del Coto, con manía persecutoria y
cosas de esas. Decía que veía a oficiales
de prisiones, que veía a la Guardia Civil, que
sentía que le vigilaban.
O sea, que el hambre y los palos que había recibido...,
porque él recibió más palos que Horacio.
Horacio, al tener la pena de muerte, pues le respetaban
algo más. Y César, además, sabía
que todas las acusaciones que tenía Horacio eran
las suyas. Y mientras Horacio estuvo con condena de muerte,
César se había pasado todo el tiempo con
la oreja pegada al suelo, junto a la ranura de la puerta
de la celda, para oír si nombraban a Horacio para
llevarlo a fusilar. Y así todos los días,
durante un año.
Abel
y yo nos casamos después de que él saliese
de la cárcel. Antes le conocía superficialmente,
de la ATEA, porque también era maestro. Abel era
de Sama de Langreo y tenía escuela en Soto del
Barco. Con la guerra, se vino para Gijón y el gobierno
central le nombró inspector de 1ª Enseñanza.
Antes de la guerra, yo tenía un novio que trabajaba
en Avance, pero quedó en Oviedo y luchó
a favor de Franco; vamos, que cambió la chaqueta
totalmente. Después, censuró a mi hermano
Horacio. Resulta que un cañonazo le había
matado a una hermana y como pensaba que podría
haber sido mi hermano, me lo dijo a mí. Le contesté
que mi hermano tenía orden de disparar a Oviedo,
pero no a las personas, y que si había caído
su hermana, sería porque se había puesto
a tiro, pero no porque mi hermano la quisiese matar. Ni
a su hermana ni a nadie.
Abel, cuando nos casamos, me contaba que había
conseguido salir de Gijón en el último momento,
a última hora, en un barco de aquellos, en el “Mont
Seny”. En ese barco iban bastantes maestros: Ceferino
Asenjo; otro que era muy significado y que luego cambió
también la chaqueta... La Marina de Franco los
capturó en alta mar. A mi marido le llevaron a
una cárcel en Cedeira. En realidad no era una cárcel,
era una antigua fábrica de conservas de pescado,
y ahí los metieron. La primera comida que les dieron
después de tres días fue un chusco de pan
y una lata de carne en conserva, que creo que era rusa.
A la mayoría de los presos que estaban allí
les pasó como a Abel: que después de tanto
tiempo sin comer ni beber, no tenían saliva y no
podían comer. En Cedeira no les trataron muy mal,
a no ser un tipo que según les iban llamando les
iba dando bofetones a todos según pasaban. A mi
marido, cuando le nombraron, se cuadró y se le
quedó mirando fijamente a los ojos. No le pegaron.
Me contaba también que en Galicia, la gente que
les había ido a ver bajar de los barcos, se extrañaban
de que no tuviesen cuernos y rabo como el demonio. Se
habían creído lo que decía la propaganda
franquista, que pintaba a los republicanos como demonios.
A Zurita, a Tamargo y a Prida les salvaron la vida la
gente de Galicia que les ayudó.
A Abel le trajeron de Cedeira para Gijón, para
el consejo de guerra. Le ayudó mucho un señor
de Sama, Alfredo Rodríguez, que era muy amigo de
mi marido. Fue a hablar con Muñiz Toca, para que
hiciera algo por Abel, porque a Muñiz Toca, primero,
mi marido le había ayudado durante la guerra, consiguiendo
que pudiera dar clases de música y ganarse la vida.
Luego, le devolvió el favor.
A José Ramón Pérez de la Prida, en
Infiesto, le metieron en un sitio y empezaron a pegarle
y a pegarle sin parar. Nos decía que en aquel cuarto
se veían por allí dientes, sangre, trozos
de cabelleras... Le pegaron muchísimo, hasta que
uno de ellos dijo: ¡Basta ya! Y es que se habían
cansado de pegarle. Contaba que nunca creyó que
fuese a salir de allí con vida. A ése y
a Domingo Rodríguez Martín, que era de Valladolid,
cuando estaban cumpliendo ya condena en El Coto, les busqué
yo unas madrinas de guerra. Les lavaban la ropa y les
ayudaron mucho. La ropa, primero, se la lavaba yo, pero
mi abuela protestaba. Estábamos en su casa y el
jabón escaseaba. Yo llegaba con las sacas de Horacio
y de César, y otras dos o tres más. Se lavaba
y se despiojaba todo, pero mi abuela protestaba por que
se gastaba mucho jabón y no teníamos. La
chica esa que hizo de madrina de guerra fue la que salvó
de morir de hambre a Prida, que tuvo tuberculosis en la
cárcel, en El Coto. Domingo, que era sumamente
inteligente, también lo pasó muy mal.
Abel estuvo cumpliendo condena en el Puerto de Santa María
y en Valladolid. A Guadalajara le llevaron después,
por reincidente, porque en Sama le denunciaron y le acusaron
de seguir trabajando en la clandestinidad. Le juzgaron
en Oviedo y le mandaron a Guadalajara. Aparte del título
de maestro, mi marido, antes de la guerra, estaba estudiando
Filosofía y Letras. Luego, en la cárcel,
estudió inglés y francés, y matemáticas.
Cuando salió de la cárcel estuvo destituido
muchos años, hasta el 73, en que se lo arreglaron
y pudo reingresar en el Magisterio.
De todo aquel grupo de maestros, hubo alguno que
consiguió reingresar algo primero: Riestra, por
ejemplo, pero el resto, no. Este Riestra, durante
la guerra, había escrito en la prensa una reseña
muy bonita de mi hermano Sirio cuando murió en
el frente. Todavía recuerdo como empezaba: “Una
vida más segada en flor por la metralla fascista,
Sirio Fernández Inguanzo...”
Horacio y Helio, la segunda vez que les encarcelaron les
mandaron a Burgos. En el Penal de Burgos pasaron muchísima
hambre, y eso que ya era a finales de los cuarenta y principios
de los cincuenta. La ropa que tenía Abel en la
cárcel, la de abrigo, nos la dio para Helio. Y,
cosa rara, un fascista que era novio de una amiga nuestra
también nos dio ropa para Helio: un traje de mahón
estupendo y unas cuantas cosas más.
Nosotros, por mucho que les mandásemos,
ellos apenas si lo notaban; porque allí, en el
penal de Burgos, los presos funcionaban en comunas y toda
la comida que recibían de casa se repartía
equitativamente entre todos. Pero había
muchos que no recibían nada, porque no tenían
a nadie o porque en sus casas no podían. Nos lo
contaba César: que si yo mandaba un queso o medio
queso, si fuera solo para ellos dos, les llegaba, pero
como era para nueve o diez, pues no tocaban a nada. Helio,
cuando llegaba la hora de cenar, se mareaba y se desmayaba
y no podía cenar. Después que me casé,
mi marido también les giraba todos los meses algo
de dinero.
Abel,
cuando salió de la cárcel, puso una escuelina
en El Llano, en una habitación de la casa de una
hermana. Hizo unas mesas y unos bancos y estuvo dando
clases mucho tiempo. Después, se colocó
en la cooperativa de la Sociedad Gijonesa de Expendedores
de Carne y estuvo ahí de contable. Se había
hecho, primero, perito mercantil y, después, profesor
mercantil. Estuvo de contable hasta que se jubiló.
Prida y él consiguieron reingresar al mismo tiempo
en el Magisterio, y a los pocos días lo hizo Paulino
Rodríguez Fidalgo, que era de León y había
estado muy relacionado con la cosa de Horacio. El reingreso
se lo trabajó un pariente de Prida que era de la
farmacia Toraño y tenía un cargo muy importante
en Madrid. Yo hablé también con una hija
de Rafael Riva Suardíaz, el del astillero, que
había sido alumna mía. Esta chica se había
casado por segunda vez con Chelala y la boda salió
en la revista “Hola”, con ministros y todo.
Como íbamos a Madrid a cada poco a ver a Horacio
a la cárcel de Carabanchel, aprovechamos una ocasión
para quedar con Mª Cristina Riva y que nos presentase
a su marido para exponerle el asunto. En la cárcel,
con Horacio, estaba también Sartorius, y la mujer
de Sartorius, que era italiana, fue la que nos llevó
en su coche a Torrespaña, que era donde habíamos
quedado a comer con Cristina y el marido. Recuerdo que
nos invitaron a un restaurante chino y no sé que
nos pusieron que, después, yo me puse a morir.
Les explicamos que se trataba de arreglar de una vez el
reingreso en el Magisterio de Abel y ellos estuvieron
con nosotros cariñosísimos. Aunque el marido
de Cristina, en un momento de la conversación,
le soltó al mío:
-Es que los asturianos sois todos muy calentitos...
Queriendo decir que ya sabía que Abel era muy rojo.
Pero, sí, a los pocos días ya nos llamó
Cristina diciéndonos que lo de Abel estaba resuelto.
Estuvo un curso entero en “Héroes del Simancas”,
dando clase de francés. Luego, le tocó El
Entrego, pero no llegó a tomar posesión
porque ese verano, una amiga maestra, nos avisó
que en Roces había siete vacantes. Solicitó
una y se la dieron. En Roces estuvo de profesor de inglés
o de francés un curso o dos, y cuando se jubiló
le hicieron un homenaje.
El
2-4-38 se celebró en Gijón el consejo de
guerra que condenó a Abel Fernández Rodríguez,
natural y vecino de Sama, de 32 años, maestro nacional,
a la pena de 20 años de cárcel.
El 22-7-38 Horacio Fernández Inguanzo, natural
de Pría de Llanes, vecino de Oviedo, de 27 años,
soltero, fue condenado a pena de muerte por un consejo
de guerra celebrado ese día en Gijón. La
pena de muerte le fue conmutada el 3-7-39.
César Fernández Inguanzo, de 26 años,
hermano de Horacio, fue condenado a 15 años de
cárcel en otro consejo de guerra celebrado en Gijón
el 4-11-38.