La Falange proporcionó a los sublevados la imprescindible
y rudimentaria ideología y coreografía fascista
con que revestir su patética desnudez cuartelera.
La Iglesia Católica, convirtiendo el golpe militar
y la guerra en “cruzada”, fue, sin embargo,
el aliado decisivo.
Antes
de sublevarse el 18 de Julio del 36, es más que
probable que la mayoría de estos militares no fueran
católicos, al menos, católicos practicantes;
que luego, al lanzarse a una guerra en nombre de Dios,
adaptaran su comportamiento a la nueva situación
es cosa diferente.
Y
la Iglesia Católica, ¿acaso no había
reconocido al régimen republicano? ¿No es
también cierto que existía un partido poderosísimo
que agrupaba a la mayoría de los católicos
y contaba con el apoyo de la Iglesia? Y a propósito
de los sucesos revolucionarios que se habían producido
en años anteriores, ¿no había condenado
la Iglesia Católica española la utilización
de la violencia para conseguir fines políticos?
¿No había estado ese partido confesional
gobernando el país hasta pocos meses antes? ¿No
era católico practicante y militante el presidente
Alcalá Zamora?
Las
previsiones de los militares golpistas eran las del triunfo
rápido de la sublevación. No habían
considerado la necesidad de enlazar con la jerarquía
católica, cuyo apoyo se daba por descontado. Al
comprobar que el golpe de estado fracasaba y se iba a
una guerra civil de duración indeterminada, surgió
la necesidad de reforzarse, de acordar alianzas, tanto
en el interior del país como en el extranjero.
La alianza de los militares sublevados con la Iglesia
Católica española vino dada por la necesidad
de defender sus respectivos intereses no por cuestiones
de fe.
En
España, la Iglesia como institución y el
clero como colectividad, con las excepciones propias de
toda generalización, han sido siempre un factor
de opresión política, moral y económica
del pueblo; siempre han estado del lado de los poderosos
contra la libertad. Eso es así, son hechos
irrebatibles e innegables. Cualquier clase de régimen
político que en España pretendiera delimitar
y deslindar los campos propios del estado moderno de los
de la religión se encontraba con su enemiga. Lo
que el clero de otros países había aceptado
ya con normalidad, era en España combatido con
la ferocidad que sólo proporciona el fanatismo.
Una opresión de siglos. Como si por ser españoles
no se pudiera ser otra cosa que católicos creyentes
y practicantes, y siervos, no de Cristo Rey, sino de sus
sacerdotes...
Para
los sublevados, la Iglesia, otorgándoles el márchamo
de “cruzada” a su levantamiento militar, les
proporcionó la más eficaz consigna de movilización
y de cohesión que en España pudiera darse.
A nivel internacional, la potente y extensa red de la
propaganda católica proporcionó al régimen
nacionalista una ayuda inestimable, no solamente difundiendo
sus mensajes, sino, y sobre todo, dándole una cobertura
ideológica que contribuía a la superación
del rechazo que en amplios sectores confesionales y conservadores
extranjeros provocaba la alianza con el nazi-fascismo.
Por su parte, el poder militar otorgaba a la Iglesia
Católica la garantía de la conservación
y engrandecimiento de todos sus privilegios.
Mas
como en cualquier pacto de intereses, y de unos intereses
tan enormes como los que estaban en juego, no dejó
de haber entre los máximos beneficiarios recelos,
desconfianzas y tiranteces. Por ejemplo, el Vaticano
tardó un año en enviar a Burgos a un representante
oficioso, y no lo hizo hasta después de la caída
de Bilbao, cuando la perspectiva de una victoria nacionalista
parecía consolidarse. Del mismo modo, hasta
el día primero de Julio de 1937 no se publicó
la “Carta de los obispos españoles al episcopado
mundial”. Esta “Carta” alcanzaría
un gran difusión, y largas reseñas aparecieron
en los periódicos de todo el mundo. Sin duda, fue
el mejor aval internacional que lograron los sublevados.
Carta
de los obispos españoles al episcopado mundial.
Párrafos más significativos.
«(...)
Es un hecho que nos consta por documentación copiosa,
que el pensamiento de un gran sector de opinión
extranjera está disociado de la realidad de los
hechos ocurridos en nuestro país. Causas de
este extravío podrían ser el espíritu
anticristiano, que ha visto en la contienda de España
una partida decisiva en pro o en contra de la Religión
de Jesucristo y la civilización cristiana; la corriente
opuesta de doctrinas políticas que aspiran a la
hegemonía del mundo; la labor tendenciosa de fuerzas
internacionales ocultas; la antipatria, que se ha valido
de españoles ilusos que, amparándose en
el nombre de católicos, han causado enorme daño
a la verdadera España. Y lo que más nos
duele es que una buena parte de la Prensa católica
extranjera haya contribuido a esta desviación mental,
que podría ser funesta para los sacratísimos
intereses que se ventilan en nuestra Patria.
(...)
Afirmamos, ante todo, que esta guerra la ha acarreado
la temeridad, la malicia o la cobardía de quienes
hubiesen podido evitarla gobernando la nación según
justicia.
Dejando
otras causas de menor eficiencia, fueron los legisladores
de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus
prácticas de gobierno, los que se empeñaron
en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un
sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias
del espíritu nacional, y especialmente opuesto
al sentido religioso predominante en el país.
La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron
su espíritu fueron un ataque violento y continuado
a la conciencia nacional. Anulados los derechos de
Dios y vejada la Iglesia, en lo que tiene de más
sustantivo la vida social, que es la Religión.
(...)
Nuestro régimen político de libertad democrática
se desquició, por arbitrariedad de la autoridad
del Estado y por coacción gubernamental que trastocó
la voluntad popular, constituyendo una máquina
política en pugna con la mayoría de la nación,
dándose el caso, en las últimas elecciones
parlamentarias, Febrero de 1936, de que, con más
de medio millón de votos de exceso sobre las izquierdas,
obtuviesen las derechas 118 diputados menos que el Frente
Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas
de provincias enteras, viciándose así en
su origen la legitimidad del Parlamento.
(...)
Quede, pues, sentado, como primera afirmación de
este escrito, que un quinquenio de continuos atropellos
de los súbditos españoles en el orden religioso
y social puso en gravísimo peligro la existencia
misma del bien público y produjo enorme tensión
en el espíritu del pueblo español; que estaba
en la conciencia nacional que, agotados ya los medios
legales, no había más recurso que el de
la fuerza para sostener el orden y la paz; que poderes
extraños a la autoridad tenida por legítima
decidieron subvertir el orden constituido e implantar
violentamente el comunismo; y, por fin, por lógica
fatal de los hechos, no le quedaba a España más
que esta alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva
del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como
ha ocurrido en las regiones donde no triunfó el
movimiento nacional, o en un esfuerzo titánico
de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar
los principios fundamentales de su vida social y de sus
características nacionales.
(...)
La guerra es, pues, como un plebiscito armado.
La lucha blanca de los comicios de Febrero de 1936, en
que la falta de conciencia política del gobierno
nacional dio arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias
un triunfo que no habían logrado en las urnas,
se transformó, por la contienda cívico militar,
en la lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias:
la espiritual, del lado de los sublevados, que sale a
la defensa del orden, la paz social, la civilización
tradicional y la patria, y muy ostensiblemente en un gran
sector, para la defensa de la religión; y de la
otra parte, la materialista, llámese marxista,
comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización
de España en todos sus factores por la novísima
“civilización” de los soviets rusos.
(...)
Este odio a la religión y a las tradiciones patrias,
de las que eran exponente y demostración tantas
cosas para siempre perdidas, “llegó de Rusia
exportado por orientales de espíritu perverso”.
En descargo de tantas víctimas, alucinadas por
“doctrina de demonio”, digamos que al morir,
sancionados por la ley, nuestros comunistas se han reconciliado
en su inmensa mayoría con el Dios de sus padres.
En Mallorca han muerto impenitentes sólo un dos
por ciento; en las regiones del Sur, no más de
un veinte por ciento, y en las del Norte no llegan, tal
vez, al diez por ciento. Es una prueba del engaño
de que ha sido víctima nuestro pueblo.
(...)
Se imputan a los dirigentes del movimiento nacional crímenes
semejantes a los cometidos por los del Frente Popular.
“El ejército blanco, leemos en acreditada
revista católica extranjera, recurre a los medios
injustificables contra los que debemos protestar. El conjunto
de informaciones que tenemos indica que el terror blanco
reina en la España nacionalista con todo el horror
que presentan casi todos los terrores revolucionarios...
Los resultados obtenidos parecen despreciables al lado
del desarrollo de crueldad metódicamente organizada
de que hacen prueba las tropas.” El respetable articulista
está malísimamente informado. Tiene toda
guerra sus excesos: los habrá tenido, sin duda,
el movimiento nacional; nadie se defiende con tal serenidad
de las locas arremetidas de un enemigo sin entrañas.
Reprobando en nombre de la justicia y de la caridad cristiana
todo exceso que se hubiese cometido, por error o por gente
subalterna y que metódicamente ha abultado la información
extranjera, decimos que el juicio que rectificamos no
responde a la verdad, y afirmamos que va una distancia
enorme, infranqueable, entre los principios de justicia,
de su administración y de la forma de aplicarla
entre una y otra parte.»
A
pesar de la ortodoxia católica que impregna la
“Carta”, lo fundamental de ella es el aval
que los máximos dirigentes de la Iglesia Católica
española extienden ante sus correligionarios del
mundo en favor de la justeza de las tesis defendidas por
los sublevados; a saber:
1º)
Que en el extranjero han sido maliciosamente desinformados
de la realidad de lo que ocurre en España.
2º)
Que la guerra la ha traído un gobierno que no actuó
con justicia y una Constitución y una leyes laicas
que anulaban los derechos de Dios, de la Iglesia y de
la religión.
3º)
Que las elecciones de Febrero del 36 fueron falseadas,
el triunfo del Frente Popular fraudulento y, por tanto,
el parlamento y el gobierno eran ilegítimos.
4º)
Que frente a la revolución comunista, que ya estaba
planeada y decretada, no quedaba más recurso que
la fuerza para sostener el orden, la paz y los principios
fundamentales de la nación.
5º)
Que no se trataba de un golpe de estado de unos generales,
sino de un movimiento cívico y militar.
6º)
Que los españoles fueron engañados por agentes
de Rusia, como lo prueba el hecho de que la inmensa mayoría
de los que iban a ser fusilados, antes de serlo, aceptaran
los auxilios espirituales, confesando y comulgando.
7º)
Que el terror blanco no existía, si acaso, algún
exceso cometido “por error o por gente subalterna”.
Firmaban
la carta cuarenta y siete máximas dignidades de
la iglesia española. Solamente el cardenal Vidal
i Barraquer se negó a suscribirla. ¿Qué
más podían pedir los generales nacionalistas?
No
obstante, surgieron algunas discrepancias, que ni fueron
graves ni transcendieron a la opinión pública.
La Iglesia estaba enfrentada al nazismo por su falta
de religiosidad, y se podía permitir el criticarle
porque sus intereses en el mundo germánico eran
limitados. Pero su temor aumentaba ante la posibilidad
de que el modelo de estado nacionalsocialista alemán
fuera el que se terminase implantando en España
una vez ganada la guerra. Esa era una preocupación
que se explicitaba en la propia “Carta”. Al
final, conseguirían que la ideología del
nuevo estado se inclinase, más bien, hacia lo que
se terminaría denominando como “nacionalcatolicismo”.
Por
su parte, las autoridades nacionalistas no consintieron
la más mínima discrepancia por parte de
la Iglesia. Ejercieron el derecho de presentación
para la elección de obispos, expulsaron al obispo
de Vitoria, Múgica, y no dejaron regresar a España
al cardenal Vidal i Barraquer. Dieciséis sacerdotes
vascos fueron fusilados por los franquistas y otros muchos
estuvieron encarcelados o tuvieron que ponerse a salvo
exiliándose. En Asturias también algún
sacerdote fue eliminado por tener unas ideas contrarias
a las de los nacionalistas. En resumen, que la Iglesia
tenía que someterse a quien detentaba la fuerza;
tenía mucho que ganar y se sometió con agrado.
El
clero bendecía armas y soldados, oraba por la “victoria”,
absolvía a los criminales en serie... Los religiosos
eran los comisarios espirituales que mantenían
alta la moral de la gente tranquilizando sus conciencias.
Y el clero jugó también un papel fundamental
como policía auxiliar en la retaguardia, participando
en la depuración de maestros y profesores, depurando
bibliotecas, censurando correspondencia, vigilando comportamientos...
El jefe de Falange, el párroco y el comandante
del puesto de la Guardia Civil eran las tres autoridades
presentes en el villorrio más remoto.
Si
la Iglesia Católica española, en vez de
dedicarse a acosar, para que confesasen y comulgasen,
a los que iban a ser fusilados momentos después,
se hubiera volcado en una campaña contra las ejecuciones
masivas de prisioneros, es seguro que habría podido
salvar la vida de miles y miles de españoles. Yo
pregunto públicamente: ¿Habrá
habido en toda España un solo cardenal o un obispo
o un párroco o un simple cura o capellán
que se haya dirigido a las autoridades militares más
próximas para pedirles que dejaran de fusilar y
torturar a la gente? Me inclino a creer que más
bien prefirieron el triste papel del auxiliar que proporciona
los “auxilios espirituales”.
Se
dice que en la zona republicana unos siete mil clérigos
fueron asesinados. No se aclara cuántos de
ellos eran de esos curas de pistolón, de esos frailes
trabucaires, de los que guardaban armas en la sacristía
y disparaban desde el campanario. También un enorme
número de iglesias y edificios religiosos fueron
incendiados y destruidos. Todo ello se llevó a
cabo contra el gobierno y sin que la consigna partiese
de ninguna organización política o sindical
concreta. Pero..., ¿cómo fue posible que
tal catástrofe pudiera llegar a ocurrir en la catoliquísima
España?
Al
iniciarse la guerra, fueron muchos los que consideraron
a la Iglesia Católica como el peor y principal
enemigo. ¿Por qué? Aquellos que hayan
vivido los años sesenta y setenta todavía
pueden llegar a imaginárselo, los que hayan nacido
después de la muerte de Franco, tal vez no. Porque
en este país se ha excomulgado por ir al cine a
ver tal película; en este país, años
setenta, se daban tres horas semanales obligatorias de
religión, de religión católica, a
los bachilleres de los institutos públicos de enseñanza
media; en el ejército, la asistencia a misa de
los soldados era obligatoria so pena de represalias. Crucifijo
en las escuelas, y catecismo, y rosario, y ejercicios
espirituales, y procesiones...¡Qué “semanas
santas” aquellas en que se obligaba a todo el mundo
a estar de funeral de cuerpo presente! Tan insufrible
o más que la dictadura política me resulta
a mí la dictadura religiosa.
El
fundamentalismo islámico que hoy impera en algunos
países del mediano oriente, con ese afán
de someter la vida del individuo a sus disposiciones,
lo vemos como algo chocante, absurdo. El fundamentalismo
católico en España ha sido seguramente peor
y con una persistencia secular. ¿Qué piensan
que ocurrirá también en esos países
el día que la gente, harta de coranes y ayatolás,
explote y se lance a la lucha por la libertad?
La joven de 23 años Anita Orejas fue condenada
a pena de muerte en el primer
consejo de guerra celebrado en Gijón el 8-11-37
y fusilada al día siguiente.