En
esta guerra de España, para los ejércitos
de los generales sublevados todo era territorio conquistado.
El enemigo era la clase obrera, los intelectuales, la
burguesía liberal...
No se les podía exterminar porque siempre hace
falta gente que trabaje y gente que piense, que si no...
La estrategia militar para someter a esa retaguardia
hostil se basó en el terror y en la propaganda;
sobre todo, en el terror, porque, ¿qué
clase de propaganda podría influir en unas masas
que conocían tan bien el percal?
La
estrategia terrorista del ejército nacionalista
perseguía dos objetivos: a corto plazo, asegurar
la retaguardia para que no le obligara a distraer fuerzas
y esfuerzo bélico que tanto precisaba en los
frentes de batalla; y a largo plazo, destruir de raíz
el movimiento obrero, republicano y liberal surgido
de un largo proceso histórico, cuyo arranque
se puede situar con el del siglo XIX y cuya concreción
última había sido la II República
y el Frente Popular. Y hay que reconocer que ambos objetivos
los consiguieron. Para ello hubo que eliminar al
activista político, al miliciano que hubiera
llevado unos galones, al dirigente sindical que se encargó
de mantener funcionando una fábrica, al maestro
de escuela, al médico de los pobres, al rector
de la universidad, al periodista crítico, al
abogado... ¡Y a cualquiera otro que se cruzase
en su camino! Las consecuencias de esa sangría
con la que durante cuarenta años se dejó
en suspenso el proceso histórico de evolución
y formación de la izquierda española están
en el origen de muchos de los penosos acontecimientos
que en nuestros días se observan en la política,
el sindicalismo y la intelectualidad de este país.
Los
brazos ejecutores de ese terror fueron: la Falange,
la Guardia Civil, las policías de Asalto, Seguridad...
La soldadesca, los mercenarios y los moros se comportaron
como cabe temer, pero el papel de director, fiscalizador
y controlador del proceso se lo reservó el propio
ejército nacionalista para sí. Fueron
los militares nacionalistas los que se encargaron directamente
de la sangrienta faceta de los consejos de guerra, unos
consejos de guerra en los que el Derecho y el Código
de Justicia Militar se aplicaban en sentido inverso:
los militares rebeldes acusando de “rebelión
militar” a los que habían permanecido leales;
las leyes, con efectos retroactivos; el acusado, teniendo
que demostrar su inocencia...; y, en caso de duda, siempre
“contra el reo”.
En
el libro “Aillados” se reproduce un extracto
de la causa seguida contra el médico de Talavera
de la Reina, Fernández Senguino; uno de los párrafos
dice lo siguiente: «Cierto que el principio “In
dubio pro reo” obliga, en casos de duda de
hecho, a dictar sentencia más favorable al encartado,
pero no menos cierto es que, tratándose de dudas
de derecho, el fallo debe contener la resolución
más grave en virtud del principio del derecho
Militar: “In dubio, pro Ejército”...»
Para
los trabajos más sucios se utilizó a la
Falange. La Falange, que era un grupúsculo
de activistas antes de la guerra, creció de forma
desmesurada desde los primeros días de la sublevación.
Con sus pocos dirigentes históricos detenidos
en las cárceles republicanas, escondidos en embajadas
o muertos, los estrategas militares del terror vieron
en la joven e idealista Falange el instrumento más
adecuado para llevar a cabo sus siniestros propósitos:
los jóvenes falangistas a los que se encargaba
eliminar gente en la retaguardia eran luego enviados
a primera línea del frente a morir: trabajo hecho
y boca cerrada. No solamente jóvenes idealistas,
sino que, como suele ocurrir en tales circunstancias,
delincuentes, matones, proxenetas, el lumpen de los
bajos fondos vio en la camisa azul el salvoconducto
para seguir haciendo lo único que sabían
hacer: matar, apalear, robar, extorsionar..., pero
ahora “Por Dios, España y la Revolución
Nacional Sindicalista”.
En
Gijón, además, tras quince meses de guerra,
los que pasaron a dirigir la Falange local eran ex presos:
“ex cautivos por Dios y por España”,
que decían. Muchos de ellos se habían
salvado de la muerte por los pelos; la mayoría
tenía hermanos y familiares fusilados... Es fácil
imaginar que en sus corazones anidase el odio y la venganza:
por eso les colocaron en esos puestos. Y tampoco fue
una casualidad que trajesen a Gijón a las unidades
de Falange que habían soportado la sangrienta
lucha del cerco de Oviedo: la “Bandera de Oviedo”
y la “Bandera de Lugo”. Pura estrategia.
La
Guardia Civil y la policía de Asalto..., estos
cuerpos de policía resultaban sospechosos para
los sublevados y para los republicanos. Para los
sublevados, porque la policía de Asalto era una
creación republicana, y porque de la Guardia
Civil se recordaba su pasividad ante el advenimiento
de la II República y su dudosa actuación
ante la propia sublevación de Julio del 36, ya
que los cinco generales con mando en la misma permanecieron
leales a la República. No obstante eso y que
muchos de sus oficiales y jefes desempeñasen
un destacado papel al mando de unidades del ejército
popular, la Guardia Civil fue transformada por el Gobierno
republicano en “Guardia Nacional Republicana”;
y siempre se rumoreó que en la zona nacionalista
Franco estuvo a punto de hacer otro tanto.
Por
otra parte, policías y trabajadores eran viejos
enemigos; y en Asturias las heridas de la Revolución
del 34, lejos de cicatrizar, se habían abierto
aún más. Así que los destacamentos
de la Guardia Civil y de Asalto a los que la llamada
“lealtad geográfica” colocó
al lado de los sublevados, llegaron a Gijón imbuidos
de un afán de revancha y con la necesidad de
que su actuación fuera la mejor credencial de
“su inquebrantable adhesión al Glorioso
Movimiento Nacional”.
Prisioneros
y más prisioneros. Plazas de toros, colegios
religiosos, fábricas abandonadas, barcos mercantes...,
cualquier sitio era bueno para hacinar presos y más
presos. Palentinos, leoneses, vascos, montañeses,
gallegos..., mezclados todos con la masa enorme de asturianos,
van llenando cárceles y campos de concentración:
de Asturias, de Santander, de Vizcaya, de León,
de Galicia...
Las
cunetas de las carreteras, los prados del extrarradio,
las playas, los alrededores de los cementerios..., todas
las mañanas aparecen mancillados con la trágica
siembra nocturna de la muerte.
El
procedimiento era sencillo y no entrañaba riesgo:
una denuncia, una delación, una confidencia de
cualquiera... Y cuando digo “de cualquiera”,
quiero decir que puede ser tanto de un “amigo”
como de un enemigo, de un familiar como de un desconocido,
de un viejo como de un niño...; porque terror
y delación marchan juntos, se necesitan mutuamente.
Y una patrulla de falangistas (o de la Guardia Civil,
o de Asalto) parte en un coche para el lugar indicado.
Si no aparece el que se busca, se llevan a la mujer,
a los hijos, a los padres, a los hermanos...¡qué
más da! Y si aparece, pues se lo llevan a él.
Y en los calabozos de Falange (o de la Guardia Civil,
o de la policía, ¡qué más
da!), palos y más palos, palizas y más
palizas... Hasta que una noche cargan en unas camionetas
aquellas piltrafas humanas y las llevan a un prado o
a una tapia...¡Qué más da, si es
para pegarles el tiro de gracia!
Madres
con niños cogidos a las faldas peregrinando por
cárceles, comisarías, cuartelillos,
con la cesta para el marido: Se ha enfriado la comida...¡Qué
más da, si ya te han hecho viuda!
Y
en las cárceles, los presos se sienten inocentes
porque saben que no han hecho nada malo. Incapaces de
imaginarse que ya están “condenados”
por “ser”. Y llega el consejo de guerra
y no se juzga, no se sentencia: se da la vida y se da
la muerte.
Y
la madre, y la esposa, que también es madre,
y la hija, escriben cartas de resurrección, imploran
la vida ante los amos de la muerte, rezan a dioses muertos...
El
terror...Todo el mundo es sospechoso y no hay leyes
ni normas ni certezas... En el régimen del terror
todo, absolutamente todo, queda al albur de los cuerpos
policiacos.
Y
la viuda, una vez a la semana, frega los suelos del
local de Falange. Y los huérfanos comen del “Auxilio
Social” y ya se van aprendiendo la letra del “Cara
al Sol” y acostumbrando a saludar brazo en alto.
Y agradecidos a don Pistolito, que gracias a él
no le cortaron el pelo al cero a la mayor...
Nadie
quiere parecer sospechoso. Al terror le empieza a acompañar
la doma: un pueblo bien domado, que levante el brazo
cuando le digan y aplauda a sus verdugos cuando le manden...