Teresa Prieto: “Para mi tía monja era primero
salvar los hábitos que la vida del hermano.”
«Mi
padre trabajaba de representante hasta que empezó
a hacer reportajes en el periódico “La
Prensa”. Más tarde, dejó “La
Prensa” y pasó para “El Noroeste”.
Tenía una hermana monja y dos casadas con militares.
Eramos seis hermanos.
Cuando
le movilizaron durante la guerra, se que estuvo mucho
tiempo de capitán habilitado de un batallón
con destino en Infiesto.
El
no quiso evacuar. Decía que no había hecho
nunca nada malo y que, por lo tanto, no tenía
nada que temer; que solamente había defendido
una idea y nada más. (...)Cuando acabó
todo ya en Asturias, mi padre se vino para casa. No
se quiso ni esconder. Un día, el veintisiete
de Octubre, estábamos a la hora de comer sentados
todos en la mesa. Picaron a la puerta y él mismo
fue a abrir. Eran tres o cuatro falangistas de la
“Bandera de Santander”:
-¿Eduardo
Prieto Menéndez? -preguntaron.
-Un
servidor -contestó mi padre.
Entraron
y nos registraron toda la casa. Se llevaron todo lo
que quisieron: cadenas de oro, las botas de militar...,
todo lo de valor que encontraron. Se lo llevaron a él
y, además, se marcharon cargados de todo lo que
les apeteció. No les debió de parecer
bastante, porque al día siguiente volvieron con
la disculpa de llevarse la pistola de papá, y
en casa no estaba. Era también la hora del mediodía.
A
mi padre, los de Falange, le metieron en un local que
tenían donde está el Banesto de la calle
Corrida, pero que se entraba por detrás, por
la calle Libertad. Creo que le llevaron también
a un cuartel de la Guardia Civil. Le dieron unas
palizas de muerte. Había un guardia civil
que le tenía ganas porque, antes ya de la guerra,
mi padre se había interesado y protegido a un
aldeano al que acusaban de haber prendido fuego a la
casería que llevaba en renta. Mi padre sabía
que no había sido él y le escondió
en casa.
En
el local de Falange, le metieron en un cuarto con más
presos. Entró el famoso “Paco Lunares”
y dijo:
-¡Uf,
buena redada tengo para esta noche! Me duele el dedo
de darle al gatillo, pero el corazón me pide
sangre.
Nosotros
lo sabemos porque uno de los que estaban allí
se salvó y se lo contó a mi tío
en Méjico.
Mi
madre fue a ver a una cuñada, Matilde, que era
monja Dominica, para decirle que el hermano estaba preso.
Le respondió que no podía hacer nada porque,
si se metía, le quitaban los hábitos;
o sea, que para ella eran primero los hábitos
que intentar salvar la vida del hermano.
(...)Mi
madre anduvo buscando a mi padre por entre los presos
de la Plaza de Toros, por la cárcel, por todos
los sitios... ¡Y ya le habían matado! (...)Mi
madre quedó viuda a los cuarenta años
y con seis hijos. Antes de la guerra, vivíamos
bien, luego, nos tocó pasar hambre, necesidades,
no poder estudiar...
Eduardo
Valentín Prieto Menéndez, nació
en Gijón el catorce de Febrero de 1896, hijo
de Francisco y Ladislada, casado con Teresa Ariza, de
cuyo matrimonio dejó seis hijos. Se inscribió
su defunción en el Registro Civil de Gijón
el día doce de Mayo de 1941, figurando en el
asiento correspondiente que “falleció en
esta villa el 28 de Octubre de 1937 a consecuencia de
la guerra.”
Fermín López de Vega en 1935
Fermín
López de Vega: “Dieciséis meses
y once días pasé condenado a pena de muerte,
siempre esperando oír pronunciar mi nombre para
llevarme a fusilar.”
«Al
derrumbarse el Frente Norte, estaba en el sector de
Buenavista, en Oviedo, como teniente del Batallón
“Onofre” nº 207, que formaba parte
de la 1ª Brigada Móvil que mandaba Higinio
Carrocera. (...)Yo seguí allí, en mi puesto,
desesperado, sin saber qué hacer. (...)A mí
no vino nadie a avisarme para salir por mar hacia Francia.
(...)Yo no resistí que se llevaran a mi padre
por mi culpa, bajé y me entregué. Era
el día tres de Diciembre de 1937.
Me
llevaron en coche hasta El Rinconín y dieron
vueltas por allí, como que iban a “pasearme”.
A eso de las cuatro de la mañana me llevaron
al cuartel de Los Campos. Aquello era... ¡terrible,
terrible, terrible! ¡No puede nadie imaginarse
lo que era aquello! Las palizas eran terribles. Se veían
trozos de piel humana pegada a las bridas y a las “pichas
de toro”. (...)Decían que lo peor era que
te llevasen a Falange; luego, a la Guardia Civil, y,
luego, a Asalto.
(...)En
la aglomeración estuvimos dos o tres días,
hasta que nos clasificaron y nos mandaron para una celda,
la 11 de la 2ª. Toda la cárcel estaba repleta
de gente, a rebosar. A cada uno le correspondía
el ancho de dos baldosas y dormíamos pies con
cabezas, como las sardinas en la lata.
(...)Del
Coto salí, junto con los otros que juzgaron cuando
yo, para el consejo de guerra.
(...)Cuando llegamos a la cárcel de El Coto de vuelta del consejo
de guerra, Ramón Alvarez, que había sido
dependiente de la Ferretería de la Vasco-Asturiana
y hacía de ordenanza, nos iba preguntando lo
que nos había pedido el fiscal, para clasificarnos:
-A
mí, treinta años. -Dije yo aunque fuese
mentira.
-Fermín,
lo siento, pero lo tuyo es gordo, traes pena de muerte.
-Me replicó él.
Me
mandaron coger el petate y pasar a la celda 15 de la
1ª galería. (...)En la celda éramos
catorce. Llegó el día de la “saca”.
(...)Le nombraron a él y a mí no, por
eso estoy aquí. Aquel día “sacaron”
a ocho. Yo siempre esperaba que fueran a pronunciar
mi nombre, ¡siempre! (...)Vi sacar a muchos para
llevarlos a fusilar, ¡a muchos! Pasaba el tiempo
y algunos compañeros nos decían que a
nosotros, después de tanto tiempo, ya no nos
iban a fusilar, pero yo tenía tanto miedo como
el primer día. ¡Dieciséis meses
y once días pasé con pena de muerte encima,
que se dice rápido! Los condenados a muerte teníamos
un régimen de aislamiento total: no salíamos
de la celda y no podíamos recibir paquetes ni
visitas. Luego, el régimen de la cárcel
se fue suavizando un poco y nos dejaban salir al patio,
separados del resto, dos horas por la mañana.
En
la celda éramos todos como amigos: uno contaba
cosas, otro decía chistes, otro hacía
algún juego...Y así iban pasando los días.
La comida en la cárcel era infinitamente peor
que en el frente y hubo una época, en los años
40, 41 y 42, en que todavía fue peor. Hasta que
no nos indultaron no pudimos empezar a recibir paquetes
y visitas. Influía mucho el director que hubiese
en la cárcel.
(...)En
otra ocasión, sacaron de la celda para llevarlos
a fusilar a dos policías de Asalto. Venían
cada uno de ellos por galerías diferentes y,
al juntarse, uno gritó: ¡Viva la Libertad!,
y el otro: ¡Viva la República! Los guardianes
les molieron allí mismo a culatazos. Tuvieron
que ponerles inyecciones para que reaccionasen un poco
y poder llevarlos a fusilar.Hubo también un grupo
que cuando los formaron para llevarlos a fusilar a Ceares,
empezaron a cantar La Internacional. Iba cada uno con
su bandera en la solapa: la roja, la republicana, la
de la CNT.
Los
piquetes de fusilamiento eran unas veces de la Guardia
Civil y otras, de Asalto; o sea, si la escolta era de
la Guardia Civil, fusilaban los de Asalto, y viceversa.
Tres tiros a la cabeza y dos al corazón; eso
nos contaba el cura.
(...)Salí
en libertad el veinte de Octubre de 1943. (...)En la
plaza del Carmen no encontré a nadie conocido,
solamente a uno que se había vuelto loco. Me
entró tal tristeza, tal desmoralización,
que lo único que me apetecía era marcharme
a vivir solo en un lugar apartado, como un ermitaño.
Cada quince días, tenía que ir a presentarme
a la Guardia Civil. Empecé a trabajar donde antes,
en Astilleros del Cantábrico. Una vez en libertad,
contacté con Penido(...). Reanudé la actividad
sindical clandestina de la CNT. En Astilleros del Cantábrico
llegué a reunir veinte cotizantes del sindicato.
(...)Poco tiempo después, detuvieron a Antonio
Bermejo(...). Ese día ya no dormí en casa.
Vine a despedirme de la novia y dormí en un pajar
en Jove(...). Un día, me avisaron de que había
un barco que podía llevarme. (...)Atracamos y
yo y cogí el primer tren y me largué para
San Sebastián. En San Sebastián, Rafael
Tomás ya estaba esperándome con el dinero
para pasar a Francia. (...)Pasamos a Francia y fuimos
andando hasta Bayona. (.)De allí me mandaron
a Pau y a Toulouse, con la dirección de Ramonín
Alvarez Palomo. Llegamos a Toulouse, nos cogió
Ramonín y nos llevó al comisario Tatharot,
del contraespionaje, para arreglar la documentación.(...)”
Fermín
López de Vega, natural y vecino de Gijón,
de 24 años, soltero, metalúrgico, militante
de la CNT. Fue condenado a pena de muerte en un consejo
de guerra celebrado en Gijón el ocho de Abril
de 1938. La pena de muerte le fue conmutada con fecha
catorce de Junio de 1938, pero no se le notificó
hasta más de un año después.
Lucio Deago Bullón, comandante de los batallones
Henri Barbusse
y Llaneza, fue ascendido a mayor del Ejército
republicano del Norte
Mª
del Carmen y Magdalena Deago: “Nuestro padre murió
creyendo que también habían “paseado”
a su mujer y que nosotras íbamos a quedar huérfanas
de padre y madre.”
«Eramos
cinco hermanos. Yo, que soy la última, nací
el seis de Octubre de 1937 y el diecinueve me vino mi
padre a ver: fue la primera y la última vez que
me vio.
-Nosotros
no veremos el triunfo, pero esta hija lo llegará
a ver. -Le dijo mi padre a mi madre mientras me tenía
en sus brazos.
Hasta
cierto punto, tuvo razón.
Al
día siguiente, ya le hicieron prisionero en Gijón.
Mi padre iba a marcharse en los barcos que salían
para Francia. Hasta mi madre se lo había pedido.
Lo que él quería, y había solicitado,
era que le pusiesen dos barcos para salir con todos
sus hombres, pero eso, claro, en aquellos momentos era
imposible. El propio Belarmino Tomás se lo hizo
ver.
Al
día siguiente, vinieron a por mi madre los de
la “cheka” fascista de Olloniego. (...)Se
habían llevado ya a un hermano de mi padre, de
diecisiete años, y no había vuelto. (...)Aquella
noche, mataron a un montón de gente de Olloniego
que habían llevado en un camión.
Al
amanecer, mi madre se marchó de casa y se fue
a esconder a un pajar. Nunca se lo agradecimos bastante
a aquella familia que la escondió y le dio de
comer. Llevaban la comida de los cerdos y la de mi madre
escondida dentro. A los hijos nos repartieron entre
otras familias. Ella estuvo escondida allí tres
meses. En ese tiempo, saquearon totalmente la casa.
Fue gente de allí, del mismo pueblo. No dejaron
nada.
(...)Y
todo este sufrimiento por el simple hecho de que mi
padre había llegado a comandante. A dos hermanos
de mi padre, Ramón y Manolo, pues también
los mataron. Manolín era un niño,
le sacaron de casa para tomarle declaración y
no volvió más.
Mi
madre, con dos hijas y el cielo arriba y la tierra abajo,
se fue a vivir con la madre, trabajando en lo que pintase:
cargando duelas, trabajando en las huertas a jornal,
vendía pescado...; en lo que saliese, para sacarnos
adelante decentemente. (...)Hubo un tiempo en que mi
madre asaba castañas y yo iba a venderlas por
los bares. En una ocasión, le dijo la chigrera
a un señor, del que no te voy a dar el nombre,
uno que se acabó suicidando, pues le dijo:
-Anda,
hombre, cómprale unas castañas a esta
nena, que la probina no tien padre.
-¿De
quién es? -preguntó el hombre aquel.
-De
Lucio Deago -le respondí yo, inocente.
-¡Ah,
de Lucio Deago, eh! Pues a Lucio Deago el primer tiro
se lo di yo. Cuando subía con las manos atadas
por Ceares p’arriba, todavía nos decía:
«cobardes, asesinos, si tuviera un brazo libre
volabais todos.» No le dejamos un miembro sin
una bala.
Y
yo, inocente, se lo fui a contar todo a mi madre...
A
nuestra madre también le mandaban ir a fregar
al cuartel de la Guardia Civil, hasta que, gracias a
la madrina de mi madre y a otras dos mujeres que fueron
allí a preguntar el porqué, y no, ya no
la volvieron a llamar más.
Don
José Arenas, que luego estuvo de párroco
aquí, en Gijón, vino un día a ver
a mi madre, a preguntarle que por qué no iba
a misa.
-Mire,
don José, no voy a misa para no oír a
los asesinos de mi marido decir “Viva Cristo Rey”(...).”
Lucio
Deago Bullón fue miembro del PSOE y de la UGT,
participó activamente en la Revolución
del 34, en la toma del cuartel de la Guardia Civil de
Olloniego. Fue hecho prisionero, juzgado y condenado
a 30 años. Permaneció en la cárcel
hasta el triunfo del Frente Popular en Febrero del 36.
Al iniciarse la guerra, marchó voluntario para
el frente. Por sus conocimientos militares y experiencia,
así como por su capacidad intelectual y organizativa,
llegó a mandar, con la graduación de comandante,
los batallones “Henri Barbusse” y “Llaneza”,
siendo ascendido oficialmente a mayor en los últimos
días de resistencia del Frente Norte. Hecho prisionero
en Gijón, fue sometido a consejo de guerra, condenado
a pena de muerte y fusilado.
José Segurola Pérez, de Las Chavolas,
Castrillón; teniente del Batallón Montaña
nš 272
José
Segurola: “Cuando volví del batallón
de trabajadores, a mi familia la habían deshecho.”
Yo
era el hermano pequeño y no estaba metido en
nada de política. Venía de pasar muchos
años en Francia y... ¡qué sabía
yo entonces de política! Mi hermano Emilio, el
mayor, estaba detenido en un penal de Pamplona a consecuencia
de la Revolución de Octubre. Era secretario del
PSOE y presidente de la UGT en Castrillón. Era
un gran dirigente, un gran luchador: leal, fiel, dialogante;
un militante cien por cien. En vísperas de las
elecciones, a los presos de aquel penal les trajeron
para la cárcel del Coto y allá le fui
a ver. A los pocos días ya le soltaron. Aquí
se organizó una manifestación para ir
a recibirle a la carretera.
(...)La
Real Compañía Asturiana tendría
entonces sus dos mil y pico trabajadores y era la empresa
más importante de la comarca. (...)Al estallar
la guerra, toda la gente de Castrillón se marcharon
voluntarios para el frente. Yo, no. Yo venía
de Francia, que es un país totalmente diferente
a España. Mis tres hermanos: Emilio, Severino
y Manuel, sí; estuvieron en el frente hasta el
último día, creo que en el Batallón
“Pablo Iglesias”. En el último momento,
consiguieron embarcar, pero les capturó un bou.
(...)Cuando
llamaron a la quinta del treinta y siete, me tuve que
presentar. (...)Fui a una Academia Militar que había
en unas naves del “Simancas”, en Gijón.
Me reclamaron de Somiedo antes de que me dieran el nombramiento,
pero, sí, lo recibí allí a los
pocos días. (...) (El 23-10-37) Llegamos a Trubia
y ahí nos cogieron prisioneros. Eramos miles
de prisioneros. Poco a poco nos fueron tomando la filiación
a todos. (...)Por todos los sitios donde había
prisioneros pasaban las “chekas” de Falange
de cada municipio a buscar a los que les interesaban.
(...)Al
cabo de unos meses, vinieron unos camiones para llevarnos
para el campo de concentración que había
en el antiguo manicomio de La Cadellada, al lado de
Oviedo. Ahí fue donde se formó el batallón
de Trabajadores en el que me tocó a mí.
(...)En
Alicante estuvimos dos meses. Aquello sí que
fue trágico: ¡cómo corría
la sangre, Dios mío!. Estábamos en un
campamento y todos los días, todos los días,
a primera hora de la mañana, bajaba el camión
chorreando sangre. Venía cargado con los cuerpos
de los que acababan de fusilar y la sangre salía
por los costados de la caja.... ¡Dios mío,
Dios mío!
Llegué
de vuelta a Las Chavolas y me encontré con toda
la familia deshecha. Estando en el batallón de
Trabajadores, me iban llegando cartas en las que me
decían que mi hermano Emilio “estaba pasando
las vacaciones con la abuela”; más tarde,
que mi hermano Severino, lo mismo; luego, que mi hermano
Manolín, igual... ¡Y mi abuela había
muerto hacía veinte años! (Sollozos) Mi
padre había evacuado para Barcelona, y allí
se murió. Mi madre se quedó en casa de
unos parientes, en Soto del Barco. Mi hermana no marchó
de Las Chavolas. Sufrió mucho, mucho. Le cortaron
el pelo al cero varias veces. Le pusieron un sello de
tinta en la frente con el yugo y las flechas, y cuando
se le borraba, tenía que ir a que se lo pusiesen
otra vez...¡Cuántas humillaciones! ¡Cuánto
sufrimiento! ¡No se puede ni imaginar, ni imaginar!
A otro hermano que me quedaba, Agustín, le fueron
a buscar a casa de madrugada. Vivía en La Llonguera.
Los de la “cheka” de Falange dejaron el
coche en la carretera y bajaron por los prados a buscarle.
Le salvó la mujer que hizo frente a los de Falange
y consiguió que no se lo llevaran, porque si
se lo llevan aquella noche, lo “pasean”
también. La mujer de mi hermano conocía
al jefe de Falange de Salinas y en casa de ese señor
tuvo que estar mi hermano yendo a dormir durante más
de tres meses. Se salvó. Mi hermana se tuvo que
marchar a vivir a Gijón, pero la obligaban a
venir todas las semanas a presentarse al puesto de la
Guardia Civil.
(...)Pero
no acaba ahí la cosa. Seis años antes
de jubilarme, convocaron unos exámenes para jefe
de taller. Eramos cuatro aspirantes. Todo el mundo decía:
“Segurola no los ve delante a los otros tres”,
y añadían que para mí, aquello,
“iba a ser un paseo”. Me molesté
al máximo, quedé el número uno...
¿Y qué pasó? Pues que colocaron
a uno que era adicto al régimen.
Emilio
Segurola Pérez, natural y vecino de Castrillón,
de 33 años, casado, fue capturado cuando intentaba
huir a bordo del vapor “Gaviota”. Sometido
a consejo de guerra que se celebró en Gijón
el 12 de marzo de 1938, fue condenado a pena de muerte
y fusilado el seis de Mayo de dicho año.
Severino
Segurola Pérez, de 30 años, casado, fue
capturado en el “San Juan de Nieva”. Su
consejo de guerra se celebró en Gijón
el ocho de Marzo de 1938, siendo condenado a pena de
muerte y fusilado el veintinueve de Mayo.
Manuel
Segurola Pérez, de 28 años, casado, fue
sometido a un consejo de guerra que se celebró
en Gijón el día siete de Marzo de 1938
y en el que fue condenado a pena de muerte. Le fusilaron
el seis de Julio de ese año.
Luis Quirós Alvarez
Luis
Quirós: “En El Pedrosu, cuando vi pasar
un camión con un cañón antiaéreo,
todavía creí que la República no
perdía la guerra.”
(...)Me
enteré de que estallaba la guerra por “Avance”,
el periódico de los socialistas que se hacía
en Oviedo. (...)Me movilizaron al principio de todo.
Nos llevaron a Begoña. Sería por Septiembre,
ya había caído el Simancas. Formamos el
primer batallón militarizado que no era de milicianos,
el número uno, al mando del capitán Abad.
Nos llevaron a Grado a hacer ejercicios de guerra porque
venían ya las columnas gallegas.
(...)El
final de la guerra me cogió en El Pedrosu, en
Villaviciosa. Estaba en el Batallón “Planerías”
y cuando ellos tomaron El Mazucu, se perdió el
contacto. Fuimos en tren hasta Belmonte de Pría.
Luego, continuamos por la carretera que va de Nueva
a Corao y nos establecimos en el pico Benzúa.
Con una moral terrible, se les pegó una batida
a los tercios de Lacar de las Brigadas Navarras. Fue
un combate terrible, sangriento, y se les cogieron dos
banderas. Tenían un machete amarrado al mástil
para poder clavarlas en el terreno. La primera compañía
del Batallón “Planerías” desfiló
a los pocos días por Gijón porque había
sido la primera batalla que se ganaba después
de la pérdida de El Mazuco. Luego, a los tres
días, ellos dieron una embestida terrible. Fue
la vez que más aviones conté: treinta
y tres. La aviación nos desmoralizó, pero
cuando llovía, no avanzaban ni un milímetro.
(...)La
gente se marchaba y yo me quedé. Amaneció
el día siguiente y un paisano que iba por la
carretera nos dijo:
-¿Qué
hacéis ahí, probinos? Si en Gijón
ya están los falangistas.
Entonces
fue cuando ya se marchó todo el mundo.
(...)Entré
en casa por la puerta de atrás y estuve medio
guardado. Un día, fueron a detener a mi hermano
Ceferino, que era el más significado, y me encontraron
a mí. Al final, habíamos estado cinco
hermanos en el ejército republicano. Nos salvamos
los cinco y sin un rasguño. (...)Me vino a detener
Julio Paquet y otros más en un coche. Seguramente
que el chivatazo se lo dio el cipayo que tenían
de portero en “La Sombrerera”. (...)Me pegaron
tres palizas al declarar. Y eso que tuve suerte, porque
en vez de al cuartel de la Guardia Civil de Los Campos,
me llevaron al Instituto, que era donde estaban los
de Asalto. Salvé, porque, poco antes, a un amigo
mío le llevaron a la Guardia Civil y le dieron
unas palizas de miedo. En el Instituto, la prisión
estaba en la planta baja, en el ala que da para “el
Parchís”. Seríamos unos cuarenta.
Recuerdo que estaban allí Afredo Flórez,
médico de Soto del Barco; este Alfredo tenía
la preocupación de que cogiesen al hermano y
que lo fusilasen; luego, resultó que le fusilaron
a él y el hermano se salvó. Estaban también
allí “Cochambo”, que era de Cimavilla;
una rapaza que se llamaba Saturnina, porque había
también cuatro mujeres allí, y esas tenían
un catre para ellas; pero cuando me pegaron la paliza
a mí, me dejaron ellas la cama para que durmiera
aquella noche; estaban Ramón Duarte, Abilio el
de “La Palma”...
(...)Empezó
a pegarme. Un puñetazo debió de cogerme
desprevenido y me desencajó la mandíbula.
Fue cuando me dejaron el catre aquellas mujeres, y estando
allí echado, yo solo me arreglé para encajar
otra vez la mandíbula en su sitio. Volvió
a llamarme otro día y a pegarme otra vez, y a
preguntarme por la pistola (...). Al tercer día,
tenía encima de la mesa un tolete de Asalto y
me dijo que era para mí. Me pegó bastante:
un brazo me lo dejó tumefacto, y la espalda.
(...)A
los catorce días, me llevaron, junto con otros,
para la cárcel del Coto en un camión abierto
de los de Asalto. Cuando entramos en la cárcel
del Coto, nos metieron en un cuartín que había
a la izquierda, que se llamaba “el Almacén”.
Te metían allí para después clasificarte.
Había allí seis hombres tirados en el
suelo. Estaban vivos. Había allí un médico
con bata blanca que los atendía con cierto cariño.
Resulta que era el médico que estuvo en el Simancas,
Angel Soutullo, y que estaba allí preso. Estando
yo allí, Soutullo, el médico, dijo:
-Ese
se muere, tiene la vejiga rota.
Esos
venían del cuartel de la Guardia Civil de Los
Campos. Comparado con aquellos, lo mío no era
nada, no me atrevía ni a quejarme.
(...)En
la aglomeración había unas doscientas
personas, pero se estaba mejor que en las celdas porque
era una sala más grande. Todos los días
se medía el espacio que correspondía por
persona: 34 centímetros.
(...)
(el abogado) Nunca habló conmigo. Eramos diez
y nos conoció un cuarto de hora antes de empezar
el consejo de guerra. Fue leyendo los nombres de cada
uno. Leyó el mío y dijo:
-Lo
suyo está muy mal.
El
consejo de guerra se celebró en la sala del Instituto
que está, según entras al patio, a la
derecha. A los diez acusados nos sentaron en un banco
corrido y sin respaldo. Detrás de nosotros estaba
el público, sentado en bancos; delante, el tribunal,
a la izquierda el fiscal y el relator, y a la derecha
el abogado defensor.
Somonte
empezaba leyendo con voz engolada los cargos que se
hacían a cada uno; luego, el fiscal iba pidiendo
las penas de muerte, todos pena de muerte, era la costumbre.
Salimos de allí para El Coto esposados de dos
en dos y yo con la petición de pena de muerte.!
(...)A
los que iban a fusilar los venían a buscar a
las seis de la mañana. Abrían la puerta
de la celda, leían los nombres e iban diciendo:
“¡vístase!”, “¡vístase!”
Decían la misa y les llevaban para Ceares. Unas
veces venían guardias civiles y otras, guardias
de Asalto. La vez que más llevaron fue en Enero
del 38 en que sacaron a sesenta y dos, y ese día
vinieron soldados; nunca volvieron a llevar tantos de
una vez, se ve que eran demasiados.
Las
celdas del Coto eran de cuatro metros por dos treinta
y estábamos catorce: seis, seis y dos. Cuando
entraba uno de más de uno ochenta era una desgracia
porque te ponía los pies al lado de la cara.
Los dos, uno tenía la cabeza debajo del bañal
y el otro junto al retrete. A la entrada, a la derecha,
estaba el retrete, y a la izquierda, un bañal,
que no tenía agua (...).
Artemio
Alvarez: “En el campo de concentración
de San Marcos, en León, vi los apuntes del dinero
que ahorraba el comandante al ejército matando
de hambre a los prisioneros.”
Yo
me vine a Madrid, y en Madrid estaba cuando estalló
la guerra, a consecuencia de la cual me quedé
sin trabajo. Pertenecía a las Juventudes Socialistas
que, por la intervención de Carrillo, se fusionaron
con las comunistas y adaptaron el nombre de Juventudes
Socialistas Unificadas, más conocidas por las
famosas siglas de JSU.
En
Noviembre del 36, salí para el frente en un grupo
juvenil de las JSU en el que también había
chicas. Nos mandaron a la carretera de Extremadura.
Fue en aquellos días en que las tropas de Franco
llegaron a las puertas de Madrid, y si no llegaron a
entrar fue por cobardes, porque les dio miedo: esa es
la verdad. También pudieron creer que era una
emboscada que les tendían, el caso es que no
se atrevieron a continuar avanzando.
Cuando
fuimos para la carretera de Extremadura no llevábamos
nada. Nos sacaron del Palacio de Juan March, que estaba
en Lista, esquina a Núñez de Balboa. Estaba
ocupado por las JSU y organizado en radios y células,
según la estructura del Partido Comunista. Antes
de llegar a la Puerta del Angel, nos metieron en un
cine, nos dieron un bocadillo y a las cuatro de la mañana
pidieron voluntarios para dinamiteros. Se levanta uno
y, claro, se levantan los demás por el qué
dirán. Pero nos dijeron que no, que iban a elegir
ellos porque era una misión más delicada.
A los dos días, algunas milicias, ante el ataque
de los nacionales, empezaron a retirarse. Entonces,
nos llevaron a nosotros a la Puerta del Angel, a que
les quitásemos las armas a los que venían
retirándose. Salimos en el diario “Ahora”
como quitándoles los fusiles, pero... ¡qué
les íbamos a quitar!, los entregaban: ¿cómo
vas a quitar un fusil a un tío que te puede pegar
un tiro? Eso fue lo mismo que el golpe de mano para
tomar la “Casa del Francés”. Salimos
con el rancho frío para dos días. A las
cuatro de la mañana, saltamos las trincheras
y en vez de dar un golpe por sorpresa, nos mandan a
todos ponernos a cantar “La Internacional”.
¡Claro, en cuanto estuvimos a tiro nos frieron!,
y bajas a punta pala.
(...)Yo
pertenecía al 5º Batallón de la 43ª
Brigada, a la que llamaban “la brigada de los
niños de Miaja”, pero en una reestructuración
que hubo, mientras yo estaba hospitalizado, dejaron
las brigadas con cuatro batallones cada una.
(...)Al
llegar a Albacete, hacia las tres de la madrugada, tenían
emplazadas las ametralladoras en la carretera para recibirnos.
Nos consideraban traidores porque abandonábamos
el frente, cuando la realidad era que se había
derrumbado ya. Bueno, el caso es que Toral debió
de hablar con el gobernador de Albacete o con quien
fuera y nos dieron paso. Llegamos a Valencia y nos metieron
en un local del Partido Comunista, donde nos dieron
de comer. Como se habían llevado con ellos todos
los papeles y los sellos, pues se hicieron allí
mismo salvoconductos en los que se ponía que
fulano de tal iba para tal sitio en comisión
de servicio. A las doce de la noche, nos dijeron que
en Valencia no había barcos y que estaban en
Alicante. Salimos para Alicante de madrugada.
(...)En
Alicante, los italianos de la División “Littorio”
se instalaron en la calle que llevaba al puerto utilizando
sacos de lentejas como parapeto y con las tanquetas
en posición. Nos decían que el puerto
se había declarado zona internacional. Estuvimos
allí tres días. Había barcos, se
les veía a lo lejos, pero no venían. Luego,
he leído algo de eso. Lo de la “no intervención”
fue una gran mentira, porque mientras los otros entraban
todo lo que les daba la gana, a la República
se lo requisaban todo. (...)Ahí vi a la gente
volverse loca: el tío que se quiere suicidar,
jefes de brigada y comisarios que se juramentan y se
disparan mutuamente, muchos casos de esos. Al tercer
día, nos dijeron que no había barcos y
nos mandaron subir al “Campo de los Almendros”,
saliendo de Alicante para Valencia. Allí estuvimos
a campo libre, con una lata de sardinas y un chusco
para todo el día. Eso era a primeros de Abril
de 1939.
En
el “Campo de los Almendros” empezaron a
depurar: a unos los mandaban para la cárcel y
a mí me tocó para el campo de concentración
de Albatera, donde estaría unos diez días.
Albatera había sido antes un campo republicano
para desertores y castigados, con capacidad para cincuenta
o cien personas, ¡y nos metieron allí a
miles! Estábamos tan hacinados que según
nos formaban, así dormíamos. Había
alfalfa y la tomábamos como ensalada o cocida.
Un día vi en Albatera al jefe de la División,
a Hortelano, porque mi jefe, como estaba herido, del
puerto de Alicante se fue a un hospital a curarse y
luego se marchó. Hortelano me dijo que cómo
no me había presentado cuando llamaron a los
menores de edad; porque yo tenía los veintiún
años recién cumplidos de Marzo. Me dijo
que cuando los volvieran a llamar que me presentase.
Así lo hice. Había allí militares
y falangistas que me preguntaron qué había
estado haciendo en el frente. Les dije que me había
tenido que alistar como voluntario para intentar salvar
el pellejo. Hablaron entre ellos y me dieron permiso
para salir. Me preguntaron si quería ir para
Asturias o para Madrid. Les dije que para Madrid, que
era donde tenía mi último domicilio. Me
dieron un pase y me dejaron salir de Albatera.
(...)Llegué
a Madrid, me fui a dar un paseo y me pidieron la documentación.
Como no tenía, me mandaron para la plaza de toros
de Vistalegre. De allí salí gracias a
una vecina que era artista y conocía a un policía
que le hizo un salvoconducto. Esa vecina me consiguió
también un pase para venir a Asturias a ver a
mis padres. Llevaba trece años sin ver a mis
padres. Vivían en Castrosín. Cuando llegué
a Cangas de Narcea, en la Guardia Civil me dijeron que
me tenía que presentar cada quince días.
Por el cartero supe que estaba declarado prófugo,
así que me presenté en el ayuntamiento
y les dije que estaba dispuesto a hacer el servicio
militar. (...)Nos metieron en un tren y (...)nos llevaban
a un batallón de Trabajadores, en La Bañeza.
Llegamos allí y nos dijeron que el batallón
estaba en Castrocontrigo. En Castrocontrigo estaba el
puesto de mando del batallón, pero una compañía
estaba en Truchas, otra en Baíllo de Truchas.
Al
poco de llegar nosotros, licenciaron a gente del batallón,
entre ellos, a unos cuantos que estaban en la oficina.
A mí me sirvió haber estudiado mecanografía
en Madrid. Entré en la oficina del batallón
y, al poco, me trasladaron a la oficina de la Inspección,
que estaba en San Marcos, en León, en lo que
hoy es parador de San Marcos, que era entonces un campo
de concentración de órdago. Allí,
el señor comandante del batallón, José
Llamas del Corral, tenía en el despacho unos
apuntes del dinero que había ahorrado al Ejército
matando a la gente de hambre, ¡porque devolvía
dinero de lo que le asignaban para comida! (...)Al
lado nuestro había un equipo de investigación
de la Guardia Civil. Un día cualquiera, llegaba
un informe de un prisionero, le bajaban a las carboneras
y al día siguiente no se le conocía de
los palos que le habían dado.
(...)En
los batallones de Trabajadores que estaban en Lugo de
Llanera había muchos asturianos, y los sábados
y los domingos venían las madres y las mujeres
a comer con ellos en la alambrada del campo, unos de
un lado y otros, del otro. Había allí
unos soldados catalanes que estaban encargados de la
vigilancia y daban leña a manta. Entonces, los
prisioneros les decían a los familiares:
-Mira,
ese soldado que va ahí me dio ayer unos palos...
Luego,
los hermanos o lo que fuesen esperaban a que los soldados
saliesen a tomar una copa a un bar de los que había
por allí, entraban, montaban una bronca y empezaban
a zurrarles a los soldados. Fue entonces cuando resolvieron
llevar fuera de Asturias a todos los prisioneros asturianos.
En
base a unas disposiciones que habían salido,
solicité el licenciamiento, pero me vino denegado.
Entonces, me dieron el permiso que me correspondía
y me vine a Asturias, a casa de mis padres, con la obligación
de presentarme cada quince días a la Guardia
Civil. Hasta que un día me llegó el aviso
de que había sido destinado a un regimiento con
servicio de armas, al “Inmemorial” nº
1, en Madrid, por lo que, al ser con servicio de armas,
ya no tenía que presentarme a la Guardia Civil.
Sería el año 1944. Y en el Regimiento
“Inmemorial” nº 1... ¡pues a
hacer la mili, de quinto, la instrucción, la
jura de bandera y esas cosas! La verdad es que ahora
da risa que después de haber hecho una guerra
tengas que ir a hacer la instrucción.
Mercedes
Ordás: “A nuestra espalda, el teniente
de la Guardia Civil gritó: ¡Apunten! ¡Fuego!”
(...)Aquí
entraron los nacionales rápido, en Agosto del
36, porque no hubo resistencia, ni un tiro. Solamente
en el Puente del Infierno hubo algo de tiroteo y también
volaron los puentes. Nosotros quedamos todos en casa
con mi madre. Fue cuando dijeron que venían las
tropas de León arrasando con todo lo que pescaban.
Aquí, cuando entraron, a todo el que cogían
lo llevaban por delante: a “Tonelada”, que
tenía diecisiete años; a doña Balbina,
la maestra, que estaba embarazada; al neno aquel de
Corias, de quince o catorce años; el del “Blanquín”
tirados ahí él y el padre; a la Leoncia.
Por que, aquí, en Cangas del Narcea, mataron
a muchos. Y a muchas mujeres les dieron palizas, les
hacían beber aceite de ricino y les cortaban
el pelo. Muchas veces denunciaban a las mujeres, sobre
todo a las jóvenes, solamente para que les cortasen
el pelo, así que cuando iban para la comandancia
llevaban ya una gorra por si les cortaban el pelo. Hubo
gente que enfermó con lo del aceite de ricino.
Entonces,
mi madre y otra señora que estaba en casa y tenía
siete nenas decidieron marchar para el pueblo en el
que ella naciera: Las Defradas, de San Pedro de las
Montañas. Querían refugiarse allí,
en un pueblo apartado de la montaña, hasta que
pasara la primera avalancha. Aguardamos hasta que nos
dijeron que las cosas estaban más tranquilas.
Ya nos habían desvalijado la casa y todas esas
cosas. Entonces, mi madre se decidió a bajar
con nosotros para Cangas, pero a nuestro hermano Pepe,
que tenía diecisiete años, y a Jaleo,
que era el sereno, (?) por si acaso, les dijeron que
se quedasen unos días más. Una noche,
ellos dos, vinieron a dormir a la cabaña de Frutos,
para, al día siguiente, venir para Cangas. Aparecieron
cinco o seis vecinos por allí, de vigilancia
o lo que fuera, y aquella misma noche los mataron.
Fui yo (Benigno) con mi madre a llevarle el colchón
a la cárcel y nos dijeron que no, que no hacía
falta. Mi madre les dijo a gritos si es que le querían
matar. Al día siguiente, cuando mi madre le fue
a llevar el desayuno, ya no estaba, ya los hubieran
matado. Todo el camino de vuelta a casa lo hizo mi madre
gritando: ¡bandidos!, ¡criminales!, ¡asesinos!...
Todo lo que se le salía. Lo recuerdo perfectamente
porque yo (Nieves) era una niña de siete años
que iba caminando con ella, agarrada a la falda. Al
llegar a casa, a mi madre empezaron a darle ataques.
Benigno fue a buscar a don Rafael, el médico.
Cuando llegó don Rafael, el médico,
ya estaba allí la Guardia Civil que había
venido a buscarla para llevársela y matarla también.Gracias
al médico que les dijo que hiciesen el favor
de salir, que aquella señora no se movía
de allí bajo su responsabilidad. Les tuvo que
repetir varias veces que saliesen, que él era
el médico y que le necesitaba a él. Si
no llega a ser por el médico, aquella noche la
matan sin más.
Nosotros,
durante la guerra, estábamos en Cangas. A
mi madre y a esta hermana mayor (Mercedes) las llevaban
cada poco para la cárcel y las volvían
a soltar. Así, una vez y otra. Yo era más
pequeño y estaba en un pueblo, aquí cerca,
para que no me viesen y no me llevasen también.
A
Félix, el mayor, le cogió el derrumbamiento
del frente de Asturias estando herido en un hospital
de Sama. Le hicieron prisionero y de allí le
llevaron ya a Luarca, a juzgar. En el consejo de guerra
le condenaron a pena de muerte. (...)Le trajeron
para la cárcel de Cangas. Llegó con la
camisa pegada al cuerpo de todos los palos que le habían
dado.
En
una celdas de castigo tenían metidos a siete
condenados a muerte y entre ellos estaba nuestro hermanos
Félix. Eran todos de esta zona y de Ibias, y
había uno, Zapico, que era de la cuenca minera.
Nosotras fuimos muchas veces a llevarle la cena. La
cena iba en un cesto de varas que tenía una correa
por la parte de abajo. Debajo de la correa era donde
metíamos las limas.
Consiguieron
hacer un agujero en la pared de la celda y, una noche,
cuando faltaban dos días para que les llevasen
a fusilar, se escaparon. Salieron al patio y con
unas mantas anudadas, saltaron el muro y se descolgaron
al exterior. Cruzaron el río y se marcharon monte
arriba. Se dispersaron y cada uno marchó por
un lado. Félix aguantó tres años
escondido por los montes.
Cuando
se escaparon, vino la Guardia Civil a casa y me llevaron
a mí (Mercedes) para la cárcel. A la noche
siguiente, me sacaron con otra mujer, Lola Fernández,
cuyo hermano era uno de los que también se habían
escapado. Nos llevaron a las dos para que declarásemos
a dónde se habían ido. Nosotras no lo
sabíamos. Así que nos subieron a uno de
aquellos camiones de los soldados. Iban soldados y guardias
civiles con nosotras. Algo antes de llegar a Pola
de Allande, nos mandaron bajar a las dos. Ibamos esposadas
la una a la otra. Nos llevaron a la cuneta de la carretera
y nos pusieron de espaldas a ellos, que estaban en la
carretera. Yo ya sabía que nos iban a fusilar
porque lo había visto otras veces. Resbalaba
en la cuneta porque lloviera aquella noche y estaba
mojado. “Que vas a caer”, me decía
Lola. “Que más da, si vamos a caer las
dos ahora”, recuerdo que le contesté yo.
El teniente de la Guardia Civil dio la orden: ¡Apunten!
¡Fuego! Claro, pensábamos que íbamos
a morir, qué otra cosa se va a pensar. Pero dispararon
por encima de nuestras cabezas. Yo tendría dieciocho
años y Lola, diecisiete.
(...)Al
día siguiente, fueron a buscar a nuestra madre
y se la llevaron a ella con los cinco hijos para el
campo de concentración de Figueras de Castropol.
En ese campo de concentración estuvimos mucho
tiempo. Una noche de Reyes (del 39, llevaban allí
desde Septiembre), vinieron a buscar a Nieves y a Gil,
que eran los más pequeños. A Nieves, que
tenía ocho años, la llevaron para Colloto,
a un colegio de monjas, y a Gil, que tenía diez,
al reformatorio de San Agustín, en Noreña.
Yo (Benigno), que tenía doce, quedé en
el campo de Figueras con otra hermana (Remedios). A
mi madre y a mí (Mercedes) nos llevaron deportadas
para Plasencia, en la provincia de Cáceres.
(...)En
ese campo de Figueras habría, de media, mil hombres
prisioneros y seiscientas mujeres. Había tres
barracones para dormir. Estábamos separados los
hombres de las mujeres por una alambrada.
A
Félix le cogieron en el pajar de la casa de la
novia. Hubo un chivatazo y fueron y rodearon la casa.
Le gritaban que se entregase, pero nada. Tenía
una pistola y les disparaba desde la ventana del pajar.
Como tenían miedo a entrar, prendieron fuego
al pajar. Cuando se vio perdido, con la última
bala de la pistola, se asomó a la ventana, les
gritó que era Félix Ordás y se
pegó un tiro. El cadáver, medio quemado,
lo metieron en un saco y lo trajeron para Cangas. Lo
tuvieron tirado delante de la cárcel, en exposición,
para que la gente lo viese. Poco después, veníamos
mi madre y yo (Mercedes) de andar recogiendo castañas.
Nos cruzamos con el barrendero y otros que iban con
el carro de la basura en dirección al cementerio.
Nosotras no sabíamos nada, pero notamos algo
raro y nos quedamos mirando para atrás. Nos dijeron
que siguiéramos para adelante y que no miráramos:
Llevaban el cuerpo de nuestro hermano Félix.
A
los cuatro o cinco días fue cuando nos soltaron
a Remedios y a mí (Benigno) en el campo de concentración
de Figueras. Llegamos aquí el día dos
de Diciembre, no se me olvida, porque era el día
siguiente de la feria.
También
intentaron quedarse con lo que teníamos. Un día,
llegó a casa un papel del Estado diciendo que
en el plazo de veinticuatro horas teníamos que
entregar la parte de la herencia que les correspondía
a los dos hermanos que nos habían matado.
Al
otro hermano, a Pepe, y al sereno los habían
enterrado en una cuneta a la salida del pueblo. Sabíamos
dónde era más o menos porque una tía
nuestra y otros vecinos, sintieron los tiros por la
noche y, de día, se acercaron y vieron los cadáveres.
Los enterraron allí los mismos vecinos, cada
uno al lado de un castaño. Luego, yo (Nieves),
de nena, iba a llevarles flores. De aquella no pudimos
hacer nada porque creo que si pedimos permiso para llevarlo
a enterrar al cementerio nos matan a nosotros.
Hace
más de seis años solicitamos permiso al
Ayuntamiento y nos lo dieron. Fue terrible, dio mucho
trabajo porque estaba cambiado todo: los castaños
ya hacía mucho que los habían cortado,
la carretera la habían arreglado, los cierres
de los prados los habían movido, árboles
que habían nacido... Llevamos una pala excavadora
y, con cuidado, fue removiendo la tierra hasta que aparecieron
los restos de los dos. Identificarlos fue fácil
por la longitud de los huesos y porque todavía
se conocían los zapatos y el cinturón
de Pepe, que eran de cuero.»
28-5-41
Condena: Pena de muerte. Aprobada por el Auditor de
Guerra el 4-1-38; “enterado”: 2-3-38. Parece
ser que se fugó de la cárcel de Cangas
de Narcea el ¿26-1-40? Falleció en Bustarel,
Allande, a las 7h 27-11-40 a causa de “derrame
cerebral” (L 112 F 384 Registro Civil de Cangas
de Narcea).
Félix
Ordás Roza, natural y vecino de Cangas de Narcea,
hijo de Amaro y Esperanza, de 27 años de edad,
soltero, jornalero, fue condenado a pena de muerte en
un consejo de guerra celebrado en Luarca el día
21 de Diciembre de 1937. Consiguió huir de la
cárcel de Cangas de Narcea el día antes
de ser fusilado. Falleció en el pueblo de Bustarel,
Allande, el día 27 de Noviembre de 1940, al rodear
las fuerzas de la Guardia Civil la casa en la que estaba
escondido y prenderle fuego.