Los militares sublevados tardaron quince meses en poder
dominar Asturias. Fueron quince meses de guerra, de
lucha intensa. En cambio, otras regiones de España
quedaron en manos de los nacionalistas desde el primer
día de la sublevación sin que apenas hubiera
resistencia.
Al
hablar de la represión y del terror, hay una
frase que a fuerza de oírse en boca de todo el
mundo se ha convertido ya en lugar común; una
frase que se acepta como verdad porque, efectivamente,
lo es: “los rojos también mataron a mucha
gente”; se afirma. Es otro gran éxito de
la propaganda nacionalista, porque partiendo de
un hecho real, como es que “los rojos” mataron
a gente, se consigue que el razonamiento pase del “hecho”,
de la “causa”, al número. La propaganda
reaccionaria ha conseguido que la discusión se
centre en si unos mataron a quinientos y los otros a
mil quinientos. O sea, en si unos eran más bestias,
más criminales que los otros. A la conclusión
a la que se quiere llegar es que “tan malos eran
los unos como los otros”: ¡alto ahí!
Alto
ahí, porque, en primer lugar, fueron los enemigos
de la libertad, de la equidad y del progreso los que
llevaron al país a un guerra total que duró
tres años; luego, suya es la responsabilidad
de todos, repito, todos, los crímenes por haber
iniciado la confrontación; porque no creo
que fuera tan difícil de imaginar lo que habría
de ocurrir en aquellas ciudades, pueblos o aldeas en
que, derrotada la sublevación, se quedaran sin
la tutela de ninguno de los resortes del estado y en
medio de la vorágine del enfrentamiento total.
Pero es que, además, en aquellas regiones
que dominaron desde el primer momento de la sublevación,
allí donde no hubo una sola víctima de
los rojos, ellos, los sublevados, los militares nacionalistas
y todos los que les apoyaban, contando con el especial
bendición de la Iglesia Católica, se pusieron
a matar inocentes a troche y moche. En la zona nacionalista,
al contrario que en la parte republicana, no hubo “quinta
columna”, la situación la tuvieron perfectamente
controlada y no se movía una paja sin que se
enterasen, sin su permiso. Los bandos de guerra les
otorgaban plenos poderes y la disciplina era “militar”.
Lo
primero que hicieron los coroneles sublevados fue matar
a sus propios compañeros: los generales que se
mantuvieron al lado del gobierno. Fue una escabechina
bestial de todas las autoridades políticas y
militares, no ya porque permaneciesen leales al gobierno
constitucional republicano, sino, simplemente, porque
titubeasen o no se manifestasen abiertamente a favor
de la sublevación.
Galicia
Fue
una región que los nacionalistas dominaron desde
el principio y allí la represión también
fue terrible. En Ferrol, donde la resistencia republicana
protagonizada por trabajadores del Arsenal y marinería
del acorazado “España” y del crucero
“Almirante Cervera” duró dos días,
los consejos de guerra empezaron a dictar penas de muerte
sin parar: contralmirantes, capitanes de navío...,
y maquinistas, contramaestres, marineros y obreros...;
y alcaldes y concejales... Todos acabaron ante el piquete
de ejecución. José G. Rendueles, coronel
auditor de la Marina y jefe de la Auditoría de
la Base Naval Principal de El Ferrol, fue el que se
encargó de dirigir la sangrienta represión
con el Código de Justicia Militar (inverso) en
la mano.
En
Cedeira, donde, andando el tiempo, se instalaría
un campo de concentración al que fueron conducidos
muchos de los prisioneros capturados cuando huían
por mar al derrumbarse el Frente Norte, pues en esa
misma Cedeira fueron fusilados por los sublevados el
alcalde y su hijo, el teniente de alcalde, el jefe de
Correos, el veterinario, dos maestros, el gerente del
Banco Pastor y varias personas más. Lo cuenta
Xosé Manuel Suárez en su libro: “O
alzamento de 1936 no Norte da Coruña”.
En
La Guardia, municipio de la provincia de Pontevedra
situado en la desembocadura del Miño, en cuya
ribera se ubicaría otro famoso campo de concentración:
el de Camposancos, en el que tantos miles de asturianos
estuvieron presos; pues era alcalde del municipio
guardés Brasilino Alvarez, simpatizante del Partido
Galleguista. Brasilino Alvarez había retornado
de la emigración americana con una regular fortuna
que le permitía vivir de las rentas. En los siete
días que transcurrieron desde el inicio la sublevación
en Africa hasta que un conglomerado de tropas, guardias
civiles y falangistas entraron en La Guardia, no se
produjo incidente de ninguna clase. El alcalde entregó
el mando al jefe de la fuerza y se fue a su casa. Pues
Brasilino Alvarez también fue fusilado, en Tuy,
junto con otros, el siete de Diciembre de 1936 después
de haber sido condenado a pena de muerte en un consejo
de guerra. Según los autores del libro “Aillados”,
solamente dos alcaldes constitucionales salvaron la
vida en toda la provincia de Pontevedra.
Juan
Noya Gil, concejal republicano de La Guardia, galleguista,
activista cultural y deportivo, cofundador de la sociedad
obrera local, escribió un libro titulado “Fuxidos”.
En ese libro autobiográfico, se narra en detalle
lo que fue la represión en la comarca del Bajo
Miño. A él pertenecen estos párrafos:
«A
las cinco de la tarde habían sido asesinadas
cinco personas en La Guardia, entre las cuales figuraban
mis cuñados Angel y Antonio. Quedé
anonadado. Mi pensamiento volaba hacia la santa mujer
que era mi suegra y hacia mi entrañable esposa.
Ese
fatídico día habían hecho acto
de presencia en La Guardia el capitán de la Guardia
Civil Teresa y el teniente de Carabineros Salvador Buhígas.
También se vio al capitán de Artillería
Benito Alvarez. Ignoro la responsabilidad en que este
último haya incurrido, por eso me abstengo de
señalarla.
En
el hotel del Monte Santa Tecla se celebró ese
día una comida que, con los primeros nombrados,
compartieron Paco Moreno (alcalde) y toda la cohorte
de criminales falangistas de la localidad.
Allí
-versión que merece entero crédito- se
discutió como si fueran sardinas en lata el número
de republicanos y obreros que debían eliminarse
aquella tarde. Se asegura que la cifra demandada
por el capitán Teresa y el teniente Buhigas era
muy alta y que Paco Moreno la fue regateando hasta acceder
a que se concretase a la de los cinco que oportunamente
reseñaremos.»
Un
hermano de Juan Noya fue también torturado y
asesinado. Y el propio Juan Noya se salvó de
una muerte más que segura gracias a que consiguió
permanecer escondido durante cuatro años sin
que le descubrieran ni delataran.
Testimonio
Manuel
Domínguez: “Tuve que aguantar a uno de
los asesinos de mis hermanos trabajando conmigo.”
Concha
(su mujer): “Me tuvieron nueve meses metida en
un cuarto en Tuy, en prisión gubernativa.”
Manuel.-
(...) Todos éramos de izquierdas. Uno de los
hermanos que me asesinaron era funcionario del Ayuntamiento;
el otro que asesinaron era un miembro destacado del
Sindicato Pesquero, que pertenecía a la CNT.
(...)El veintisiete de Julio llegaron las primeras fuerzas
sublevadas. Eran soldados y falangistas al mando de
militares. Quiero que quede claro por mi parte, que
sí, que los falangistas fueron el brazo ejecutor,
pero detrás de ellos había un mando del
ejército. (...)El caso es que de esos cinco que
luego “pasearon”, dos eran hermanos míos.
Ese capitán fue el que mandó el pelotón
de fusilamiento, que lo formaron diez falangistas de
aquí. (...)A Manuel Noya, que era el hombre teórico
de la CNT en La Guardia, le mataron el veinticinco de
Agosto. Era maestro sastre y tenía un pequeño
taller. Había sido alcalde provisional diez días
tras las elecciones de Febrero del 36.
Concha.-
Me enteré de que mi marido se había evadido.
Porque también sabíamos que aquí,
en la cárcel de Tuy, a presos que tenían
allí sin juzgar, les ofrecían sacarlos
si se apuntaban voluntarios para ir al frente, y, luego,
en el frente, les daban un tiro. Claro, yo tenía
miedo que con él hicieran lo mismo, así
que tenía que pasarse. El se pasó el dieciocho
de Septiembre y nueve días más tarde,
ya nos vinieron a prender. ¡Tuvimos que pagar
nosotras el billete del autobús para ir a la
cárcel de Tuy!
Me
tuvieron en la cárcel Tuy nueve meses, metidas
en un cuarto, en unas condiciones deplorables, sin juzgarme,
en prisión gubernativa. Eramos ocho mujeres y
nos faltaba el aire porque tenían clavadas las
ventanas.
A
mi suegra la soltaron poco después de Año
Nuevo. Yo, muy contenta porque, por lo menos, ella salía.
¡Resulta que era porque había muerto el
marido! Ella no sabía nada (...)
La Guardia desde EL Tecla
Zamora
El
fusilamiento de Amparo Barayón, mujer del escritor
Ramón J. Sénder
Ramón
J. Sénder, el gran novelista español,
no figuraba en los libros de Literatura de los bachilleres
españoles. Claro que, allá por mediados
de los sesenta, tan lejos, tan cerca, eso hubiera dado
lo mismo: en las clases nunca se llegaba al siglo XX,
ni al XIX. En Literatura, como en Historia, el programa
real de la asignatura siempre terminaba en los comienzos
del siglo XIX: Espronceda, Bécquer y la guerra
de Independencia. ¡Vaya profesorado! ¡Vaya
catedráticos!
Sénder
ya había ganado el Premio Nacional de Literatura
en 1935 y escrito artículos en los periódicos
revolucionarios de la época. Tampoco sabíamos
nada de su actuación durante la guerra: ni que
había estado en el frente y participado en los
primeros combates de Guadarrama, y, claro, ¿cómo
íbamos a saber que Sénder se había
alistado en el famoso “Quinto Regimiento”
y que había ascendido a capitán y comandante,
y que a punto había estado de aparecer flotando
en el Manzanares con un balazo en la espalda por sus
desavenencias con Líster? De todo eso no podíamos
saber nada. Tuvieron que pasar bastantes años
hasta que alguien me enterase de lo que le había
ocurrido a la mujer de Sénder: que la habían
fusilado los nacionales durante la guerra. También
el propio hijo de la víctima, Ramón Sénder
Barayón, ignoraba el drama que le habían
hecho sufrir a su madre.
Amparo
Barayón, la mujer de Sénder, había
nacido en Zamora en 1904. Pertenecía a una familia
de clase media, propietaria de un café, el “Café
Iberia”, que su padre había abierto en
1912. Ese café era uno de los pocos sitios en
Zamora en donde los clientes solían debatir de
política, de política de izquierdas. Quizás
por ello, al poco de iniciarse la sublevación
militar, el café fue clausurado y dos hermanos
de Amparo, detenidos y, posteriormente, “paseados”.
Fue
en Madrid donde conoció a Sénder. Se casaron.
En 1936 tenían dos hijos: un niño, Ramón,
de dos años, y una niña, Andrea, recién
nacida. El matrimonio Sénder-Barayón,
con los dos niños y una niñera, estaba
veraneando en San Rafael, un pueblecito de la Sierra
de Guadarrama. Y allí les sorprendió la
sublevación militar. En la confusión de
los primeros días, Sénder decidió
pasar hacia Madrid por el monte. Al despedirse,
Sénder le dijo a su mujer que quemara todos los
papeles y todos los manuscritos que llevaran su nombre
y que tratara de irse con los niños a Zamora,
porque “en Zamora no pasa nunca nada”:
¡Cuánto se equivocaba!
Una
denuncia, y otra vez fue detenida. Esta vez iba a ser
la definitiva. La metieron en la cárcel junto
con su hija Andreína, de siete meses, a la que
tenía que dar el pecho. El día once de
Octubre de 1936, Amparo Barayón fue fusilada
contra las tapias del cementerio de Zamora junto con
otras dos mujeres llamadas Juliana Luis García
y Antonia Blanes Luis. Unas semanas antes habían
fusilado también a sus dos hermanos.
Los
testimonios recogidos por Sénder hijo entre las
mujeres que habían sido compañeras de
cárcel de Amparo Barayón son otros tantos
retazos de crueldad: mujeres enfermas a las que el médico
de la cárcel niega cualquier clase de medicinas;
bebés que se mueren de hambre porque a sus madres
se les han secado los pechos; celdas que estaban a bajo
cero y las presas y sus hijos tenían que dormir
sobre el cemento sin una manta para cobijarse; una maestra,
Engracia del Río, fusilada cuando estaba embarazada
de ocho meses...
Uno
de esos curas fue el que, después de escuchar
la confesión de Amparo Barayón momentos
antes de que la llevasen a fusilar, se negó a
darle la absolución porque no estaba casada por
la iglesia. ¿Qué hacía o que
no hacía, qué decía o dejaba de
decir de todo lo que estaba ocurriendo ante sus ojos
el entonces obispo de Zamora, Manuel Arce Ochotorena,
poco después ascendido a Arzobispo de Oviedo?
Salamanca
Jerónimo
La Madrid (“Jero”): “De Peñaranda
fusilaron a seis y “pasearon” a diez o doce”
(...)La
cárcel de Peñaranda era una cárcel
de partido con cuatro celdas que, en plan de guerra,
podían albergar cada una a cinco personas como
mucho: pues nos metieron allí a unos cincuenta
o sesenta. A la mayoría nos llevaron para la
cárcel de Salamanca, donde calculo que habría
unos tres mil presos, incluidas las numerosas mujeres,
que estaban en zona separada; y aparte los que hubiera
en la prisión militar. Vi sacar a mucha gente
para llevarla a matar.
(...)De
ese consejo terminaron fusilando a seis: un Ruipérez;
Armenteros, que era ferroviario; los hermanos Marcelino
y Pedro Galindo, carpinteros; a uno que le decíamos
“el Tiritas” y a otro cuyo nombre no recuerdo.
En ese consejo de guerra fue el mayor grupo de gente
de Peñaranda, pero todavía hubo algunos
vecinos que pasaron por otros consejos de guerra.
El
partido judicial de Peñaranda comprende treinta
y tres pueblos. En todos los pueblos detuvieron a una
media de seis o siete vecinos y en casi todos mataron
a gente. Solamente algunos pocos hubo que no, gracias
al cura o al médico que, cuando iban allí
a matar a alguien, les decían que a la cárcel
que sí, pero que matar que no. (...) De Peñaranda
fusilaron a los seis del consejo de guerra y a otros
diez o doce, “paseados”. Había en
Peñaranda siete u ocho maestros. Mataron a uno,
Artacho, que era republicano. Le vinieron a buscar de
noche y le mataron(...)
León Garzón con sus primos
Jesús y Germán
Sánchez Ruipérez en los jardines de Peñaranda
León
Garzón: “Con el plan de estudios que impusieron
aprendimos más teología que los curas”
«Era
la mía una familia republicana y aunque yo iba
a cumplir los doce años y a esa edad no te preocupas
de la política, sí que era consciente
de que, en aquel año de 1936, las cosas estaban
revueltas. Nosotros éramos de Peñaranda,
en la provincia de Salamanca, pero por aquella época
mi padre estaba de subdirector de “La Unión
y el Fénix” en Jaén.
(...)Para
nosotros, siendo niños, nuestra vida, nuestros
juegos, debieran haber seguido su cauce natural, pero
también nos alcanzó la represión.
Tenía una bicicleta, marca “La Veloz”,
que compartía con mi hermano...¡Me la requisaron!
(...)Ahora
que, sí, desde el principio todos tuvimos clara
una cosa: el terror. Estábamos aterrorizados.
¿Por qué? Pues porque empezabas a oír
a la gente contar que en tal sitio habían encontrado
a uno muerto... Llegaba la lechera a casa y nos contaba
que había visto tales cadáveres en tal
sitio o en tal otro. Yo mismo, como era verano,
salíamos con la bicicleta, y más de una
vez tuvimos la sensación de ver un cadáver
tirado en la cuneta. Los jueves, que era el día
del mercado, pues llegaban en un coche descapotable
y se iban a buscar a mengano y a fulano. Se los llevaban
y desaparecían. O sea, que se empezaban a ver
los “paseos”. O, por ejemplo, oías
contar que a tal persona la habían detenido y
la habían metido en la camioneta; durante el
trayecto, había conseguido saltar en marcha y
se había metido en un convento a refugiarse...
¡y las monjas lo habían entregado y,
a continuación, lo habían fusilado!
Cosas de este tipo que empezaron a aterrorizarnos: “¿Pero
qué es lo que está pasando aquí?
¿Por qué son dueños de las vidas
de las personas, por qué asesinan?” Nos
preguntábamos. Se vivía un clima de
terror, pero de un terror que sabías que estaba
dirigido, controlado.
Los
mayores asesinos, aunque hubiera excepciones, no eran
los señoritos. Para cometer los asesinatos cogían
a individuos de baja estofa. Todo consistía
en eso, en ir a buscar a la gente a casa, llevarlos
a un descampado y allí mismo... Hubo casos en
que como los fusilamientos los hacían por la
noche, pues a alguno le dieron por muerto y solamente
estaba mal herido. Y alguno hubo que arrastrándose
pudo escapar. Tuvimos nosotros un primo segundo
al que le pasó eso: no le remataron y, cuando
se fueron, consiguió llegar a casa y se salvó.
Se pasó toda la guerra emparedado en un escondite
que le hicieron.
(...)A
un primo que había estado en la URSS, fue de
los primeros que encarcelaron, y a ese le fusilaron.
En los primeros días, detuvieron a tíos
y primos nuestros y se los llevaron a la cárcel
de Salamanca. Si digo que fueron quince, igual me quedo
corto.
Mi
madre era apolítica. Era una maestra nacional
que estaba entusiasmada con su carrera y con Marcelino
Domingo, que era el ministro de Instrucción Pública.
Hoy sabemos muy bien que fue ese ministro el que dignificó
al magisterio, y no sólo económicamente.
La detuvieron a ella y a una hermana. Al marido
de mi tía, que es el padre del de Anaya, le llevaron
a la cárcel de Celanova. La fórmula para
detener a toda la gente como mi madre era siempre la
misma: auxilio a la rebelión. Nuestro padre,
en la zona republicana, y nuestra madre, en la cárcel:
huérfanos nos dejaron. Hace mucho tiempo
que me he dado cuenta de que la pasta humana es perversa:
¿cómo es posible que amigos y conocidos
hicieran aquello? ¿Acaso no se daban cuenta que
estaban haciendo huérfanos a unas inocentes criaturas
que no habían hecho ningún daño
a nadie? Nos acogió el abuelo, que tenía
dos hijas solteras y que, de repente, se encontraron
con ocho nietos en casa.
(...)El
frente estaba en el Alto de Los Leones, no demasiado
lejos. De vez en cuando nos llegaban noticias de que
había muerto alguien del pueblo, un falangista,
un voluntario. Entonces había que echarse a temblar,
porque eso significaba que iban a “pasear”
a varios. Estaba la “Guardia Cívica”,
que la formaban la gente de la CEDA y que no eran los
peores, aunque alguno había que... Los peores
eran los falangistas. Y algún que otro fraile.
No es cuestión de personalizar ni nada, pero
en Peñaranda sabemos de dos frailes que iban
y “paseaban” a gente.
León Garzón Ruipérez,
profesor
emérito de la Universidad de Oviedo
Ampliación
del testimonio anterior con datos extraídos del
manuscrito inédito de Martín Sánchez
Ruipérez y del libro de Leonor Ruipérez
Cristóbal, “Relato de mi vida”
De
los primeros meses de guerra en Peñaranda, Leonor
Ruipérez, madre de León Garzón,
cuenta en el libro citado lo siguiente:
«Por
la sorpresa, por la impotencia, por la menor eficacia,
por lo que fuera, la provincia (Salamanca) quedó
sometida. Se hicieron dueños del poder, ¡y
de qué forma! Empezaron a ingresar en la cárcel
montones de personas. Mi hermano Paco; algún
día después, sus tres hijos. Mi hermano
Salvador, que era alcalde, se encontraba reponiéndose
de una pulmonía en un pueblecito llamado Navalperal
del Tormes, fue requerido, y al enterarse dónde
estaba, le fueron a buscar para ingresarle en la prisión
de Peñaranda. Le acompañaban en tan “inolvidable”
viaje, su mujer y una niñita que no tenía
el año. Los “servidores de los nuevos amos”
les hicieron en el camino descender del coche y a
Salvador le pasearon entre fusiles con idea, un sí
o un no, de quitarle la vida; pero surgió
un guardia civil bueno, no sé si conocido o no,
que respondió por él, y le salvó
la vida. Ya en la prisión, los que fueron
le sacaron de ella con la intención malvada de
matarle; pero otra vez la Providencia, en forma
de amistad, actuó sobre el santo varón
que era mi hermano y le escondió. Las fieras
olfatearon por las casas de los familiares. Fueron a
la de mi padre, registraron, y al penetrar en la habitación
donde estaba la figura venerable de éste, con
sus ochenta años, alguna fibra debió vibrar
en ellos con un sentir más humano, pues dejaron
la búsqueda y yo noté un cambio en sus
semblantes. Mi hermano fue llevado, como también
los demás, a la prisión provincial de
la capital. El peligro de perder la vida era inminente
en todas las personas más o menos ligadas a los
ideales de la democracia. Nuestro despertar de sueños
de pesadillas era de temor, pues siempre sabíamos
de nuevas masacres. Iban por ellos, les subían
en las camionetas, sin atender las súplicas y
llantos de padres, ni de hijos, ni de hermanos, ¡y
los dejaban tendidos en las carreteras! El monte Arauzo
fue uno de los lugares elegidos como cementerio para
sepultar seres inocentes y de historia ejemplar.
Una de las víctimas de aquellos primeros días
fue el mencionado novio de mi sobrina Asunción,
llamado Antero Pérez, muy joven y de excelentes
valores físicos y espirituales.»
De
la familia Ruipérez fueron detenidos varios hermanos:
Francisco y sus hijos, y Salvador, Leonor y Encarna,
y el marido de Encarna. Francisco era abogado y se había
presentado a las elecciones de Febrero del 36 por Izquierda
Republicana en la candidatura del Frente Popular; no
salió elegido y, más adelante, se negó
a aceptar el acta que le ofrecieron al anularse, durante
la revisión, algunas de las que habían
sido adjudicadas a las derechas. Sus hijos eran de las
Juventudes Socialistas. Fortu, el hijo mayor de Paco
Ruipérez fue condenado a muerte y murió
a los venticuatro años, fusilado junto con otros
el veintidós de Mayo de 1937 mientras gritaba:
“¡Vivan los pobres del mundo!”, “primera
bienaventuranza de Jesús, pero
-escribe
Leonor-, este mártir no será canonizado.”
Salvador Ruipérez pertenecía también
a Izquierda Republicana y era alcalde de Peñaranda
antes del golpe militar.
Leonor
y Encarna Ruipérez fueron detenidas, junto con
otro hermano, el diecisiete de Noviembre de 1936. Este
hermano, que era más bien de derechas, había
sido presidente de la Diputación hasta el triunfo
del Frente Popular. Leonor y Encarna eran maestras y
a pesar de que la Junta Depuradora del Magisterio, integrada
por elementos adictos a los sublevados, las había
incluido entre los maestros que podían seguir
ejerciendo, fueron sometidas a un consejo de guerra,
junto con treinta y cinco personas más, y condenadas
a nueve años de cárcel por “auxilio
a la rebelión”. El marido de Encarna, simple
afiliado a Izquierda Republicana, también fue
detenido y encarcelado.
En
Peñaranda funcionaba un Asilo Benéfico
que había sido fundado por Elisa Amador. Esta
señora había designado en su testamento
como administradores vitalicios del Asilo al médico
y al padre de los Ruipérez. También llegó
ahí el afán “depurador” del
nuevo régimen, de modo que los dos fueron destituidos
y sustituidos por otras personas.
Un
cuñado de Leonor, Clemente Garzón, que
trataba de pasar desapercibido en Vigo, un día
que iba paseando por la orilla de la mar vio venir a
unos falangistas de frente y creyó que iban a
detenerle: le entró tal pánico que no
se le ocurrió otra cosa que tirarse al mar. Se
estrelló contra las rocas y allí pereció.
Badajoz
La
matanza
Badajoz
fue tomada por los nacionalistas el 14 de Agosto de
1936 tras duros combates. Fue sitiada, cañoneada
y bombardeada por los trimotores “de duro aluminio
reflejando los rayos de sol”, probablemente “junkers”
alemanes que ya intervenían en operaciones
militares cuando no había transcurrido un mes
desde la sublevación. Los legionarios y los moros
de las columnas que mandaban los comandantes Carlos
Asensio y Antonio Castejón, ambos a las órdenes
del teniente coronel Yagüe, entraron en
Badajoz después de encarnizados combates. A los
periodistas que acompañaban a las fuerzas de
Yagüe en su avance desde el Sur, se les prohibió
ir al Badajoz recién conquistado, pero desde
la cercana frontera portuguesa de Caya, el periodista
portugués del “Diario de Lisboa”
Mario Neves y los franceses Jacques Berthet, del “Temps”,
y Marcel Dany, de la “Agencia Havas”, consiguieron
entrar en la ciudad el día quince. (...)
Por los relatos de estos tres periodistas, por el reportaje
del fotógrafo René Bru, de la Pathé
Newsreels, y por lo que escribió el norteamericano
Jay Allen, corresponsal del “Chicago Tribune”,
que llegó a Badajoz nueve días después,
el mundo pudo conocer la magnitud de la ola de terror
que acompañaba al avance de las fuerzas nacionalistas
por el sur de España.
En
los primeros momentos, tras la toma de Badajoz, legionarios
y moros fusilaban sumariamente a todos los hombres que
encontraban por las calles con señales de haber
disparado un fusil. Posteriormente, fueron concentrando
a los prisioneros en la plaza de toros, donde los iban
fusilando por grupos con ametralladoras. También
se fusilaba en el foso de las murallas y en las puertas
del cementerio.
El
día dieciséis, una columna de humo blanco
que se elevaba a un kilómetro y medio de la ciudad
atrajo la atención del periodista portugués
Mario Neves. La gente a la que preguntó le
dijo que en aquella zona estaba el cementerio. Al día
siguiente, Mario Neves se encontró por casualidad
con un cura y entabló conversación con
él. Fue gracias a este cura como pudo descubrir
el origen de la misteriosa columna de humo: era de
los cadáveres; los amontonaban en el cementerio,
los rociaban con gasolina y les prendían fuego.
El propio cura le llevó al cementerio para que
lo pudiera ver con sus propios ojos. La impresión
fue tan fuerte que Mario Neves comenzó el despacho
telefónico de ese día así: «Voy
a marcharme. Quiero dejar Badajoz, cueste lo que cueste,
lo más rápido posible y prometiéndome
solemnemente a mí mismo que no volveré
nunca.» Y, en efecto, no lo hizo sino hasta cuarenta
y seis años más tarde y a petición
de la cadena inglesa Granada TV que preparaba una serie
titulada “The Spanish Civil War”.
Justo
Vila Izquierdo, en su libro: “Extremadura: la
Guerra Civil”, publicado en 1983, estima que más
de cuatro mil personas fueron fusiladas en la plaza
de toros de Badajoz, muchas de las cuales fueron entregadas
por la policía portuguesa de Salazar.
Mallorca
“Los
grandes cementerios bajo la Luna”. La represión
nacionalista en Mallorca vista por el escritor francés
Georges Bernanos
Se
trata de uno de los alegatos más importantes
contra la barbarie nacionalista que conozco. A través
de la lectura de ese libro se puede uno imaginar lo
que era el terror en la zona nacionalista, en Mallorca
en este caso. El gran valor de este testimonio viene
dado, no tanto por lo que se cuenta ni por cómo
se cuenta, sino por quien lo cuenta. Tampoco importa
mucho que Bernanos hubiera nacido en Francia,
ni que luchase en la I Guerra Mundial, ni que fuera
partidario de reinstaurar la monarquía francesa,
ni que tuviese un hijo falangista que llegaría
a teniente... Lo que realmente da importancia al
libro es que su autor es un creyente, un católico
practicante:
«En
Mallorca, he visto cruzar la Rambla camiones repletos
de hombres. Rodaban con un ruido de trueno, al ras de
las terrazas multicolores, recién regadas, empapadas,
con un alegre murmullo de fiesta campestre. Los camiones
estaban grises del polvo de los caminos, grises también
los hombres, sentados de cuatro en cuatro, con sus gorras
grises colocadas de través y sus manos abiertas
sobre sus pantalones de dril, muy quietos. Todas
las tardes, a la hora en que volvían del campo,
se los llevaban de sus caseríos perdidos; partían
para el último viaje con la camisa pegada al
cuerpo por el sudor, los brazos aún cansados
del trabajo del día, dejando la sopa servida
sobre la mesa y a una mujer, sin aliento, que llegó
demasiado tarde al porche del jardín, con el
hatillo envuelto en una servilleta nueva: ¡Adiós!
¡Recuerdos!
Se
vuelve sentimental, me dicen. ¡Dios me guarde!
Simplemente repito, y no me cansaré de repetirlo,
que eran hombres que no habían matado ni herido
a nadie. Eran campesinos semejantes a los que vosotros
conocéis, mejor dicho, a los que conocieron vuestros
padres, a los que vuestros padres estrechaban la mano,
muy parecidos a los campesinos de nuestras aldeas francesas,
de enérgica cabeza, adoctrinados por la propaganda
gambetista, parecidos a esos viñadores del Var,
a quienes el viejo cínico de Georges Clemenceau
llevaba en otros tiempos el mensaje de la Ciencia y
el Progreso Humano. Pensad que acababan de conseguir
su república -¡Viva la República!-,
que aún era, la tarde del 18 de Julio de 1936,
el régimen legal aceptado por todos, aclamado
por los militares, y aprobado por los farmacéuticos,
médicos, maestros de escuela, en fin, por todos
los intelectuales.
-No
hay duda que eran buena gente -replicarán los
obispos españoles-, pues la mayoría de
estos desgraciados se convirtieron in extremis. Según
testimonia nuestro Venerable Hermano de Mallorca, únicamente
el diez por ciento de estos queridos hijos rechazaron
los sacramentos antes de ser despachados por nuestros
bravos militares.
El
porcentaje es grande, lo confieso, y dice mucho del
celo de Vuestra Señoría. ¡Que Dios
se lo pague!»
«Afirmo,
bajo palabra de honor, que durante los meses que precedieron
a la guerra santa no se cometió en la isla ningún
atentado contra personas ni bienes. Dirán:
“En España se mataba.” Ciento treinta
y cinco asesinatos políticos desde el mes de
Marzo al mes de Julio de 1936. Es verdad. Por eso, el
terror de las derechas pudo tener un carácter
de desquite, feroz, ciego, que alcanzaba a los inocentes,
a los criminales y a sus cómplices. Pero en
Mallorca, donde los crímenes no existieron, sólo
podía manifestarse como una depuración
preventiva, como la sistemática exterminación
de los sospechosos. La mayoría de las condenas
legales, efectuadas por los tribunales militares mallorquinos
-hablaré después de las ejecuciones sumarias,
mucho más numerosas-, sólo se hicieron
por el crimen de desafección al “movimiento
salvador”, de palabra o incluso de gesto. Una
familia de cuatro personas, excelentes burgueses, padre,
madre y dos hijos de dieciséis y diecinueve años
respectivamente, fueron condenados a muerte por el solo
hecho de que cierto número de personas afirmaban
haberlas visto aplaudir, desde su jardín, a los
aviones catalanes que pasaban. La intervención
del cónsul norteamericano logró salvar
a la mujer, pues era de origen portorriqueño.»