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La Libertad es un bien muy preciado
Prólogo


La Libertad es un bien muy preciado.

Prólogo de Pierre Broué

 

Cuando escribimos, mi amigo Emile Témime y yo, nuestro libro sobre “La Revolución y la Guerra de España”, no buscábamos ni el éxito, ni la notoriedad. Queríamos presentar una interpretación coherente de ese momento de la historia humana que tan profundamente marcó nuestra consciencia de niños: diez años teníamos los dos en 1936.

Unas fuentes históricas de por aquí y por allá: numerosas obras del bando nacionalista, de una rara mediocridad en su aplastante mayoría. Del otro lado, memorias o alegatos que a nosotros nos resultaban casi imposibles de conseguir por estar editados en Argentina o en Méjico, testigos esparcidos por los rincones del planeta, restos de colecciones de periódicos, sin archivos accesibles, salvo los de los vencidos en la Segunda Guerra mundial y el drama óptico que hacía ver “la Guerra de España” a la luz del otro sin haber, verdadera y seriamente, reflexionado sobre lo que fue esa guerra.

Fue algo que ocurrió por sí mismo, a favor de la gran sombra que el conflicto mundial proyectó sobre la minúscula península ibérica, pero también bajo el impulso de las políticas que tenían interés en la confusión y hacían de España una especie de prólogo de la Gran Tragedia. Eso era un contrasentido terrible, porque nosotros habíamos en varias ocasiones, después, en nuestros diferentes trabajos, alcanzado a tocar con el dedo otra realidad virtual, una diferencia de carácter entre las dos guerras que hacía que una victoria del bando “republicano”, o sea, de “la revolución”, en España habría podido tocar a muerto para los agresores históricos del Eje.

¿Quién puede decir que mi sueño de una debacle completa del régimen del Duce después de la desbandada de sus desgraciados “voluntarios involuntarios” en Guadalajara era imposible? ¿Los adoradores de los hechos consumados, quizás? Pero ésos no tienen sitio en un debate de ideas y, normalmente, se conforman con representar el papel de alguaciles.

Diré aquí, una vez más, lo decepcionado que quedé cuando se abrieron los archivos españoles sobre la Guerra civil y, más tarde, los de la Internacional comunista en Moscú, del poco celo que han puesto los historiadores neo-oficiales en adueñarse de estas nuevas fuentes y hacer con todos los medios apropiados lo que nosotros, Témime y yo, habíamos intentado, en la penuria y la pobreza, veinte años antes.

Esperábamos tesis y monografías, un trabajo en profundidad en las fuentes, la documentación de los archivos, la prensa, los testimonios de los protagonistas que aspiraban a atestiguar con todas sus fuerzas. Después de los dos volúmenes sobre Navarra en 1936, el magnífico trabajo de Francisco Moreno Gómez sobre Córdoba durante la guerra civil, después de la odisea del “Cervera”, esperaba una cincuentena de obras de ese tipo, de esa dimensión, de esa riqueza, que viniesen a quien sepa ahondar más profundamente.

En lugar de eso, tuvimos algunas polémicas políticas que intentaban meter a España en el marco del pensamiento histórico único, llamado “de izquierda”; que trataban de hacer de Francisco Largo Caballero un hurgón mediocre; de Juan Negrín, un aristócrata, aventurero de los tiempos modernos de vista penetrante y de la Pasionaria una pura heroína.

He aceptado prologar la obra que sigue a continuación antes de haberla leído. Debo declarar, francamente, mi sorpresa. El autor ha sobrepasado lo que yo llamaría mis “exigencias” en materia de investigación sobre la guerra de España y es casi una edición de fuentes lo constituye este trabajo, una invitación a los estudiantes para que trabajen esta materia prima estudiando bajo todos los ángulos y con todos los útiles de los que disponen en este siglo de la informática.

Mi lector se impaciencia: ¿cuándo voy a hablar de ello? Ahora, precisamente. Es necesario resituar el trabajo que me ha enviado Marcelino Laruelo Roa en el marco de esta larga historia de una historia para apreciar todo su interés y valor.

El autor comienza por advertir lealmente al lector de “su condición de papelista”. Explica el significado del término “papelista” con un humor que le ganará la simpatía confraternal de los investigadores auténticos:

“Un papelista es una persona que se dedica a guardar papeles de dudoso valor que luego, cuando los necesita, nunca encuentra.”

En la ocurrencia de todo ello, los primeros papeles indispensables son los periódicos porque señalan el camino del investigador al indicar cuáles condenas, por qué, por qué tribunal, y dan a veces los nombres.

Pero a continuación, había que ponerse manos a la obra con los documentos oficiales, los archivos, y los archivos de la represión para un Estado como el Estado español, son difíciles de entreabrir. MLR lo consiguió. “El Archivo, nos dice, se encontraba depositado en Oviedo: en el estaban todos los sumarios y todas las sentencias de la jurisdicción militar (desde Octubre a los “maquis”).”

El acceso a los archivos civiles, en este caso los libros de defunciones, no es menos difícil, pero MLR lo logró. Desde entonces, disponía ya de los principales elementos de su trabajo que ha iluminado con el de Enriqueta Ortega Valcárcel, titulado “La represión franquista en Asturias”. Podía comparar, es decir, verificar y controlar sus documentos, que es lo que ha hecho.

¿Pero qué es lo que iba a hacer? ¿Un grueso libro de historia cuantitativa, bien armado y muy a la moda? No es ése su género ni fue ésa su elección. Lo explica honestamente:

“Quizás algún día lleguemos a contar todos los muertos, todos los fusilados, pero lo que nunca podremos medir, lo que nunca sabremos con exactitud son las magnitudes del sufrimiento y del dolor que tuvieron que padecer todas aquellas pobres gentes... Ni su prolongación en el tiempo, ni en la vida de las personas y de sus descendientes”.

Confieso haberme conmovido al encontrar bajo su pluma, más de cuarenta años después, los mismos sentimientos que desde entonces han dictado mi actitud en toda mi vida y mi trabajo de historiador, y que los falsos historiadores “objetivos” que se envanecen delante de mí de ser los “verdaderos” historiadores me reprochan, a pesar de que yo anuncio el color mientras que ellos disimulan el suyo con gran cuidado. MLR escribe, en efecto, que:

Lo que el autor pretende es llevar al lector una visión de aquel paisaje trágico. Mas desde el principio le advierte de lo incompleta y parcial de su obra. Incompleta, porque obstáculos de toda índole siguen ahí, sin que hayan podido ser removidos, ocultando parte de la realidad histórica. Y parcial, sí, totalmente parcial, porque este autor está de parte de las víctimas. Entre uno que grita "¡Viva la Libertad!" y otro que ordena "¡Fuego!", para que los fusiles del pelotón restallen al unísono con su estruendo de muerte... ¡Imparcialidad? ¡Objetividad? Fusilaron a la Libertad una y otra vez para que España volviese a llevar las cadenas sin que nadie rechistase ni levantara la vista del suelo. No puedo ni quiero ser imparcial.”

Es, evidentemente, la misma actitud de principio la que da el marco general de su estudio de la represión masiva en Asturias a partir de 1937. MLR escribe:

“Ambos modos de actuar, los de la Falange, los de los cuerpos policiales y los del propio ejército franquista, respondían a una misma estrategia militar de eliminación del contrario y pacificación de la retaguardia por el terror (...) lo llamaron guerra civil, guerra fratricida (...) No, la Guerra de España no fue una guerra contra la República o por la República, sino contra la clase obrera, contra el poder emergente de los trabajadores y sus aliados y valedores en todos los sectores de la sociedad”.

Y señala a los hombres que dirigían la represión: “El clericalismo de la Iglesia católica española y su secular afán inquisitorial, el capitalismo subesclavista hispano y unos terratenientes y una nobleza semifeudales no estaban dispuestos (...) a que sus infinitos privilegios, sus inmensos intereses sufrieran la merma que los conceptos de equidad y justicia del siglo XX decretaban (...) El ejército español en guerra contra el pueblo español para defender a los poderosos españoles. “Guerra de liberación”, “Cruzada” (...) Querían volver a la España imperial de los Reyes Católicos. Regresamos al hambre, al frío, a los cortes de luz, a las cartillas de racionamiento, al rosario en las escuelas, al “straperlo”, al gasógeno... Dejaron el país convertido en un solar. Cárceles abarrotadas y fusilamientos diarios”.

Una última observación sobre la pedagogía del autor se impone. El no vacila, para facilitar la comprensión de lo que dice, en hacer comparaciones con acontecimientos conocidos, contemporáneos. Hablando del bombardeo de Guernica, cuyo objetivo era, como se sabe, hacer desmoronarse el frente reventando la retaguardia, el autor menciona los bombardeos de Serbia y Kosovo. Muestra a Franco y a sus generales haciendo sus primeros hechos de armas y ganando sus galones en los combates contra Abd-el Krim, lo que le lleva a mencionar las guerras coloniales y su influencia sobre los militares de la metrópoli que las dirigen, la conquista de las aldeas rifeñas, la violencia y todo lo demás. Al hablar de la Iglesia católica y de su papel en la represión franquista, le lleva a mencionar el fundamentalismo islámico de hoy en día, y concluye:

“El fundamentalismo católico en España ha sido, seguramente, peor y con una persistencia secular”.

Eso es, me parece a mí, una prueba de honestidad intelectual y de cohesión del pensamiento personal, una garantía dada al lector de que no se le va a llevar a ninguna parte sin gritarle cuidado y hablando de otra cosa.

Para lo demás, es sencillo, hay que abrir esta obra y ponerse con ella. Los testimonios se leen bien, como un libro o, más bien, como una serie de novelas. Nos enseñan mucho sobre el ambiente, la caza de los rojos dirigida por los falangistas, los matarifes de toda clase, los sacerdotes denunciantes e incitadores, la alternativa permanente de la prisión o del “paseo” (y habían querido hacernos creer que el “paseo”, donde os abaten en el curso del camino, era una especialidad anarquista), el terror visto desde los dos extremos, la angustia, el miedo de las familias, el coraje de muchos cara al chantaje sobre los pobres y los pequeños: “¡Dinos dónde está tu marido (o tu padre o tu hermano) porque, si no, te liquidamos a ti!”

Las condiciones de detención son espantosas, pese a que no difieran radicalmente de las que conocen su camaradas de lucha “refugiados” en Francia e internados. Hubo algunos casos en que los verdugos fueron condenados por los mismos tribunales que sus víctimas, pero se descarga el castigo de mucha mejor gana sobre los “soldados” marroquíes que sobre los españoles.

Están las condiciones materiales, particularmente duras. Sin duda, lo peor es el hambre. Casi todos los detenidos que se recuerdan de ello dicen que los guardias confiscaban, desde su llegada, los mezquinos envíos de Intendencia para venderlos luego muy caros. Se muere de tuberculosis en los campos de concentración, pero también sencillamente de hambre. Llueven los golpes, los malos tratos por la mínima cosa, las llamamientos por lista, resumiendo, toda la panoplia de los sádicos guardianes del orden de todos los países.

Antes que el libro de Marcelino Laruelo Roa, he prologado un trabajo de Hervé Mauran sobre un “Grupo de trabajadores extranjeros” de varios centenares de hombres, en su mayoría refugiados españoles, “asilados”, como escribe la administración, en Ardèche. Seamos francos como el autor, las condiciones de internamiento son las mismas para los españoles vencidos, en Francia, tierra de asilo, o en el que ya no es su país más que a través del presidio y el cementerio.

Podemos no leer de la misma manera las sentencias de los tribunales. Dos métodos son posibles y yo recomiendo los dos. Bien sea pasar de un golpe varias horas hojeando, no leyendo más que una palabra, una frase, que atrae la vista por un interés particular. O bien, leer página tras página, pero poco a poco, consagrando las semanas necesarias para asimilar lo que se lee, a saber, las largas listas de condenados, lo más frencuente, a muerte, para lo cual se necesita tiempo para comprender a posteriori que fueron condenados a causa de la biografía sumaria que acompaña al enunciado de la sentencia: su papel en Octubre de 1934, en julio del 36, su compromiso con los sindicatos o los partidos, en las milicias después, en resumen, todo lo que es crimen de “sedición” en el dominio de los “Blancos” eternos de la muy católica España, amiga de los fascistas que proceden de idéntica manera.

Por supuesto, habrá algunas sorpresas. Por ejemplo, un muchacho de 18 años que fue condenado a treinta años de prisión. La sola razón aparente –y sin duda, la única razón-, es que su padre era el chófer de un ministro anarquista. O cuando se tropieza con un joven metalúrgico, detenido con 24 años, que escribirá más tarde: “he vivido diecisiete meses y quince días condenado a pena de muerte, esperando todo el tiempo oír pronunciar mi nombre para ser fusilado”.

Se va uno a familiarizar -la palabra misma es impropia-, con los dos tipos de condena a pena de muerte, una, honorable, consiste en ser fusilado; la otra, ignominiosa, en ser estrangulado a “garrote vil”, la cual los jueces piden respetuosamente que se aplique en aquellos casos que consideran más graves.

Queda ahora la enorme cuestión de quiénes eran los machacados. Mi primera reacción fue la misma que tuve delante de las listas de prisioneros y muertos de la Comuna de París y los trabajos de Jacques Rougerie sobre la represión. Está claro que fue la clase obrera, en sus cuadros, sindicales y políticos, en sus adultos y sus juventudes.

Por supuesto, tenían sus amigos y aliados, y se encuentran bastantes enseñantes, pero también algunos médicos, algunos abogados, estudiantes... Saludemos su coraje: habrían podido vivir del otro lado. Pero el hecho de que sean los obreros, todo el que fuera cuadro obrero, en el sentido más amplio, el obrero que tenía alguna clase de ascendiente sobre sus camaradas, el que fue machacado, habida cuenta de todos los que consiguieron escapar, muestra bien el puro carácter de clase de esta guerra “civil”. Señalemos de pasada un caso único, el de un cura que leía el periódico socialista de Asturias, “Avance”, era “izquierdista”, según sus jueces, como partidario... del presidente Azaña. Su obispo lo defendió tibiamente.

Lo que me ha parecido una novedad, ha sido la amplitud de la represión que en esa fecha cayó sobre los militares profesionales, sobre todo en los suboficiales, juzgado por alta traición o deserción. Se podría clasificarles en las categorías siguientes, aparte de los “Asaltos”, que permanecieron leales y fueron sistemáticamente liquidados por esa razón:

-        militares que estaban de permiso en el momento del levantamiento y que se unieron a las milicias, a “los marxistas” como dirán sus jueces.

-        Suboficiales, como los del cuartel de Simancas, que participaron en la “salida” mandada por el capitán Castillo y, a continuación, en el cerco y asalto a su cuartel.

-        Militares, soldados o suboficiales que se insurreccionaron en el cuartel o rechazaron obedecer, que estaban en el calabozo y fueron libertados a la caída del cuartel.

-        Suboficiales hechos prisioneros en el ataque al cuartel, encarcelados y que, poco después, fueron convencidos por los anteriores para alistarse en las milicias, donde eran bienvenidos.

-        Militares que desertaron en el frente, cruzando las líneas, y que fueron relativamente numerosos hasta en 1937.

-        Militares de otros cuarteles que apoyaron a los que se amotinaron contra los oficiales rebeldes, como ese suboficial del regimiento de Ingenieros de Gijón que sirvió de jefe artificiero para el asalto al Simancas.

Finalmente, me ha chocado encontrar entre los prisioneros y condenados a varios militares, venidos con las tropas de choque del Marruecos español, lo que entonces se llamaban “los moros”. Uno de ellos era un suboficial de nacionalidad española, de filiación anarquista. Vino a España, desde Ceuta, con el 2º Tabor, para participar en el pronunciamiento y, enviado al Norte con su unidad, desertó en la primera ocasión. El otro es un marroquí auténtico, de 26 años, venido desde Ceuta con el 4º Tabor. El tribunal que le juzgó por haberse “pasado al enemigo”, constata que no fue combatiente, pero que trabajó al lado del mando, emite la hipótesis de que era uno de los dirigentes de “la propaganda marxista” entre los marroquíes de Franco. Pero ahora sabemos por la biografía de su fundador, Nadji Sidqi, un poco de esa corriente, de su debilidad y  de los grandes obstáculos a los que se tenía que enfrentar.

He ahí todo lo que yo he creído encontrar en dos lecturas. Amigos lectores, lean este libro, bien sea por el propio placer intelectual, por la necesidad de saber y entender o para sacar el jugo de los elementos de información contenidos en este trabajo gigantesco, y agradezcan conmigo, en nombre de muchos, a Marcelino Laruelo Roa, uno de los “nuestros”.

Pierre Broué

Saint Martin d´Hères, a 20 de Septiembre de 1999

 

Introducción

Este libro trata del abominable régimen de terror que las fuerzas nacionalistas impusieron, al igual que en el resto de España, al ocupar totalmente Asturias. Es continuación de otro anterior: “Asturias, Octubre del 37: ¡El “Cervera” a la vista!”, en el que se relataba la azarosa huida por mar a Francia de milicianos y civiles al derrumbarse el Frente Norte. El que ahora tiene el lector en sus manos espero que le sea de ayuda para comprender el porqué de la desesperación de aquellos hombres y mujeres que se lanzaban al mar en cualquier cosa que flotase. No huían del vencedor sólo por querer seguir siendo libres. También sabían que lo peor no era la muerte en sí, sino la tortura, el tormento, las mil facetas de una represión brutal, llevada hasta esos límites en que las víctimas suplican a sus verdugos que les maten o, mejor dicho, que les rematen. Cada ser humano tiene un límite para el sufrimiento, traspasado el cual, el afán de vivir se convierte en afán de morir, de aprovechar la primera ocasión para quitarse de enmedio, librarse de todo y de todos, y descansar.

Quizás algún día lleguemos a contar todos los muertos, todos los fusilados, pero lo que nunca podremos medir, lo que nunca sabremos con exactitud serán las magnitudes del sufrimiento y del dolor que tuvieron que padecer todas aquellas pobres gentes... Ni su prolongación en el tiempo, en la vida de los protagonistas directos y en las de sus descendientes.

Lo que el autor pretende es llevar al lector una visión de aquel paisaje trágico. Mas desde el principio le advierte de lo incompleta y parcial de su obra. Incompleta, porque obstáculos de toda índole siguen ahí, sin que hayan podido ser removidos, ocultando parte de la realidad histórica. Y parcial, sí, totalmente parcial, porque este autor está de parte de las víctimas. Entre uno que grita “¡Viva la Libertad!” y otro que ordena “¡Fuego!”, para que los fusiles del pelotón restallen al unísono con su estruendo de muerte... ¡Imparcialidad? ¡Objetividad? Fusilaron a la Libertad una y otra vez para que España entera volviese a llevar las cadenas sin que nadie rechistase ni levantara la vista del suelo.

Ya digo que en este caso no quiero ser imparcial. Pero me considero un hombre libre, y como tal escribo. Tendré errores, pero nunca contaré mentiras, porque me falta el propósito, el interés y la vocación para decir a sabiendas cosas que no sean verdad con el ánimo de engañar.

Soy consciente de que estoy escribiendo en los bordes de tantas lápidas de papel, de tantas penas de muerte conmutadas, de tantas condenas a reclusión perpetua...

Lo que pretendo es contar que hubo una vez, hace muchos años, en que por leer un periódico en vez de otro, por tener un carnet de un sindicato o de un partido, por no ir a misa, por haber dicho esto o lo otro, o por simple capricho, te fusilaban. Te fusilaban o te metían reclusión perpetua o veinte años o quince. A lo mejor tenías suerte y solamente te daban una tunda de palos que te mandaba para el otro barrio. Fue, ya digo, hace muchos años, pero no tantos como para que no queden todavía personas que lo vieron, lo vivieron y lo padecieron. Muchas lo escribieron, algunas me lo contaron. Aconteció en toda España, y también aquí, en Asturias, en Gijón. Son unos miles de nombres, la identidad de unas personas que en esta ciudad fueron perseguidas y sufrieron toda clase de padecimientos.

Las tropas nacionalistas de Franco entraron en Gijón el veintiuno de Octubre de 1937. La represión y la tortura comenzaron ese mismo día. Los falangistas y ultraderechistas que estaban presos o escondidos formaron patrullas y se dedicaron a cazar “rojillos”. La otra represión, la “militar”, se materializaría en la celebración de consejos de guerra sumarísimos de urgencia. El día ocho de Noviembre, a los dieciocho días de la ocupación de Gijón, fueron condenadas por el Tribunal Militar nº 1 las primeras víctimas. Las formas de actuar de la Falange, de los cuerpos policiales y del propio ejército franquista respondían a una misma estrategia militar de eliminación del contrario y pacificación de la retaguardia por el terror.

Lo llamaron guerra civil, guerra fratricida. Poco tuvo que ver con todas las guerras civiles que en la historia han sido. Aquí no había partidarios de un rey o de otro, ni defensores de éste o aquel sistema político. No, la “Guerra de España” no fue una guerra contra la República o por la República, sino contra la clase obrera, contra el poder emergente de los trabajadores y sus aliados y valedores en todos los sectores de la sociedad.

El clericalismo de la iglesia católica española y su secular afán inquisitorial, ese capitalismo subesclavista hispano y unos terratenientes y una nobleza semifeudales no estaban dispuestos, nunca lo estuvieron, a que sus infinitos privilegios, sus inmensos intereses sufrieran la merma que los conceptos de equidad y justicia del siglo XX decretaban.

El ejército contra el pueblo para salvar la patria: ¿qué patria? El ejército español en guerra contra el pueblo español para defender a los poderosos españoles. Como siempre. Un ejército que en los últimos siglos no ha hecho otra cosa que el ridículo cuando tuvo que enfrentarse a las fuerzas armadas de otros países, pero que ha llenado las pecheras de los uniformes de sus generales con medallas y condecoraciones por machacar a sus propios compatriotas. “Guerra de Liberación”, “Cruzada”... Ganaron porque, como dijo el otro, fuerza bruta sí que les sobraba. Querían volver a la España imperial de los Reyes Católicos... Regresamos al hambre, al frío, a los cortes de luz, a las cartillas de racionamiento, al rosario en las escuelas, al estraperlo, al gasógeno... Dejaron el país convertido en un solar. Cárceles abarrotadas y fusilamientos diarios.

España y los españoles ni somos ni fuimos una excepción en Europa, ni en el comportamiento político ni en la guerra ni en la crueldad. Tenemos nuestras peculiaridades y nuestras características, consecuencia de un proceso histórico y un desarrollo económico determinado. Lo demás, grandes mentiras que se convierten en tópicos.

La II República no terminó en una guerra a consecuencia de haber “confundido la libertad con el libertinaje”, ni debido a los “egoísmos partidistas” o a la “desintegración de la unidad nacional”; ni tampoco por “el complot internacional del judaísmo, la masonería y el comunismo”, ni por “el espíritu individualista, insolidario, extremista y negativo de los españoles”... Si la II República se extinguió en un matadero bélico fue porque, por segunda vez en cuatro años, unos señores con mando sobre unidades militares se sublevaron contra el gobierno y el parlamento salido de unas elecciones libres. Y no dudaron en llevar al país a un sangriento conflicto que duró tres años. Y a una ocupación militar que duró otros cuarenta. Eso es así de claro.

 Puestos a hablar de guerras y a hacer comparaciones entre República y Monarquía, baste recordar aquí que la monarquía borbónica española en sólo un siglo, el XIX, llevó al país a dos invasiones extranjeras, tres guerras dinásticas, guerras coloniales, otra guerra con los Estados Unidos, perdió un imperio y las últimas colonias, hubo abdicaciones, entronizaciones varias, huidas al extranjero, espadones...; mantuvo al país en el atraso y la pobreza. ¡Y ya se ve la buena prensa de que sigue gozando la institución!, y, encima, adornada ahora con el marchamo de “democrática”, como si se nos hubiera olvidado a quién deben el trono.

Los conflictos bélicos del siglo XX han estado mediatizados por la lucha de clase contra clase dentro de cada país. La I Guerra Mundial trajo como consecuencia la desaparición de imperios y la instauración del régimen bolchevique en Rusia. España fue el ensayo y el antecedente de la II Guerra Mundial. Pero... ¿hasta que punto no fue también la II Guerra Mundial sino un cúmulo de “guerras civiles” como la española? ¿Es que acaso no lucharon franceses contra franceses, partidarios de De Gaulle contra partidarios de Petain, la izquierda contra la derecha? ¿No se enfrentaron los yugoslavos de izquierdas contra los yugoslavos partidarios de la monarquía y contra otros yugoslavos partidarios de Hitler y Mussolini? ¿No lucharon griegos contra griegos, chinos contra chinos...? ¿Alguien puede dudar de que en Alemania y en Italia había cientos de miles de personas opuestas a Hitler y Mussolini que fueron llevadas a los campos de exterminio? ¿No era Gramsci italiano? ¿Es o no es una guerra civil sacar al vecino de la puerta de al lado, a cientos de miles, a millones de vecinos, y llevarlos a los campos de concentración y a la cámara de gas, no porque fueran judíos ni, mucho menos, sionistas, sino, simplemente, porque el apellido o tal vez algún rasgo facial delataban algún antecedente judío? ¿Alguien puede negar que esos judíos alemanes se sintiesen alemanes cuando estaban siendo gaseados por otros alemanes? Y digo judíos, pero podría decir comunistas o socialistas o cualquier otra clase de disidentes. No se olvide que Willy Brandt, por poner un ejemplo conocido por todos, era alemán. ¿Dónde estaba Willy Brandt cuando las tropas de Hitler invadían pactadamente Checoslovaquia, o desfilaban ordenadamente por las calles de París? Estaba refugiado en Noruega, luego, en Suecia. Primero, había estado en la España en guerra como corresponsal y militante activo del POUM-SAP (Partido Socialista de los Trabajadores alemanes, hermanado con el POUM español). ¿Eran o no eran también italianos y alemanes los voluntarios que luchaban en las Brigadas Internacionales contra los alemanes de la Legión Cóndor y los italianos del CTV? ¿Eran italianos o no los partisanos que hacían sabotajes en Italia, los que colgaron a Mussolini? Y en similares términos nos podríamos interrogar sobre Checoslovaquia, sobre Ucrania, sobre Austria, sobre Bélgica, sobre Noruega, sobre La India... Y después de 1945, todas las guerras han sido ya “guerras civiles”.

En casi todas partes, el parlamentarismo estaba lo suficientemente desgastado y no bastaba ya para controlar a la clase obrera en una época de grave crisis económica. Por eso surgieron y se hicieron necesarios los gobiernos de los frentes populares. Hubo que llamar a los líderes obreros al gobierno para que sujetasen a los obreros. Eso crea tensiones y contradicciones que aquí no van a ser analizadas, pero sí quiero recordar la famosa frase acuñada por las derechas francesas: “antes Hitler que el Frente Popular”. Ahí se resume todo. Otros, en otros países, la hicieron también suya.

Por contra, eso que se ha dado en llamar “estado del bienestar”, del bienestar elemental, para ser preciso, surge en esta época como alternativa y posible remedio que la “inteligentsia” del capital le ofrece a éste frente al fascismo o la revolución. Y fue la II Guerra Mundial la que terminó dando carta de naturaleza a ese “estado del bienestar”, como compensación al sacrificio de las clases populares y, también, como necesaria concesión ante el ambiente igualitario que, inevitablemente, surge tras una larga movilización general de la población.

Que la guerra de España fue una guerra cruel, es algo que está fuera de toda duda: bombardeos y fusilamientos, Guernica y Lorca, Madrid y Badajoz... Pero tampoco creo que los españoles seamos más crueles que ingleses, americanos, rusos, alemanes... Guernica, y Madrid, y Oviedo...¡Guernica! De acuerdo, pero que son todos esos bombardeos comparados con los que después se vieron sobre Londres, sobre Berlín, en las ciudades francesas del Canal de la Mancha, en Stalingrado, en Dresde...¡Hiroshima! ¡Nagasaki! ¿Y Vietnam? ¿Y Bagdad?

Sin embargo, el bombardeo de Guernica levantó una ola de estupor y repulsa en todo el mundo que convirtieron la destrucción de la villa foral en uno de los símbolos de la barbarie humana, en un nombre que permanecerá para siempre ocupando un lugar destacado en el resumen de la historia de la barbarie, que es la de la humanidad. Y esto fue y es así no por las magnitudes de los aviones que intervinieron ni por la superficie arrasada ni por el número de muertos, inferior a los dos centenares; lo que hizo de Guernica un símbolo fue el haber servido de ensayo para la nueva teoría guerrera elaborada por los italianos a finales de los años veinte y puesta en práctica en Abisinia y en España. Lo que pretendían, y querían comprobar en el teatro de operaciones, era si la aviación sería capaz de provocar el colapso y el desmoronamiento de los frentes a base de aterrorizar a la retaguardia mediante bombardeos masivos de ciudades indefensas. A partir de entonces, se acabaron las distinciones, todo era ya frente, y la población civil empezó a sufrir en las guerras más que los soldados de las trincheras.

Y hablando de Guernica y en relación con todo lo anterior quiero aprovechar para decir, para recordar aquí, que, durante la dictadura franquista, la “verdad oficial” de la destrucción de la villa foral responsabilizaba a los batallones de milicianos asturianos en retirada de haberla dinamitado, incendiado y arrasado. Y que yo sepa, nadie ha venido, no ya a indemnizarnos con un polideportivo, sino, siquiera, a pedir disculpas a los asturianos por haber vivido con semejante calumnia histórica encima; a pedir perdón por haber enlodado de esa manera a unos batallones, a unos milicianos, que estaban dando la sangre y la vida por defender la libertad en el País Vasco.

(Tengo que abrir un paréntesis: Belgrado, Pristina, Novi Sad, Nis...; todo lo que quedaba de Yugoslavia arrasado por la aviación de los países de la OTAN en nombre del “humanitarismo”... Los gobernantes europeos, los parlamentarios de Estrasburgo, los generales y los periodistas, todos a las órdenes de lo que manden de Washington. Aznar y Solana, en el vergonzoso papel de aspirantes a becarios de la Casa Blanca, han metido a España en una guerra criminal... ¡Nosotros, que de Guernica hicimos un símbolo, hemos ido a parar a las filas de la nueva y apocalíptica “Legión Cóndor” de la OTAN...! Vivir para ver.)

Volviendo al tema del libro, tampoco creo que el trato a los prisioneros, los campos de concentración, las cárceles, los fusilamientos, la represión, el terror del estado policiaco, la propaganda...; nada de cuanto de todo eso ocurría en España se diferenciara básicamente de los métodos empleados en Alemania o en Rusia o en otros países de Europa: porque, ¿qué diferencia podría haber entre uno cualquiera de los campos de concentración franceses en los que recluyeron a los republicanos españoles y otro de los franquistas, si no fuera porque del lado de acá de los Pirineos, además, se fusilaba?

Todo esto no debe de sonar a disculpa ni tomarse como un atenuante. Nada de eso. Nada de “mal de muchos, consuelo de tontos”. Lo que trato de decir es que el ser humano puede ser muy cruel, que la historia del hombre es una historia de la crueldad, que, muchas veces, cuanto más inteligente y preparada está una persona más cruel puede llegar a ser con los demás... Lo que pretendo hacer ver es que en aquella época estaba de moda la crueldad hasta llegar a extremos sádicos. Que entre Yagüe haciendo fusilar con fuego cruzado de ametralladora a los miles de prisioneros encerrados en la plaza de toros de Badajoz, o los otros liquidando a los presos en Paracuellos, o el ejército ruso matando a todos los oficiales polacos prisioneros... Pues encuentro que hay una identidad de planteamiento, un mismo exceso de crueldad, un mismo afán de eficacia... No sería yo el que se sorprendiese si algún día alguien demostrara que Mola con sus “instrucciones secretas”, el SIM y Orlov con las suyas, la Gestapo, la NKVD, habían copiado, se habían inspirado en los mismos manuales para aterrorizar a la población. Como si todos ellos hubiesen acudido a la misma “base del canal de Panamá” y se hubiesen doctorado en la misma restringida escuela del terror y la crueldad.


Asturianos en un campo de concentración en Francia

Tenemos aquí miles y miles de condenas. Inevitablemente, alguien dirá: “también a mi padre le “pasearon” los rojos”; o: “pues a mi tío le fusilaron en La Franca”; o: “a mi hermano y a mi abuelo les llevaron a fusilar donde está el Sanatorio Marítimo”; y habrá otros que digan que sus familiares más queridos, que sus amigos más apreciados estaban entre los que sacaron de la iglesia San José y fusilaron en el cementerio de Jove; o a los que les dieron cuatro tiros en los depósitos de agua, o en la playa... Y es verdad, tienen razón: penoso, lamentable...¡un baldón!

Ya he dicho que las impresiones no suelen impedirme razonar; por eso tengo que decir que no veo la diferencia entre el que viene con un avión y deja caer sus bombas sobre casas y calles matando a todos los que coge por el medio, y los que van a una cárcel, sacan a cien presos y los matan a tiros. Por decirlo de otra manera con dos ejemplos más actuales: no veo la diferencia entre los pilotos que lanzaron el misil que mató a ochocientas personas en un refugio de Bagdad y los terroristas que pusieron la bomba en la embajada americana en Nairobi y mataron a dos centenares y medio de personas.

Pero una revolución se puede, se debe hacer sin cometer asesinatos. En los ataques a cuarteles, ayuntamientos y comisarías, en las luchas desde las barricadas callejeras habrá muertes: no tiene porque haber asesinatos. El revolucionario no puede actuar copiando métodos reaccionarios. Porque se empieza asesinando a un enemigo y se termina en “los procesos de Moscú” y en “el Goulag”. Y no vale engañarse: muchos crímenes cometidos en la zona “roja” serían debidos a reacciones apasionadas de individuos o grupos de individuos movidos por el odio, el rencor, la venganza o los malos instintos, pero la inmensa mayoría o, al menos, una gran parte de los asesinatos se cometieron cumpliendo órdenes, siguiendo directrices, de acuerdo con un plan preestablecido: ¿de quién, por quién? Nadie ha salido a la palestra para decir: “fui yo”, o: “fuimos nosotros”; “creímos que era lo más eficaz”, o: “fue una decisión por votación”, o: “estábamos equivocados, fue un error”; lo que sea.  Lo que no se puede creer, lo que no es racionalmente admisible, es que unos dirigentes de partidos y sindicatos, que unos miembros de unos comités de guerra, que unos gestores municipales que estaban dirigiendo una guerra no se enterasen de lo que se planeaba hacer con los presos, no tuviesen noticia de que les estaban subiendo en camiones para llevarlos a fusilar y no pudiesen disponer de cincuenta milicianos armados para impedir el crimen. ¡Pero si no había más de cinco minutos caminando de donde ellos estaban al lugar donde empezaba a desarrollarse el drama! Y luego, aquella otra modalidad de tirar la piedra y esconder la mano, aquel dar un papelín con el nombre y la dirección para que fueran unos desconocidos de otro pueblo los que vinieran a buscar a su casa a la víctima, que era el vecino, y fueran esos mismos desconocidos los que se encargasen de darle cuatro tiros en la cuneta de cualquier carretera. O de dinamitar una iglesia.

Quizás algún día aparezca un cuadernillo, otros folios mecanografiados, con estas otras “instrucciones secretas” y sepamos la verdad. Porque la “justicia popular” no puede ser, no tiene que ser el equivalente a “cheka” y muerte.

Por propia naturaleza, no soporto el fanatismo. No puedo ver a esa gente de un fanatismo político tal, mezcla de apasionamiento futbolero y fe religiosa, que todo lo disculpan con un “por algo habrá sido”, con un “los nuestros siempre tienen razón” y para los que “el partido nunca se equivoca”. Es como una esquizofrenia: si lo hacemos nosotros, está bien; si lo hacen los otros, está mal: ¡si está mal, estará mal para todos! Vamos, digo yo.

Tampoco soy un nostálgico de la II República, sino, más bien, un propugnador de la tercera, sin ninguna clase de complejos, que en Francia van por la quinta y más restauraciones lleva la monarquía española. Ahora bien, hay algunas cosas que son innegables: La II República suprimió la pena de muerte y no se fusiló a nadie por la insurrección de Sanjurjo. No se me olvida lo de “Casas Viejas”, pero por la Revolución de Octubre del 34 y en pleno bienio derechista, aparte la represión “irregular”, solamente se llegaron a ejecutar dos penas de muerte: la del “Pichilatu” y la del sargento Vázquez.

De los generales sublevados en el 36, baste decir que eran los amigos y aliados del régimen hitleriano, y que después de llegar al poder con una guerra civil, se fueron, se marcharon del poder y de este mundo ordenando más fusilamientos, en Septiembre de 1975, y dejando por las calles y en los atrios de las iglesias un reguero de sangre de manifestantes muertos. ¿Qué no habrían hecho y visto en su juventud en el Rif para someter a las cábilas sublevadas, para “pacificar” aquellas aldeas marroquíes?