Terminada
la guerra, persistía el peligro de la guerrilla
en Asturias y la montaña de León.
Por
José Llordés.
Al
cabo de tres horas de permanecer en la estación
de León, recibimos la orden de marcha: íbamos
para los pueblos de alta montaña, pero por
la parte de la provincia de León. El ir destacados
a los pueblos nos causó a todos una enorme
alegría. Ya sabíamos la mayoría
lo que era estar en un batallón de guarnición
en una capital, haciendo guardias en la prevención,
en la cárcel –y entonces, además,
había en León un gran “campo”,
metido en el local histórico y viejo de San
Marcos-, en telégrafos, teléfonos,
estación, polvorines, hospitales, correos y
en otros lugares, y cuando no, estar pelando patatas
toda una noche o dormir en la prevención o
calabozo por cualquier falta cometida. En cambio,
estar destacado en un pueblo era mejor, porque después
de haber efectuado el servicio que te encomendaran,
se podía ir de paseo a tomar algunos chatos
en cualquier bar y respirar de aquella tranquilidad
sin tanta disciplina, puesto que en muchos casos había
un teniente o capitán y algún alférez.
Antes
que nosotros, ya habían pasado en la misma
dirección grupos de la Guardia Civil, una bandera
o dos de la Legión y un tabor de Regulares.
Todas estas fuerzas iban destinadas a guarnecer los
pueblos montañeses y las cuencas mineras de
Asturias, pues aunque la guerra oficialmente había
acabado el 1 de Abril, allí seguía la
guerra de guerrillas y emboscadas, por parte
de los camuflados que, en sus guaridas, hacían
muy difícil su localización. Por eso
ahora mandaban estas fuerzas para eliminarlos poco
a poco, cosa que en la práctica era muy difícil.
(…)
Muchas veces nos enterábamos de cosas que oficialmente
nunca podrían saberse, porque los mandos se
preocupaban de que la tropa no conociera ciertos detalles
que en cierto modo repercutirían en su moral
y en su fortaleza, deprimiendo el ánimo, obligando
a veces a hacer deserciones mal calculadas.
Supimos
que las fuerzas del Tercio, Regulares y Guardia Civil
que destacaron en los pueblos de las cuencas mineras
de Asturias tenían varias bajas cada día;
en cambio, si había algún destacamento
de soldados de infantería, nada les ocurría.
En
aquellas zonas, eran muchísimos los obreros
y mineros que estaban emboscados y ocultos en cuevas
y en las mismas minas, si había alguna
abandonada. Muchos escondrijos estaban tan bien disimulados
que pasaban los soldados de la Legión o la
Guardia Civil por al lado y nada les hacía
sospechar que debajo estuvieran ocultos hombres contrarios
al régimen o que habían sido soldados
rojos y que al llegar la derrota no quisieron entregarse.
Hubo
pueblos en que al ir a afeitarse en una barbería
algún legionario, sin darse cuenta nadie, entraba
un desconocido y a bocajarro disparaba con su pistola
al legionario, quedando muerto en el acto.
En cualquier taberna, en el baile, en el café,
de paseo y hasta yendo por el monte de batida, cuando
menos se lo pensaban, una ráfaga de fusil ametrallador
les cortaba el paso y más de una vez les tiraban
por la espalda, sin poder localizar de dónde
habían salido los disparos.
Los
montes asturianos son muy frondosos y verdes oscuros
de tantos matorrales y pinares, y ninguna fuerza pudo
acabar con los refugiados, mientras que éstos
ocasionaron muchas bajas a los legionarios y regulares,
tan valientes en frente abierto. No hubo más
remedio que retirar inmediatamente a los tres cuerpos
citados de todas aquellas zonas.
Un
día vino a Busdongo un vecino de otro pueblo,
que había estado en la feria de un pueblo bastante
importante, que no recuerdo cómo se llamaba,
para comprar ganado, y nos refirió lo siguiente:
Uno de los autocares que hacían el recorrido
diario por una serie de pueblos de una zona minera,
iba repleto de viajeros que acudían a la feria
de ganado de aquel pueblo, cuando en un recodo de
la carretera, rodeada de altas montañas y con
poca visibilidad, el coche hizo una parada muy brusca
y todos los ocupantes se sobresaltaron de aquel frenazo
que les hizo levantar de sus asientos, con riesgo
de partirse las narices; entonces vieron a dos
hombres apostados en medio de la carretera, encañonando
con un fusil ametrallador, al mismo tiempo
que uno levantaba la mano en señal de que se
detuvieran, y sin que se dieran cuenta, cuatro o cinco
hombres armados con fusil les habían rodeado
el coche, los pusieron en fila y uno a uno les obligaron
a dejar en un macuto su cartera y todo el dinero que
llevasen encima; al que vieron con calzado nuevo le
ordenaron que se lo quitara. Uno de los atacados,
mientras hacían esta operación, se fijó
en que a un lado y a otro del monte, y a la altura
del coche, había otros tantos encañonándoles
con fusiles y ametralladoras. En cuanto terminaron
el atraco, les hicieron subir de nuevo al coche y
hasta fueron galantes saludándoles y cerrando
las puertas, al mismo tiempo que ordenaban al chófer
que siguiera adelante.
Este
relato demuestra que en todo este territorio eran
los dueños aquellos hombres equipados con toda
clase de armamento, que estaban fuera de la ley. Algunos
de estos guerrilleros ya hacían esta vida desde
los sucesos de octubre de 1934. Procuraban
no hacer ningún atropello, sólo salían
cuando les faltaba el alimento y de eso casi ni se
preocupaban, porque en todos los pueblos había
quien les facilitaba cuanto necesitaban; sólo
actuaron a fondo durante el tiempo que estuvieron
destacados por allí los legionarios, los moros
y la Guardia Civil.