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Un combate en el frente de Extremadura en Enero de 1939.


Un combate en la ofensiva republicana sobre Extremadura en Enero de 1939.

Por José Llordés.




Según nuestros cálculos, en aquella posición enemiga los rojos no tendrían más de una compañía; mucho más lejos y cerca de un barranco se veían otras trincheras también hechas recientemente, por el color de la tierra.

Después de ocupar gran parte de aquel Llano de La Serena y no tener fuerzas suficientes para formar una línea continua de defensa, el mando rojo dispersó bastante las posiciones. Este dato, durante los días que operamos por todo aquel sector, lo observamos casi cada día, pues sólo combatíamos con compañías aisladas.

Una compañía de nuestro batallón recibió la orden de avanzar para ocupar la posición en que estaban los rojos. Salieron corriendo desplegados hacia el recodo de la carretera, a la izquierda de donde estábamos nosotros. Los rojos, al ver aquel despliegue, dispararon sus ametralladoras y fusiles, pero los nuestros corrían veloces sin amilanarse para ganar el terraplén que existía junto a la carretera y allí resguardarse momentáneamente de la furia con que rechazaban los rojos el ataque.

Para cubrir el avance, nuestro mando ordenó que se montasen dos o tres morteros a nuestra espalda, mientras que teníamos los fusiles ametralladores emplazados y dispuestos a apretar los gatillos. Así empezaba el primer combate para desalojar a los rojos de aquel sector y de todo el valle de La Serena, ya que los soldados del gobierno de Madrid en pocos días habían ocupado la extensión de terreno comprendida entre las provincias de Córdoba y Badajoz, aproximadamente unos seis mil kilómetros cuadrados y para recuperar todo el terreno nos habíamos congregado alrededor de aquel gran semicírculo nada menos que cuatro o cinco divisiones.

La compañía que había iniciado el avance, después de refugiarse momentáneamente en el terraplén, siguió avanzando desplegada y en orden de combate, aprovechando los desniveles del terreno, hacia el objetivo que le habían señalado. Mientras tanto, desde nuestros puestos, disparábamos contra aquel reducto, como asimismo disparaban los morteros a la vez que nuestros soldados adelantaban poco a poco. Pero los soldados rojos que defendían aquella posición, lo hacían con tanto coraje que no había manera de hacerles desistir de la defensa y conseguir que se entregaran.

Aunque el combate era puramente local, ya que los rojos no tenían refuerzos inmediatos ni camino para que les fueran otras fuerzas a apoyar en su retirada, mientras que nosotros éramos todo un batallón para la caza de una sola compañía, no se amilanaban y sus ametralladoras disparaban desaforadamente en un último intento de conservar la posición.

A pesar del fuego rasante que producían, los soldados de la compañía que operaba se dividieron formando un círculo alrededor de aquel reducto, que poco a poco iban estrechando, hasta llegar relativamente muy cerca. Fue entonces cuando el mando de la posición, tras una breve deliberación, decidió darse por vencido y entregarse.

Al cesar el fuego de los sitiados y ver un pañuelo blanco en señal de rendición, toda la compañía atacante se aglomeró alrededor de aquellas trincheras y a una orden del oficial empezaron a salir de uno en uno los soldados rojos y en columna de uno los condujeron hacia donde estábamos nosotros, ya que detrás, a unos cien metros en línea recta, teníamos el mando.

Al salir de su posición habían dejado abandonados en tierra todos los fusiles y bombas de mano, así que al venir hacia nosotros ya no traían ningún armamento.

Durante toda la campaña y en todos los combates y avances en que había intervenido siempre me había acordado de los amigos y compañeros de la infancia de mi pueblo, y cuando hacíamos prisioneros buscaba entre ellos por si reconocía alguna cara. Así hice entonces: al pasar todos aquellos soldados por delante de nosotros, los iba mirando fijamente de uno en uno por si conocía alguno, pero entre los cuarenta que iban escoltados por nuestros soldados no encontré a nadie que pudiera reconocer.

Entre los prisioneros había un capitán, un teniente y un comisario. Al llegar adonde estaba nuestro mando los hicieron formar a todos, los clasificaron, es decir, que a los soldados los llevaron hacia un campo de concentración y a los tres mandos rojos los detuvieron y custodiaron, mientras mandaron a un ordenanza a que fuera a la 1ª y a la 2ª compañías para que fueran seis soldados con él adonde estaba el mando. Entre ellos iba uno de mi pelotón. Cuando se marcharon, quedamos haciendo comentarios, pero no acertábamos a pensar que fueran allá para tan mal trabajo. A la media hora aproximadamente regresaron los seis soldados, uno, aturdido, otro más serio que una pared, algunos ufanos porque traían una guerrera seminueva, unas botas altas muy buenas y unos pantalones también bastante buenos, además las carteras con toda la documentación, carnets del Ejército Popular, billetes de banco, tarjetas, fotografías, cartas de familiares y otros documentos. Había ocurrido lo siguiente:
El mando nuestro, al ver la gran resistencia que ofrecían aquellos soldados rojos en su posición y las bajas que infligían a la compañía que operaba, se indignaría de tal forma que seguramente le pasaría por la mente que, si los cogían prisioneros, los harían fusilar a todos; pero cuando los tuvieron a todos en su presencia, desarmados y vencidos, le bajaría su orgullo de mando, haciendo en parte una buena obra amnistiando a todos los soldados, pero en cambio se decidió que el capitán, el teniente y el comisario fueran fusilados sin otros preámbulos que su orden de fusilamiento. Esto acaecía a unos cuatro o cinco kilómetros de la Granja de Torrehermosa, en dirección a los pueblos de Blázquez y Valsequillo, ya en la provincia de Córdoba.

El soldado de mi pelotón, después de rehacerse de la impresión de tener que fusilar a tres soldados del ejército rojo, sin más ni más, sólo porque el mando lo ordenaba, había sufrido una gran conmoción, ya que es totalmente diferente matar en el calor del combate, que fusilar fríamente a unos diez o quince metros de distancia a unos soldados, desarmados y sin ninguna resistencia para escapar. (…) Y resultó que el más joven de los fusilados se llamaba Paco Pallarés, con graduación de teniente y avecindado en Amposta.