Discurso
de Javier Bueno en apoyo de la Junta de Casado
El
profesor Besteiro,
con su autoridad, plantea y resuelve en su alocución
el problema de la ilegitimidad legal de esos flecos
de Gobierno que movía de un lado para otro
el aire de los acontecimientos de España. Se
había llegado ciertamente en el camino de las
falsificaciones, a etapas tan pintorescas como supone
el estampar en disposiciones oficiales que
el Presidente de la República había
concedido expresamente al Jefe del Gobierno atribuciones
que son inalienables por propia esencia del régimen.
Pero
lo peor era el fin a que se enderezaban tales falsificaciones;
al fin de sostenerse un Gobierno cuyo Presidente de
ninguna manera se avenía a presentar su dimisión
de hombre providencial, a pesar de hechos como los
que vamos a enumerar, sin ir en la enumeración
más allá de la caída de Barcelona.
El
domingo 22 de enero (de 1939), el Gobierno, en la
referencia de un Consejo de Ministros, «hace
pública su decisión de mantener su residencia
en Barcelona».
El
día 28 el doctor Negrín reaparece, después
de una zambullida, y empieza su discurso con estas
palabras «Españoles: ha sucedido lo inevitable.
Hemos perdido Barcelona».
Lo
inevitable era, pues, perder la ciudad en que el Gobierno
anunciaba que iba a mantener su residencia. Dejemos
lo que tiene el caso de ridícula fanfarronería
y vamos a lo que tiene de peligroso engaño
y de inconsciente juego con la credulidad de los españoles.
En
el mismo discurso, decía después el
doctor Negrín: «Después de la
caída de Tarragona pensé dirigirme al
pueblo español para explicarle la realidad
de la situación. ¿Sabéis por
qué no lo hice? Porque no podía confesar
mis inquietudes, no podía hacer nacer en los
demás esperanzas e ilusiones que yo no compartía.
En efecto, mi inquietud era que en las circunstancias
en que nos encontrábamos, Barcelona podía
difícilmente salvarse de caer en manos enemigas.
Revelar mi preocupación podía significar
acelerar su pérdida. No podía, pues,
hacer que nacieran en vosotros esperanzas sin consistencia
que no respondían a mis convicciones».
Sin
duda habréis oído con atención
lo leído. Grabadlo bien: el Jefe del Gobierno
—habla siempre en personal— estaba seguro
de la pérdida de Barcelona un mes antes. Esto
ya es muy grave por lo que luego veremos. Pero aplacemos
esta consideración para mirar hacia el más
incomprensible de los desastres. El siguiente: sabiendo
el Jefe del Gobierno desde un mes antes que Barcelona
no tiene salvación, queda en los despachos
ministeriales documentación trascendental,
las emisoras de radio montadas; la evacuación
se hace con la precipitación conocida.
No
quiere el doctor Negrín hacer nacer esperanzas
inconscientes, según dice. Pero aún
el primero de febrero, afirma que se conserva Cataluña;
que ha llegado material abundante y refuerzo de hombres;
que está en condiciones de fijar al enemigo
en una línea; que se le fijará en ella;
que allí será la liquidación
definitiva de la guerra a nuestro favor. ¿Lo
cree de verdad cuando lo dice? Entonces su
fracaso como gobernante, como Ministro de la Guerra,
como mero observador de acontecimientos que tiene
delante, lo inhabilita para toda función seria.
¿O es que ha abandonado el remilgo de que se
ufanaba al dar cuenta de la caída de Barcelona,
y no le importa ya mentir francamente al pueblo? Probablemente
no es nada; al menos nada explicable por sendas claras
de la razón. El discurso de Figueras es la
perorata de un vesánico. Tiene de loco dios.
La promesa de fijar la orientación del mundo
desde las estribaciones de los Pirineos, es un espectáculo
de clínica psiquiátrica.
Se
pierde Cataluña; por lo visto a pedazos, según
las previsiones del Dr. Negrín, y a pedazos
cogiéndole desprevenido. Todo eso ¿qué
es? ¿Puede la suerte de España estar
en manos de un atacado de manía providencialista
para quien la misión de un Jefe de Gobierno
consiste en enfadarse con Francia e Inglaterra, y
hacer llamamientos desesperados a una resistencia
que ni sabe lo que es, ni cómo se organiza,
ni qué fin concreto se propone? Porque los
tres puntos de Figueras son de una vaguedad…,
y en ellos entra todo, y politica no es remontarse
a conceptos generales que nadie puede rechazar, sino
definir formas de aplicación.
Un
cabo hemos dejado suelto. Decíamos al principio
que era de suma gravedad el que el Jefe del Gobierno
y Ministro de la Guerra diera por sabida con la anticipación
de un mes la pérdida de Barcelona. Admitamos
que por la superioridad de medios materiales del enemigo
la caída fuera inevitable. El problema es técnico
y no he de entrar en él. Pero en el terreno
político se plantea una cuestión. La
previsión de esa fatalidad, ¿qué
influencia tuvo en la conducta política del
Jefe del Gobierno y Ministro de Defensa Nacional?
Ninguna, y esto es lo grave. Cuando se está
en puesto de responsabilidad tal y los acontecimientos
le amenazan a uno con tan dramática perspectiva,
lo primero es dejar paso a quien pueda brindar mejor
impresión, si la hubiera. Y cuando no la haya
y sea necesario seguir en el puesto, el convencimiento
del mal necesario ha de imponer forzosamente actitudes
que reduzcan al mínimum posible las consecuencias
de lo inevitable. Una baza tan fuerte en nuestra guerra
como la posesión de Cataluña, ¿podía
dejarse perder pura y simplemente? Cuando se cuenta
una plaza perdida, ¿no es algo tenerla, todavía,
en las manos? Mucho había que hacer o, al menos,
que intentar en ocasión tan grave. Pues bien,
el Dr. Negrín, con imperturbabilidad inconsciente,
se aferra a la monserga de la resistencia, una vez
más, a sabiendas de que en Barcelona no servirá
de nada. Y luego, para el resto de Cataluña,
cree, por lo visto, que servirá; pero tampoco
sirve. ¡Qué espanto de irresponsabilidad!
Y
acá se viene luego con el viejo discurso, como
si no hubiera pasado nada. Y fijaos bien: lo que ha
ocurrido es la pérdida de Cataluña.
Pues como si no hubiera ocurrido se presenta, y como
si lo ocurrido no alcanzase de lleno a su gestión.
Dispuesto a seguir perdiendo con indiferencia
que hace pensar si perderá por cuenta ajena
trozos de España, los unos a sabiendas, como
Barcelona, y los otros desprevenidos, como el resto
de Cataluña. ¿Había de encontrar
hombres aquí que le permitieran continuar en
su carrera desafortunada de loco, a caballo en el
Poder? Había de conservar apariencias de legitimidad
legal —de sólo torpes apariencias llevaba
viviendo meses— y subsistiría la necesidad
de apearle, porque la legitimidad como intérprete
del pueblo español, comprometida la tenía
e irremisiblemente la ha perdido a consecuencia de
la caída de Cataluña. ¿Cuál
no sería la obligación de los hombres
que aquí tienen la responsabilidad de la guerra
y de la suerte del pueblo español, cuando el
siniestro personaje que se les viene encima, además
de Ministro es andariego y conspiradorzuelo en beneficio
de otros, carece de toda legitimidad republicana,
por más que quiera procurarse zurzidos?
No
había más conclusión que la adoptada:
la constitución del Consejo Nacional de Defensa.
Difícil misión la suya. Nace entre la
confianza del pueblo y es el tope de las posibilidades.
Es decir, que más allá de él
no hay nada ya; que tiene que llevar la guerra a término.
Es la guerra lo que ha tomado en la mano y ha de seguir
impulsándola hasta hacerla tropezar en la paz,
digna, de independencia y de libertad que el pueblo
quiere. Para esto hace falta una técnica militar
y una orientación política. Lo que no
había. Lo que hay desde ahora.