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Filipinas y las órdenes religiosas (I).

Filipinas y las órdenes religiosas (I).



Miguel Morayta

 

Otras dos disposiciones del señor Moret, contribuyeron a sacar de quicio a las Ordenes religiosas. Noticioso de que algunas comenzaban a sustraer cuantos objetos de valor poseían, y a simular ventas, para impedir los efectos de una desamortización, en la cual nadie pensaba, mandó por una orden secreta, se hiciese una visita a aquellos conventos. Aun cuando solo realizada en parte aquella prudente medida, despertó indecible indignación. También mandó en conformidad al decreto de 18 de Octubre de 1868, que siempre que los religiosos de ambos sexos solicitaran su exclaustración, el gobernador superior debía acordarla desde luego. Nada más justo que esta disposición, ley en la Península desde mucho antes, y sin embargo conocida que fue por el arzobispo, obispos y padres provinciales, contra ella protestaron afirmando había de producir conflictos y resultados funestos.

Por todo esto, la lucha entre las órdenes religiosas, auxiliadas por todos los elementos reaccionarios de Filipinas y de la Península, y del capitán general, llegó a revestir proporciones extraordinarias. El señor Moret, el señor Becerra ó cualquiera otro ministro demócrata habrían indudablemente apoyado al general de la Torre contra los frailes, mas esto no era posible lo hiciera el señor Ayala, y falto de la autoridad indispensable para la grave empresa que traía entre manos, hízose indispensable su relevo. Y el gobierno nombró para sustituirle al general don Rafael Izquierdo. El general de la Torre le esperó en Manila; hízole entrega del mando (Abril 4) y volvió a España, acompañado de las bendiciones de los filipinos, que aun recuerdan las esperanzas de redención que les hiciera concebir.

Encontró el general Izquierdo muy agitados los ánimos: las órdenes religiosas mostrábanse a cual más irritadas, no ya por los intentos del señor Moret, sino porque cuanto en Filipinas venía sucediendo desde la Revolución de Septiembre, había despertado a la población indígena del embrutecedor sueño en que la tenía sumida el absolutismo imperante.


Al calor de esta manera de comienzo de renacimiento, habíase planteado una cuestión gravísima para el statu quo y de notoria trascendencia para el predominio de las órdenes monásticas. El clero secular, y a su cabeza el ilustrado doctor don José Burgos, reclamaba el cumplimiento de los cánones del Concilio tridentino, que declaran a los regulares absolutamente incapaces de todo beneficio secular curado; cuya prevención apoya la caducidad del privilegio concedido por Pío V y otros papas, en favor de los regulares, para desempeñar curatos sin carácter de perpetuidad y mientras la carencia del clero secular los hiciera necesarios.

Obligar a frailes y monjes a vivir en sus conventos; privarles de prestar servicios en las parroquias, donde a la natural y legítima influencia de su ministerio, agregan el beneficio consiguiente a los fuertes emolumentos que cobran y que les permiten vivir rodeados de todo género de comodidades, y a la intervención directa que ejercen en todos los actos de administración y gobierno, conforme a las leyes de Indias y a las prácticas establecidas; era inferirlas el mayor de los daños posibles.

La guerra que desde luego declararon al doctor Burgos y al clero indígena, que entusiasmado le seguía, no tuvo límites: los curas indios fueron acusados, de un lado de heréticos, por decirse de ellos que ellos consagraban hostias hechas con harina de arroz, llegando en su furor a declararlos hasta inhábiles de ejercer su ministerio por su carencia de dotes intelectuales. Entonces fue cuando por primera vez, recordando doctrinas darwinistas, hubo quien se atrevió a formular la necedad, de que las indias huyen a los bosques, para ser forzadas por los monos, y que de estos amores traen origen tantas familias indias.

Había el general Izquierdo servido a los moderados y como tal se le consideraba; mas apenas triunfó la Revolución de Septiembre, se declaró demócrata diciendo: “nací ayer; me encuentro hecha la democracia y demócrata soy». Por esta frase, cuya deficiencia consistía en no haber añadido tras de la palabra «nací», la frase «a la política»; fue objeto de muchas bromas por parte de los periódicos satíricos; mas la verdad es que el general Izquierdo hizo actos de demócrata durante la Revolución y después. Parecía por ende, que en Filipinas había de continuar la política expansiva de su antecesor, mas lejos de suceder así, comenzó por restablecer las antiguas tradiciones palatinas, recibiendo a manera de monarca y presentándose en público seguido de numerosa escolta.

Si esto tenía disculpa, sólo merece censura la resolución con que se entregó a la política reaccionaria. Por el pronto (Mayo 28), suspendió los decretos sobre enseñanza del señor Moret, dejando la instrucción pública según estaba, esto es, entregada al desbarajuste y a la ruina y en poder de un clero indocto. A este triunfo de la reacción, siguieron otros y otros; y entro ellos la derogación de las disposiciones para crear una carrera administrativa; y más porque los señores Balaguer, Herrera, Ulloa y Gasset, que sucedieron al señor Ayala, en el cargo de ministro de Ultramar, vivieron casi olvidados de que las Filipinas existían.

Un decreto del señor Balaguer, merece, sin embargo, mención: al llevar allí el impuesto de las cédulas personales, mandó se tradujeran al idioma del país, y para evitar exacciones indebidas, rogó a los párrocos hicieran entender a sus feligreses que no tenían que satisfacer cantidad alguna por las referidas cédulas. Este ruego evidencia cómo andaba en Filipinas la administración pública.