Fernando
VII, "el doble", retorna al fanatismo absolutista.
Por Francisco Pi y Margall en
Historia de España
Apenas
hubo pisado Fernando VII el alcázar de Madrid, dio
rienda suelta a su ansia de poder absoluto y procuró
afianzarlo introduciendo el terror en las filas constitucionales.
Se ha dicho, y así fue en efecto, que el
emblema de su sistema político lo constituyó
la horca, alzada siempre para cuantos no reconocieran y
aclamasen la autoridad despótica del Monarca.
Un historiador refiere en estos términos el estado
del País, cuando terminó el año 1823,
el régimen de la libertad:
«No es posible dar una idea aproximada de las demasías
de la plebe y de la intolerancia del Gobierno, al realizarse
el nuevo triunfo del absolutismo. Fascinada aquélla
por las fanáticas peroraciones de frailes y clérigos,
lanzabase a cometer toda suerte de desmanes. En
la mitad del día, en los sitios más sagrados,
no sólo en las aldeas sino en las más populosas
ciudades, se acometía y apaleaba a los que habían
pertenecido a la milicia nacional, llegando la barbarie
en algunos puntos hasta el extremo de arrancarles
a viva fuerza las patillas y el bigote, y pasearlos por
las calles principales con un cencerro pendiente al cuello
y caballeros en un asno. Más de una heroína
liberal fue sacada entonces a la vergüenza y en igual
forma, trasquilado el cabello y emplumada.
La sociedad española, merced a la ceguedad de su
Rey, que no veía ó no quería ver la
desatentada conducta de su Gobierno, retrogradó muchos
siglos en el camino de la civilización; retrocedió
a los mas bárbaros tiempos de la Edad Media... Pero
¿qué mucho se portase así el bando
absolutista en su parte popular y plebeya, si el Gobierno
le trazaba la senda de aquellas tropelías con sus
actos de venganza, de intolerancia y de sistematica persecución?
Fue tan grande el número de arrestos hechos
a título de perseguir el liberalismo, que se formaron
comisiones militares ejecutivas para juzgar sumarísimamente
a los detenidos, sin las trabas exigidas por el
procedimiento en lo criminal a los tribunales ordinarios.
Refiérese, con arreglo a las sentencias que las Gacetas
de entonces publicaban, que en el espacio de diez
y ocho días ahorcóse a ciento doce personas
y, entre ellas, varios niños de quince y diez y siete
años. Un industrial, por el hecho de tener
colgado en las paredes de su cuarto el retrato de Riego,
fue condenado a diez años de presidio, llevándolo
antes pendiente del cuello hasta verlo quemar por la mano
del verdugo; a su mujer, como cómplice en
el mismo delito, la impusieron diez años de galera,
y a su hijo, dos años de presidio.
Con el nombre de «Junta secreta de Estado»
creóse una comisión de furibundos realistas,
presidida por un ex Inquisidor, y cuyo secretario era uno
de los canónigos del cabildo de Granada.
Entre las diferentes y vejatorias medidas que adoptó
esta Junta, figuró la de abrir un padrón,
en toda España, de los individuos que por cualquier
concepto hubieran servido o mostrado su adhesión
al sistema constitucional, y de los que fueran o hubiesen
sido masones o compradores de bienes nacionales. El objeto
de estas pesquisas era el de perseguir a cuantos merecieran
ser comprendidos en el padrón mencionado, y cuando
alguno de ellos pretendía su exclusión, habían
de responder como fiadores de su conducta los curas o frailes
de la localidad respectiva.
Alentaba a las turbas la sociedad secreta El Angel
exterminador, compuesta de eclesiasticos y generales y oficiales
del ejército de la Fe, dirigida por el obispo de
Osma y ramificada en todas las provincias. Las alentaban
también los conventos, convertidos en cuarteles del
absolutismo, y hasta la misma Gaceta oficial, que
cuando se refería a los constitucionales llamábales
«pillos», «asesinos» y «ladrones».
El Restaurador, diario redactado por un fraile, aludía
de este modo a los perseguidos políticos que buscaban
un refugio en el puerto gaditano, al amparo de las tropas
francesas, para emigrar de nuestro país: «Desde
que el Rey ha salido de Cadiz, han entrado ya en aquella
plaza cuatrocientos ochenta bribones y bribonas de la negrería
(los absolutistas llamaban negros a los liberales). Antes
había cerca de 1.000; no se puede andar por aquella
ciudad, porque no se ve más que esa canalla».
Los gobiernos de Francia y Rusia quisieron detener la ola
de barbarie que amenazaba cubrir la península española
y practicaron varias gestiones para conseguir su propósito.
Especialmente, el ministro francés Chateaubriand,
arrepentido quizás de su obra, era el que más
empeño mostraba en convencer a Fernando de lo errado
del camino que emprendía. Son dignos de
conocerse estos encargos hechos por el embajador de Francia
en Madrid:
«Procurad que se revoque todo lo absurdo é
implacable de esos malhadados decretos; que cesen esas proscripciones
por clases que castigan a toda la población; que
se escoja un ministerio prudente, y que el haber servido
al Rey, de orden suya, no se tenga por una mancha y un crimen
imperdonable. Predicad la moderación y no temáis
que el carácter español abuse de esta palabra;
procurad que hagan en Madrid algo que se parezca
a los actos de un pueblo civilizado.
» Concibo que en el absurdo despotismo de España
y la completa anarquía de su administración,
organizar un Consejo de ministros es de hecho dar un paso
adelante; en cualquiera otra no sería nada. Pero
ese Consejo de ministros está compuesto de los mismos
hombres que hemos visto afanados en publicar, como su amo,
decretos sobre decretos, restableciendo los diezmos, proscribiendo
en masa a los milicianos y titubeando en perdonar a Morillo.
Mucho me alegraré de que caminen bien y de
que el Rey, que todo lo resuelve, lo haga de una manera
razonable, pero lo dudo.»
Apremiado Fernando por las instancias de los embajadores
extranjeros, accedió a nombrar nuevos ministros,
y con fecha 2 de Diciembre confirió la secretaría
de Estado al Marqués de Casa-Irujo; la de Gracia
y Justicia a don Narciso de Heredia, Conde de Ofalia; la
de Guerra al general don José de la Cruz, y la de
Hacienda a don Luis López Ballesteros. Don Luis María
Salazar continuó desempeñando la secretaría
de Marina. Al relevar de la de Estado al eclesiástico
don Víctor Sáez agracióle con la mitra
de Tortosa.