La
muerte de Fernando VII nos dejó
a su hermano y a su hija.
Por Francisco Pi y Margall en
Historia de España
El
día 29 de Septiembre (de 1833), murió Fernando
de un ataque violento de apoplegía; a las
pocas horas despedía su cadáver un insoportable
hedor. Cinco días después se le condujo al
regio panteón del monasterio del Escorial.
La Historia le ha juzgado con el rigor que merecía,
como hijo, como padre, como amigo, como Rey y aun como hombre.
Su muerte alivió de una inmensa pesadumbre al pueblo
español, que le debe, entre infinitas desgracias,
la de haber retrasado durante muchos años la cultura
nacional.
El balance de tan funesto reinado se ha hecho en
esta forma:
La guerra de la Independencia costó trescientas mil
vidas.
La de 1823, para restablecer el absolutismo, y las civiles
que luego se siguieron con motivo de la sucesión
al Trono, más de cien mil.
En la reacción de 1814, fueron proscriptas por liberales,
quince mil personas; en la de 1823, veinte mil. Perecieron
en el cadalso, seis mil; fueron asesinados sin forma de
proceso, ocho mil; murieron a consecuencia de los tormentos,
privaciones y penalidades sufridas en las carceles, diez
y seis mil; fueron condenados a presidio, veinticuatro mil.
Perdió España: Méjico, Guatemala, San
Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Nueva Granada,
Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú, Bolivia, Chile,
Paraguay, Uruguay; en una palabra, toda la América
continental española.
La Deuda pública aumentó en mil setecientos
cuarenta y cinco millones, ochocientos cincuenta mil seiscientos
reales. En cambio, dejó al morir a su mujer y a sus
hijas, solamente en el Banco de Londres, quinientos millones
de reales, fortuna escandalosa, labrada a costa de la miseria
de la Nación.
Un notable escritor contemporáneo consigna
en estos términos lo que heredó España
de aquel funesto déspota:
« Fernando VII nos dejó una herencia peor que
él mismo, si es posible: nos dejó a su hermano
y a su hija, que encendieron espantosa guerra. Aquel Rey
que había engañado a sus padres, a sus maestros,
a sus amigos, a sus ministros, a sus partidarios, a sus
enemigos, a sus cuatro esposas, a sus hermanos, a su pueblo,
a sus aliados, a todo el mundo, engañó también
a la misma muerte, que creyó hacernos felices librándonos
de semejante diablo. El rastro de miseria y escándalo
no ha terminado todavía entre nosotros.»
Abrióse el testamento de Fernando, otorgado en Aranjuez
en 12 de Junio
de 1830 y, con arreglo a sus cláusulas, encargóse
Cristina de la Regencia y gobernación del Reino hasta
que cumpliese Isabel la edad de diez y ocho años.
Lo primero que hizo fue confirmar en sus respectivos cargos
y empleos a los secretarios de Estado y del Despacho, así
como a las demás autoridades de las provincias.
Incierto se presentaba el porvenir para Cristina, cuya causa
llegó a ser entonces la del partido liberal. Una
y otro tenían que unirse forzosamente ante el enemigo
común; su divorcio hubiera sido el triunfo de Don
Carlos. El buen sentido se impuso, y olvidando los
liberales que amparaban a la viuda y a la hija de su mortal
enemigo, rodearon el Trono de Isabel II. Vieron en él
un símbolo de la libertad y se dispusieron a ofrecerle
sus vidas. Ya tendremos ocasión de ver la ingratitud
con que pagó después Cristina a sus generosos
y entusiastas defensores.