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Crítica republicana a la II República
La represión de la Revolución de Octubre.

La represión de la Revolución de Octubre


Cómo consiguió Indalecio Prieto pasar a Francia
en Octubre de 1934.


Por Ignacio Hidalgo de Cisneros.


Llegué a Madrid sin el menor contratiempo. La vida en la capital parecía normal. Únicamente se notaba que habían reforzado las guardias en los edificios públicos. Preocupado por la situación de Prieto, fui a ver a sus hijos. Temía que la vivienda de Prieto estuviese vigilada; sin embargo, no noté nada sospechoso. La policía había registrado el piso, pero después dejó de interesarse por aquella casa.

Me recibieron con sorpresa y alegría. Concha me puso inmediatamente al tanto de lo sucedido. El Gobierno se había hecho fácilmente dueño de la situación en Madrid, después de detener a la mayor parte de los dirigentes. Entre los detenidos se encontraban Largo Caballero, Azaña, González Peña y otros que no recuerdo. En Asturias, el ministro de la Guerra, o, mejor dicho, su hombre de confianza, el general Francisco Franco, para dominar la situación había concentrado un verdadero ejército con toda clase de elementos. Las fuerzas de choque de este ejército eran las banderas de la Legión Extranjera que Franco había hecho venir urgentemente de Marruecos. Estas fuerzas estaban llevando a cabo una represión feroz en la cuenca asturiana, donde los mineros se defendían con mucho coraje.

El día anterior habían llegado a Madrid, instalándose en casa de Prieto, dos de sus íntimos amigos: Valentín Suso y Manolo Arocena. Yo los conocía bastante y con Suso me unía una gran amistad. Los dos eran agentes de aduanas en Irún, muy buenas personas, republicanos cien por cien y muy queridos en aquella región. Tuve con ellos y con Concha una larga conversación para ver lo que podíamos hacer por «don Inda». Los tres estaban muy preocupados y temían que si Prieto era detenido, dado el ambiente de histeria reaccionaria que reinaba y la ola de represión brutal, pudiesen hacer con él cualquier barbaridad. En estas circunstancias lo más urgente era encontrar el medio de sacarlo de España lo más rápidamente posible.

Prieto estaba escondido en el piso de Ernestina Martínez de Aragón, hermana de José. Era la más joven de los hermanos, muy católica y muy severa en sus ideas religiosas. Vivía con una austeridad de convento, y si no había entrado todavía en alguna orden monástica era por no dejar solo a su padre. Como adoraba a su familia y sabía que Prieto era muy amigo de ellos, se prestó inmediatamente a ocultarlo en su casa.

El piso de Ernestina era un sitio muy seguro. A nadie se le podía ocurrir que una muchacha tan piadosa y tan apartada de la vida ocultase al terrible revolucionario a quien toda la reacción atribuía la dirección del movimiento.

Después de estudiar varios planes, nos decidimos por el siguiente: Arocena tenía un coche conducción interior Renault. En este tipo de coches del año 33, el cajón de equipajes se abría desde dentro, levantando el respaldo del asiento trasero. El sitio era lo suficientemente grande para que cupiese Prieto. Hicimos la prueba con Suso, que también estaba bastante robustiano, y vimos que la cosa era posible. El viaje sería molesto, pero con unas almohadas se podía resistir hasta la frontera. Durante el viaje, Suso y Arocena irían en el asiento de atrás. Yo, vestido de uniforme, me sentaría al lado del chófer, para que la guardia civil, cuando nos parase, viese a un jefe del ejército y no mirase con demasiado detenimiento el interior. Si conseguíamos llegar a Irún, estaría todo resuelto. El paso de la frontera con el coche no presentaba dificultad. En la aduana todos sabían que Arocena vivía en Hendaya y estaban acostumbrados a verle entrar y salir constantemente.

Decidieron que fuese yo a ver a Prieto para darle cuenta de nuestros planes. Hasta entonces yo no había tomado ninguna precaución para moverme por Madrid, pero en aquella ocasión tenía que andar con cuidado para no exponer a «don Inda». Salí de casa mirando con atención para ver si alguien me seguía. No viendo nada sospechoso, comencé a caminar con la intención de tomar el primer taxi que se cruzase conmigo para que no pudieran seguirme. Dejé el taxi a cierta distancia de la casa de Ernestina, cerca de una tienda ele flores. No sé por qué razones, al ver en el escaparate una maceta con una planta en flor se me ocurrió que sería obrar muy astutamente, para despistar a todo el mundo, llevar una de ellas. Muy decidido compré la más grande, que, por cierto, aparte de pesar una barbaridad, era incomodísimo transportarla en brazos. Llegué a casa de Ernestina cansadísimo. No creo que fuese mala la idea, pues no debe ser corriente, entre revolucionarios, cargar con un chisme tan incómodo y tan pesado para despistar a la policía.

«Don Inda», aunque era poco aficionado a las efusiones, me dio un abrazo bastante emocionado. Escuchó sin decir nada nuestro plan, hizo varias preguntas y quedamos en que volviese al día siguiente para ultimar detalles. Me hizo la impresión de que estaba tranquilo, pero muy deseoso de salir de España, y que antes de embarcarse en aquella aventura quería estudiar bien el plan que le proponía.

Preparamos el coche, pusimos las almohadas, hicimos el pleno de gasolina y demás, y antes de que se hiciese de día llegamos frente a la casa de Ernestina. Para meter a Prieto dentro sin que nos viese el sereno, tuvimos que recurrir al truco de que Suso se fuese al otro extremo de la calle y desde allí diese unas palmadas llamándolo. Nosotros aprovechamos aquel momento para instalar a «don Inda» en su nicho, cosa que no fue tan fácil como habíamos supuesto. Ahora teníamos que realizar lo más difícil del viaje, salir de Madrid sin que nos registrasen las fuerzas de policía y de la guardia civil encargadas de vigilar y de inspeccionar personas y coches en las puertas de la capital. El día anterior habíamos estado Suso y yo en varias salidas y pudimos ver, desde cierta distancia, cómo hacían el registro de los autos. Observamos que era bastante riguroso. Aunque no hacían descender del coche a los viajeros, sí miraban el cajón trasero. Regresamos bastante preocupados. Nos pareció que la hora mejor para pasar el registro sería entre dos luces, al amanecer, pues aparte de que los guardias estarían cansados, esa luz no se presta para ver detalles. Yo me había vestido de uniforme y estaba sentado junto al chófer, detrás iban Suso y Arocena.

Llegamos al puesto de guardia de las Ventas. Nos paran y se acercan dos guardias, uno de ellos con una lámpara eléctrica. Yo, muy serio, antes de que preguntasen nada, digo: «Jefe del aeródromo de Alcalá de Henares». El guardia me enfoca con su linterna, al ver a un comandante de aviación saluda muy correctamente, me da las novedades y, sin más pegas ni requisitos, conseguimos salir de Madrid.

Habíamos estudiado con mucho detalle el itinerario a seguir. No quisimos hacer el viaje por Burgos, aunque era el camino más corto, pues aquella carretera estaba muy vigilada. Decidimos ir por carreteras menos frecuentadas, de Soria, Navarra y Guipúzcoa, aunque alargásemos el recorrido. Durante el viaje nos paró la guardia civil varias veces, pero mi uniforme nunca falló. Me saludaban muy respetuosamente, yo repetía la consabida frase —«jefe del aeródromo de... Guadalajara, o de Soria»—, es decir, de la ciudad a la que íbamos a llegar, dando el nombre del aeródromo y, sin más preguntas ni registros, nos dejaban continuar el viaje. Nunca nos pidieron la documentación. Algunas veces miraron el interior del coche, veían a dos señores que no se parecían en nada a «don Inda», que era a quien buscaban, y sin más formalidades seguíamos nuestro camino.

No podíamos hacer alto para que Prieto descansase y tomase un poco de aire, pues se hubiesen acercado para preguntarnos qué nos sucedía, cosa que debíamos evitar. Lo que hicimos para que pudiese respirar mejor fue que Suso y Arocena se sentasen en el mismo borde de su asiento. De esa manera podíamos llevar el respaldo levantado, y Prieto podía incluso cambiar de postura. Cuando veíamos a alguien en la carretera, bajaban el respaldo y se sentaban normalmente.

Al pasar por las afueras de Pamplona vimos con la natural alarma que la carretera estaba tomada militarmente. Tuvimos la mala suerte de que aquel día y en aquella hora llegaba por carretera a Pamplona un ministro y habían tomado infinitas precauciones, pero al verme de uniforme debieron pensar que éramos la vanguardia de la comitiva, pues nos saludaban al pasar, sin que a nadie se le ocurriese mandarnos parar. Así pudimos alejarnos rápidamente y continuar nuestro viaje.

Otra pega que se presentó fue cuando «don Inda», después de casi doce horas en el cajón, empezó a sentirse mal y no tuvimos más remedio que detenernos y sacarlo de allí para que le diera el aire. Aquello era peligroso. Habíamos entrado en Guipúzcoa ya anocheciendo y era fácil que los miqueletes viniesen a ver quiénes éramos o que nos tomasen por contrabandistas y registrasen el coche. Los miqueletes no eran tan militares ni tan respetuosos con los uniformes del ejército como la guardia civil.

Por fin, después de tres o cuatro paradas en las que pasamos muchos apuros, pero que fueron necesarias para que «don Inda» no se nos muriese, llegamos a San Sebastián. Desde esta ciudad hasta la frontera yo ya no pintaba nada con mi uniforme. Incluso hubiese llamado la atención ver a un comandante de aviación por aquellos lugares, pues en San Sebastián no había aeródromo, ni fuerzas aéreas. Decidimos que me quedase en la ciudad, que Suso fuese hasta la frontera para ver si pasaba sin novedad y regresase a San Sebastián, donde yo le esperaría para saber si todo había marchado bien. Con las prisas y el nerviosismo, ningún sitio nos parecía apropiado para que yo esperase en él a Suso. Por fin acordamos reunirnos en el conocido restaurante de la Nicolasa. El automóvil, con Prieto en el portabagajes, se alejó, dejándome nervioso e impaciente por conocer el final de la aventura.

Cuando bajé del coche estaba lloviendo, cosa normal en Guipúzcoa, Como no llevaba impermeable, no tuve más remedio que meterme en un café. Para comprender mi situación en aquellas circunstancias, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que San Sebastián, durante la temporada de invierno, es una ciudad muy pueblerina, en la que casi todos se conocen, y que entonces no había guarnición de aviación. Por lo tanto era poco corriente ver por la calle un aviador de uniforme. Por otra parte, yo debía tener una pinta bastante rara y poco normal, porque estaba sin afeitar, sin haberme acostado la noche anterior, después de un viaje de más de doce horas en automóvil, en continua tensión, y fumando cigarrillo tras cigarrillo.

Tuve la impresión de que mi entrada en el café había producido curiosidad. Es posible que estuviese bajo la influencia del que está cometiendo un acto ilegal y que viese fantasmas por todos los sitios, pero me pareció que todos me miraban. Temía que alguien me conociese y que, sabiendo mi amistad con Prieto y viéndome cerca de la frontera, hiciesen deducciones lógicas que pudiesen complicar en el último momento nuestro plan. Viendo que allí era difícil pasar desapercibido, terminé rápidamente mi cerveza y salí a la calle, con tan mala suerte que al poco tiempo comenzó a caer un verdadero aguacero que me obligó, a pesar de ser aún muy temprano para la cita con Suso, a irme a casa de la Nicolasa, que no estaba lejos.

Al llegar al piso donde estaba el restaurante lo encontré cerrado y sin la menor señal de que aquello pudiese funcionar. Cuando llamé a la puerta y pregunté a la chica que me abrió si podía cenar, puso una cara muy asombrada y me dijo que eran las seis y media y que el restaurante no se abría hasta las ocho, y muy finamente me cerró la puerta.

Felizmente, la lluvia había disminuido y pude dar unas cuantas vueltas, sin separarme mucho del restaurante para ver inmediatamente a Suso cuando llegase, pues según pasaba el tiempo me sentía más nervioso y más impaciente por saber si Prieto había conseguido o no pasar la frontera.

Cansado de dar vueltas frente a la casa, decidí, a pesar de que sólo eran las siete, hacer otra intentona para entrar en el restaurante. Volví a llamar, me abrió la misma chica y me repitió que no abrían hasta las ocho. Se disponía a cerrarme otra vez la puerta, cuando se acercó una señora, que debía ser la encargada del comedor, diciéndome que aunque todavía no era la hora, si tenía tanta prisa podía pasar y me servirían. Cuento estos pequeños detalles para dar una idea de los momentos tan estúpidos y tan desagradables que pasé esperando a Suso. A la chica que me abrió la puerta le debió faltar tiempo para contar a sus compañeras la llegada de un aviador con cara de hambre, pidiendo con mucho interés si se le podía dar de comer. Este relato impresionó, por lo visto, a la encargada, la cual debió pensar que yo estaba hambriento y me dejó entrar antes de la hora.

Cuando me senté en una mesa y pedí el menú, las ocho o nueve camareras del restaurante agrupadas junto al mostrador debían estar muy intrigadas conmigo, pues no me quitaban la vista de encima y no dejaban de hacer comentarios entre ellas. Encargué dos platos que nunca podré olvidar, el primero eran chipirones en su tinta, y el segundo, una chuleta de cerdo con pimientos. Seguramente debido al cansancio, al nerviosismo lógico esperando noticias de «don Inda» y a lo mucho que había fumado en las últimas veinticuatro horas, cuando me trajeron los chipirones me ocurrió un fenómeno muy curioso. Se me puso una especie de nudo en el estómago que no me dejaba pasar bocado.

Era el único huésped que había en el comedor. Las camareras, a las que habían dicho que estaba hambriento, continuaban observando todos mis movimientos, esperando, como era de cajón, verme devorar todo lo que me pusiesen por delante, y yo sin poder tragar ni el más pequeño trozo de aquellos malditos calamares, a pesar de los grandes esfuerzos que hacía. Al ver que no comía, se acercó bastante intrigada la encargada para preguntarme si no estaban buenos y si quería otra cosa. No recuerdo qué disculpa inventé, se llevaron los chipirones y me traen el segundo plato, una gran chuleta con pimientos. Intento meterle mano, y me ocurre lo mismo que con los calamares: imposible comer ni un solo trozo. Y a todo esto, las endiabladas camareras sin quitarme la vista de encima, intrigadísimas y sin poder explicarse lo que sucedía conmigo.

Cuando más desesperado estaba, sin saber qué decir ni qué hacer para salir de aquella situación, por fin se abre la puerta y aparece mi buen Suso, con una cara tan radiante de alegría que no necesitó decir nada para que comprendiese que todo había salido bien. En cuanto supe que «don Inda» estaba en Francia, se me quitó el cansancio, el nerviosismo, e incluso pude acompañar a Suso a cenar algo con él.

Tomé el primer tren para Madrid y, sin haber visto a nadie ni sufrir la menor molestia, al día siguiente pude salir para Barcelona y tomar allí el hidro de Roma.

A mi llegada al puerto de Ostia estaban esperándome Connie, don Ramón del Valle-Inclán y los Alberti, Rafael y María Teresa, que venían de Moscú de una reunión de escritores. A su paso por Roma les había telegrafiado para que no continuasen su viaje, pues podía ser peligrosa su entrada en España en aquellos momentos. Les invitamos a nuestra casa para esperar en ella que se aclarasen las cosas.

Todos estaban nerviosos e impacientes, deseando conocer noticias. Fuimos a casa, les expliqué mis aventuras, estuvimos hasta no sé qué hora de la madrugada comentando y discutiendo la situación. Recuerdo la violencia con que reaccionó don Ramón contra Lerroux cuando escuchó mi relato. Dijo que Lerroux siempre había sido un sinvergüenza. Que ya desde la época del Comité Revolucionario (1930), los miembros de este comité que preparaban la sublevación contra la monarquía no se fiaban de Lerroux y no ponían en su conocimiento los acuerdos importantes o que pudiesen ser peligrosos si se enteraba la policía. También nos dijo don Ramón que Lerroux siempre había odiado a Prieto y que si hubiese logrado detenerlo en aquellas circunstancias, «don Inda» lo habría pasado mal.

Al día siguiente, cuando me presenté en la embajada, saludé a todos como si nos hubiésemos separado la víspera. Nadie me preguntó si había estado enfermo o lo que había hecho durante aquellos diez días.