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Crítica republicana a la II República
Las torturas de Octubre (V).
El viaje a Asturias de dos diputados en Cortes.

La represión de la Revolución de Octubre

El diputado Vicente Marco Miranda
relata su viaje a Asturias.


Relato extraído de su libro de memorias: In illo tempore,
publicadas recientemente.Vicente Marco Miranda (Castellón,
1880-Valencia,1946), fue redactor jefe del periódico El Pueblo,
fundado por Blasco Ibáñez; concejal y jefe de la minoría
republicana en el Ayuntamiento de Valencia; en 1931 fue
alcalde provisional de esa ciudad. Gobernador civil de Córdoba
y diputado en Cortes desde las Constituyentes.


Volví a las Cortes, cuyo ambiente se me hacía insoportable. Y así llegó el 6 de octubre. Me hallaba yo en Valencia. Ni los republicanos ni los obreros conocíamos los trabajos que dieron como resultado la revolución de Barcelona y de Asturias.

Durante aquella noche estuvimos atentos a la radio, escuchando con emoción las peripecias de la lucha en Barcelona. Noche de emociones inolvidables. Las mismas que me acompañaron durante varios días, los que duró la magnífica gesta de los mineros asturianos. Leía las versiones oficiales y las informaciones de prensa que atribuían a los revolucionarios hechos macabros, abominables, de una crueldad inaudita; hechos inventados por la mala fe de la gente dominante. En pocos movimientos revolucionarios habrá resplandecido la generosidad como en aquél, imbuido de un alto sentido humanitario. La represión, en cambio, fue una de las más brutales de España, donde siempre las hubo en abundancia y con el mismo tono de barbarie, como la de ahora.

Me dominada el deseo de ir allá, de informarme sobre el terreno. Salí para Madrid. Allí supe que iban a salir ya trenes para Gijón, y tomé el de la mañana, el primero.

En mi departamento nos hallábamos cuatro o cinco viajeros. Viajábamos en silencio. Al pedirnos el revisor los billetes, vi que uno de aquellos exhibía, como yo, carnet de diputado. No me era desconocida aquella cara, vista en el Congreso, pero ignoraba su nombre. Fue él quien, conociéndome, me preguntó si iba a Asturias. Era José Andrés Manso, abogado, diputado socialista por Salamanca donde sería asesinado al iniciarse la sublevación franquista. Allí se dirigía él, para lo cual se había brindado al Comité Socialista. Nos unimos para todo el viaje.

Mientras avanzábamos, corría por el tren el rumor de que no se podía llegar hasta Gijón, contra las seguridades que nos dieron en la estación de Madrid. Con estas dudas llegamos a León. En los andenes vimos movimientos de tropas. Iban a ocupar un tren explorador que precedería al nuestro, el primero que desde el comienzo del movimiento había de llegar hasta Gijón. Más de una hora estuvimos allí parados. Al arrancar el tren observamos que había quedado desierto. No lo ocupábamos más que Manso y yo, acompañados de una joven que había subido en León. Se dirigía a Gijón; dominada por el pánico, nos rogaba que la acompañáramos hasta allí, cuando le dijimos nuestro propósito de bajar en Oviedo. La había sorprendido la revolución en un pueblo de la provincia leonesa. La convencimos de que no corría peligro y quedó algo más tranquila. Decían que por los pueblos de la línea y las montañas próximas pululaban partidas de mineros fugitivos, dispuestos a atacar los trenes. No acaeció nada anormal durante el viaje.
Bajamos en Oviedo con dos o tres horas de retraso, a las once de la noche. La estación se hallaba desierta, sin un mozo, sin un carruaje. Ni Manso ni yo conocíamos la ciudad. Entramos en ella a la ventura, con el equipaje a cuestas.

A poco nos topamos con un grupo de dos mujeres, un hombre y dos soldados. Sorprendidos por nuestra presencia, nos enteraron de que, por orden de la autoridad militar, no se podía circular por la ciudad después de las diez de la noche, como no se requiriera la compañía de soldados. Unidos a ellos, les rogamos que para hospedarnos nos indicaran el primer sitio que se hallara en el camino. Nos señalaron uno y se despidieron. Llamamos, abrió el dueño, nos participó que no era conveniente andar solos por la calle y añadió que no disponía de hospedaje pues su casa la ocupaban totalmente oficiales del ejército. Cerró la puerta y nos quedamos en la calle, solos, sin soldados ni nadie que nos pudiera indicar sitio donde cobijarnos.

¿Qué hacer? Con las maletas a cuestas, deambulamos a la ventura por calles y callejas oscuras. Un guardia de Seguridad nos dio el alto. Al pararnos se acercó para preguntarnos, muy irritado, si desconocíamos las órdenes del general.
- He podido -añadió- matarlos de un tiro.

Le revelamos nuestra condición de diputados; le expresamos nuestro deseo, dormir; se hizo menos desabrido, nos señaló la luz lejana de un farol y nos aconsejó que preguntáramos allí. Era un edificio, con escalera de piedra, donde se alojaban fuerzas de Segundad. La guardia, al vernos, llamó al oficial. Salió y, desde lo alto de la escalera, entabló con nosotros breve diálogo, que cortó diciendo:
-Estas no son horas de buscar hospedaje.
Dicho esto, se retiró. Cuando nos disponíamos a seguir la peregrinación, apareció arriba un paisano que vino hacia nosotros. Era agente de Vigilancia, alto, recio, cara de pocos amigos. Bajó, nos miró, dijo secamente:
-Vamos.
Le seguimos. A los cien pasos paró para preguntarnos:
-¿Conque son ustedes diputados?
-Sí, contestamos a dúo. ¿De qué partido?
-Yo, de Valencia- dije para abreviar
-Yo, socialista- contestó Manso.
Seguimos avanzando. A alguna distancia se destacaba entre sombras un edificio maltrecho.
-Miren ustedes lo que han hecho.
-¿Quién? -le pregunté-.
-Los revolucionarios.
Era el teatro Campoamor, incendiado por las tropas para desalojar a los mineros, que atacaban desde allí.

Por fin llegamos a la pensión Flora. Llamó el agente; salió el dueño y subimos todos al último piso. Allí nos enseñaron una claraboya perforada por una bomba. No comentamos el hecho. Se nos dio un cuartito con un armario roto y un lavabo sucio. Tampoco parecían limpias las ropas de las camas. El dueño nos advirtió que aquél era el cuarto de las criadas; pero no tenían otra cosa.

Nos dejó solos. Desde allí le oímos hablar con el agente, que tomaba nota de nuestros nombres en el registro de entrada de viajeros. Eran las doce y media de la noche. De acuerdo con Manso, yo había decidido visitar al día siguiente al general López Ochoa, masón y amigo mío desde la Dictadura de Primo de Rivera. Pensaba pedirle salvoconducto para visitar la zona minera, cárceles y hospitales. Nos levantamos temprano. En la plaza encontramos a varios periodistas de Madrid.

Sanchís Monrabal, de El Sol y la agencia Febus, nos acompañó a la residencia del general. Ellos se quedaron en el jardín, mientras yo me entrevistaba con él. Estaba en un amplio despacho dictándole a una mecanógrafa. Me recibió amablemente, si bien observé en él cierta contrariedad. Me dijo que tenía noticia de mi llegada a Oviedo. Se la había dado la policía a primera hora.
-Por cierto -añadió- que a usted le han tomado por socialista. Les he dicho que es republicano. Y el otro diputado, ¿es socialista?
Al contestarle afirmativamente, me aconsejó que me separara de él. Me chocó el consejo. Le manifesté que, habiendo llegado juntos, no debía dejarlo, ni lo veía posible. ¿Corría acaso algún peligro?

No me contestó. Me preguntó cuál era el motivo del viaje.
-La curiosidad -le contesté- de conocer lo ocurrido por aquí.
Me ofreció un salvoconducto por si me proponía visitar algunos pueblos. Me pareció que debía rechazarlo, si no podía acompañarme Manso. Le pedí, en cambio, una autorización para visitar el hospital y la cárcel. No me la concedió, alegando que carecía de atribuciones para ello, pues eran competencia del Jefe de Sanidad y del Auditor, respectivamente. Al despedirme, reiteró su recomendación de que me apartara de Manso. Repetí mis excusas.

Le participé que uno de los detenidos más destacados, Teodomiro Menéndez, era masón, lo cual obligaba a mi interlocutor a protegerlo. Así lo prometió, extrañado de que aquél, con quien había hablado, no le hubiera revelado aquella filiación. No dije a Manso nada de lo que a él se refería, pues desde aquel momento me hice el propósito de no abandonarlo hasta regresar a Madrid.

Los periodistas nos dieron algunos detalles de la terrible represión de las tropas que entraron en Oviedo. Acompañados del joven socialista Lucio, subimos al monte Naranco y barrio de Villafría. Aquél observó que nos seguía un agente de Vigilancia. Visitamos, sin embargo, todas las casas donde hubo víctimas; pronto conocimos la sangrienta y bárbara acción del Tercio y los marroquíes. No quiero repetir aquí lo que entonces publiqué en una hoja suelta, reproducida por algunos periódicos.

Después de comer fuimos a un café en una plaza. Lucio me advirtió que junto a nuestra mesa nos espiaban dos policías. Con nosotros se hallaban unos periodistas de Madrid, Enderiz, de Miguel, Sanchís Monrabal, Carreño y otros, redactores de El Sol, La Voz y La Tierra.

Al abandonar los policías el café, Manso, acompañado de Lucio, salió para visitar a la esposa de Javier Bueno, que vivía en la misma manzana, a espaldas de donde nos encontrábamos. Los demás salimos a la acera a esperar su regreso. Dos agentes se acercaron a nuestro grupo; dirigiéndose a mí, me dijeron:
-Venga con nosotros a la comisaría.

-¿De orden de quién? -les pregunté-.
Les advertí que como diputado no podía ser detenido, ni estaba dispuesto a seguirles.
-¿Y estos señores? -preguntaron, vacilantes, refiriéndose a los demás.
-Son -contesté- amigos míos, periodistas de Madrid. Si les obligan a marchar con ustedes, les acompañaré.
-¿Es usted el señor Manso?- me interrogaron de nuevo.
-Manso se marchó hace un rato y no volverá- manifesté, temiendo que aquél llegase de un momento a otro.
Vacilaron de nuevo; sin decir nada se dirigieron a la comisaría, hacia la casa de enfrente.

Salimos de la plaza y esperamos a Manso en la otra esquina de la calle por donde lo habíamos visto desaparecer. Venía hacia nosotros; nos ocultamos en un bar lleno de obreros. Por consejo de los periodistas decidimos Manso y yo hospedarnos con ellos en Gijón, en el hotel Salom (Salomé), cuyo dueño, republicano, era amigo de uno de ellos. Por la noche dejamos la pensión Flora y marchamos a Gijón. En un café de esta ciudad encontramos a Julio Just y a Aguirre, redactor de El Socialista. Vimos pasar por la calle al famoso Doval, capitán de la Guardia Civil que torturó y asesinó a numerosos obreros de Oviedo y toda la cuenca minera. Iba acompañado del policía que nos guió a la pensión Flora la noche anterior.

La radio nos dio la noticia del asesinato de un periodista, Laval o algo parecido, según manifestaciones de Lerroux a los periodistas. Era Luis de Sirval, seudónimo de Luis Higón, valenciano residente en Madrid y conocido del líder radical. Hasta regresar a Madrid no supimos de quién se trataba.

La versión oficial decía que el periodista había intentado agredir al ruso Ivanoff, oficial del Tercio, quien lo mató. Decían que el supuesto agresor era comunista. Es bien sabido que el desgraciado Sirval no era comunista ni intentó agredir a nadie, detenido como estaba en un calabozo. Al registrar su maleta vieron cuartillas y fotografías de la información recogida en Villafría. Allí le asesinaron tres oficiales, Dimitri Ivanoff, Pando Caballero y Rafael Florit de Togores. Una mujer, desde un balcón o una ventana recayente a la comisaría, presenció la tragedia.

Sirval se hospedaba en nuestra misma pensión, Flora, y había sido asesinado aquella misma tarde, después de haberme yo negado a seguir a los dos policías.
Manso y yo salíamos a diario de Gijón en el autobús de las primeras horas de la mañana, hacíamos nuestra información en los barrios extremos, los castigados y regresábamos en el tren de la noche. Nuestra tarea duró tres días. Desde Gijón regresamos a Madrid.

La minoría socialista no asistía al Parlamento. De acuerdo con Manso, solicité una interpelación. Como no se me concedía, presenté una proposición incidental. También esta sufría retrasos, contra los preceptos reglamentarios. Lerroux me anunció por carta que asistiría para contestarme. Al día siguiente llegó Rocha y me comunicó que me contestaría él, pues Lerroux no asistiría.

Apenas comencé mi breve discurso, la mayoría, temiendo que trascendiera la magnitud de la represión, ahogaba mis palabras con gritos y protestas. En ellas se distinguía Molina Nieto, canónigo de Toledo, gesticulante, congestionado el rostro. Todos conocían la verdad, que confesaban en los pasillos. La reveló el mismo Gil Robles a sus amigos.

Callaba yo para continuar cuando remitía la tormenta, que se reproducía apenas abría los labios Dije, no obstante, lo suficiente para dar una idea de lo ocurrido. Propuse el nombramiento de una comisión parlamentaria. No fue aceptada, desde luego.

Alguien, creyendo que con ello invalidaría mi acción, me invitó a denunciar los hechos a los tribunales, aceptando la responsabilidad. Al día siguiente, entregué personalmente al Fiscal de la República denuncia detallada con exposición de hechos y relación de testigos y de víctimas. La publiqué en la hoja suelta a que he aludido antes.

Pasado algún tiempo, visitaron Asturias Fernando de los Ríos y Gordón Ordás, quienes confirmaron mis denuncias. No las llevaron, sin embargo, a las Cortes.
Los periódicos de Oviedo se apresuraron a denostarme y desmentir, con grandes titulares, hechos que allí nadie ignoraba. Los desmentía también una declaración firmada por las autoridades; entre ellas, un republicano, el rector de la Universidad, hijo del ilustre "Clarín".

Al cabo de unos meses, me llamó un juzgado militar de Madrid. Me entregó copia de la resolución del Auditor de Oviedo contestando a mi denuncia. Era un mentís descarado y torpe, a través del cual se revelaba la verdad. Sabía yo que antes de llamar al juzgado a los testigos por mí citados, parientes todos de víctimas asesinadas, los visitaban vecinos influyentes para hacerles declarar lo contrario que a Manso y a mí nos dijeron. Algunos, sin embargo, no quisieron mentir. Otros se disculparon luego ante mí o por medio de amigos míos de Oviedo.

En Valencia formamos un Comité, del que fui presidente, para imponer la justicia en el asesinato de Sirval. Formaban parte del comité dos hermanos de aquél, Gorkín, Just y algún otro. Celebramos numerosos mítines, con las dificultades que se nos ponían a cada paso. Los asesinos de Sirval no fueron molestados, ni entonces ni durante los años que sobrevivió la República.