La
represión de la Revolución de Octubre
Denuncia
presentada ante el fiscal de la República
por
Vicente Marco Miranda, diputado a Cortes.
Excmo. señor:
Vicente
Marco Miranda, diputado a Cortes por Valencia (capital),
vecino de la misma ciudad, con domicilio accidental en
Madrid, hotel Madrid, Carretas, 10, y permanente en Valencia,
calle de Castellón, 28, a V. E. acude y respetuosamente
expone:
Que habiendo verificado por razones de mi cargo
un viaje a la capital de Asturias, me han sido requeridos
determinados hechos que me apresuro a poner en su conocimiento,
en cumplimiento del deber que me impone el artículo
262 de la ley de Enjuiciamiento criminal.
Advertido de que en varias barriadas extremas de Oviedo
habían, ocurrido sucesos anormales a la llegada
de las fuerzas de Regulares y el Tercio, procuré
informarme debidamente, y en su consecuencia hago sucinto
relato de cuanto me han referido personas que los presenciaron.
TENDERINA BAJA
Este barrio se halla situado cerca del cuartel de Pelayo
y de la Fábrica de Armas.
La primera casa que visité es la conocida por la
de Antonio de la Morena. Hay instalado en ella un establecimiento
de los que en aquella región denominan «chigres».
Su dueña, Engracia Suárez, me refirió
lo que a continuación expreso: Su esposo, Manuel
Sánchez Villanueva, se hallaba enfermo, desde hacía
ocho meses, a consecuencia de una dolorosa operación
sufrida en el hospital. El día 12 de octubre del
corriente año, de una calleja que desemboca frente
a la calle de referencia llegaron soldados moros y otros
que no lo parecían. Toda la familia se encontraba
en casa y las puertas estaban cerradas. Al oír
fuertes golpes en ellas, Engracia se dispuso a
abrir y su marido se lo impidió e intentó
hacerlo él tras de abandonar la cama. Abrió
una ventanilla de la parte inferior de la puerta para
mirar por un cristal que cerraba la parte exterior, y
apenas se asomó, un fusil atravesó un cristal,
se introdujo en la boca del desventurado y un tiro le
dejó muerto en el acto. A continuación,
se oyó otra descarga y varios proyectiles atravesaron
la puerta y fueron a dar en el mostrador. Según
se supo luego, un capitán, el señor Lechuga,
llegó inmediatamente, gritó alto el fuego
e impidió que los soldados asaltaran el establecimiento.
Engracia tiene cuatro hijos, el mayor de ocho años.
En la casa llamada de José Matías me entrevisté
con María García Fernández, viuda
de José Villanueva, y Enriqueta Urdangaray, viuda
de José Fernández. De boca de ambas escuché
lo que voy a referir: José Villanueva era labrador,
y la familia vivía con cierta holgura, y José
Fernández, comerciante, con establecimiento de
ultramarinos situado frente a la casa de la anterior.
Hacía pocos meses que Fernández se había
casado con Enriqueta. El matrimonio Villanueva tenía
un hijo de catorce años, llamado Tomasín,
que cursaba sus estudios en el Liceum Asturiano. Fernández
y su esposa, asaltado su comercio por los revolucionarios,
habíanse instalado en el domicilio de Villanueva.
El 12 de octubre, viernes, sobre las cinco menos cuarto
de la tarde, llamaron a la puerta numerosas fuerzas de
Regulares y del Tercio. Fueron a abrir Villanueva, seguido
de cerca, y por el orden que se indica, de Fernández,
las dos mujeres y el niño, cuya madre lo escondió
en un rincón del zaguán. Franqueada la puerta,
se ordenó que salieran los hombres. A las mujeres
se les ordenó que entrasen en casa y cerrasen puertas
y ventanas. A pesar de esta orden, subieron al piso, y
María García miró a la calle por
una ventanita con cristal. Un tiro atravesó el
cristal y la bala dio en la pared de en frente. No
obstante, María, presa de la natural ansiedad,
siguió mirando y vio que los tres detenidos eran
maniatados y conducidos detrás de la casa de Fernández.
Allí cayeron muertos. No pudieron ser
enterrados hasta el sábado por la mañana
y fueron vistos por todos los vecinos. El padre y el niño
continuaban atados. A Villanueva le quitaron 1.000 pesetas
en billetes; al chico, un reloj, y a Fernández,
un anillo, un reloj, una sortija de sello y cierta suma
de dinero que la viuda no pudo precisar. Encargó
al agente de Vigilancia D. Manuel Cabezas, amigo de la
familia, que recogiera los objetos de referencia, y este
funcionario comprobó que no aparecieron al registrar
el cadáver. Las respectivas esposas aseguraban
que los muertos no militaban en ningún partido
político ni figuraban en Sociedades obreras.
En la llamada quinta Herrero, próxima al
lugar indicado, fueron detenidos un criado llamado Vicente
y el encargado, anciano de setenta años. Aparecieron
muertos muy cerca de los otros tres vecinos.
VILLAFRIA
En el número 12 de este barrio vive Luis Fernández
Martínez; que se hallaba enfermo en cama cuando
las referidas fuerzas llegaron. Se disponían a
detenerlo, cuando llegó el médico militar,
que al comprobar que en, efecto, sufría enfermedad,
consiguió que lo dejaran en libertad. A continuación
entraron —todo ello ocurría el día
I3, sábado— en la casa número 10.
Se hallaban en ella tres hermanos apellidados Carriles,
que tenían otros dos: uno, guardia de Asalto, y
otro, de Seguridad, que estaban a la sazón de servicio
en Oviedo y Gijón, respectivamente. Aquellos tres
se llamaban: Jesús, de veintiocho años,
jorobado e impedido; Antonio, de veintinueve años,
y José, un año o dos, mayor que el segundo.
Antonio era contable y prestaba sus servicios en la droguería
Cañal, de Oviedo. Llegaron los Regulares, y uno
de ellos pidió comida. Jesús, que se movía
con gran dificultad, cogió un pan y lo entregó.
Llegó un nuevo grupo y detuvo y maniató
a los tres hermanos; los dejaron unos momentos frente
a su casa y se dirigieron a la señalada con el
número 9. En ella estaban Manuel Fernández
Heredia, de treinta y seis años, chófer;
Manuel Heredia Alonso, labrador, que cultiva tierras en
arrendamiento; Ramón Heredia, de cuarenta años,
peón de albañil; la esposa de Manuel y dos
nietos de ambos, Angel y Encarnación, de nueve
y ocho años, respectivamente. Los tres hombres
fueron maniatados y trasladados a la pared de enfrente.
Los dos niños se abrazaron a las piernas de su
abuelo y trataban de impedir que se los llevasen, así
como su esposa. Un capitán ordenó que el
anciano fuese libertado y dio dos pesetas a los niños.
Los cinco detenidos en las casas números
9 y 10, con otros cuyos nombres no pude averiguar, y que,
según los vecinos, procedían probablemente
del barrio de Otero, fueron conducidos a una fuente que
dista del lugar de las detenciones unos 100 ó 150
metros, y allí fueron fusilados. Los cadáveres
permanecieron en el mismo sitio durante dos o tres días.
Los demás vecinos del barrio recibieron orden de
abandonar sus casas y no volvieron hasta después
de tres, o cuatro días. Todas las casas del barrio
fueron desvalijadas. Entre ellas, la mayor parte
son de gentes humildes, pero las hay también de
familias acomodadas. El barrio había sido
registrado previamente y no se encontró arma alguna.
De la casa de Manuel Heredia, anciano de setenta años,
a que aludí antes, se llevaron cuanto tenía
alguna valor, incluso cubiertos de mesa, ropas de cama,
etcétera. Forzaron un arca y sustrajeron 2.000
pesetas en billetes de 100. Igualmente fue saqueada una
finca llamada de «D. L.», don Lisardo. En
esta finca se refugiaron algunas personas que fueron protegidas
por un capitán que dijo apellidarse Galarza, quien
aparece en otras casas del barrio realizando actos humanitarios.
El fue quien advirtió a los vecinos que quedaron
vivos la conveniencia de abandonar las casas y dejarlas
abiertas para que no se pensara que en ellas se albergaban
revolucionarios. Antonio Sequeda, que vive en el número
6, confirma estos hechos. Se salvó porque había
marchado a Oviedo. Cuando volvió a su domicilio
no encontró nada, ni siquiera zapatos que ponerse.
En la casa número 4, inmediata a la fuente, cuando
llegaron aquellas tropas, se encontraban las siguientes
mujeres: Agripina Alvarez Díaz, sus hermanas Mercedes
y Andresina, Felisa Secades y Etelvina Alvarez. Esta vivía
en el barrio conocido por el de Fozanelde, y marchó
a refugiarse en esta casa de sus parientes porque corría
peligro en la suya, pues los mineros habíanles
advertido que iban a bombardearla, y anteriormente llegaron
a ella disparos que produjeron un herido. Refugiados allí
se hallaban también Manuel Secadas, sus cuñados
y el suegro. El día anterior a la llegada de las
tropas irrumpieron en el barrio los revolucionarios y
pretendieron llevarse a todos los hombres útiles.
Para evitarlo, los que había en esta casa, en número
de nueve, se escondieron en la cuadra y lograron su propósito.
Hacia las diez de la mañana llegaron a la casa
fuerzas del Tercio y de Regulares. Luis García,
marido de Mercedes, se hallaba entonces en una habitación
donde se habían refugiado las mujeres y se escondió
debajo de un colchón. En la cuadra se encontraban
ocho hombres: Avelino Alvarez Díaz, maestro armero,
de veinticinco años; Ovidio Alvarez, hermano del
anterior, de diecisiete años, empleado en la Cooperativa
militar; Manuel Secades García, de veinte años,
mecánico dentista; José Secades García,
de veintisiete años, que ayudaba a su padre en
las faenas del campo; Rufino Rimada Nosti, de veintiséis
años, vulcanizador, que trabaja en Industrias Río
a las órdenes del ingeniero del Ayuntamiento; Adolfo
Secades Fernández, de cincuenta años, labrador
y propietario de tierras, padre de José Secades;
Ricardo Alvarez Díaz, de sesenta años, albañil,
y Casimiro Alvarez Díaz, de veinticinco años,
albañil. Al llegar los Regulares a la casa
pidieron comida, y de un tiro mataron a un cerdo. Al oír
el disparo salió a la puerta de la cuadra Rufino
Rimada. Le ordenaron que pusiera las manos en alto, y
apenas lo hizo le mataron de un tiro. Entraron en la cuadra
y sacaron a los siete hombres restantes y, puestos en
fila en la corraliza de la casa, los fusilaron. Se salvó
solamente Casimiro Alvarez Díaz, que saltó
una pequeña tapia y huyó hacia el campo
seguido por los Regulares. Por fortuna, pasaba por aquellas
cercanías una compañía de Artillería;
lo detuvo e impidió que lo fusilaran. A los dos
días fue puesto en libertad, tras de haber
comprobado que, con sus parientes, no había tomado
parte en el movimiento. Muertos los hombres, algún
regular quiso abusar de las mujeres. (¡Malditas
fieras; venganza pide el pueblo!... ¡Así
se portan los salvajes extranjeros, enviados por el Gobierno
vaticanista Lerroux-Gil Robles, traidores, para matar
a españoles civilizados!...) A los gritos de ellas,
Luis García abandonó su escondite y salió
a la corraliza; un soldado le hizo un disparo y acudieron
otros regulares. Llegó en aquel momento el capitán
de que hice mención al hablar de otros vecinos
—probablemente el Sr. Galarza— e impidió
que García fuese fusilado. El capitán pudo
reducir a la obediencia a los regulares, quienes alegaban
que no podían obedecer más que a sus jefes.
Hizo que se retiraran y quedó acompañando
a las mujeres hasta que las acompañó para
que se refugiaran en otro sitio. La casa número
3 del mismo barrio estaba deshabitada por haber sido fusilados
casi todos sus habitantes, hombres y mujeres. Se hallaba
en ella cuando llegué, Manuel Biesca, que durante
los sucesos se hallaba en Luarca y había regresado
a Oviedo el día 16. Biesca, pues, me proporcionó
las noticias que doy a continuación: Vivían
en esta casa Casimiro Alvarez, de cincuenta y cuatro años,
empleado en la Hidroeléctrica del Cantábrico;
su esposa, de sesenta y dos años; una hija casada,
de treinta y un años, llamada María y cuatro
nietos de seis, cuatro, dos años y tres meses,
respectivamente. Vivía también allí
Domingo Franco, de cincuenta años, tranviario,
con su mujer, Carmen Corral, de cuarenta y ocho años,
y tres hijos: Emiliano, de veintiséis años,
tranviario; Manuel, de treinta y un años, zapatero,
y Luis, de veintisiete años, peón, y cuatro
hijas: Rosario, de diecinueve años; Chela, de diecisiete;
Benjamina, de quince, y Laura, de doce. Otro de los vecinos
se llamaba Adolfo Alvarez, de cuarenta y cinco años,
peón, que vivía con su esposa, Florentina,
y seis hijos de catorce, doce, once, siete, cinco y un
años, respectivamente. Dolores Alvarez, viuda,
de sesenta años, vivía igualmente allí
con dos hermanas: Aurina, de treinta y dos, y Celia, de
cuarenta. La primera era asistenta; Aurina trabajaba en
la fábrica de cerillas, y la otra se dedicaba a
los menesteres de la casa. Vivían, en fin, en la
misma casa Casimiro Mier, de veintinueve años,
peón; su mujer, Aurora, de veintisiete años,
y una hija de dos años, y Perfecta Alvarez y su
hijo, Manuel Biesca, que es quien me proporcionó
todos estos datos. Del viernes al sábado,
12 y 13 de octubre, los revolucionarios, que habían
estado en aquel barrio, se vieron obligados a abandonarlo
ante la llegada de las tropas de referencia. Estas entraron
en la casa que nos ocupa, el 13, y la dejaron completamente
destrozada. Al primero que encontraron fue a Casimiro
Alvarez, que salió a abrirles la puerta. Junto
a ella cayó muerto. Detrás de éste
salió Celso Rodríguez y murió junto
a la puerta. Celso vivía en el número 1
del mismo barrio, pero fue a refugiarse a la otra casa
huyendo del tiroteo de las tropas y los revolucionarios.
Tenía treinta y un años, era tratante en
ganado de cerda y muy conocido en la ciudad. En la casa
murieron, además, Carmen Corral, de cuarenta y
ocho años, y su hija Rosario Franco Corral, de
diecinueve años; Laura Franco, de dieciocho años;
Manuel Franco, de treinta y uno, cojo e impedido; Luis
Franco, de veintiséis; Emiliano Franco, de veintisiete;
y Domingo Franco, de cincuenta. Estos dos últimos
fueron muertos en las proximidades de la casa cuando,
viendo el fin de algunos de sus familiares, pretendieron
escapar. Lo propio ocurrió con Vicente Secades.
Murieron, pues, en esta casa 14 personas, pues
a las nombradas hay que añadir a Aurelio Prado,
chofer, de treinta y cinco años, que trabajaba
en la fábrica de agua de seltz de San Lázaro,
y se hallaba también refugiado allí. Es
interesante advertir que ninguno de los supervivientes
había sido reclamado por las autoridades después
de los sucesos.
SAN
ESTEBAN DE LAS CRUCES: CEMENTERIO
En este barrio comencé por visitar el cementerio
y hablé en él con su conserje, D. Felipe
Navarro, de cincuenta y seis años. Desde el sábado,
día 6 —me dijo—, en los alrededores
del cementerio pululaban numerosos grupos de mineros armados
y venían a este establecimiento a llevarse sus
muertos cuando podían identificarlos. Parece que
los llevaban a sus respectivos pueblos para entregarlos
a las familias. El domingo, 14 a las ocho de
la mañana, se inició un nutrido tiroteo
entre las fuerzas de Regulares y del Tercio, que avanzaban,
y los mineros que a espaldas del cementerio trataban de
impedirlo. El conserje, temiendo que el fuego llegara
allí, trasladó a su esposa, impedida, y
a su hija Caridad, de veintiséis años, a
un panteón. También quedó instalada
allí una niña de Caridad, llamada Emilia.
Después continuó trabajando; como el número
de cadáveres era naturalmente extraordinario, se
dispuso a ayudar al enterrador y requirió también
para ello a un hijo suyo, Luis, de veintiocho años.
Suspendieron la tarea a las ocho de la mañana y
fueron a desayunarse a casa del conserje, situada en el
interior del cementerio. Én aquel momento llegaba
a la puerta del establecimiento fuerzas de Regulares,
que hicieron una descarga. El conserje se escondió
detrás de su casa y, arrastrándose, fue
al panteón donde se encontraba su esposa. Oyó
nuevas descargas, y cuando pudo salir, presenció
la tragedia ocurrida: su hijo se hallaba tendido en el
umbral de la puerta de su casa y muerto de un balazo,
que le había saltado el ojo derecho. En la cocina
de la misma casa vio al enterrador, Lucas Fernández,
de sesenta y dos años, también cadáver.
Al ocurrir el suceso se hallaba también en la casa
la mujer del enterrador, la sirvienta del conserje y dos
vecinos más, que iban a refugiarse allí
cuando comenzaba el tiroteo: Manuel Fernández,
apodado «el Abogado», dueño de una
abacería, y su cuñado Manuel, apodado «el
Toro», de cuarenta y cinco años, labrador
y propietario de abundante ganado. Estos dos últimos
aparecieron también muertos, y las dos mujeres
habían logrado huir. El conserje, aterrado,
huyó aquella noche a la ciudad, con su esposa,
su hija y la nieta, y volvió al cementerio tres
días después, obedeciendo órdenes
de sus superiores. Allí estaban tendidos los cuatro
cadáveres, que él mismo enterró.
Sus muebles se hallaban destrozados, y no le dejaron siquiera
ropas de cama, vestidos, etc. Hasta una máquina
de coser fue destrozada y desaparecieron los colchones.
Las mujeres, según me referían “el
Abogado” y su cuñado, imploraban clemencia
de rodillas. Hablé luego con la esposa del “Abogado”,
Esperanza Fanjul Alvarez, y sus hijas. El muerto llevaba
consigo unas cuatro o cinco mil pesetas para pagar una
partida de sidra con destino a un lagar de su propiedad.
Al cuñado, Manuel, le sustrajeron 200 pesetas.
La casa de Esperanza Fanjul había sido
también saqueada. Desaparecieron sortijas, relojes,
ropas de cama y de vestir, colchones, dinero, etc. También
se llevaron 50 cajas de sidra. A tiros de fusil abrieron
una caja de hierro de la tienda y dos huchas del mismo
metal, donde las hijas guardaban algún dinero.
Quedan huérfanos de padre siete hijos, el mayor
de veinticuatro años.
En las inmediaciones de esta casa, y no lejos del cementerio,
está la que habitaba Manuel Alonso con su esposa,
Julia, y cuatro hijos: Felipe, de diecisiete años;
Bautista, de dieciséis; Gabino, de doce, y Alfredo,
de ocho. El día 14, alrededor de las nueve de la
mañana, los dos pequeños fueron a traer
agua de una fuente próxima, llamada de Xixón.
Los niños vieron llegar a los regulares
y corrieron a esconderse en el jardín o huerto
de la casa y bajo unos montones de fabes o detrás
de ellas. Allí quedaron muertos de una descarga.
El resto de la familia salió a la puerta, y allí
mismo perdió la vida el padre y los dos hijos mayores.
La viuda, herida de un tiro en una pierna, se hallaba
en el hospital de Oviedo. Se me dijo que en este
barrio habían ocurrido hechos análogos,
pero me faltó tiempo para comprobarlos. Conviene
añadir que la familia de Manuel Alonso vivía
con holgura. Poseía tierras y bastante ganado,
y se dedicaba, además, al transporte por carretera.
LA
CABAÑA
Es
un barrio en la falda del monte Naranco. Hablé
primeramente con Olvido Secades. Vivía con su esposo
y sus hijos: José Suárez, de doce; Encarnación,
de diez, y María Luisa, de dos y medio. Se habían
refugiado todos en una casa próxima al merendero
llamado de “Los Monumentos”, la cual pertenecía
a Enrique Rodríguez, empleado del Ayuntamiento
y más conocido por “el Consumero”.
Hacia las dos de la tarde llegaron las repetidas fuerzas
y llamaron a la puerta; tras de saquear la casa, obligaron
a salir a la calle a cuantos la ocupaban. Entre los detenidos
figuraban Laureano González –ex esposo de
una señora con quien hablé-, y de treinta
y cuatro años, labrador (siguen cinco nombres más).
Todos fueron fusilados en las inmediaciones de
la parte exterior del cementerio. Se llevaron una cartera
con 400 pesetas, 10 duros en calderilla, una máquina
fotográfica y hasta una guitarra. En una
zona del mismo barrio, llamada de «La Matorra»,
Parroquia de San Pedro de los Arcos, me entrevisté
con Filomena García, viuda de José Martínez
Menéndez. Se hallaba en su casa el día 13,
y en ella estaban refugiados otros vecinos, la mayor parte
mujeres, los cuales, como observé frecuentemente,
abandonaban sus domicilios ante el tiroteo de las fuerzas
a los mineros y se unían a otras familias cuyas
casas ofrecían más seguridad. José
Martínez, al oír que llamaban a su puerta,
salió a abrir y recibió un tiro. Anduvo
unos pasos y cayó muerto. Su casa fue desvalijada.
Casado hacía poco tiempo, se le llevaron regalos
de boda; relojes, sortijas, 22 duros en plata y 1.000
pesetas y pico en billetes.
No relata el dicente otros hechos que aquellos que le
fueron referidos por testigos presenciales, y entre éstos
no cita sino a quienes para ello prestaron su conformidad.
DE PROPOSITO RECHACE TODA SUERTE DE RUMORES, noticias
o datos de dudosa procedencia o difícil comprobación.
Por lo expuesto, y con el exclusivo propósito de
servir a la justicia, SUPLICO a V. E. que, TENIENDO POR
PRESENTADA ESTA DEMANDA, se sirva proceder como corresponda.
VALENCIA
a 4 de diciembre de 1934.
EXCMO.
SR. FISCAL DE LA REPÚBLICA.»