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Crítica republicana a la II República
Hildegart escribe sobre sus cuatro años
de militancia socialista (VII).

Cuatro años de militancia socialista.

Como respondí a unas tentativas de seducción política.

Por Hildegart

 

 

Al iniciar el cuarto año de militante en las filas socialistas me inhibí en absoluto de actuar políticamente. Mi disconformidad con la trayectoria que seguía el partido me impedía ir a un mitin a defenderla, aunque llegaban como siempre cartas e invitaciones. Reclamábanme pueblos y capitales cuyos nombres no recuerdo por lo numerosos, pero cuyas cartas conservo. En la oficina parlamentaria del partido, sita en la calle de Zorrilla, Vicente Orejo puede atestiguar las invitaciones que allí se recibían diariamente. Apremiábanme los diputados a visitar en su compañía los pueblos de su distrito, donde reclamaban mi presencia. No cedí jamás. Cerradas a la fuerza las columnas de El Socialista, cerrada voluntariamente la propaganda desde noviembre de 1931, en que decidí firmemente no hacer ninguna nueva campaña, lo registrado en artículos anteriores fue todo el provecho que saqué al partido socialista. Mi nombre me lo forjé fuera, con mis libros, con mis artículos, con mis campañas de divulgación de un problema médico-jurídico, en el que he procurado la máxima especialización: el tema sexual. Por no deberles, no debo a El Socialista ni una crítica favorable a los libros que publiqué. Llevar a las cajas una de ellas que firmó Emiliano M. Aguilera; publicar una interviú conmigo que me hizo el camarada Mario G. Coca, costó a estos dos compañeros unos esfuerzos ímprobos; repetidos requerimientos a la Ejecutiva del partido, a Albar, a la dirección del periódico, hasta conseguir su empeño. El boicot de los directivos socialistas se hacía cada vez más palpable. La interviú, imprevista, cuando hacía ya unos meses que nada publicaba en El Socialista, y que a los compañeros de la oficina parlamentaria, al verla aquella mañana en primera plana de nuestro periódico, hizo exclamar: “sin duda, se ha muerto Oliveira y toda la ejecutiva del partido”, me hubiera facilitado un medio, por las preguntas hábilmente hechas, de acercarme al campo gubernamental. Pero en ella rechazaba categóricamente el artículo 24 y censuraba la actuación interna del partido. Creose, pues, en mi torno, una atmósfera enrarecida. Pero la masa obrera socialista seguía honrándome con su cordialísima admiración y simpatía.

La virgen roja.

Fue en este año cuando se hizo popular el nombre que en un mitin me dio por vez primera Mariano Villaplana, de los Grupos Sindicales Socialistas, al decir: “Hildegart es nuestra virgen roja”; fue en este año cuando dí en la Casa del Pueblo tres cursillos continuados de conferencias: uno, sobre Socialismo y su historia; otro, sobre La locura de Jesús, y otro, sobre Religiones comparadas. La afluencia de público era tal, que llenaban el salón grande y las escaleras, pasillos y secretarías contiguas. Ello colmaba la indignación de los directivos socialistas. Recuerdo que el día 1 de Enero de este mismo año de 1932 acababa de venir a Madrid el socialista francés Pierre Renauldel. Fabra Ribas, que le acompañaba, llegó a la Casa del Pueblo decidido a tomar el salón grande para aquella tarde. No fue posible. Al enterarse de que los motivos de la negativa obedecían a estar tomado el salón para mi conferencia, Fabra Rivas creyó que aquello era un obstáculo de poca monta. ¿Quién iba a dudar entre escuchar la voz de una muchacha y la de un “leader” socialista francés? Sin embargo, fueron inútiles sus esfuerzos: no consiguió su empeño y se dio el caso pintoresco de una conferencia pública, dada el 1 de Enero, a las once de la mañana, entre un público reclutado tras enojosa búsqueda por las secretarías y el personal anejo al ministerio de Trabajo y al Instituto Nacional de Previsión.

En otra de mis conferencias, para la misma hora, y en el salón teatro, organizada por la Agrupación de Dependientes Municipales, había anunciado la suya Saborit sobre Problemas del Ayuntamiento. No hubo medio de que pudiera celebrar su conferencia. Tuvo que prorrogarse ésta para dos horas más tarde, y, como ya saben por experiencia los que tienen costumbre de intervenir en actos públicos, rara vez puede una masa soportar dos conferencias seguidas, y a las nueve de la noche, en que por fin pudo celebrarse el acto, desarrollose éste en el ambiente plácido de las “discusiones” en familia…

La natural exasperación de los dirigentes.

Esto exasperaba, como es fácil suponer, a la ejecutiva del partido. Era grande y honda su indignación. Para manifestarla, negábanse a publicar las reseñas de las conferencias, los anuncios de las mismas, con el fin de restar público, y hasta hicieron que la directiva de Albañiles citase a una junta de esta sociedad en el mismo local y a la misma hora que mi conferencia. El propósito estaba bien claro. Hablar en la Casa del Pueblo de una junta de albañiles es echarse a temblar, desde los conserjes hasta el presidente de la Junta administrativa. Las “disciplinadas masas de la UGT” son, afortunadamente para ellas, de lo más indisciplinado. Los albañiles, engañados de este modo por dos veces, protestaron ruidosamente, no contra mi persona, sino contra la directiva que había hecho las convocatorias. El propósito estaba claro. Aburrirme, adelantar la hora de la conferencia para restar la presencia de público, y dejar de publicar el anuncio en el periódico para atribuir a la desgana que producían mis conferencias la posible falta de asistencia. La quinta conferencia del cursillo de religiones comparadas quedó sin pronunciar, por mi voluntad. Había avanzado mucho y peligrosamente para los directivos. Era una figura popular y había que arrancarme la popularidad adquirida. La masa es olvidadiza, y se intentó –inútilmente- que se me olvidara a su vez. El que el nombre de la virgen roja se pronunciara con afecto, con sincera admiración en los pasillos de la Casa del Pueblo, era algo que rebasaba el límite de lo que estaba decididos a soportar.

Tentativas de seducción política.

Mis negativas a ceder ante sus requerimientos les habían exasperado. Muchos fueron los “perros echados” que llegaron a mi casa con el propósito de atraerme al redil del gubernamentalismo, sin conseguirlo. La última intentona fue de Fabra Ribas y en las propias Cortes Constituyentes. Estaba yo hablando “en los pasillos”, próximos al buffet, con Domingo Latorre y José Piqueras, cuando Fabra Ribas se acercó y, apartándome un instante del grupo, me dijo a bocajarro: “Tenía mucho interés en verla, señorita Hildegart, para preguntarle una cosa…” “¿Qué es ello?” Le contesté, bastante asombrada de que Fabra Ribas me dirigiera la palabra sin exigir algún pago a cambio, pues es proverbial que cobra hasta el saludo. “Quería hacerle una pregunta: ¿sigue usted con las mismas ideas?” Me sonreí expresivamente y le contesté firmemente: “Con las mismas.” A buen entendedor, pocas palabras bastan. Me miró un instante en silencio, ladeó la cabeza y contestó acto seguido dándome la mano para despedirse: “Lo siento, crea usted que lo siento. Peor para usted.”

Pocos días antes de enviar mi baja a la Agrupación Socialista Madrileña,
hablaba yo en el zaguán de la Casa del Pueblo de mi posible marcha del partido con una persona muy afecta a un destacado militante socialista, y ésta, para intentar disuadirme de ello, me decía: “Mire usted, Hildegart: no se vaya usted. Tenga en cuenta que yo –lo sé por mi marido- sé que en las próximas elecciones usted será propuesta para diputado y que usted saldrá por Madrid o por donde usted quiera…” Y yo le contesté, sonriendo, y lo repito ahora: ¿Pero usted cree que yo estoy despechada, que es sólo despecho lo que me mueve a obrar así? No he sido diputado porque no he querido, y sé que lo seré cuando quiera, pero me puedo proporcionar el gusto de decirle a todos ustedes las verdades, porque no he adulado a nadie, y esta independencia, querida amiga, vale mucho, mucho más de un acto y de todo lo que usted se figure.”