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Crítica republicana a la II República
Hildegart escribe sobre sus cuatro años
de militancia socialista (V).

Cuatro años de militancia socialista.

De sainete a tragedia.

Por Hildegart

 

Los “carreristas” políticos

Ciento diecisiete diputados. Qué número tan enorme e insospechado. El Parlamento era nuestro. En la Casa del Pueblo se produjo una reacción formidable. Por vez primera entró un término hasta entonces ignorado en las conversaciones habituales. Todos mis “camaradas”, mis amigos, incluso los de más reconocida inutilidad me hablaban con estupenda seriedad de la necesidad en que estaban de hacer su “carrera política”. El gran hipódromo de la Casa del Pueblo ofrecía ahora magníficas posibilidades. Hasta las calles de Madrid se enarenaban, pero por bien diferentes y tristes motivos. Cundía el descrédito de nuestros ministros, y ello estimulaba la potencia defensiva de los “carreristas” en su afán de llegar por la adulación a cotas insospechadas. Ni aún las palabras de Cordero de que en las próximas elecciones nuestra influencia sería menor llevaban a su ánimo el convencimiento. “Cada vez –me decían con ojos risueños- tendremos más ministros. Exigiremos que los altos cargos sean cubiertos por compañeros nuestros.” Presentíase un “reparto” no muy equitativo y para el cual se buscaban con verdadero afán méritos y privilegios. De entonces data la actitud de quienes, como Carlos Rubiera, un joven socialista “recién hecho”, se dirigían a las Juventudes y agrupaciones de los alrededores de Madrid con la siguiente súplica: “Cuando os falte algún orador, cuando no se presente, me llamáis, y estaré a vuestro lado.” Todos los medios eran buenos para salir del anónimo, para hacerse notar.

Una ridícula parodia.

Jamás olvidaré, por lo cómica, una junta de la Juventud Socialista, poco después de discutirse en la Agrupación las proposiciones que habrían de llevarse al Congreso extraordinario del Partido, donde Besteiro defendía un plan de Cámara Corporativa, en contra de Fernando de los Ríos, que proyectaba unos “Consejos Técnicos”. La Juventud, que ha sido siempre “mono de imitación”, lo llevó aquella vez hasta lo máximo. Santiago Carrillo, convertido en infantil parodia de Besteiro, y Carlos Rubiera, en “alter ego” de Fernando de los Ríos: he aquí –pensaba yo- una discusión en pequeño; algo así como un pasillo cómico que pusiera de manifiesto toda la ridiculez del empeño. Pero no todas las actitudes de este año iban a ser cómicas en su pequeñez. También las había trágicas y dolorosas cuando en terrible contraste frente a la despreocupación reinante entre los ambiciosos y ambiciosillos, surgía el problema hondo, terrible, de los pueblos sin pan.

Una frase trágica. Al cesto de los papeles.

Hablar de la conducta de los diputados para con las Comisiones que venían de los pueblos, sería tanto como repetir el cuento de nunca acabar. Muchas de ellas pasaron por mi casa: acudían a mí como el paño de lágrimas; me encargaban de sus asuntos y muchas veces tuve que utilizar la influencia de mi amistad con algunos de los diputados para conseguir un poco de ayuda para aquellos pobres desamparados de todos, para aquellos pueblos donde aún no había venido la República. Pero el hecho más lamentable de aquella etapa es el siguiente: subíamos mi madre y yo por la calle de Alcalá. Cerca ya del ministerio de Hacienda, nos encontramos a ocho o nueve hombres con sus blusones negros, sus rostros curtidos, su figura magra por el hambre y las privaciones. Dos de ellos tenían los ojos empañados por las lágrimas. Se acercaron a saludarme. Eran de Jaén, la provincia asolada por el hambre y el caciquismo. Habían hecho el siguiente esfuerzo de rebelarse para traer al Parlamento nueve, diez diputados socialistas. Y ahora…, ahora…Procuré enterarme. Venían del ministerio de Hacienda, que por entonces regentaba Prieto. Llevan cuatro días de larga espera. Sentados en la antesala desde las nueve de la mañana hasta pasadas las dos de la tarde, sin que jamás les tocase el turno. Por fin, aquella mañana habían conseguido ver al secretario del ministro. Le habían dicho que querían ver a su padre. Ponían en su voz toda la fe, toda la confianza en aquel compañero socialista que no había de abandonarlos en su desgracia. Luis Prieto, el hijo del ministro, que es a la vez su secretario, acogió su propuesta con gesto desdeñoso y les clavó en el alma el saetazo mortal: “¿Para qué quieren ustedes ver a mi padre? ¿Qué más da que lo tire yo en este cesto de papeles o que lo tire papá en el suyo? ¿Hay alguna diferencia?”

Aquellos hombres salieron del despacho con el alma transida por un dolor que no sabían definir. Y parodiando el cuadro famoso, “Y luego dicen que el pescado es caro”, yo recordaba meses después, al ver como los obreros jienenses se negaban a recibir a sus diputados, persiguiéndoles con piedras y palos e intentando pegar fuego a los autos en que recorrían las carreteras: “¡Y luego dirán que son nuestros enemigos los que han hecho a Jaén sindicalista!”

Pablo Iglesias, nombre nefando.

Desde hacía ya más de un año, yo no publicaba artículos en El Socialista. No era, según cartas que conservo, y que en su día publicaré, “persona grata a la Redacción de El Socialista”. Mis artículos habían de pasar por la aduana de la censura interna del partido, la Ejecutiva del mismo. Recuerdo, como detalle curioso, que el último que mandé a El Socialista, y no fue publicado, proponía la formación de un Museo de Pablo Iglesias, con la cama, la mesa, los libros, que conserva su viuda. Decía yo: “Pablo Iglesias no deja familia. A la muerte de su compañera, estos restos deben tener un cobijo honroso. El Socialista tiene ahora dos pisos en la casa de su propiedad. La Ejecutiva del Partido se ha trasladado a la oficina parlamentaria del mismo, en la calle de Zorrilla. ¿Por qué no utilizar aquel que fue salón de reuniones como Museo de Pablo Iglesias con todos esos detalles íntimos que nos recordasen al hombre bien amado de los proletarios, como una enseñanza de su modestia y de su austeridad?” Pero no: también este artículo pasó por censura, que no lo juzgó publicable. No es extraño. En el Partido Socialista los que hablan de Pablo Iglesias y del programa del Partido son malquistos, como si se refirieran a cosas nefandas. Cuando Algora en el Parlamento, llevando en la mano el programa del que fue nuestro Partido Socialista, señalaba a los diputados el porqué de su posición antiestatuista, los diputados socialistas se apartaban de él como de la voz de su conciencia que les viniese a recordar su traición. Ello no importa. No somos nosotros los que nos alejamos del Partido. Es el Partido quien se aleja de nosotros.