Un hijo
abandonado.
Por
Hildegart.
Emilito
Santiago
Estampa
típica del socialenchufismo egoísta e injusto.
Una madre y un niño, abandonados, a que aludimos
ya bastantes veces en estas columnas, y de modo especial
en un cuadro de Nochebuena que publicamos en los últimos
días del pasado año. La madre y el hijo
del socialfascista Enrique Santiago vuelven a surgir una
vez más en el tapete de la actualidad.
No
hace muchas horas que, llevando para la madre la pequeña
solución económica de una lección
alterna de francés, la visitamos en su hogar humildísimo
de la calle de Cartagena, 24, que comparte con otro matrimonio,
reparador en lo posible de la injusticia del abandono
en que se ve sumida.
Gozoso
y saltarín, como un pajarillo, acudió a
recibirnos el pequeño Emilio Santiago. Ojos grandes,
inmensos, de magnífica negrura, que contrastaban
con los cabellos castaños, rebeldes; mejillas rosadas,
cuerpecillo infantil aún y que ya presagia una
fuerte musculatura.
“Yo
quiero trabajar”.
Sólo
una pena latía en aquel hogar. Terminaban ahora
las clases, y durante todo el verano esta mujer abnegada
y madre amantísima que es doña Emilia de
Santiago pensaba en su hijo sin otra distracción
que la calle, sin la disciplina de un trabajo diario y
continuado.
El
pequeño nos miraba con sus ojos interrogantes.
Tiene trece años y una mirada viva, despierta,
inteligente, una actividad que le retoza por el cuerpo,
y un poco de tristeza honda, tristeza de sima en los ojos
que desde tan niño han aprendido a conocer las
privaciones y saben ya llorar por algo de infinita importancia,
por algo que no es un capricho de la infancia, por el
abandono de su padre, por la suerte de su pobre madre,
bandeada por todas las olas de las inclemencias.
Doña
Emilia y yo hemos callado un momento ante la evocación
de aquella preocupación materna. Y en este momento,
la voz límpida del pequeño Emi se deja sentir
con matices de insospechada imposición viril:
-Yo quiero trabajar...
-¿Tú...?
Y
la madre tiende hacia él los brazos acogiéndole
en ellos, en tanto unas lágrimas se deslizan mansamente
por sus mejillas. Y luego, como una explicación
a su llanto, me dice, vueltos hacia mí los ojos,
que debieron ser bellísimos:
-¡Es tan pequeño aún...!
Pero
el chiquillo rebélase ante la suave y emotiva ternura
maternal. Es todo él un varoncito rebelde que quiere
mirar cara a cara a la vida.
Yo
le apoyo en su gesto. El puede trabajar según sus
fuerzas, según sus aptitudes. El puede enseñar
el francés en sus juegos, en sus conversaciones,
a otros pequeñuelos. Aunque sea poco lo que gane,
satisfará él su deseo de trabajo y ocupará
su tiempo. La madre me mira ya resignada.
-Si
pudiera ser...- me explica con un gesto de duda en la
voz dulcísima.
-Será, Emilia, será.
Al
día siguiente, en nuestra visita al periódico
La Tierra, redactamos un a modo de anuncio. El niño
abandonado de Enrique Santiago pedía un poco de
trabajo, ofreciéndose para enseñar francés
a otros nenes como él.
Un
futuro abogado.
Al
día siguiente, muy temprano, se presentó
en nuestra casa un pequeñuelo. Ojos magníficos,
negros como la mora; pelo negro y crespo; tez morena,
en bello contraste con la blusita de crespón blanca.
Inteligencia suma en la mirada, ávida, y una voz
musical que nos pide apenas abrimos la puerta:
-Quisiera ver a ese niño...
“Ese
niño” era Emilito Santiago. El que por él
preguntaba, un chiquitín que ya conocen los lectores
de La Tierra, Pedrito Sánchez, periodista
ya con sus doce años, que hubo de escribir precisamente
en nuestro periódico un artículo para otro
pequeñuelo abandonado en Casas Viejas, un artículo
en que vibraba toda su almita pura, bellísima,
ingenua.
El
caso de Pedrito Sánchez, que es tan inteligente
como buenos sentimientos tiene –que ya es decir-,
merece capítulo aparte. Chiquillo excepcional éste
al que procuraremos dedicar la atención que merece,
no ya en el medio proletario, sino en otros sectores de
la Prensa burguesa donde debe ser conocido. Feliz coincidencia
la del niño de Enrique Santiago, que nos ha permitido
ahora conocer a este otro pequeño, magnífico
vivero de posibilidades, futuro abogado de fama y periodista
de renombre, que vino, en cumplimiento de un deseo de
su almita generosa, a ayudar con lo poco que el podía
a otro niño que tenía menos que él
y a quien le faltaba sobre todo el apoyo, el amparo de
un padre como el que tiene la fortuna de serlo de Pedrito
Sánchez, y de quien el mayor elogio que puede hacerse
es que es digno padre de su hijo.
Un
buen socialista.
Aquella
misma tarde una carta nos llegó por correo. Firmábala
nuestro buen amigo el Sr. Barrio de Medina, y proponía
para el pequeño Emilio una colocación en
su casa, semiinterno, para ayudar a sus nenes a aprender
francés, y ofreciendo, a más del sueldo
inicial de diez duros mensuales, el hacer de Emilio un
hombre de provecho, por lo pronto un practicante y posiblemente
un médico.
La
propuesta del corazón generoso del doctor Barrio
de Medina llenó de júbilo el corazón
del pequeño Emilio. La madre aún albergaba
el temor que me expresaba momentos antes... “Es
tan pequeño aún... Yo no sé si sabrá
cumplir con sus compromisos...”
Pero
Emilio Santiago está contento. Hoy ha empezado
a trabajar en su nuevo hogar. En el mes de septiembre
hará sus primeros exámenes de ingreso en
cualquiera de los Institutos madrileños. En el
doctor Barrio, en su esposa, ha hallado esa acogida cordial,
comprensiva, cariñosa, de quien todo se lo debe
a su esfuerzo personal y conoce las amarguras de las luchas
primeras.
Hemos
dicho que el pequeño Emilio está contento.
-Ahora- nos dice muy bajito cuando va a disponerse a marchar
a su trabajo- ya no necesitaré de mi padre para
nada...
Gratitud.
Emilio
se siente hombre capaz de ganarse ya la vida por sí;
ha sentido por vez primera la emulación de no depender
de los brazos febles de su madre para su sustento. Ya
no es una carga. Ya rinde a esa sociedad que los dos forman
trabajosamente, con formidable abnegación por ambas
partes, en tanto Enrique Santiago, el aprovechado
“socialista”, hace continuos viajes a Ginebra
y vive espléndidamente, olvidado ya de una mujer
y de un niño que llevan sus apellidos, como su
sangre, y que han luchado durante muchos meses entre la
ignorancia del lenguaje, la falta de medios y de amigos
comprensivos y cariñosos.
Magnífico
contraste también el de Enrique Santiago, socialfascista
que abandona a la carne de su carne, y el del doctor Barrio
de Medina, “socialista” que recoge con ternura
un hijo ajeno sin otro propósito que el de convertirle
en un hombre útil a la sociedad, que no sea carga
ni rémora, de ningún modo parásito
que viva a costa del ajeno esfuerzo.
Emilio
Santiago está contento y empieza a trabajar.
A
Pedrín Sánchez y al doctor Barrio reiteramos
desde aquí nuestra gratitud por su gesto de verdadera
aristocracia espiritual.