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Crítica republicana a la II República
Hildegart escribe sobre sus cuatro años
de militancia socialista (XI).

República y justicia.

Por Hildegart


Sábado de Gloria. Tocan a gloria las campanas de los conventos, de todas las iglesias: esquileo monótono que invita a congregarse al rebaño, harto mermado ya. Dicen las leyendas judaicas que hoy cumplióse el milagro de la resurrección de Jesús. A lo menos, hoy se comprobó la desaparición de su cadáver. Todo respira luz, vida, en este ambiente cálido de primavera. Pero no bastan los efluvios vivificadores para devolver la vitalidad al cadáver gubernamental, que, perdida ya hasta la necesidad de fingir ante los ojos escrutadores de las oposiciones parlamentarias, se entrega sin reservas al sereno reposo de la muerte. Este resurrexit no alcanza a la esfera gubernamental, no alcanza al entusiasmo republicano. Uno y otro están, sino muertos, aletargados, dormidos en un sueño hipnótico del que acaso fuera mejor no despertaran nunca.

Yo pensaba si no tenía razón Bagaría cuando días pasados situaba a ese su gracioso personaje con que simboliza el pueblo republicano sentado y murmurando: “Decididamente, me he adelantado. Debí proclamar la República el 15 y no el 14.” Y no ya porque la coincidencia de fechas de este año haya hecho que el Gobierno, antes defensor y ángel tutelar de los “sagrados derechos de la religión”, juzgara de mal gusto la expansión popular el día “de la muerte de Jesús”, sino porque acaso en esta frase intrascendente del genial caricaturista y dibujante hay un más hondo sentido que nos es dable desentrañar.

Una infección que se pudo evitar.

Si la República no hubiera surgido antes del anochecer del 14 de abril, si se hubiera dejado libre al pueblo en sus ansias de justicia, ni Alfonso de Borbón reiría hoy más allá de la frontera, ni Martínez Anido, Calvo Sotelo y Berenguer nos lanzarían sus muecas de burla ante nuestra impotencia para hacerles purgar culpas de las que harto sabemos que están convictos y confesos ante la conciencia popular. Se adelantó la República. Fue uno de esos partos sin sangre, de hemorragia interna, que obligan al tocólogo que asiste a una intervención quirúrgica inmediata, a un legrado profundo que permita arrancar hasta la mínima partícula de materia placentaria que pudiera quedar adherida en el interior del cuerpo de la parturienta. Y esa intervención no se hizo. Y no se raspó ni se arrancó hasta la raíz el viejo jesuitismo monárquico, hipócrita y dañino. Y aquí estamos hoy, a los dos años de la República, pagando las culpas de la infección consiguiente que no se quiso evitar.

Sólo seis meses de verdadera y honda revolución, transformación y subversión de valores, reparación de injusticias, reanudación de la magnífica vida republicana, siempre fecunda en posibilidades, hubieran bastado para evitarnos estos hechos lamentables. El pueblo era y es republicano por sentimiento, por espíritu, por esencia. De la manera más abstracta, más difusa e inconcreta posible, pero así le queremos y le debemos desear republicano. Pensando en una República grande, amplia, magnífica, que cobije a todas las tendencias y que tenga tal respeto para la autoridad popular que acoja y facilite cuantos sanos anhelos de rebeldía germinen en su fondo.

Lo que el pueblo pedía y lo que se le dio.

Y el pueblo pedía para conservar su fe, para mantener su entusiasmo, que se hiciera un poco de justicia, que en los pueblos se desterrara al cacique y se anularan privilegios de casta; que desapareciera de España la nube negra que forman, en avalancha imponente, todas las Ordenes religiosas; que se instaurara un régimen de justicia, de distribución equitativa de las riquezas; que se aligerara el Presupuesto de la burocracia inútil y se facilitara la resolución y tramitación de todos los asuntos que fuera dable a cada municipio resolver por sí y pactar con cuantos ayuntamientos deseare, sin obedecer el control de un gobernador, mero agente de orden público. Todo eso lo pedía el pueblo. Y todo eso esperaba, con una gran fe, esa ciega confianza ingenua, infantil, si queréis, que había puesto en los hombres que tan bien le habían hablado y cuyas palabras sonaban en sus oídos a cantos de aurora.

Y al pueblo se le dio, en cambio, la sumisión a la garra del cacique; la explotación cada vez más oprobiosa y humillante de las castas sociales, a cuyo servicio estaban ahora las fuerzas todas coactivas de la República; el aumento, hasta ensombrecer el cielo, siempre azul, y ocultar, en eclipse que queremos creer que sea pasajero, el sol riente de nuestra pobre España, de la “nube” de cuervos que tienden sus alas negras por encima del agro, siempre pródigo en cosechas magníficas, de nuestra patria; la injusticia, la ingratitud, la deslealtad y el favoritismo aplicados a cuantos hábilmente, no importa si fue a costa de rastrerías y humillaciones de conciencia, llegaron, como nuevas babosas, a la cumbre donde sólo el águila creíase dueña y señora de sus dominios; el aumento en más del doble de todos los gastos burocráticos del presupuesto, de las fuerzas represivas; la imposición de un cerrado criterio gubernamental, férrea cadena para las resoluciones municipales, y por si todo ello fuera poco, el bautismo de sangre, de su propia sangre, que cayó sobre sí mismo, generosa, ávida de regar la tierra de los espíritus y hacer brotar en ella la dura y resistente semilla de una honda rebeldía.

Propósito de reconquista.

Resurrexit, sí. Ayer, día extraño, Viernes Santo, que fue todo el símbolo de esta República que traicionó el laicismo al traicionar la causa popular, el pueblo, que no se echó a la calle en oleadas de entusiasmo y de fervor; el pueblo, que se quedó a reflexionar, en estas horas amargas, de su responsabilidad colectiva, hizo el propósito de una resurrección, el propósito, que acaso pueda parecer un poco paradójico en este régimen, de traer la República, sin retrasos, pero también sin adelantarse. Y así podemos cantar hoy, frente al cadáver que ni siquiera a tenido la habilidad de hacerse desaparecer del gobierno Azaña-Prieto, el resurrexit de nuestra fe republicana; podemos echar a gloria las campanitas de nuestra alegría ante un propósito que anoche sellamos en un pacto nuestro, hondo, de conciencias antes que de realidades, pacto de resurrección, vida nueva, espíritu nuevo. Fuerza de juventud y de primavera. Fe y entusiasmo. Atalayas del porvenir. Desprecio a los pobres cadáveres faranduleros. Y en lo alto del Cerro de los Angeles, que veíamos ya derruido en nuestra imaginación, la bandera tricolor cobijando a España en este día de resurrección en que empieza, no importan los esfuerzos, la reconquista de la República, secuestrada en la mazmorra de la incomprensión.