República
y justicia.
Por
Hildegart
Sábado
de Gloria. Tocan a gloria las campanas de los
conventos, de todas las iglesias: esquileo monótono
que invita a congregarse al rebaño, harto mermado
ya. Dicen las leyendas judaicas que hoy cumplióse
el milagro de la resurrección de Jesús.
A lo menos, hoy se comprobó la desaparición
de su cadáver. Todo respira luz, vida, en este
ambiente cálido de primavera. Pero no bastan los
efluvios vivificadores para devolver la vitalidad al cadáver
gubernamental, que, perdida ya hasta la necesidad de fingir
ante los ojos escrutadores de las oposiciones parlamentarias,
se entrega sin reservas al sereno reposo de la muerte.
Este resurrexit no alcanza a la esfera gubernamental,
no alcanza al entusiasmo republicano. Uno y otro
están, sino muertos, aletargados, dormidos en un
sueño hipnótico del que acaso fuera mejor
no despertaran nunca.
Yo
pensaba si no tenía razón Bagaría
cuando días pasados situaba a ese su gracioso personaje
con que simboliza el pueblo republicano sentado y murmurando:
“Decididamente, me he adelantado. Debí proclamar
la República el 15 y no el 14.” Y no ya porque
la coincidencia de fechas de este año haya hecho
que el Gobierno, antes defensor y ángel tutelar
de los “sagrados derechos de la religión”,
juzgara de mal gusto la expansión popular el día
“de la muerte de Jesús”, sino porque
acaso en esta frase intrascendente del genial caricaturista
y dibujante hay un más hondo sentido que nos es
dable desentrañar.
Una
infección que se pudo evitar.
Si
la República no hubiera surgido antes del anochecer
del 14 de abril, si se hubiera dejado libre al pueblo
en sus ansias de justicia, ni Alfonso de Borbón
reiría hoy más allá de la frontera,
ni Martínez Anido, Calvo Sotelo y Berenguer nos
lanzarían sus muecas de burla ante nuestra
impotencia para hacerles purgar culpas de las que harto
sabemos que están convictos y confesos ante la
conciencia popular. Se adelantó la República.
Fue uno de esos partos sin sangre, de hemorragia interna,
que obligan al tocólogo que asiste a una intervención
quirúrgica inmediata, a un legrado profundo que
permita arrancar hasta la mínima partícula
de materia placentaria que pudiera quedar adherida en
el interior del cuerpo de la parturienta. Y esa intervención
no se hizo. Y no se raspó ni se arrancó
hasta la raíz el viejo jesuitismo monárquico,
hipócrita y dañino. Y aquí estamos
hoy, a los dos años de la República, pagando
las culpas de la infección consiguiente que no
se quiso evitar.
Sólo
seis meses de verdadera y honda revolución, transformación
y subversión de valores, reparación de injusticias,
reanudación de la magnífica vida republicana,
siempre fecunda en posibilidades, hubieran bastado para
evitarnos estos hechos lamentables. El pueblo era y es
republicano por sentimiento, por espíritu, por
esencia. De la manera más abstracta, más
difusa e inconcreta posible, pero así le queremos
y le debemos desear republicano. Pensando en una República
grande, amplia, magnífica, que cobije a todas las
tendencias y que tenga tal respeto para la autoridad popular
que acoja y facilite cuantos sanos anhelos de rebeldía
germinen en su fondo.
Lo
que el pueblo pedía y lo que se le dio.
Y
el pueblo pedía para conservar su fe, para mantener
su entusiasmo, que se hiciera un poco de justicia,
que en los pueblos se desterrara al cacique y se anularan
privilegios de casta; que desapareciera de España
la nube negra que forman, en avalancha imponente, todas
las Ordenes religiosas; que se instaurara un régimen
de justicia, de distribución equitativa de las
riquezas; que se aligerara el Presupuesto de la
burocracia inútil y se facilitara la resolución
y tramitación de todos los asuntos que fuera dable
a cada municipio resolver por sí y pactar con cuantos
ayuntamientos deseare, sin obedecer el control de un gobernador,
mero agente de orden público. Todo eso lo pedía
el pueblo. Y todo eso esperaba, con una gran fe, esa ciega
confianza ingenua, infantil, si queréis, que había
puesto en los hombres que tan bien le habían hablado
y cuyas palabras sonaban en sus oídos a cantos
de aurora.
Y
al pueblo se le dio, en cambio, la sumisión a la
garra del cacique; la explotación cada vez más
oprobiosa y humillante de las castas sociales,
a cuyo servicio estaban ahora las fuerzas todas coactivas
de la República; el aumento, hasta ensombrecer
el cielo, siempre azul, y ocultar, en eclipse que queremos
creer que sea pasajero, el sol riente de nuestra pobre
España, de la “nube” de cuervos que
tienden sus alas negras por encima del agro, siempre pródigo
en cosechas magníficas, de nuestra patria; la injusticia,
la ingratitud, la deslealtad y el favoritismo aplicados
a cuantos hábilmente, no importa si fue a costa
de rastrerías y humillaciones de conciencia, llegaron,
como nuevas babosas, a la cumbre donde sólo el
águila creíase dueña y señora
de sus dominios; el aumento en más del doble de
todos los gastos burocráticos del presupuesto,
de las fuerzas represivas; la imposición de un
cerrado criterio gubernamental, férrea cadena para
las resoluciones municipales, y por si todo ello fuera
poco, el bautismo de sangre, de su propia sangre, que
cayó sobre sí mismo, generosa, ávida
de regar la tierra de los espíritus y hacer brotar
en ella la dura y resistente semilla de una honda rebeldía.
Propósito
de reconquista.
Resurrexit,
sí. Ayer, día extraño, Viernes Santo,
que fue todo el símbolo de esta República
que traicionó el laicismo al traicionar la causa
popular, el pueblo, que no se echó a la
calle en oleadas de entusiasmo y de fervor; el pueblo,
que se quedó a reflexionar, en estas horas amargas,
de su responsabilidad colectiva, hizo el propósito
de una resurrección, el propósito, que acaso
pueda parecer un poco paradójico en este régimen,
de traer la República, sin retrasos, pero también
sin adelantarse. Y así podemos cantar hoy, frente
al cadáver que ni siquiera a tenido la habilidad
de hacerse desaparecer del gobierno Azaña-Prieto,
el resurrexit de nuestra fe republicana; podemos echar
a gloria las campanitas de nuestra alegría ante
un propósito que anoche sellamos en un pacto nuestro,
hondo, de conciencias antes que de realidades, pacto de
resurrección, vida nueva, espíritu nuevo.
Fuerza de juventud y de primavera. Fe y entusiasmo. Atalayas
del porvenir. Desprecio a los pobres cadáveres
faranduleros. Y en lo alto del Cerro de los Angeles, que
veíamos ya derruido en nuestra imaginación,
la bandera tricolor cobijando a España
en este día de resurrección en que empieza,
no importan los esfuerzos, la reconquista de la República,
secuestrada en la mazmorra de la incomprensión.