La
represión de la Revolución de Octubre
Informe
de Félix Gordón Ordás, ex ministro
de la República y diputado en Cortes por León.
(Final)
Caso
de Javier Bueno
Fue detenido don Javier Bueno el día 6 de octubre
en la casa del periódico Avance, de Oviedo, que
dirigía, y desde allí trasladado a la Comisaría
de Vigilancia, desde donde se le llevó, en unión
de otros detenidos, al cuartel de los guardias
de Asalto, lugar en que comenzaron sus tormentos. Todos
los detenidos fueron atados allí con cuerdas de
pies y manos y así permanecieron durante once días.
Por las noches, especialmente, se les sacaba del encierro
para llevarles al patio y apalearlos ante el propio teniente
jefe de las fuerzas, al que Bueno dice que reconocería
inmediatamente que se lo pusieran delante. En esos once
días se les tuvo varias veces hasta cuarenta
y ocho horas sin comer ni beber y luego les daban
por todo alimento un plátano o un racimo de uvas.
A la habitación donde estaban estos detenidos fueron
en diversas ocasiones para comunicarles, sin ser cierto,
que sus casas habían sido destruidas y muertos
sus familiares. A Bueno le dijeron en dos momentos
que a su madre, que vivía con él en Oviedo,
la habían matado las fuerzas de represión,
noticia que, afortunadamente, pudo comprobar después
que era falsa. También a la madre de Bueno
le anunciaron el fusilamiento de su hijo. Se llegó
con él hasta el extremo de hacerle cavar, según
le decían, su propia fosa en el patio del Cuartel.
Cuando don Javier Bueno abandonó esta primera prisión
para ser trasladado a la cárcel iba ya
completamente magullado y lleno de heridas, como
aun continúa, pues no se ha podido curar, y de
ello da fe una fotografía muy difundida que probablemente
conocerá S. E.
En la cárcel había organizado un servicio
que llamaban de investigación al mando de un capitán
de la Guardia Civil y un agente de policía, que
consistía en apalear diariamente a los detenidos
más destacados, a los cuales pegaban con el mango
de un pico de cavar. Se me asegura, sin darme los nombres
de ellos, que, a consecuencia de las palizas,
fallecieron cuatro de los detenidos, uno de ellos
un nefrítico que estuvo quejándose dos noches
en la celda sin recibir asistencia facultativa, como todos
ellos. A don Javier Bueno le pegaron muchas veces
y él afirma que varias de sus palizas las presenció
el Director de la Prisión.
La celda en que estaban Bueno y otros carecía de
toda ventilación y el suelo era de cemento, y como
no había colchones, ni paja, ni manta, tenían
que dormir sobre él; pero como, además,
padecían la vecindad de un grifo descompuesto —que
pidieron varias veces que se les arreglara y no lo pudieron
conseguir— el agua caía a placer y todo estaba
encharcado.
De la cárcel de Oviedo fue trasladado don Javier
Bueno a Cangas de Onís, en unión de varios
presos más, entre ellos un guardia civil, del que
sólo se sabe que se llamaba Aníbal. A éste
le hicieron apearse, durante el trayecto, del camión
que los conducía con objeto de que las parejas
que se iban encontrando le pegaran con los fusiles y le
insultaran.
En Cangas de Onís continuaron las palizas
y de ello es testigo el oficial de la prisión don
Antonio Maya, que intentó impedirlo, por lo cual
el sargento de la Guardia civil logró que fuera
trasladado de allí. Los guardias de esta
población llevaron su ensañamiento hasta
el punto de descubrirle las heridas y pegarle sobre ellas,
diciéndole que no querían que se le cerraran
para que tuviera constantemente el recuerdo de ellas.
Asesinatos
Es considerable la cifra de personas matadas por elementos
integrantes de la fuerza pública, durante la represión
en las provincias de Palencia, León y Asturias,
sin seguir ningún procedimiento legal ni
atenerse a ninguna norma de guerra. A pesar de
las grandes dificultades con que tropecé en mi
tarea investigadora, he conseguido recoger un número
impresionante de hechos, los más destacados de
los cuales voy a referir a S. E. seguidamente. El día
que se nombre una Comisión parlamentaria, que pueda
actuar con plena autoridad y libre de los peligros que
hemos corrido cuantos nos aventuramos a todo riesgo por
el escenario de la revolución, se descubrirán
hechos nuevos y se afinarán los perfiles de los
que yo conozco. Necesaria y urgentísima es esta
labor depuradora, si se quiere hacer justicia a todos.
S. E. apreciará, después de examinar este
relato, en el que probablemente habrá varios errores
de accidente, pero ninguno de esencia, si es democráticamente
admisible que un Gobierno de la República se empeñe
en cerrar los ojos para no ver y los oídos para
no oír, permitiendo con su conducta que empañe
el honor de nuestro régimen la apariencia de un
amparo oficial para los autores de tan tremendos hechos.
Caso
de Francisco Dapena
Era el alcalde socialista de Barruelo de Santullán
(Palencia). Estaba en prisión custodiado por ocho
o nueve guardias civiles. Se dice que disparó con
pistola contra uno de dichos guardias, hiriéndole
en una pierna. Si este hecho es cierto, nadie podrá
explicarse cómo tenía en su poder dicha
arma un preso tan vigilado. A este supuesto o real disparo
no contestaron los guardias civiles disparando a su vez,
sino dándole a Dapena con las culatas de los fusiles
en la cabeza. Después de propinarle los culatazos,
le dejaron tendido y encerrado, sin que nadie le prestara
asistencia alguna. Tardó en morir dos o
tres horas. Durante ellas profirió gritos,
rugidos y lamentos desgarradores. Se incorporaba y volvía
a caer. Lanzaba terribles alaridos y se revolcaba en el
suelo con enormes sufrimientos. Sin duda por tratarse
de un hombre joven de gran resistencia física pudo
sostener tan prolongada agonía. Hay un
testigo.
Detalles: A una hijita de Dapena, que le llevó
la comida cuando ya había muerto, alguien
le dijo sonriendo: “Vete, niña; dice que
no tiene gana”, frase que repetida por
la muchachita ante su madre le hizo entrar a ésta
en sospecha, y pronto logró que una persona le
dijera la verdad. A un hermano del muerto llamado Bernardo
le detuvieron en el momento en que besaba el cadáver
en el cementerio, y allí mismo fue esposado y de
allí salió conducido para la cárcel.
Caso
de Domingo Pellitero
Era Domingo Pellitero un trabajador natural de Montejos
del Camino y residente en Llombera (León), que
no pertenecía a ninguna agrupación política
ni ostentaba cargo sindical alguno. Después de
pasados los sucesos revolucionarios, y sin que hubiera
contra él ninguna acusación concreta, se
presentó un día en su casa la Guardia Civil
a practicar un registro en ocasión en que él
se encontraba ausente. Todo lo “sospechoso”
que se recogió en el registro fue, dentro de un
baúl, unas fotografías de Galán y
García Hernández, un libro comunista de
edición autorizada, y un cuchillo de los que en
toda la montaña leonesa se usan para sangrar los
cerdos. A pesar de ello, la Guardia Civil dijo a la esposa
de Domingo Pellitero que en cuanto éste llegara
a casa se presentase en el cuartel de Pola de Gordón.
Al conocer dicho obrero la orden, se resistía a
cumplirla, porque estaba enterado de los malos tratos
que se infligían en aquel cuartel a los detenidos.
Pero un amigo suyo, también vecino de Llombera,
aprobado para guardia civil, le aconsejó que se
presentara, ya que ningún delito había cometido,
y de ese modo impediría que su desobediencia le
costara un castigo. Accedió a ello, y se fue al
cuartel de la Guardia Civil de Pola de Gordón.
Allí le dieron tan fenomenal paliza, que
al cabo de ella apenas si podía tenerse en pie.
Y después de pegarle a su sabor —en eso consistió
toda la “declaración” prestada—
le echaron fuera del cuartel, prueba bien evidente de
que no pesaba sobre este desdichado acusación alguna.
Renqueando trabajosamente dio Domingo Pellitero algunos
pasos en dirección al pueblo de Pola de Gordón,
con el fin de buscar un coche que le llevara a Llombera.
Un guardia civil le propinó un par de puntapiés
y le obligó a darse la vuelta y a caminar carretera
adelante hacia su casa, distante unos cuatro kilómetros.
No había recorrido ni dos cuando cayó sin
sentido en medio de la carretera. De allí le recogieron
unas almas piadosas y se lo llevaron a Huergas de Gordón,
pueblo situado a tres kilómetros de Pola. En
este pueblo murió, víctima de agudísimos
dolores, al cabo de dos días.
Casos
de Juan Suárez y Eusebio Fernández
Juan Suárez, llamado popularmente, Juan de la China,
era el presidente de la Junta administrativa de La Vid
(León), y Eusebio Fernández, (a) “El
Riesga”, era un obrero de dicho pueblo, con dos
hijos inválidos: uno idiota y otro inutilizado
por un ataque de encefalitis letárgica. A Juan
Suárez le estimaban mucho todos sus convecinos
por su hombría de bien y por su espíritu
justiciero. Eusebio Fernández era, en las horas
de descanso, el compañero inseparable de sus pobres
hijitos.
Detuvieron a Juan Suárez, según mis informes,
por negarse a encerrar en una casa de su propiedad un
coche de un individuo que acusó a varios obreros
de haber obstruido con peñascos el paso de la carretera,
diciendo Juan, en apoyo de su negativa, que en
su casa no se encerraban coches de alcahuetes de la Guardia
Civil. Eusebio Fernández, al parecer,
era uno de los obreros acusados de haber obstruido la
carretera con el fin de dificultar el paso de las tropas
de León a Asturias. A ambos individuos se les detuvo
en sus domicilios el día 14 de octubre, y ese mismo
día ingresaron, a las once de la mañana,
en el cuartel de la Guardia Civil de Pola de Gordón.
Apenas entrar allí, se les apaleó con toda
furia sobre el suelo de la cuadra y en la forma que ya
describí anteriormente. Después de pegarles
los arrastraron hasta un rincón de la cuadra y
ya no volvieron a ocuparse de ellos. Tales serían
los golpes, que uno de dichos individuos, Juan Suárez,
murió el mismo domingo día 14 hacia las
once y media de la noche, y el otro dejó de existir
en la madrugada del lunes, día 15. A pesar
de todo, es posible que se hubieran salvado si se les
hubiese atendido debidamente. Pero no. Sin asistencia
alguna murieron en el mismo rincón de la cuadra
al que se les arrastró.
En esta madrugada quisieron inhumarlos —y a tal
fin sacaron los cadáveres de la cuadra a las cinco
de la mañana, entre el sereno del pueblo y otro,
individuo—, y por negarse el juez a librar la orden
de enterramiento si no le daban el certificado médico
hubo que proceder antes a la autopsia. Se pretendió
que la practicara únicamente el médico titular
don Julián Álvarez Miranda; pero como éste
no quisiera hacerla solo, se requirió a los otros
dos médicos de la localidad, señores Vidal
y Zapatero. El certificado de defunción
extendido dice que uno de los presos murió por
colapso cardíaco, y el otro de congestión
cerebral, haciendo notar que había en ambos señales
de contusiones y que por ser hombres débiles
de organismo, uno ya de bastante edad, y por el estado
moral de verse detenidos y castigados, no pudieron resistirlo.
Detalle significativo: El infeliz Juan Suárez
llevaba en un bolsillo del chaleco una moneda de cinco
pesetas, que yo he visto en poder de un amigo de la víctima
y mío, la cual está doblada a consecuencia
de los golpes descargados sobre el cuerpo indefenso de
su propietario.
Caso
de El Pastor
No he podido averiguar con exactitud el nombre de este
obrero —¿será acaso Manuel Gutiérrez
Fernández, del que se me ha hablado y no tengo
ningún otro dato acerca de él?—, y
sólo sé que era soltero, natural de Rodiezmo
y con residencia en Ciñera (León). A “El
Pastor” se le acusaba de haber asaltado un polvorín
de la Sociedad Hullera Vasco-Leonesa. Preso en el cuartel
de la Guardia Civil de Pola de Gordón, fue
apaleado, incluso con las culatas de los fusiles, de una
manera tan despiadada, que falleció después
de grandes sufrimientos en el Hospital de León.
Caso
de Laureano Cuervo
El día 19 de noviembre fue detenido y llevado a
Bembibre (León) por la Guardia Civil Laureano Cuervo,
de Langre, Ayuntamiento de Berlanga, provincia citada.
Era hombre con una pierna de palo. El día 20 fue
golpeado y pisoteado en, Bembibre por la Guardia Civil.
Adoleció inmediatamente después de la paliza.
Permaneció tumbado en el suelo devolviendo los
alimentos y con alta fiebre, sin ser objeto de ninguna
asistencia. El día 22, a las tres de la tarde,
fue llevado a rastras a la estación y embarcado
en un furgón de ganados con dirección a
Astorga. Desde la estación de esta ciudad al cuartel-cárcel
a que iba destinado se le llevó también
a rastras. A las siete treinta de la tarde de dicho día
ingresó en la celda número 3 con pulmonía
traumática y en estado preagónico. Uno de
los detenidos se dio cuenta de la gravedad de Laureano
Cuervo y aporreó la puerta de la celda durante
largo rato, hasta que consiguió que abriera un
oficial de Prisiones. Le explicó el caso y éste
mandó recado al cabo del botiquín. A la
media hora se presentó el cabo, examinó
al enfermo y dijo que no podía prestarle auxilio
alguno sin autorización del médico. Se telefoneó
a éste, llegó a los tres cuartos de hora,
examinó al enfermo, que estertoreaba ya, preguntó
antecedentes de la enfermedad y se le dijo que el doliente
había sido brutalmente apaleado. Levantó
las ropas de Laureano Cuervo y comprobó, delante
de todos, la existencia de extensas lesiones en el tórax.
Ordenó que viniera una camilla para trasladar al
moribundo al Hospital y se fue. Media hora después
llegó la camilla, cuando este preso hacía
diez minutos que había expirado. Eran
las nueve y cuarenta y cinco minutos de la noche.
Tengo entendido que el médico civil del
cuartel-cárcel de Astorga ha certificado después
la muerte natural del interfecto por congestión
o infección pulmonar. Y, sin embargo, hay tres
testigos del apalemiento, cuatro testigos de la conducción
y diecisiete testigos de la muerte de Laureano Cuervo,
los nombres de todos los cuales obran en mi poder.
Caso
de Luis Sirval
Se trataba de un joven periodista de espíritu finísimo,
corazón generoso y bondad inalterable. Yo tenía
por él profunda simpatía y gran admiración.
Fue secretario político mío durante
el tiempo que desempeñé la cartera de Industria
y Comercio. Nombrado por mí, salió
de España a estudiar los procedimientos de propaganda
del régimen en Italia, Alemania, Inglaterra y Rusia,
y de este viaje trajo enseñanzas utilísimas,
que hasta ahora no ha aprovechado ninguno de mis sucesores.
Era firmemente republicano, de amplia y elevada visión
social. Aunque no tenía ninguna ambición
personalista, y acaso por lo mismo, su porvenir se ofrecía
espléndido para bien de la República.
¿Por qué fue detenido en Oviedo
adonde acudió en cumplimiento de su deber?
Lo ignoro. Sé, en cambio, cómo se le asesinó.
De ello di una nota al diputado don Hermenegildo Casas,
quien la utilizó en su intervención parlamentaria
sobre este suceso. Aquella misma nota, ligeramente ampliada,
es la que figura en este escrito.
El día 27 de octubre, a las cuatro de la
tarde, entraron en tropel en los calabozos de la Comisaría
de Investigación y Vigilancia de Oviedo tres oficiales
del Tercio diciendo que buscaban a un individuo.
Llegaron en sus pesquisas a un calabozo obscuro y sin
cama, que daba al pasillo; allí estaba Sirval.
Uno de los oficiales, el mismo que después le mató,
dijo: “Tú ¿quién eres?”
Y él contestó: “Soy un periodista.”
El oficial replicó: “¿Tú periodista?
Tú eres un asesino y ya no vas a matar a nadie
más.”, Sirval exclamó emocionado:
“Me confunden, me confunden; yo soy inocente.”
No hubo ninguna respuesta. Entre los tres sacaron
a Sirval al patio a empellones y sin mediar otras palabras
se dispararon allí sobre Sirval hasta siete u ocho
tiros, y tras un intervalo de segundos, un tiro más.
¿El de gracia?
Después de matarlo, y no antes, el mismo oficial
que asesinó a este ilustre periodista destrozó
a machetazos un maletín de cuero que Sirval llevaba
consigo, y de él sacó un libro y unos papeles,
diciendo: “Aquí, aquí está
la relación de las personas a quienes éste
iba a matar.” Una vez realizada la hazaña
se iban los tres oficiales del Tercio; pero uno de los
policías de guardia, al parecer un cabo, les dijo
que a él se le había entregado un preso
y allí quedaba un cadáver, y que él
no se hacía responsable. No sé lo que pasaría
después; probablemente le dejarían hecho
algún informe.
Al día siguiente, al mediodía, se llevaron
el cadáver, que antes había sido visitado
por varias personas. Estuvo muerto Sirval en el patio
y tapado con unas tablas su cadáver durante veinte
horas. Desde algunas casas próximas se vio lo ocurrido
y de ellas salieron gritos de horror. Antes de asesinarlo
se había registrado su habitación en la
casa en que estaba hospedado. ¿Cuál
fue el motivo de este asesinato? Hay cinco testigos, los
nombres de los cuales obran en mi poder.
Caso
del minero Sergio
Un joven minero, casado, llamado Sergio, cuyos apellidos
desconozco, natural de Mieres y residente en La Felguera
(Asturias), se presentó en el cuartel de los guardias
de Asalto de esta última localidad el domingo día
4 de noviembre, al anochecer, porque unos compañeros
que habían estado detenidos y fueron libertados
le dijeron que se le reclamaba y que debía presentarse.
Al día siguiente, lunes día 5, se
encontró su cadáver en la cuneta de la carretera,
cerca del pueblo llamado Villa, en el concejo de Langreo.
Tenía vendados los ojos con un pañuelo y
las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. De
cuello a pecho había recibido, por lo menos, cinco
tiros de máuser.
¿Qué había pasado? ¿Fue allí
a morir el minero Sergio o lo llevaron muerto? ¿Quién
lo mató? Frente al sitio en que apareció
el cadáver, pasado el río Nalón,
hay un pueblecito llamado Los Sotos, desde el cual se
oyeron los tiros. Parece, pues, que se le mató
allí mismo. Más abajo, siguiendo la carretera
en dirección a Oviedo, hay otro pueblo llamado
Frieres. Al pasar por este pueblo unas tropas dicho lunes
día 5 un soldado voceó: “Allí
arriba hay un muerto.” Fueron al sitio indicado
varios vecinos de dicho pueblo, y entre ellos el concejal
señor Peña, uno de cuyos vecinos reconoció
el cadáver.
El domingo, al anochecer, entró vivo el
minero Sergio en el cuartel de los Guardias de Asalto,
de donde nadie le vio salir. El lunes le encontraron muerto
unos soldados, a bastante distancia y con todas las apariencias
de haber sido fusilado. ¿Quién le mató?
Caso
de Valentín Fernández de la Riva
Entre los documentos que he podido recoger durante mis
investigaciones figura una carta dirigida desde una aldea
de Asturias a un soldado que estaba fuera de la región,
cuya carta llegó a mi poder de manera puramente
casual, y en ella leí, además de otras cosas,
lo siguiente, que transcribo sin otra corrección
que la de las faltas de ortografía:
“Pues de Columbiello hay algunos presos, que son:
Ángel el de Flora, y Quico, y Valiente, y Vicente
el de tío Cándido, y Benjamín no
se sabe dónde anda. Pues de la Vega del Ciego también
hay unos doce o trece presos. En fin, de cada pueblo hay
unos pocos presos. Bueno, pues a Valiente el de
Flora, ya le han fusilado. Con ése han
cometido la mayor ignominia que se pudiera cometer, pues
según noticias tenía dos o tres denuncias,
una por haber roto un faro a una camioneta y porque le
encontraron papeles del partido comunista en la barbería,
pues entre todo no era para tanto como a él hicieron,
y sin más averiguaciones ni más nada le
cogieron preso y lo llevaron para Campomanes,
y le tuvieron unos días martirizándole hasta
que cansaron, y luego le sacaron un día de noche
y por riba de La Frecha y allí le acabaron de matar
y le dejaron tirado en la cuneta y a otro día fueron
unos soldados con gasolina y le quemaron para que no se
conociera, y los restos los enterraron a la orilla del
río, pues dio cuenta de él una mujer, que
creo pasó por allí por la mañana
antes que llegasen los soldados, y dijo cómo
era y qué ropa llevaba, pues la familia quería
enterrarle en el cementerio y cuando fueron por él
ya no le encontraron, ya le habían sacado de allí
y no se sabe por dónde le han llevado. Bueno, y
como a él yo creo que hicieron con muchos hacia
Turón, Sama y Oviedo; después que los martirizan
les aplican la ley de fugas cuando y no les da más
morir que dejarlo; algunos creo que les rompen los huesos
de las muñecas con las esposas. Bueno, es un dolor
el oír cosas que dicen que hacen con algunos.”
Ante aquel relato tan minucioso de un crimen, hecho de
modo bien ingenuo y confidencial —¡qué
ajeno estaría su autor a que vendría a parar
su carta a mis manos!—, procuré indagar lo
que hubiera de cierto y conseguí los datos que
a continuación expongo:
En el pueblo de Vega del Ciego, perteneciente al Concejo
de Pola de Lena (Asturias), había un barbero llamado
Valentín Fernández de la Riva, hijo de viuda.
A los dos o tres días de ocupada toda la zona por
las tropas —hacía el día 22 ó
23 de octubre— le detuvieron en el local de su barbería
y le condujeron detenido a Campomanes. Durante tres días
consecutivos le llevó su familia la comida a aquella
prisión. Al llevársela su madre el cuarto
día le dijeron que su hijo ya no estaba allí.
Se presentó ante el capitán en busca de
noticias, quien la envió al teniente, y el teniente,
tras unas cuantas disculpas, acabó por contestarle
que no le podía dar explicaciones sobre el paradero
de su hijo. Pero frente a este hermetismo hablaba el rumor
popular de que se había sacado un preso por la
noche en dirección hacia Puente de los Fierros.
Y, naturalmente, la familia de Valentín Fernández
de la Riva se puso en movimiento.
Una hermana suya estuvo en Campomanes, y allí confirmó
la impresión que la madre había llevado
a casa sobre el traslado de un preso. Fue después
a dicha localidad un tío de Valentín Fernández
de la Riva dispuesto a seguir el rastro de aquel misterioso
preso sacado de noche de Campomanes. En el pueblo
llamado La Frecha le dijo un vecino que, en efecto, la
noche anterior había pasado por allí un
camión, dentro del cual iba un hombre gritando
y lamentándose y que poco después se oyó
una descarga hacia un paraje llamado Mal Abrigo.
Hacia aquel paraje se encaminó. Después
de algún tiempo de examinarlo vio en un prado,
cerca del río, tierra recién removida, y
cavando en ella dio con el cadáver.
Estaba totalmente desfigurado y tenía señales
amplias de quemaduras. Le pudo identificar por trozos
de ropa no quemada y por un billete de cincuenta pesetas
que la familia le había entregado recientemente,
y llevaba aún, con un ángulo quemado, en
un bolsillo del chaleco.
En cuanto los deudos de Valentín Fernández
de la Riva tuvieron noticias del descubrimiento de su
cadáver fueron a recogerlo con un vehículo,
en el cual le acarrearon hasta Campomanes. De allí
no les permitieron pasar con el cadáver. La autoridad
de dicho pueblo llamó a la Cruz Roja de Mieres
y pidió que enviara su coche a recoger “un
cadáver que había a un kilómetro
de Campomanes”. Fue el coche por el cadáver
y lo transportó a Mieres, en cuyo cementerio está
enterrado. El enterrador sabe dónde. La madre de
la víctima también lo sabe.
Caso
de Fernando González (a) Moscón
Pertenecía Fernando González Fernández
(a) Moscón al Partido Socialista y era concejal
del Ayuntamiento de Mieres (Asturias), estando
reputado como el más ecuánime y ponderado
de todos los concejales de dicho partido en aquel Ayuntamiento.
Después del fracaso del movimiento revolucionario
estuvo, como tantísimos otros, escondido por el
monte próximamente un mes. Lo detuvieron y lo llevaron
a la cárcel del partido de Mieres hacia el veintitantos
de noviembre. Estuvo allí de siete a ocho días.
Al cabo de ellos les trasladaron a él y a un miembro
del Comité revolucionario de Turón, llamado
Antonio Bustos, a la otra cárcel
que actualmente existe en Mieres en el edificio del Colegio
de los Hermanos de la Doctrina Cristiana. No habían
transcurrido más de ocho horas de estancia en esta
cárcel de Fernando González Fernández
(a) Moscón, cuando fueron a buscarle al salón-aula
en que estaba con otros cuarenta presos para llevarlo
al escenario del salón de actos. Allí
le colgaron en la forma ya referida y le dieron una paliza
monumental. A las tres o cuatro horas de estar
colgado y recibiendo golpes le bajaron del instrumento
del suplicio y le volvieron a llevar entre cuatro guardias
al salón-aula que le servía de celda, y
allí le tiraron como hacen invariablemente con
todos los que apalean.
Al salir los guardias de la celda, se acercaron a Fernando
González Fernández (a) Moscón, que
apenas podía moverse, tres detenidos, cuyos nombres
conozco, para preguntarle lo que le había sucedido,
y les contestó: “Me han dado una paliza fiera
y me han hecho firmar lo que han querido.” Y al
replicarle los otros que por qué había firmado
en aquella forma, les contestó que para que cesara
el tormento a que estaba sometido hubiera firmado cualquier
cosa.
A los tres días, cuando creyeron que ya se había
fortalecido lo suficiente, lo volvieron a sacar de la
celda, a colgarlo y a apalearlo de forma análoga
a la primera. Pasados dos o tres días de esta segunda
paliza ocurrió un hecho inaudito, sobre la gravedad
del cual me permito llamar especialmente la atención
de S. E. En el salón-aula en que estaba preso,
en unión de otras cuarenta personas, el detenido
Fernando González Fernández (a) Moscón,
se presentaron, hacia las ocho de la noche, dos jóvenes
de diecinueve a veinte años, paisanos y sin cargo
alguno de autoridad, llamados José Hernández
y César Gómez Fernández, hijo el
primero del sargento-comandante del puesto de la Guardia
Civil de Turón, don Eugenio Hernández, que
murió víctima de los hechos revolucionarios,
e hijo el segundo de don César Gómez (a)
Pulguines, que fue uno de los asesinados en Turón
juntamente con don Rafael del Riego. A estos dos
jóvenes, cuyo dolor comprendo y cuya ira me explico,
se les entregó el preso Fernando González
Fernández (a) Moscón, sin duda para que
sobre él hicieran la justicia que tuvieran por
conveniente.
Fue llevado dicho preso por los dos paisanos desde el
salón-aula que le servía de celda a otro
salón contiguo separado del primero por una mampara
de cristal. A través de ella vieron varios presos,
cuyos nombres obran en mi poder, que los dos paisanos
pegaban con vergajos a Fernando González Fernández
(a) Moscón en presencia de varios oficiales, de
dos de los cuales, un teniente de la Guardia Civil y un
teniente de la guardia de Asalto, se me han dicho los
apellidos. Al darse cuenta los que estaban en
el salón donde se pegaba la paliza de que varios
presos se habían apelotonado ante la mampara de
cristal atraídos por los gritos de la víctima,
apagaron la luz, y no por eso cesaron los golpes durante
algún tiempo.
Desde allí le llevaron a Fernando González
Fernández (a) Moscón al escenario de los
tormentos, donde le colgaron y le apalearon colgado por
tercera vez. Eran demasiadas violencias en tan pocos días
sobre un cuerpo débil, quebrantado además
por una ciática recién padecida, para que
pudiera resistirlas impunemente. Por eso no es
extraño que al cabo de una o dos horas de estarle
martirizando de esta manera se diesen cuenta los golpeadores
y los espectadores de que Fernando González Fernández
(a) Moscón se les moría. Le descolgaron
entonces rápidamente y le llevaron a toda prisa
a un pabellón frente a los dos ocupados por los
presos y allí trataron de reanimarle por medio
de la respiración artificial. Todo fue inútil.
El estertor de una agonía prolongada se metía
por los oídos de todos los presentes. Un guardia
civil, que estaba echado en un cama dentro del pabellón,
molesto sin duda por aquel estertor interminable, se levantó
malhumorado, y encarándose con el agonizante le
dijo: “¿Aun te quejas, marrano?”, y
le pegó un vergajazo. Fue el vergajazo de gracia.
Fernando González Fernández (a)
Moscón expiró. Eran próximamente
las dos de la madrugada. Desde allí se le llevó
al cementerio sin avisar a la familia hasta después
de enterrado. A la viuda se le entregó, al notificárselo,
un certificado de defunción expedido por un médico
militar. Esta viuda y sus cinco hijos saben, gracias a
ese certificado, que Fernando González Fernández
(a) Moscón murió oficialmente de una angina
de pecho. Y, sin embargo, de la casi totalidad de los
hechos que relato aquí y entre ellos de la muerte
de “Moscón”, hay testigos presenciales,
los nombres de los cuales obran en mi poder.
Detalle interesante: los jóvenes César
Gómez Fernández y José Hernández
son los organizadores en Turón de Falange Española
y andan constantemente por las calles de Turón
y de Mieres llevando la pistola en forma tan visible,
sin que nadie les moleste por ello, que necesariamente
han de estar autorizados para llevarla por quien puede
hacerlo.
Las
ejecuciones en San Pedro de los Arcos
Se asegura que al entrar el día 12 de octubre una
columna mixta del Tercio y de Regulares en el barrio de
Oviedo llamado San Pedro de los Arcos, los revolucionarios
hicieron frente a dichas tropas y dispararon contra ellas.
Esto no parece verosímil por haberse desarrollado
horas antes una gran batalla en torno a la Estación
del Norte, de la que salieron totalmente derrotados los
rebeldes y gracias a la cual pudo correrse fácilmente
y con toda rapidez por San Pedro de los Arcos la mencionada
columna. Es un hecho éste que conviene aclarar
en relación con el que se produjo pocos momentos
después.
Con resistencia previa o sin ella, parece indudable
que los legionarios, una vez dueños absolutos del
barrio de San Pedro de los Arcos, sacaron de sus casas
a doce o más personas, en su mayoría muchachos,
y los fusilaron sin trámite alguno sobre la pared
exterior de la tapia del cementerio, enterrándolos
después en una fosa allí mismo, fosa que
se ha pretendido hacer creer que la tenían abierta
los revolucionarios, cuando la verdad es, según
serios testimonios, que elementos del Tercio les obligaron
a cavarla a varios vecinos del barrio.
El diputado a Cortes por Valencia don Vicente
Marco Miranda, en una denuncia que ha presentado al Excmo.
Sr. Fiscal de la República, de la cual también
tiene conocimiento S. E., da los nombres de algunos de
estos fusilados: Laureano González, labrador,
de 34 años; Avelino y José Martínez,
hermanos, de 18 y 16 años, respectivamente,
ambos dependientes de comercio; Enrique Díaz
Rodríguez (a) el Consumero y otro individuo
llamado Herminio, todos ellos vecinos de una misma casa
propiedad de Enrique Díaz. Este es un asunto de
extraordinaria gravedad que yo no pude aclarar suficientemente
porque me vi obligado a regresar de Asturias antes
de lo que pensaba por causas ajenas a mi voluntad.
La investigación hecha por una Comisión
parlamentaria precisaría este suceso con toda exactitud.
Después de ocurridos los hechos en San Pedro de
los Arcos, la columna mixta de Regulares y del Tercio
que actuó como protagonista de ellos se fue a dormir
al casco de Oviedo y al día siguiente salieron
de nuevo estas tropas con dirección a San Lázaro
y a Villafría, marchando solamente Regulares a
este segundo barrio ovetense.
Las
razzias de Villafría
En Villafría entraron las tropas de Regulares el
día 13 de octubre por la carretera de La Tenderina,
que es un ramal que enlaza con la carretera de Oviedo
a Santander. Al tenerse en dicho barrio noticias de la
proximidad de las tropas marroquíes hubo gran desbandada
hacia los prados cercanos de mujeres, niños y hombres
—familias enteras— que dejaban abandonadas
por completo sus casas.
Quedaron en Villafría los que no pudieron irse
y aquellos a quienes el miedo no les permitió moverse
de allí; unos permanecieron en sus domicilios propios
y otros se fueron a casas vecinas para juntar los pánicos.
Acaso se hiciera fuego contra los Regulares en Villafría
por algunos revolucionarios al huir. Testigos presenciales
que me merecen entero crédito me aseguraron que
desde las casas absolutamente nadie disparó sobre
dichas tropas y hasta es dudoso que de quererlo hubieran
podido disparar por carecerse de armas total o casi totalmente
en la barriada, según pareció demostrarlo
un registro infructuoso practicado por las autoridades.
Las fuerzas de Regulares invadieron Villafría
con violencia inaudita —hasta me dijeron algunos
que entraron a cuchillo— y desde el primer momento
comenzaron a asaltar las casas y a matar y a saquear todo
lo que encontraron por delante. En su denuncia
al Excmo. Sr. Fiscal de la República enumera el
Sr. Marco Miranda una larga serie de muertes realizadas
dentro de las casas de Tenderina Baja, de Villafría
y de San Esteban de las Cruces por los Regulares. Los
informes que yo tengo coinciden casi enteramente con los
horribles suyos y por este motivo poco he de decir acerca
de tales hechos. Tan poco, que me limitaré a referir
en detalle lo ocurrido en la casa número 2 de Villafría,
no porque mis noticias discrepen mucho en este caso de
las del Sr. Marco Miranda, sino porque he recibido el
relato de labios del chófer José
Rodríguez González, natural de
Oviedo y vecino de Madrid, que se encontraba casualmente
allí por aquellos días cerca de su madre
y que se libró de la muerte en dicha casa
arrojándose por una ventana.
La madre de este chófer, llamada Severina
González, de sesenta y cuatro años
de edad, vivía en la casa número uno de
Villafría en compañía de un hijo
de veintiocho años, Celso Rodríguez
González, de una hija de veintiséis
años, Josefa Rodríguez González,
del esposo de Josefa, llamado Germán, de treinta
y dos años, de un nietecillo, hijo del matrimonio
Germán-Josefa, de quince meses, y de otro yerno,
Joaquín Tuya López, de
cincuenta años, que tenía su residencia
en Madrid y aquí había dejado a su esposa
con tres hijitos mientras él buscaba trabajo por
Asturias. Toda esta familia, ante el anuncio de la entrada
de los Regulares, se trasladó a la casa número
2. Cuando José Rodríguez González,
que estaba pasando unos días en casa de sus suegros,
en San Esteban de las Cruces, barrio que dista unos dos
kilómetros de Villafría, llegó presurosamente
a este otro barrio en busca de su madre, sabedor también
de que los Regulares estaban muy próximos, ya encontró
vacía la casa número uno y apenas si tuvo
tiempo de refugiarse en la casa número 2.
Aunque en ésta vivían alrededor de veinticinco
personas, en el momento de la entrada de los Regulares
en Villafría sólo había en ella dieciocho:
las seis de la casa número uno ya nombradas y José
Rodríguez González, los nueve miembros que
constituían la familia de Domingo Franco
(a) el Tranviario, de cincuenta años de
edad, que eran: él, su esposa, Carmen Corral,
de edad análoga a la suya, y sus siete hijos: Manuel,
Luis, Emilio, Laiña, Laura, Chela y Benjamina;
y Casimiro Alvarez, de sesenta y cuatro
a sesenta y seis años de edad, dueño de
la casa, y un yerno suyo llamado Vicente.
Un grupo de Regulares de dieciocho a veinte empujaron
la puerta de esta casa número 2, la violentaron
y entraron en ella. Nadie les había hecho resistencia
y mucho menos agredido. Sólo habían
puesto unos colchones detrás de la puerta, porque
desde las primeras horas del día habían
estado oyendo tiroteo. Eran las once de la mañana
cuando los Regulares pusieron pie dentro de la casa. Apenas
abrir la puerta, la emprendieron a tiros loca
y caprichosamente contra todas las personas que estaban
en el interior. Mataron así a Josefa, a Celso,
a Germán, a Joaquín, a Domingo, a Carmen,
a Manuel, a Luis, a Emiliano, a Liana, a Laura, a Casimiro
y a Vicente. Total, entre dieciocho personas, trece muertos.
Salvaron: José, arrojándose por una ventana;
Severina, con su nietecito en brazos, escondiéndose
en un rincón de la escalera, y Chela y Benjamina,
muchachas de diecisiete y de catorce años, respectivamente,
no sé cómo. Repito que ninguna
de estas personas, ni de los muertos, ni de los supervivientes,
había disparado un sólo tiro ni había
hecho el menor ademán hostil. La pobre anciana
Severina González, que vio caer horrorizada a casi
todos sus familiares sin vida, recuerda aún con
terror, entre la pesadilla de aquella trágica escena
de aquelarre, la cara espantosa de un moro sin más
nariz que los orificios nasales. Y recuerda también
que cuando salió de su escondite ya no había
ningún soldado marroquí y sí un militar
español, que parecía jefe, el cual, al ver
que salía llorando, procuró consolarla y
le dijo que había llegado tarde y que la cosa ya
no tenía remedio.
Episodios de tan fuerte dramatismo como éste
se desarrollaron en bastantes casas de Villafría
y de las barriadas próximas conocidas con los nombres
de Tenderina y San Esteban de las Cruces, así como
en el cementerio municipal de Oviedo, llamado de San Salvador.
Se mató sin piedad en dicho cementerio y dentro
de las casas a muchas personas totalmente ajenas al movimiento
revolucionario; yo sé hasta de una casa en la que
asesinaron desde un anciano de ochenta años a un
niño de nueve. Muy pocas habitaciones se librarían,
además, de un saqueo concienzudo. Desde
las alhajas hasta las mantas de cama, se robó de
todo, lo mismo en las casas ocupadas que en las que habían
abandonado sus moradores. Así, por ejemplo, hay
unos siete edificios iguales de planta baja en el barrio
de San Rafael, que está entre el cementerio de
San Salvador y San Esteban de las Cruces, que dejaron
vacíos sus vecinos en cuanto vieron avanzar a los
Regulares. Estas tropas no encontraron a nadie en el registro;
pero lo saquearon todo. Cuando pasado el peligro regresaron
los vecinos a ocupar sus viviendas, apenas si encontraron
en ellas otra cosa que las paredes.
La investigación minuciosa que puede y debe realizar
una Comisión parlamentaria investida de suficientes
poderes aclarará seguramente las páginas
turbias de esta invasión vergonzosa y humillante
para nuestra dignidad de españoles. El episodio
tiene toda la crudeza de un aguafuerte descarnado. Hacía
falta que entraran a gobernar por primera vez en España
desde que existe la época constitucional unos partidos
llamados católicos para que oficialmente se trajeran
a nuestra patria tropas mercenarias de mahometanos (berberiscos,
árabes y moros) con el designio de matar cristianos
por las calles y en las casas. Y para mayor ironía
del destino, fueron a hacerlo precisamente por las tierras
de don Pelayo el Reconquistador.
Los
fusilamientos en el cuartel de Pelayo
Al día siguiente de la entrada del General
López Ochoa con sus tropas en Oviedo se realizaron
fusilamientos de revolucionarios en el cuartel de Pelayo.
Parece que los fusilados fueron diecinueve; hay quien
los hace ascender hasta cuarenta y ocho. No es fácil
precisar la cifra, pero es evidente que los fusilamientos
existieron. Se dice que estos fusilamientos se
debieron a que se cogió disparando a los individuos
a quien se aplicó la pena. Se ha intentado añadir
después que antes se les formó a los fusilados
juicio sumarísimo. Esto no parece probable; pero,
aunque fuera cierta la celebración de dicho juicio,
no es por eso menos ilegal y punible la ejecución
de la sentencia sin conocimiento previo del Gobierno.
¿Ha habido más fusilamientos que
los de este día en el cuartel de Pelayo? Hay vehementes
sospechas de que sí y esto debe averiguarse.
La fantasía popular se ha desbordado hasta el máximo
extremo alrededor de este asunto de los fusilamientos,
llegándose a decir, y corre como verdad por el
pueblo, que en la explanada del citado cuartel se han
fusilado con ametralladoras centenares de detenidos. Esto
tiene todas las trazas de una febril exageración;
pero precisamente para evitar tales extravíos de
la multitud se debería investigar rápidamente
la verdad de los hechos a los efectos debidos.
El Gobierno no puede desconocer este penoso asunto. Hubo
un diario de Madrid, El Sol, que intentó publicar
la noticia de los primeros fusilamientos. La censura suprimió
el texto del telegrama, pero dejó por olvido su
título, y toda España se enteró del
suceso. Por otra parte, parece evidente que de ello se
habló en un Consejo de Ministros y que durante
él creyó encontrar algún consejero
avispado una explicación legal de tales fusilamientos
en el párrafo cuarto del artículo 633 del
Código de Justicia. Vano intento. Dice así
aquel párrafo: “Se exceptúan de dicho
trámite —el de dar conocimiento al Gobierno
de la sentencia de pena de muerte antes de proceder a
su ejecución— las sentencias relativas a
los delitos de rebelión o sedición cometidos
por militares en tiempo de paz, y en campaña a
todos los que exijan un pronto ejemplar castigo a juicio
de los generales jefes o gobernadores de plazas sitiadas
o bloqueadas por el enemigo.” Como se ve, nada en
absoluto tiene que ver este precepto con la situación
en que se encontraba Oviedo al realizarse los fusilamientos
en el cuartel de Pelayo. Estamos, por tanto, en nuestro
derecho quienes pedimos que se haga pronto la luz sobre
esta materia.
El
crimen de Carbayín
El día 19 de octubre entró en Sama
de Langreo la columna del general López Ochoa sin
disparar un solo tiro, tan confiada y tan segura como
si estuviera efectuando un paseo militar. Apenas
llegadas las tropas, los guardias civiles reconcentrados
en Sama, previo el asesoramiento de sus compañeros
supervivientes de la localidad, fueron deteniendo por
las casas, a las personas que se les indicaba. Así
reunieron en el Ayuntamiento, convertido en cárcel
provisional, de ocho a diez presos, a los que tenían
atados. Preso estaba allí también, pero
suelto, otro individuo llamado Faustino Frigedo
Martínez, cartero de Sama.
Aquel mismo día o al siguiente un oficial de la
Guardia Civil le pidió al alcalde de esta villa,
don Celso Fernández, que facilitara local para
tener a los detenidos, y casi al mismo tiempo se le acercó
con otra petición de local para distinto fin el
capitán ayudante del coronel que mandaba las fuerzas.
Propuso el alcalde que vieran con él, para apreciar
si les convenía, el edificio que había sido
convento de monjas. Se visitó y fueron aceptadas
tres habitaciones para prisión, y delante del alcalde,
sin haber todavía allí ningún preso,
se puso una guardia de ocho soldados. Después,
y custodiados por la Guardia Civil, se llevaron al convento-cárcel
los detenidos que había en el Ayuntamiento. Su
número se elevó considerablemente en seguida
—hasta pasar de cuarenta— por la entrada de
nuevos presos, obtenidos mediante el mismo procedimiento
que en Sama, en La Felguera, en Ciaño de Santa
Ana, en Lada, en San Martín del Rey Aurelio, etc.
El día 24, a las nueve de la noche, según
costumbre, acudió a esta cárcel una hermana
del detenido Faustino Frigedo Martínez, cartero
de Sama, para llevarle la cena, y allí le dijeron
que no tendría que volver más, porque su
hermano “saldría mañana”. Volvió
ella, sin embargo, al día siguiente a llevarle
el desayuno, y supo que a su hermano lo habían
trasladado “no sabían adonde”. Regresó
a su casa con la noticia. Otro hermano de Faustino Frigedo
Martínez, llamado Fermín, practicó
inmediatamente indagaciones en las cárceles de
Oviedo, de Gijón y de otras localidades. Ningún
rastro. Y para aumentar la inquietud se supo que de la
improvisada prisión de Sama no había salido
solamente Faustino Frigedo, sino bastantes presos más.
De ninguno de ellos se sabía el paradero. Sólo
se logró averiguar de momento que a todos ellos
se los habían llevado juntos el día 25 a
las tres de la madrugada, en una camioneta que se decía
iba para Oviedo. Pero aquella camioneta regresó
vacía a la media hora y en tan poco tiempo no había
podido ir a la capital de la provincia y volver.
Dos días después de realizado este transporte
misterioso comenzaron a circular por Sama de Langreo rumores
alarmantes. Se decía que desde dos casas próximas
a la zona llamada Rosellón, propiedad de la Compañía
Hullera de este nombre, que está situada entre
las aldeas Tuilla, del concejo de Langreo, y Carbayín,
del concejo de Siero, se habían oído tiros
y gritos en la madrugada del día 25; una de dichas
casas está a veinte pasos de la zona mencionada;
la otra está casi enfrente, pasado el río
Candín. Ante estos rumores se recordó por
algunos que la Guardia Civil había practicado el
día 24 grandes excavaciones diciendo que eran para
buscar armas en la escombrera de una de las minas de Rosellón,
sita en término de Carbayín, y que aquellas
excavaciones ya no existían. Desde que surgió
el recuerdo de las excavaciones, la escombrera de la mina
de Rosellón en Carbayín comenzó a
obsesionar a los vecinos de Sama de Langreo.
Ya el día 27 empezaron a rondar gentes por las
cercanías de la escombrera. El día
28 acudieron sobre todo mujeres y con gran decisión
se dedicaron a escarbar en la carbonilla recién
removida. Pronto llegaron, espantadas, a tropezar con
cadáveres, algunos de los cuales pudieron reconocer,
y singularmente el de Faustino Frigedo Martínez,
cartero de Sama. Como enloquecidas regresaron
al pueblo y una mujer apodada la Roxa se acercó
a la casa de los Frigedo para dar cuenta del macabro descubrimiento.
Inmediatamente acudió Fermín Frigedo a la
escombrera de la mina de Rosellón. Al llegar allí
ya estaba la Guardia Civil, que, conocedora de lo ocurrido,
tenía acantonado el terreno. A fuerza de súplicas
logró que se le permitiera entrar en la parte cercada,
y apenas reconoció el cadáver de su hermano
regresó al pueblo portador de aquella triste verdad
ante el resto de su familia.
La hermana que había servido a Faustino Frigedo
Martínez las comidas en la cárcel acudió,
a denunciar el descubrimiento ante el coronel que mandaba
las fuerzas, quien muy afectado contestó que aquello
era imposible, porque su columna no podía haber
hecho tal cosa, y que practicaría gestiones; en
efecto, aquel día hubo mucho movimiento de autoridades
militares entre Sama y Oviedo, pero no se sabe que se
haya detenido a nadie ni que se haya hecho nada.
Por su parte, Fermín Frigedo, mientras la hermana
visitaba al coronel, se fue a Oviedo para solicitar el
traslado, desde Carbayín a Sama, del cadáver
de su hermano Faustino, “víctima de los pasados
sucesos”; y obtuvo dicho permiso, del que tengo
una copia en mi poder, mediante oficio que firma el inspector
provincial de Sanidad interino don José María
Gaset, visa el coronel don José Solchaga,
refrenda, de orden del general López Ochoa,
el coronel jefe de Estado Mayor don Emilio Araujo
y autoriza, en fin, el subdelegado de Medicina de Pola
de Siero don Bernardo Nuño. Con este permiso se
presentó en Carbayín Fermín Frigedo,
y previo el cumplimiento de todos los requisitos que se
le exigían, obtuvo la entrega del cadáver
de su hermano Faustino, para poderlo enterrar en el cementerio
de Sama de Langreo. En este cadáver existían
las siguientes lesiones visibles: señales de haber
sido golpeada la cabeza, señales en el cuello como
de estrangulación, algo saliente de la boca la
lengua y una herida de arma blanca, con entrada por la
espalda y salida por el pecho, en cuyo orificio había
sangre coagulada.
Además del de Faustino Frigedo Martínez
se encontraron en la escombrera de la mina de Rosellón
en Carbayín los cadáveres de los siguientes
detenidos: Benjamín García García
y Dimas Yáñez, de Sama de Langreo; Eloy
Vallina, Honorio Vallina, José Meana y un hijo
suyo, y Antera Valdés, de la Felguera; Gerardo
Noriega, Tomás Centeno, Cándido García
(a) Torcuato, Alejandro García Fernández,
Celso Rodríguez, Ángel Ballina, Agustín
Amil Feito, X. Borrajo y un enfermo del Hospitalillo de
Ciaño de Santa Ana, cuyo nombre no he podido averiguar,
todos de pueblos del Concejo de San Martín del
Rey Aurelio, más Antonio Flores, ignoro de qué
localidad. No eran los únicos cadáveres
los de estas personas, cuyos nombres trabajosamente he
ido adquiriendo. Había, por lo menos, otros dos,
de quienes desconozco los nombres y circunstancias.
Ninguno de los citados señores tenía
prestada declaración ante juez alguno y es casi
seguro que varios de ellos fueran totalmente ajenos y
algunos hasta opuestos al movimiento revolucionario.
A la casi totalidad los detuvieron en sus domicilios los
días 19, 20 y 21 de octubre y los llevaron a la
cárcel sin decirles ni entonces ni después
el motivo de su detención. También sin explicación
de ninguna índole se les sacó de la cárcel
a las tres de la madrugada del día 25 para trasladarlos,
según información que en Sama he podido
recoger, en la camioneta de matrícula 0.-8999,
propiedad del vecino de dicha villa Francisco García,
popularmente llamado Quico, a la escombrera de la mina
de Rosellón en Carbayín, donde todos
ellos fueron matados, incluso dos chiquillos de dieciséis
años: el hijo de José Meana y Ángel
Ballina, ¿Cómo? La fantasía
popular, partiendo de que no se dejó ver ningún
cadáver, después de la exhumación
del de Faustino Frigedo Martínez, se ha desbordado
en detalles espeluznantes que me abstengo de transcribir.
Son evidentes y sugeridoras, sin embargo, las lesiones
externas apreciadas en el cadáver de Faustino Frigedo
Martínez, a que anteriormente me referí.
Parece también fuera de duda que varios cadáveres
estaban de tal modo deformados que sólo fue posible
reconocerlos por sus ropas y por sus documentos. Confirma,
en fin, la fuerte anormalidad de todo esto el hecho de
que, apenas descubierto el enterramiento de la veintena
de víctimas, se llevaran presurosamente sus cadáveres
a Oviedo, sin duda con el propósito de hacerlos
desaparecer, y como en Oviedo no se quisieran hacer cargo
de ellos, hubieron de regresar hacia el punto de partida,
si bien ya no dejaron los cadáveres en la escombrera
trágica, sino que los transportaron hasta el cementerio
de Valdesoto, que es la parroquia a que pertenece Carbayín,
donde se les enterró en una fosa común,
sin atender reclamaciones de algunos familiares, que deseaban
hacerse cargo de sus deudos para enterrarlos como fue
enterrado el cartero de Sama Faustino Frigedo Martínez.
Dije en uno de los párrafos anteriores, y lo repito,
que es casi seguro que varios de estos asesinados en Carbayín
fueran totalmente ajenos y algunos hasta opuestos al movimiento
revolucionario. Aunque no importa, a los efectos de la
responsabilidad criminal derivada de estos monstruosos
asesinatos, que los muertos fueran o no culpables, me
interesa comunicar a S. E. los datos en que me fundo para
suponer la inocencia de varios.
Gerardo Noriega. Estaba enfermo. Iba
a la consulta médica al hospitalillo de Ciaño
de Santa Ana. El médico le había dado una
certificación para que le viese un especialista.
Le denunció un guardia de Asalto diciendo que pertenecía
a la guardia roja. Fue detenido. Su cadáver tenía
la lengua totalmente fuera.
Benjamín García García.
Era industrial carnicero, en buena posición económica,
que por ser hombre de negocios siempre llevaba sobre sí
dinero en abundancia. En las pasadas elecciones generales
trabajó con todo entusiasmo la candidatura de derechas,
formada por melquiadistas y cedistas. Por este motivo
le habían declarado el boycot las organizaciones
obreras, boycot que persistía en el momento de
estallar la revolución.
Tomás Centeno. Maestro con residencia
en Ciaño de Langreo y escuela en Hueria de Carrocera.
De Acción Popular. Archicatólico. Le dijeron
que le reclamaban y se presentó a las autoridades
en Ciaño. Parece ser que encontraron las tropas
algunas armas en su escuela, donde él no vivía,
seguramente dejadas por los revolucionarios en su huida.
Se pasó rezando todo el tiempo de su detención.
Cándido García (a) Torcuato.
Cabo de la Guardia Municipal de El Entrego, pueblo del
Concejo de San Martín del Rey Aurelio. Fijó
en las paredes durante los sucesos todas las proclamas
oficiales que llegaron a su poder. El día 19 de
octubre habló telefónicamente con el Alcalde
de Sama de Langreo, don Celso Fernández, preguntándole
si había llegado ya la fuerza del General López
Ochoa. Contestó aquél que no, pero que la
esperaban de un momento a otro. Cándido García
le rogó que así que llegara pidiese en su
nombre que se enviaran soldados a allí, porque
no disponía de otra fuerza que un guarda jurado
para custodiar la Casa del Pueblo y el casino de Acción
Popular; le insistió que fuesen enseguida, porque
había muchos elementos de combate y, sobre todo,
dinamita. Don Celso Fernández se lo dijo al General
López Ochoa y éste, satisfecho, le contestó:
“Así se hace.” Envió tropas.
Al poco tiempo fue detenido Cándido García,
parece que por acusársele de haber ido un día
a Oviedo.
Agustín Amil Feito. Era barbero
en Ciaño de Langreo. Defendió al pueblo
con su escopeta cuando llegaron gentes maleantes e impidió
el saqueo del estanco de Avelino Fernández. Era
comunista. Al llegar las tropas lo detuvieron.
Al enfermero del hospitalillo de Santa Ana
se le acusaba, al parecer, de haber matado en Sama guardias
de Asalto; pero se me aseguró por varias personas
que eso era imposible, puesto que no había salido
de Ciaño durante los sucesos.
Ángel Ballina. Muchachuelo de
dieciséis años. Se me dijo que le detuvieron
por protestar de otras detenciones. Creo que era de Ciaño;
no estoy seguro.
Después de descubiertos los asesinatos, se llevó
a los presos desde el convento a la Casa del Pueblo, que,
a partir de aquel día, está convertida en
cárcel. Ante ella formaron guardia durante muchas
noches las mujeres; querían impedir con su presencia
el traslado de otros presos a aquellas horas. Dentro de
ella hubo un plante de detenidos contra el intento de
sacarlos de noche; los nuevos presos que iban entrando
les dieron cuenta de lo ocurrido en Carbayín y
temían que les pasara igual.
Hacinamientos
Tengo algunos datos de los graves problemas de toda índole
que la acumulación de presos ha creado en varias
cárceles. Únicamente conozco bien, sin embargo,
lo que ocurre en el cuartel-cárcel de Astorga.
Aunque por ese motivo sólo voy a referir este caso,
no ofrece para mí duda alguna que en otras muchas
prisiones ocurre algo análogo. Así, por
ejemplo, me consta que en Villablino (León)
llegó a haber detenidos en una sola habitación
durante veinte días consecutivos hasta ciento veinte
hombres, que permanecían allí hacinados
sin ninguna ventilación, muy escasa luz y un persistente
olor insoportable, habiendo de echarse los recluidos en
el santo suelo por mitades: la mitad de los presos tenían
que estar de pie mientras la otra mitad estaban acostados,
con un solo barreño para orinar todos, por lo cual
el orín desbordaba constantemente, y obligados
a curarse sus heridas, pues no salían del encierro
para otra cosa, y eso por grupos y a horas fijas, que
para defecar en derredor de la prisión.
Sobre el estado de la cárcel de Oviedo alguna luz
arroja el caso de don Javier Bueno, referido en otro lugar
de este escrito; y no hay que tener gran imaginación,
por otra parte, para darse cuenta de lo difícil
que es acomodar a dos mil presos en una cárcel
hecha para tener un máximo de cuatrocientos.
¡Y si de las cárceles de menos importancia
de las provincias de Asturias, León y Palencia
se pudiera hablar con información exacta! Pero
bastará referir cómo está la cárcel
de Astorga para presentar un modelo. ”Un modelo
de lo que no debe ser jamás una cárcel.”
Hay en el cuartel-cárcel de Astorga dos
clases de presos: los enceldados y los alojados en la
llamada aglomeración. Los primeros están
encerrados en pequeñas habitaciones; la proporción
es de treinta hombres por cada veinte metros cuadrados.
Naturalmente, no se pueden mover. Para dormir tienen que
turnar o acostarse los unos con la cabeza sobre las piernas
de los otros. Salen de la celda, pero no al exterior,
dos veces al día; por la mañana, dos horas;
por la tarde, una. Para donde salen durante ese tiempo
es para la llamada aglomeración. Mientras
están encerrados hacen sus necesidades en botes
de conservas, que han de tener entre ellos hasta que se
les abre la celda, a las siete de la mañana y a
las seis de la tarde, por el tiempo ya dicho.
La aglomeración es el dormitorio de una compañía
de tropa. Consta de tres naves, una central y dos laterales
en ángulo recto con aquélla. A la nave central
van a dar las puertas de las celdas. En la aglomeración
están los presos privilegiados, porque siquiera
pueden andar un poco y hacer sus necesidades en algo más
a propósito que un bote de conservas. Al fondo
de las naves laterales, hay un lavadero en una y un retrete
en otra. En la aglomeración se alojan unos
trescientos presos que la llenan por completo. Por eso,
cuando se suelta a los enceldados, en ninguna de las tres
naves de la aglomeración se puede dar un paso.
Entre enceldados y aglomerados son unos cuatrocientos.
El lavadero de la aglomeración está perpetuamente
anegado de un agua sucia en la que flotan residuos de
comida. El retrete tiene cuatro agujeros para cuatrocientos
hombres. Como muchos de ellos padecen disentería,
durante horas enteras se forman largas colas de pacientes.
El orín y las heces fecales se filtran por la pared
y forman un reguero permanente, que se extiende por gran
parte del suelo. Del recinto de las tres naves nadie puede
salir. El conjunto está orientado al N.E. El sol
no penetra allí jamás. La mayor parte de
las ventanas están clavadas —ahora creo que
han dispuesto que se desclaven— y la mayor parte
de las restantes han de mantenerse cerradas para evitar
posibles y dolorosas contingencias: un vecino
de Villesca de Laciana, padre de tres hijos, llamado Vicente
Blanco González, a quien se le ocurrió asomarse
a una ventana, murió del tiro de un centinela.
No se puede allí leer ni escribir. Todos los días
vagan los presos igual que sombras por aquellas naves
lóbregas como cuevas, en medio de una fetidez horripilante.
Por la noche se duerme en el suelo, amontonados a lo largo
de las paredes, sobre un centímetro de paja sucia,
que no se renueva nunca. Abundan los parásitos
de todas clases. El agua es insuficiente; a veces falta
hasta para beber. La consecuencia es que nadie puede lavarse
más que dos días por semana. La alimentación
consiste en esto: un cazo de agua caliente, o mejor tibia,
con dudas y sospechas de café, leche y azúcar,
a las ocho de la mañana; a una hora que varía
entre doce y tres de la tarde, y a otra hora que oscila
entre siete y diez de la noche, dan otro cazo de una de
estas cosas: o arroz o garbanzos o alubias o patatas.
Este guiso está a veces bien condimentado y es
comestible; otras es francamente indeglutible. Dan, además,
medio kilo de pan por barba y día. La gente se
encuentra famélica y enferma del intestino. Están
bajo la vigilancia de varios funcionarios de prisiones,
que al principio trataban con humanidad a los presos.
Se les veía sonrojados y angustiados, pero nada
o casi nada podían hacer por ellos.
Para estudiar esta vergonzosa situación y ver el
modo de ponerle remedio se han realizado diversas visitas
oficiales, una de ellas incluso por el Director General
de Prisiones. Nada se ha hecho aún. Hace unos quince
días estuve yo allí y supe que se esperaba
la llegada de algunos centenares más de presos
procedentes de la cárcel de Burgos. Ya han llegado,
sin que antes se paliara ninguna de las deficiencias existentes,
y como es lógico la situación ha empeorado.
Donde antes había cuatrocientos hombres
hay ahora próximamente el doble en las mismas condiciones.
La paja no se ha renovado desde hace tres meses
y está mezclada con restos de comidas, esputos,
heces fecales y orines arrastrados por los pies de los
hombres, fermentada y pútrida. Muchos presos no
tienen paja en que acostarse, ni siquiera esa paja estercolaria,
y carecen también de manta para abrigarse. El rancho
ha empeorado y es ahora regularmente malo y escasísimo.
A los enfermos y heridos no se les presta en realidad
verdadera asistencia médica. La enfermería
es una celda igual a las demás, con la misma paja
y la misma hacinación y la misma miseria y suciedad.
La alimentación de los enfermos es también
igual a la de los sanos. Cuando, a fuerza de ruegos, se
consigue que suministren un poco de leche condensada,
es a los dos o tres días, y en otros dos o tres
días no hay que pensar en una nueva remesa. No
existe botiquín ni material alguno sanitario. Heridos
y enfermos pasan cuatro y cinco días sin recibir
ninguna asistencia. Al cabo de ese tiempo, suelen ser
atendidos parvamente y a medias (un poco de yodo a los
heridos, alguna purga a los enfermos) y ya están
listos para otros cuatro o cinco días. Hasta los
funcionarios de prisiones que, como he dicho, comenzaron
por tratar benignamente a los presos, han cambiado. La
aglomeración hubo de crear fatalmente problemas
de organización, que no se han sabido resolver.
Con los problemas no resueltos y el consiguiente exceso
de trabajo, el carácter de dichos funcionarios
se ha agriado. Dijérase que renuncian todos a establecer
una organización seria y se ha encomendado la solución
de las cuestiones al vergajo. Los funcionarios
de aquella prisión andan ya, en efecto, vergajo
en mano, como si este soez y vergonzoso instrumento fuera
el signo de su autoridad y todos los días hay repugnantes
escenas de golpes a los presos, propinados a diestro y
siniestro, como si se tratara de animales en país
sin Sociedad protectora de ellos. Y así
pasan los días, y las semanas, y los meses...
La dignidad de la República exige que se ponga
inmediato fin a estas infamias. A todos los presos
sin excepción les debe el Estado democrático
un trato noble. Más que a ninguna otra
clase de ellos, se lo debe a quienes por no haber sido
juzgados aún figuran en la categoría de
supuestos delincuentes. El delito de estos detenidos,
si existe, es un delito revolucionario. El mismo delito
que estuvimos dispuestos a cometer, Excmo. Sr., todos
nosotros, desde S. E. hasta el más modesto de los
republicanos, contra un régimen que nos parecía
abominable. No hurtábamos, ciertamente,
nuestra responsabilidad legal entonces; nadie pide tampoco
que se exima de la responsabilidad legal a los revolucionarios
de ahora. Pero la responsabilidad legal y no otra y sin
olvidar nunca nuestro pasado al enjuiciar el presente
suyo. Alfonso Karr decía: “Los rojos son
los blancos en marcha; los blancos son los rojos que han
llegado.” Para aquel gran espíritu no había,
pues, entre rojos y blancos más diferencia que
las etapas en el camino: es rojo el que anda hacia la
meta; es blanco el que ya la alcanzó. ¡Y
qué pena da ver lo pronto que los blancos olvidan
la época en que fueron rojos!
Palabras
finales
Como estoy plenamente persuadido del noble espíritu
piadoso de S. E., me doy exacta cuenta del agobio que
sobre él he arrojado con la relación de
tantas crueldades. Era un penosísimo deber ineludible.
Por encima de todos los respetos está para mí
la salud de la República. Con el silencio se quebranta;
solamente la verdad puede defenderla. Es, un síntoma
terrible este crecimiento del espíritu bárbaro
dentro, de los organismos encargados de defender el orden
público en España. Se impone cortar su avance
con entera decisión. Si al Gobierno le detienen
los temores que se exponen al oído en voz baja,
infama con sus vacilaciones al Ejército y a las
demás instituciones armadas de la República.
Ninguna de ellas puede creer que se la ataca cuando se
pide el castigo de las individualidades de su seno que
delincan. La eliminación de los elementos maleados
robustecerá en vez de debilitar a dichos organismos.
Y, sobre todo, que si la República para vivir necesitase
amparar el crimen seria preferible que desapareciera antes
de subsistir con tamaño vilipendio. República
es justicia o no es más que una palabra sin sentido.
Al menos así lo entiende, Excmo. Sr.,
el autor de este informe.
Viva S. E. muchos años,
Madrid, 11 de enero de 1935.
F. Gordón Ordás. Ex-Ministro de la República.
Diputado a Cortes
Excelentísimo
Señor Presidente de la República