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Crítica republicana a la II República
Las torturas de Octubre (IV).
Informe de Félix Gordón Ordás (3ª parte).

La represión de la Revolución de Octubre

Informe de Félix Gordón Ordás, ex ministro
de la República y diputado en Cortes por León.

(Final)



Caso de Javier Bueno
Fue detenido don Javier Bueno el día 6 de octubre en la casa del periódico Avance, de Oviedo, que dirigía, y desde allí trasladado a la Comisaría de Vigilancia, desde donde se le llevó, en unión de otros detenidos, al cuartel de los guardias de Asalto, lugar en que comenzaron sus tormentos. Todos los detenidos fueron atados allí con cuerdas de pies y manos y así permanecieron durante once días. Por las noches, especialmente, se les sacaba del encierro para llevarles al patio y apalearlos ante el propio teniente jefe de las fuerzas, al que Bueno dice que reconocería inmediatamente que se lo pusieran delante. En esos once días se les tuvo varias veces hasta cuarenta y ocho horas sin comer ni beber y luego les daban por todo alimento un plátano o un racimo de uvas.

A la habitación donde estaban estos detenidos fueron en diversas ocasiones para comunicarles, sin ser cierto, que sus casas habían sido destruidas y muertos sus familiares. A Bueno le dijeron en dos momentos que a su madre, que vivía con él en Oviedo, la habían matado las fuerzas de represión, noticia que, afortunadamente, pudo comprobar después que era falsa. También a la madre de Bueno le anunciaron el fusilamiento de su hijo. Se llegó con él hasta el extremo de hacerle cavar, según le decían, su propia fosa en el patio del Cuartel.
Cuando don Javier Bueno abandonó esta primera prisión para ser trasladado a la cárcel iba ya completamente magullado y lleno de heridas, como aun continúa, pues no se ha podido curar, y de ello da fe una fotografía muy difundida que probablemente conocerá S. E.
En la cárcel había organizado un servicio que llamaban de investigación al mando de un capitán de la Guardia Civil y un agente de policía, que consistía en apalear diariamente a los detenidos más destacados, a los cuales pegaban con el mango de un pico de cavar. Se me asegura, sin darme los nombres de ellos, que, a consecuencia de las palizas, fallecieron cuatro de los detenidos, uno de ellos un nefrítico que estuvo quejándose dos noches en la celda sin recibir asistencia facultativa, como todos ellos. A don Javier Bueno le pegaron muchas veces y él afirma que varias de sus palizas las presenció el Director de la Prisión.

La celda en que estaban Bueno y otros carecía de toda ventilación y el suelo era de cemento, y como no había colchones, ni paja, ni manta, tenían que dormir sobre él; pero como, además, padecían la vecindad de un grifo descompuesto —que pidieron varias veces que se les arreglara y no lo pudieron conseguir— el agua caía a placer y todo estaba encharcado.
De la cárcel de Oviedo fue trasladado don Javier Bueno a Cangas de Onís, en unión de varios presos más, entre ellos un guardia civil, del que sólo se sabe que se llamaba Aníbal. A éste le hicieron apearse, durante el trayecto, del camión que los conducía con objeto de que las parejas que se iban encontrando le pegaran con los fusiles y le insultaran.

En Cangas de Onís continuaron las palizas y de ello es testigo el oficial de la prisión don Antonio Maya, que intentó impedirlo, por lo cual el sargento de la Guardia civil logró que fuera trasladado de allí. Los guardias de esta población llevaron su ensañamiento hasta el punto de descubrirle las heridas y pegarle sobre ellas, diciéndole que no querían que se le cerraran para que tuviera constantemente el recuerdo de ellas.

Asesinatos
Es considerable la cifra de personas matadas por elementos integrantes de la fuerza pública, durante la represión en las provincias de Palencia, León y Asturias, sin seguir ningún procedimiento legal ni atenerse a ninguna norma de guerra. A pesar de las grandes dificultades con que tropecé en mi tarea investigadora, he conseguido recoger un número impresionante de hechos, los más destacados de los cuales voy a referir a S. E. seguidamente. El día que se nombre una Comisión parlamentaria, que pueda actuar con plena autoridad y libre de los peligros que hemos corrido cuantos nos aventuramos a todo riesgo por el escenario de la revolución, se descubrirán hechos nuevos y se afinarán los perfiles de los que yo conozco. Necesaria y urgentísima es esta labor depuradora, si se quiere hacer justicia a todos. S. E. apreciará, después de examinar este relato, en el que probablemente habrá varios errores de accidente, pero ninguno de esencia, si es democráticamente admisible que un Gobierno de la República se empeñe en cerrar los ojos para no ver y los oídos para no oír, permitiendo con su conducta que empañe el honor de nuestro régimen la apariencia de un amparo oficial para los autores de tan tremendos hechos.

Caso de Francisco Dapena
Era el alcalde socialista de Barruelo de Santullán (Palencia). Estaba en prisión custodiado por ocho o nueve guardias civiles. Se dice que disparó con pistola contra uno de dichos guardias, hiriéndole en una pierna. Si este hecho es cierto, nadie podrá explicarse cómo tenía en su poder dicha arma un preso tan vigilado. A este supuesto o real disparo no contestaron los guardias civiles disparando a su vez, sino dándole a Dapena con las culatas de los fusiles en la cabeza. Después de propinarle los culatazos, le dejaron tendido y encerrado, sin que nadie le prestara asistencia alguna. Tardó en morir dos o tres horas. Durante ellas profirió gritos, rugidos y lamentos desgarradores. Se incorporaba y volvía a caer. Lanzaba terribles alaridos y se revolcaba en el suelo con enormes sufrimientos. Sin duda por tratarse de un hombre joven de gran resistencia física pudo sostener tan prolongada agonía. Hay un testigo.

Detalles: A una hijita de Dapena, que le llevó la comida cuando ya había muerto, alguien le dijo sonriendo: “Vete, niña; dice que no tiene gana”, frase que repetida por la muchachita ante su madre le hizo entrar a ésta en sospecha, y pronto logró que una persona le dijera la verdad. A un hermano del muerto llamado Bernardo le detuvieron en el momento en que besaba el cadáver en el cementerio, y allí mismo fue esposado y de allí salió conducido para la cárcel.

Caso de Domingo Pellitero
Era Domingo Pellitero un trabajador natural de Montejos del Camino y residente en Llombera (León), que no pertenecía a ninguna agrupación política ni ostentaba cargo sindical alguno. Después de pasados los sucesos revolucionarios, y sin que hubiera contra él ninguna acusación concreta, se presentó un día en su casa la Guardia Civil a practicar un registro en ocasión en que él se encontraba ausente. Todo lo “sospechoso” que se recogió en el registro fue, dentro de un baúl, unas fotografías de Galán y García Hernández, un libro comunista de edición autorizada, y un cuchillo de los que en toda la montaña leonesa se usan para sangrar los cerdos. A pesar de ello, la Guardia Civil dijo a la esposa de Domingo Pellitero que en cuanto éste llegara a casa se presentase en el cuartel de Pola de Gordón.

Al conocer dicho obrero la orden, se resistía a cumplirla, porque estaba enterado de los malos tratos que se infligían en aquel cuartel a los detenidos. Pero un amigo suyo, también vecino de Llombera, aprobado para guardia civil, le aconsejó que se presentara, ya que ningún delito había cometido, y de ese modo impediría que su desobediencia le costara un castigo. Accedió a ello, y se fue al cuartel de la Guardia Civil de Pola de Gordón. Allí le dieron tan fenomenal paliza, que al cabo de ella apenas si podía tenerse en pie. Y después de pegarle a su sabor —en eso consistió toda la “declaración” prestada— le echaron fuera del cuartel, prueba bien evidente de que no pesaba sobre este desdichado acusación alguna.

Renqueando trabajosamente dio Domingo Pellitero algunos pasos en dirección al pueblo de Pola de Gordón, con el fin de buscar un coche que le llevara a Llombera. Un guardia civil le propinó un par de puntapiés y le obligó a darse la vuelta y a caminar carretera adelante hacia su casa, distante unos cuatro kilómetros. No había recorrido ni dos cuando cayó sin sentido en medio de la carretera. De allí le recogieron unas almas piadosas y se lo llevaron a Huergas de Gordón, pueblo situado a tres kilómetros de Pola. En este pueblo murió, víctima de agudísimos dolores, al cabo de dos días.

Casos de Juan Suárez y Eusebio Fernández
Juan Suárez, llamado popularmente, Juan de la China, era el presidente de la Junta administrativa de La Vid (León), y Eusebio Fernández, (a) “El Riesga”, era un obrero de dicho pueblo, con dos hijos inválidos: uno idiota y otro inutilizado por un ataque de encefalitis letárgica. A Juan Suárez le estimaban mucho todos sus convecinos por su hombría de bien y por su espíritu justiciero. Eusebio Fernández era, en las horas de descanso, el compañero inseparable de sus pobres hijitos.
Detuvieron a Juan Suárez, según mis informes, por negarse a encerrar en una casa de su propiedad un coche de un individuo que acusó a varios obreros de haber obstruido con peñascos el paso de la carretera, diciendo Juan, en apoyo de su negativa, que en su casa no se encerraban coches de alcahuetes de la Guardia Civil. Eusebio Fernández, al parecer, era uno de los obreros acusados de haber obstruido la carretera con el fin de dificultar el paso de las tropas de León a Asturias. A ambos individuos se les detuvo en sus domicilios el día 14 de octubre, y ese mismo día ingresaron, a las once de la mañana, en el cuartel de la Guardia Civil de Pola de Gordón. Apenas entrar allí, se les apaleó con toda furia sobre el suelo de la cuadra y en la forma que ya describí anteriormente. Después de pegarles los arrastraron hasta un rincón de la cuadra y ya no volvieron a ocuparse de ellos. Tales serían los golpes, que uno de dichos individuos, Juan Suárez, murió el mismo domingo día 14 hacia las once y media de la noche, y el otro dejó de existir en la madrugada del lunes, día 15. A pesar de todo, es posible que se hubieran salvado si se les hubiese atendido debidamente. Pero no. Sin asistencia alguna murieron en el mismo rincón de la cuadra al que se les arrastró.

En esta madrugada quisieron inhumarlos —y a tal fin sacaron los cadáveres de la cuadra a las cinco de la mañana, entre el sereno del pueblo y otro, individuo—, y por negarse el juez a librar la orden de enterramiento si no le daban el certificado médico hubo que proceder antes a la autopsia. Se pretendió que la practicara únicamente el médico titular don Julián Álvarez Miranda; pero como éste no quisiera hacerla solo, se requirió a los otros dos médicos de la localidad, señores Vidal y Zapatero. El certificado de defunción extendido dice que uno de los presos murió por colapso cardíaco, y el otro de congestión cerebral, haciendo notar que había en ambos señales de contusiones y que por ser hombres débiles de organismo, uno ya de bastante edad, y por el estado moral de verse detenidos y castigados, no pudieron resistirlo.
Detalle significativo: El infeliz Juan Suárez llevaba en un bolsillo del chaleco una moneda de cinco pesetas, que yo he visto en poder de un amigo de la víctima y mío, la cual está doblada a consecuencia de los golpes descargados sobre el cuerpo indefenso de su propietario.

Caso de El Pastor
No he podido averiguar con exactitud el nombre de este obrero —¿será acaso Manuel Gutiérrez Fernández, del que se me ha hablado y no tengo ningún otro dato acerca de él?—, y sólo sé que era soltero, natural de Rodiezmo y con residencia en Ciñera (León). A “El Pastor” se le acusaba de haber asaltado un polvorín de la Sociedad Hullera Vasco-Leonesa. Preso en el cuartel de la Guardia Civil de Pola de Gordón, fue apaleado, incluso con las culatas de los fusiles, de una manera tan despiadada, que falleció después de grandes sufrimientos en el Hospital de León.

Caso de Laureano Cuervo
El día 19 de noviembre fue detenido y llevado a Bembibre (León) por la Guardia Civil Laureano Cuervo, de Langre, Ayuntamiento de Berlanga, provincia citada. Era hombre con una pierna de palo. El día 20 fue golpeado y pisoteado en, Bembibre por la Guardia Civil. Adoleció inmediatamente después de la paliza. Permaneció tumbado en el suelo devolviendo los alimentos y con alta fiebre, sin ser objeto de ninguna asistencia. El día 22, a las tres de la tarde, fue llevado a rastras a la estación y embarcado en un furgón de ganados con dirección a Astorga. Desde la estación de esta ciudad al cuartel-cárcel a que iba destinado se le llevó también a rastras. A las siete treinta de la tarde de dicho día ingresó en la celda número 3 con pulmonía traumática y en estado preagónico. Uno de los detenidos se dio cuenta de la gravedad de Laureano Cuervo y aporreó la puerta de la celda durante largo rato, hasta que consiguió que abriera un oficial de Prisiones. Le explicó el caso y éste mandó recado al cabo del botiquín. A la media hora se presentó el cabo, examinó al enfermo y dijo que no podía prestarle auxilio alguno sin autorización del médico. Se telefoneó a éste, llegó a los tres cuartos de hora, examinó al enfermo, que estertoreaba ya, preguntó antecedentes de la enfermedad y se le dijo que el doliente había sido brutalmente apaleado. Levantó las ropas de Laureano Cuervo y comprobó, delante de todos, la existencia de extensas lesiones en el tórax. Ordenó que viniera una camilla para trasladar al moribundo al Hospital y se fue. Media hora después llegó la camilla, cuando este preso hacía diez minutos que había expirado. Eran las nueve y cuarenta y cinco minutos de la noche.

Tengo entendido que el médico civil del cuartel-cárcel de Astorga ha certificado después la muerte natural del interfecto por congestión o infección pulmonar. Y, sin embargo, hay tres testigos del apalemiento, cuatro testigos de la conducción y diecisiete testigos de la muerte de Laureano Cuervo, los nombres de todos los cuales obran en mi poder.

Caso de Luis Sirval
Se trataba de un joven periodista de espíritu finísimo, corazón generoso y bondad inalterable. Yo tenía por él profunda simpatía y gran admiración. Fue secretario político mío durante el tiempo que desempeñé la cartera de Industria y Comercio. Nombrado por mí, salió de España a estudiar los procedimientos de propaganda del régimen en Italia, Alemania, Inglaterra y Rusia, y de este viaje trajo enseñanzas utilísimas, que hasta ahora no ha aprovechado ninguno de mis sucesores. Era firmemente republicano, de amplia y elevada visión social. Aunque no tenía ninguna ambición personalista, y acaso por lo mismo, su porvenir se ofrecía espléndido para bien de la República.

¿Por qué fue detenido en Oviedo adonde acudió en cumplimiento de su deber? Lo ignoro. Sé, en cambio, cómo se le asesinó. De ello di una nota al diputado don Hermenegildo Casas, quien la utilizó en su intervención parlamentaria sobre este suceso. Aquella misma nota, ligeramente ampliada, es la que figura en este escrito.

El día 27 de octubre, a las cuatro de la tarde, entraron en tropel en los calabozos de la Comisaría de Investigación y Vigilancia de Oviedo tres oficiales del Tercio diciendo que buscaban a un individuo. Llegaron en sus pesquisas a un calabozo obscuro y sin cama, que daba al pasillo; allí estaba Sirval. Uno de los oficiales, el mismo que después le mató, dijo: “Tú ¿quién eres?” Y él contestó: “Soy un periodista.” El oficial replicó: “¿Tú periodista? Tú eres un asesino y ya no vas a matar a nadie más.”, Sirval exclamó emocionado: “Me confunden, me confunden; yo soy inocente.” No hubo ninguna respuesta. Entre los tres sacaron a Sirval al patio a empellones y sin mediar otras palabras se dispararon allí sobre Sirval hasta siete u ocho tiros, y tras un intervalo de segundos, un tiro más. ¿El de gracia?

Después de matarlo, y no antes, el mismo oficial que asesinó a este ilustre periodista destrozó a machetazos un maletín de cuero que Sirval llevaba consigo, y de él sacó un libro y unos papeles, diciendo: “Aquí, aquí está la relación de las personas a quienes éste iba a matar.” Una vez realizada la hazaña se iban los tres oficiales del Tercio; pero uno de los policías de guardia, al parecer un cabo, les dijo que a él se le había entregado un preso y allí quedaba un cadáver, y que él no se hacía responsable. No sé lo que pasaría después; probablemente le dejarían hecho algún informe.

Al día siguiente, al mediodía, se llevaron el cadáver, que antes había sido visitado por varias personas. Estuvo muerto Sirval en el patio y tapado con unas tablas su cadáver durante veinte horas. Desde algunas casas próximas se vio lo ocurrido y de ellas salieron gritos de horror. Antes de asesinarlo se había registrado su habitación en la casa en que estaba hospedado. ¿Cuál fue el motivo de este asesinato? Hay cinco testigos, los nombres de los cuales obran en mi poder.

Caso del minero Sergio
Un joven minero, casado, llamado Sergio, cuyos apellidos desconozco, natural de Mieres y residente en La Felguera (Asturias), se presentó en el cuartel de los guardias de Asalto de esta última localidad el domingo día 4 de noviembre, al anochecer, porque unos compañeros que habían estado detenidos y fueron libertados le dijeron que se le reclamaba y que debía presentarse.

Al día siguiente, lunes día 5, se encontró su cadáver en la cuneta de la carretera, cerca del pueblo llamado Villa, en el concejo de Langreo. Tenía vendados los ojos con un pañuelo y las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. De cuello a pecho había recibido, por lo menos, cinco tiros de máuser.

¿Qué había pasado? ¿Fue allí a morir el minero Sergio o lo llevaron muerto? ¿Quién lo mató? Frente al sitio en que apareció el cadáver, pasado el río Nalón, hay un pueblecito llamado Los Sotos, desde el cual se oyeron los tiros. Parece, pues, que se le mató allí mismo. Más abajo, siguiendo la carretera en dirección a Oviedo, hay otro pueblo llamado Frieres. Al pasar por este pueblo unas tropas dicho lunes día 5 un soldado voceó: “Allí arriba hay un muerto.” Fueron al sitio indicado varios vecinos de dicho pueblo, y entre ellos el concejal señor Peña, uno de cuyos vecinos reconoció el cadáver.

El domingo, al anochecer, entró vivo el minero Sergio en el cuartel de los Guardias de Asalto, de donde nadie le vio salir. El lunes le encontraron muerto unos soldados, a bastante distancia y con todas las apariencias de haber sido fusilado. ¿Quién le mató?

Caso de Valentín Fernández de la Riva
Entre los documentos que he podido recoger durante mis investigaciones figura una carta dirigida desde una aldea de Asturias a un soldado que estaba fuera de la región, cuya carta llegó a mi poder de manera puramente casual, y en ella leí, además de otras cosas, lo siguiente, que transcribo sin otra corrección que la de las faltas de ortografía:

“Pues de Columbiello hay algunos presos, que son: Ángel el de Flora, y Quico, y Valiente, y Vicente el de tío Cándido, y Benjamín no se sabe dónde anda. Pues de la Vega del Ciego también hay unos doce o trece presos. En fin, de cada pueblo hay unos pocos presos. Bueno, pues a Valiente el de Flora, ya le han fusilado. Con ése han cometido la mayor ignominia que se pudiera cometer, pues según noticias tenía dos o tres denuncias, una por haber roto un faro a una camioneta y porque le encontraron papeles del partido comunista en la barbería, pues entre todo no era para tanto como a él hicieron, y sin más averiguaciones ni más nada le cogieron preso y lo llevaron para Campomanes, y le tuvieron unos días martirizándole hasta que cansaron, y luego le sacaron un día de noche y por riba de La Frecha y allí le acabaron de matar y le dejaron tirado en la cuneta y a otro día fueron unos soldados con gasolina y le quemaron para que no se conociera, y los restos los enterraron a la orilla del río, pues dio cuenta de él una mujer, que creo pasó por allí por la mañana antes que llegasen los soldados, y dijo cómo era y qué ropa llevaba, pues la familia quería enterrarle en el cementerio y cuando fueron por él ya no le encontraron, ya le habían sacado de allí y no se sabe por dónde le han llevado. Bueno, y como a él yo creo que hicieron con muchos hacia Turón, Sama y Oviedo; después que los martirizan les aplican la ley de fugas cuando y no les da más morir que dejarlo; algunos creo que les rompen los huesos de las muñecas con las esposas. Bueno, es un dolor el oír cosas que dicen que hacen con algunos.”
Ante aquel relato tan minucioso de un crimen, hecho de modo bien ingenuo y confidencial —¡qué ajeno estaría su autor a que vendría a parar su carta a mis manos!—, procuré indagar lo que hubiera de cierto y conseguí los datos que a continuación expongo:

En el pueblo de Vega del Ciego, perteneciente al Concejo de Pola de Lena (Asturias), había un barbero llamado Valentín Fernández de la Riva, hijo de viuda. A los dos o tres días de ocupada toda la zona por las tropas —hacía el día 22 ó 23 de octubre— le detuvieron en el local de su barbería y le condujeron detenido a Campomanes. Durante tres días consecutivos le llevó su familia la comida a aquella prisión. Al llevársela su madre el cuarto día le dijeron que su hijo ya no estaba allí. Se presentó ante el capitán en busca de noticias, quien la envió al teniente, y el teniente, tras unas cuantas disculpas, acabó por contestarle que no le podía dar explicaciones sobre el paradero de su hijo. Pero frente a este hermetismo hablaba el rumor popular de que se había sacado un preso por la noche en dirección hacia Puente de los Fierros. Y, naturalmente, la familia de Valentín Fernández de la Riva se puso en movimiento.

Una hermana suya estuvo en Campomanes, y allí confirmó la impresión que la madre había llevado a casa sobre el traslado de un preso. Fue después a dicha localidad un tío de Valentín Fernández de la Riva dispuesto a seguir el rastro de aquel misterioso preso sacado de noche de Campomanes. En el pueblo llamado La Frecha le dijo un vecino que, en efecto, la noche anterior había pasado por allí un camión, dentro del cual iba un hombre gritando y lamentándose y que poco después se oyó una descarga hacia un paraje llamado Mal Abrigo. Hacia aquel paraje se encaminó. Después de algún tiempo de examinarlo vio en un prado, cerca del río, tierra recién removida, y cavando en ella dio con el cadáver. Estaba totalmente desfigurado y tenía señales amplias de quemaduras. Le pudo identificar por trozos de ropa no quemada y por un billete de cincuenta pesetas que la familia le había entregado recientemente, y llevaba aún, con un ángulo quemado, en un bolsillo del chaleco.

En cuanto los deudos de Valentín Fernández de la Riva tuvieron noticias del descubrimiento de su cadáver fueron a recogerlo con un vehículo, en el cual le acarrearon hasta Campomanes. De allí no les permitieron pasar con el cadáver. La autoridad de dicho pueblo llamó a la Cruz Roja de Mieres y pidió que enviara su coche a recoger “un cadáver que había a un kilómetro de Campomanes”. Fue el coche por el cadáver y lo transportó a Mieres, en cuyo cementerio está enterrado. El enterrador sabe dónde. La madre de la víctima también lo sabe.

Caso de Fernando González (a) Moscón
Pertenecía Fernando González Fernández (a) Moscón al Partido Socialista y era concejal del Ayuntamiento de Mieres (Asturias), estando reputado como el más ecuánime y ponderado de todos los concejales de dicho partido en aquel Ayuntamiento.

Después del fracaso del movimiento revolucionario estuvo, como tantísimos otros, escondido por el monte próximamente un mes. Lo detuvieron y lo llevaron a la cárcel del partido de Mieres hacia el veintitantos de noviembre. Estuvo allí de siete a ocho días. Al cabo de ellos les trasladaron a él y a un miembro del Comité revolucionario de Turón, llamado Antonio Bustos, a la otra cárcel que actualmente existe en Mieres en el edificio del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana. No habían transcurrido más de ocho horas de estancia en esta cárcel de Fernando González Fernández (a) Moscón, cuando fueron a buscarle al salón-aula en que estaba con otros cuarenta presos para llevarlo al escenario del salón de actos. Allí le colgaron en la forma ya referida y le dieron una paliza monumental. A las tres o cuatro horas de estar colgado y recibiendo golpes le bajaron del instrumento del suplicio y le volvieron a llevar entre cuatro guardias al salón-aula que le servía de celda, y allí le tiraron como hacen invariablemente con todos los que apalean.

Al salir los guardias de la celda, se acercaron a Fernando González Fernández (a) Moscón, que apenas podía moverse, tres detenidos, cuyos nombres conozco, para preguntarle lo que le había sucedido, y les contestó: “Me han dado una paliza fiera y me han hecho firmar lo que han querido.” Y al replicarle los otros que por qué había firmado en aquella forma, les contestó que para que cesara el tormento a que estaba sometido hubiera firmado cualquier cosa.

A los tres días, cuando creyeron que ya se había fortalecido lo suficiente, lo volvieron a sacar de la celda, a colgarlo y a apalearlo de forma análoga a la primera. Pasados dos o tres días de esta segunda paliza ocurrió un hecho inaudito, sobre la gravedad del cual me permito llamar especialmente la atención de S. E. En el salón-aula en que estaba preso, en unión de otras cuarenta personas, el detenido Fernando González Fernández (a) Moscón, se presentaron, hacia las ocho de la noche, dos jóvenes de diecinueve a veinte años, paisanos y sin cargo alguno de autoridad, llamados José Hernández y César Gómez Fernández, hijo el primero del sargento-comandante del puesto de la Guardia Civil de Turón, don Eugenio Hernández, que murió víctima de los hechos revolucionarios, e hijo el segundo de don César Gómez (a) Pulguines, que fue uno de los asesinados en Turón juntamente con don Rafael del Riego. A estos dos jóvenes, cuyo dolor comprendo y cuya ira me explico, se les entregó el preso Fernando González Fernández (a) Moscón, sin duda para que sobre él hicieran la justicia que tuvieran por conveniente.

Fue llevado dicho preso por los dos paisanos desde el salón-aula que le servía de celda a otro salón contiguo separado del primero por una mampara de cristal. A través de ella vieron varios presos, cuyos nombres obran en mi poder, que los dos paisanos pegaban con vergajos a Fernando González Fernández (a) Moscón en presencia de varios oficiales, de dos de los cuales, un teniente de la Guardia Civil y un teniente de la guardia de Asalto, se me han dicho los apellidos. Al darse cuenta los que estaban en el salón donde se pegaba la paliza de que varios presos se habían apelotonado ante la mampara de cristal atraídos por los gritos de la víctima, apagaron la luz, y no por eso cesaron los golpes durante algún tiempo.

Desde allí le llevaron a Fernando González Fernández (a) Moscón al escenario de los tormentos, donde le colgaron y le apalearon colgado por tercera vez. Eran demasiadas violencias en tan pocos días sobre un cuerpo débil, quebrantado además por una ciática recién padecida, para que pudiera resistirlas impunemente. Por eso no es extraño que al cabo de una o dos horas de estarle martirizando de esta manera se diesen cuenta los golpeadores y los espectadores de que Fernando González Fernández (a) Moscón se les moría. Le descolgaron entonces rápidamente y le llevaron a toda prisa a un pabellón frente a los dos ocupados por los presos y allí trataron de reanimarle por medio de la respiración artificial. Todo fue inútil. El estertor de una agonía prolongada se metía por los oídos de todos los presentes. Un guardia civil, que estaba echado en un cama dentro del pabellón, molesto sin duda por aquel estertor interminable, se levantó malhumorado, y encarándose con el agonizante le dijo: “¿Aun te quejas, marrano?”, y le pegó un vergajazo. Fue el vergajazo de gracia. Fernando González Fernández (a) Moscón expiró. Eran próximamente las dos de la madrugada. Desde allí se le llevó al cementerio sin avisar a la familia hasta después de enterrado. A la viuda se le entregó, al notificárselo, un certificado de defunción expedido por un médico militar. Esta viuda y sus cinco hijos saben, gracias a ese certificado, que Fernando González Fernández (a) Moscón murió oficialmente de una angina de pecho. Y, sin embargo, de la casi totalidad de los hechos que relato aquí y entre ellos de la muerte de “Moscón”, hay testigos presenciales, los nombres de los cuales obran en mi poder.

Detalle interesante: los jóvenes César Gómez Fernández y José Hernández son los organizadores en Turón de Falange Española y andan constantemente por las calles de Turón y de Mieres llevando la pistola en forma tan visible, sin que nadie les moleste por ello, que necesariamente han de estar autorizados para llevarla por quien puede hacerlo.

Las ejecuciones en San Pedro de los Arcos
Se asegura que al entrar el día 12 de octubre una columna mixta del Tercio y de Regulares en el barrio de Oviedo llamado San Pedro de los Arcos, los revolucionarios hicieron frente a dichas tropas y dispararon contra ellas. Esto no parece verosímil por haberse desarrollado horas antes una gran batalla en torno a la Estación del Norte, de la que salieron totalmente derrotados los rebeldes y gracias a la cual pudo correrse fácilmente y con toda rapidez por San Pedro de los Arcos la mencionada columna. Es un hecho éste que conviene aclarar en relación con el que se produjo pocos momentos después.

Con resistencia previa o sin ella, parece indudable que los legionarios, una vez dueños absolutos del barrio de San Pedro de los Arcos, sacaron de sus casas a doce o más personas, en su mayoría muchachos, y los fusilaron sin trámite alguno sobre la pared exterior de la tapia del cementerio, enterrándolos después en una fosa allí mismo, fosa que se ha pretendido hacer creer que la tenían abierta los revolucionarios, cuando la verdad es, según serios testimonios, que elementos del Tercio les obligaron a cavarla a varios vecinos del barrio.

El diputado a Cortes por Valencia don Vicente Marco Miranda, en una denuncia que ha presentado al Excmo. Sr. Fiscal de la República, de la cual también tiene conocimiento S. E., da los nombres de algunos de estos fusilados: Laureano González, labrador, de 34 años; Avelino y José Martínez, hermanos, de 18 y 16 años, respectivamente, ambos dependientes de comercio; Enrique Díaz Rodríguez (a) el Consumero y otro individuo llamado Herminio, todos ellos vecinos de una misma casa propiedad de Enrique Díaz. Este es un asunto de extraordinaria gravedad que yo no pude aclarar suficientemente porque me vi obligado a regresar de Asturias antes de lo que pensaba por causas ajenas a mi voluntad. La investigación hecha por una Comisión parlamentaria precisaría este suceso con toda exactitud.

Después de ocurridos los hechos en San Pedro de los Arcos, la columna mixta de Regulares y del Tercio que actuó como protagonista de ellos se fue a dormir al casco de Oviedo y al día siguiente salieron de nuevo estas tropas con dirección a San Lázaro y a Villafría, marchando solamente Regulares a este segundo barrio ovetense.

Las razzias de Villafría
En Villafría entraron las tropas de Regulares el día 13 de octubre por la carretera de La Tenderina, que es un ramal que enlaza con la carretera de Oviedo a Santander. Al tenerse en dicho barrio noticias de la proximidad de las tropas marroquíes hubo gran desbandada hacia los prados cercanos de mujeres, niños y hombres —familias enteras— que dejaban abandonadas por completo sus casas.

Quedaron en Villafría los que no pudieron irse y aquellos a quienes el miedo no les permitió moverse de allí; unos permanecieron en sus domicilios propios y otros se fueron a casas vecinas para juntar los pánicos. Acaso se hiciera fuego contra los Regulares en Villafría por algunos revolucionarios al huir. Testigos presenciales que me merecen entero crédito me aseguraron que desde las casas absolutamente nadie disparó sobre dichas tropas y hasta es dudoso que de quererlo hubieran podido disparar por carecerse de armas total o casi totalmente en la barriada, según pareció demostrarlo un registro infructuoso practicado por las autoridades.

Las fuerzas de Regulares invadieron Villafría con violencia inaudita —hasta me dijeron algunos que entraron a cuchillo— y desde el primer momento comenzaron a asaltar las casas y a matar y a saquear todo lo que encontraron por delante. En su denuncia al Excmo. Sr. Fiscal de la República enumera el Sr. Marco Miranda una larga serie de muertes realizadas dentro de las casas de Tenderina Baja, de Villafría y de San Esteban de las Cruces por los Regulares. Los informes que yo tengo coinciden casi enteramente con los horribles suyos y por este motivo poco he de decir acerca de tales hechos. Tan poco, que me limitaré a referir en detalle lo ocurrido en la casa número 2 de Villafría, no porque mis noticias discrepen mucho en este caso de las del Sr. Marco Miranda, sino porque he recibido el relato de labios del chófer José Rodríguez González, natural de Oviedo y vecino de Madrid, que se encontraba casualmente allí por aquellos días cerca de su madre y que se libró de la muerte en dicha casa arrojándose por una ventana.

La madre de este chófer, llamada Severina González, de sesenta y cuatro años de edad, vivía en la casa número uno de Villafría en compañía de un hijo de veintiocho años, Celso Rodríguez González, de una hija de veintiséis años, Josefa Rodríguez González, del esposo de Josefa, llamado Germán, de treinta y dos años, de un nietecillo, hijo del matrimonio Germán-Josefa, de quince meses, y de otro yerno, Joaquín Tuya López, de cincuenta años, que tenía su residencia en Madrid y aquí había dejado a su esposa con tres hijitos mientras él buscaba trabajo por Asturias. Toda esta familia, ante el anuncio de la entrada de los Regulares, se trasladó a la casa número 2. Cuando José Rodríguez González, que estaba pasando unos días en casa de sus suegros, en San Esteban de las Cruces, barrio que dista unos dos kilómetros de Villafría, llegó presurosamente a este otro barrio en busca de su madre, sabedor también de que los Regulares estaban muy próximos, ya encontró vacía la casa número uno y apenas si tuvo tiempo de refugiarse en la casa número 2.

Aunque en ésta vivían alrededor de veinticinco personas, en el momento de la entrada de los Regulares en Villafría sólo había en ella dieciocho: las seis de la casa número uno ya nombradas y José Rodríguez González, los nueve miembros que constituían la familia de Domingo Franco (a) el Tranviario, de cincuenta años de edad, que eran: él, su esposa, Carmen Corral, de edad análoga a la suya, y sus siete hijos: Manuel, Luis, Emilio, Laiña, Laura, Chela y Benjamina; y Casimiro Alvarez, de sesenta y cuatro a sesenta y seis años de edad, dueño de la casa, y un yerno suyo llamado Vicente.

Un grupo de Regulares de dieciocho a veinte empujaron la puerta de esta casa número 2, la violentaron y entraron en ella. Nadie les había hecho resistencia y mucho menos agredido. Sólo habían puesto unos colchones detrás de la puerta, porque desde las primeras horas del día habían estado oyendo tiroteo. Eran las once de la mañana cuando los Regulares pusieron pie dentro de la casa. Apenas abrir la puerta, la emprendieron a tiros loca y caprichosamente contra todas las personas que estaban en el interior. Mataron así a Josefa, a Celso, a Germán, a Joaquín, a Domingo, a Carmen, a Manuel, a Luis, a Emiliano, a Liana, a Laura, a Casimiro y a Vicente. Total, entre dieciocho personas, trece muertos. Salvaron: José, arrojándose por una ventana; Severina, con su nietecito en brazos, escondiéndose en un rincón de la escalera, y Chela y Benjamina, muchachas de diecisiete y de catorce años, respectivamente, no sé cómo. Repito que ninguna de estas personas, ni de los muertos, ni de los supervivientes, había disparado un sólo tiro ni había hecho el menor ademán hostil. La pobre anciana Severina González, que vio caer horrorizada a casi todos sus familiares sin vida, recuerda aún con terror, entre la pesadilla de aquella trágica escena de aquelarre, la cara espantosa de un moro sin más nariz que los orificios nasales. Y recuerda también que cuando salió de su escondite ya no había ningún soldado marroquí y sí un militar español, que parecía jefe, el cual, al ver que salía llorando, procuró consolarla y le dijo que había llegado tarde y que la cosa ya no tenía remedio.

Episodios de tan fuerte dramatismo como éste se desarrollaron en bastantes casas de Villafría y de las barriadas próximas conocidas con los nombres de Tenderina y San Esteban de las Cruces, así como en el cementerio municipal de Oviedo, llamado de San Salvador. Se mató sin piedad en dicho cementerio y dentro de las casas a muchas personas totalmente ajenas al movimiento revolucionario; yo sé hasta de una casa en la que asesinaron desde un anciano de ochenta años a un niño de nueve. Muy pocas habitaciones se librarían, además, de un saqueo concienzudo. Desde las alhajas hasta las mantas de cama, se robó de todo, lo mismo en las casas ocupadas que en las que habían abandonado sus moradores. Así, por ejemplo, hay unos siete edificios iguales de planta baja en el barrio de San Rafael, que está entre el cementerio de San Salvador y San Esteban de las Cruces, que dejaron vacíos sus vecinos en cuanto vieron avanzar a los Regulares. Estas tropas no encontraron a nadie en el registro; pero lo saquearon todo. Cuando pasado el peligro regresaron los vecinos a ocupar sus viviendas, apenas si encontraron en ellas otra cosa que las paredes.

La investigación minuciosa que puede y debe realizar una Comisión parlamentaria investida de suficientes poderes aclarará seguramente las páginas turbias de esta invasión vergonzosa y humillante para nuestra dignidad de españoles. El episodio tiene toda la crudeza de un aguafuerte descarnado. Hacía falta que entraran a gobernar por primera vez en España desde que existe la época constitucional unos partidos llamados católicos para que oficialmente se trajeran a nuestra patria tropas mercenarias de mahometanos (berberiscos, árabes y moros) con el designio de matar cristianos por las calles y en las casas. Y para mayor ironía del destino, fueron a hacerlo precisamente por las tierras de don Pelayo el Reconquistador.

Los fusilamientos en el cuartel de Pelayo
Al día siguiente de la entrada del General López Ochoa con sus tropas en Oviedo se realizaron fusilamientos de revolucionarios en el cuartel de Pelayo. Parece que los fusilados fueron diecinueve; hay quien los hace ascender hasta cuarenta y ocho. No es fácil precisar la cifra, pero es evidente que los fusilamientos existieron. Se dice que estos fusilamientos se debieron a que se cogió disparando a los individuos a quien se aplicó la pena. Se ha intentado añadir después que antes se les formó a los fusilados juicio sumarísimo. Esto no parece probable; pero, aunque fuera cierta la celebración de dicho juicio, no es por eso menos ilegal y punible la ejecución de la sentencia sin conocimiento previo del Gobierno.

¿Ha habido más fusilamientos que los de este día en el cuartel de Pelayo? Hay vehementes sospechas de que sí y esto debe averiguarse. La fantasía popular se ha desbordado hasta el máximo extremo alrededor de este asunto de los fusilamientos, llegándose a decir, y corre como verdad por el pueblo, que en la explanada del citado cuartel se han fusilado con ametralladoras centenares de detenidos. Esto tiene todas las trazas de una febril exageración; pero precisamente para evitar tales extravíos de la multitud se debería investigar rápidamente la verdad de los hechos a los efectos debidos.

El Gobierno no puede desconocer este penoso asunto. Hubo un diario de Madrid, El Sol, que intentó publicar la noticia de los primeros fusilamientos. La censura suprimió el texto del telegrama, pero dejó por olvido su título, y toda España se enteró del suceso. Por otra parte, parece evidente que de ello se habló en un Consejo de Ministros y que durante él creyó encontrar algún consejero avispado una explicación legal de tales fusilamientos en el párrafo cuarto del artículo 633 del Código de Justicia. Vano intento. Dice así aquel párrafo: “Se exceptúan de dicho trámite —el de dar conocimiento al Gobierno de la sentencia de pena de muerte antes de proceder a su ejecución— las sentencias relativas a los delitos de rebelión o sedición cometidos por militares en tiempo de paz, y en campaña a todos los que exijan un pronto ejemplar castigo a juicio de los generales jefes o gobernadores de plazas sitiadas o bloqueadas por el enemigo.” Como se ve, nada en absoluto tiene que ver este precepto con la situación en que se encontraba Oviedo al realizarse los fusilamientos en el cuartel de Pelayo. Estamos, por tanto, en nuestro derecho quienes pedimos que se haga pronto la luz sobre esta materia.

El crimen de Carbayín
El día 19 de octubre entró en Sama de Langreo la columna del general López Ochoa sin disparar un solo tiro, tan confiada y tan segura como si estuviera efectuando un paseo militar. Apenas llegadas las tropas, los guardias civiles reconcentrados en Sama, previo el asesoramiento de sus compañeros supervivientes de la localidad, fueron deteniendo por las casas, a las personas que se les indicaba. Así reunieron en el Ayuntamiento, convertido en cárcel provisional, de ocho a diez presos, a los que tenían atados. Preso estaba allí también, pero suelto, otro individuo llamado Faustino Frigedo Martínez, cartero de Sama.

Aquel mismo día o al siguiente un oficial de la Guardia Civil le pidió al alcalde de esta villa, don Celso Fernández, que facilitara local para tener a los detenidos, y casi al mismo tiempo se le acercó con otra petición de local para distinto fin el capitán ayudante del coronel que mandaba las fuerzas. Propuso el alcalde que vieran con él, para apreciar si les convenía, el edificio que había sido convento de monjas. Se visitó y fueron aceptadas tres habitaciones para prisión, y delante del alcalde, sin haber todavía allí ningún preso, se puso una guardia de ocho soldados. Después, y custodiados por la Guardia Civil, se llevaron al convento-cárcel los detenidos que había en el Ayuntamiento. Su número se elevó considerablemente en seguida —hasta pasar de cuarenta— por la entrada de nuevos presos, obtenidos mediante el mismo procedimiento que en Sama, en La Felguera, en Ciaño de Santa Ana, en Lada, en San Martín del Rey Aurelio, etc.

El día 24, a las nueve de la noche, según costumbre, acudió a esta cárcel una hermana del detenido Faustino Frigedo Martínez, cartero de Sama, para llevarle la cena, y allí le dijeron que no tendría que volver más, porque su hermano “saldría mañana”. Volvió ella, sin embargo, al día siguiente a llevarle el desayuno, y supo que a su hermano lo habían trasladado “no sabían adonde”. Regresó a su casa con la noticia. Otro hermano de Faustino Frigedo Martínez, llamado Fermín, practicó inmediatamente indagaciones en las cárceles de Oviedo, de Gijón y de otras localidades. Ningún rastro. Y para aumentar la inquietud se supo que de la improvisada prisión de Sama no había salido solamente Faustino Frigedo, sino bastantes presos más. De ninguno de ellos se sabía el paradero. Sólo se logró averiguar de momento que a todos ellos se los habían llevado juntos el día 25 a las tres de la madrugada, en una camioneta que se decía iba para Oviedo. Pero aquella camioneta regresó vacía a la media hora y en tan poco tiempo no había podido ir a la capital de la provincia y volver.

Dos días después de realizado este transporte misterioso comenzaron a circular por Sama de Langreo rumores alarmantes. Se decía que desde dos casas próximas a la zona llamada Rosellón, propiedad de la Compañía Hullera de este nombre, que está situada entre las aldeas Tuilla, del concejo de Langreo, y Carbayín, del concejo de Siero, se habían oído tiros y gritos en la madrugada del día 25; una de dichas casas está a veinte pasos de la zona mencionada; la otra está casi enfrente, pasado el río Candín. Ante estos rumores se recordó por algunos que la Guardia Civil había practicado el día 24 grandes excavaciones diciendo que eran para buscar armas en la escombrera de una de las minas de Rosellón, sita en término de Carbayín, y que aquellas excavaciones ya no existían. Desde que surgió el recuerdo de las excavaciones, la escombrera de la mina de Rosellón en Carbayín comenzó a obsesionar a los vecinos de Sama de Langreo.
Ya el día 27 empezaron a rondar gentes por las cercanías de la escombrera. El día 28 acudieron sobre todo mujeres y con gran decisión se dedicaron a escarbar en la carbonilla recién removida. Pronto llegaron, espantadas, a tropezar con cadáveres, algunos de los cuales pudieron reconocer, y singularmente el de Faustino Frigedo Martínez, cartero de Sama. Como enloquecidas regresaron al pueblo y una mujer apodada la Roxa se acercó a la casa de los Frigedo para dar cuenta del macabro descubrimiento. Inmediatamente acudió Fermín Frigedo a la escombrera de la mina de Rosellón. Al llegar allí ya estaba la Guardia Civil, que, conocedora de lo ocurrido, tenía acantonado el terreno. A fuerza de súplicas logró que se le permitiera entrar en la parte cercada, y apenas reconoció el cadáver de su hermano regresó al pueblo portador de aquella triste verdad ante el resto de su familia.

La hermana que había servido a Faustino Frigedo Martínez las comidas en la cárcel acudió, a denunciar el descubrimiento ante el coronel que mandaba las fuerzas, quien muy afectado contestó que aquello era imposible, porque su columna no podía haber hecho tal cosa, y que practicaría gestiones; en efecto, aquel día hubo mucho movimiento de autoridades militares entre Sama y Oviedo, pero no se sabe que se haya detenido a nadie ni que se haya hecho nada.
Por su parte, Fermín Frigedo, mientras la hermana visitaba al coronel, se fue a Oviedo para solicitar el traslado, desde Carbayín a Sama, del cadáver de su hermano Faustino, “víctima de los pasados sucesos”; y obtuvo dicho permiso, del que tengo una copia en mi poder, mediante oficio que firma el inspector provincial de Sanidad interino don José María Gaset, visa el coronel don José Solchaga, refrenda, de orden del general López Ochoa, el coronel jefe de Estado Mayor don Emilio Araujo y autoriza, en fin, el subdelegado de Medicina de Pola de Siero don Bernardo Nuño. Con este permiso se presentó en Carbayín Fermín Frigedo, y previo el cumplimiento de todos los requisitos que se le exigían, obtuvo la entrega del cadáver de su hermano Faustino, para poderlo enterrar en el cementerio de Sama de Langreo. En este cadáver existían las siguientes lesiones visibles: señales de haber sido golpeada la cabeza, señales en el cuello como de estrangulación, algo saliente de la boca la lengua y una herida de arma blanca, con entrada por la espalda y salida por el pecho, en cuyo orificio había sangre coagulada.

Además del de Faustino Frigedo Martínez se encontraron en la escombrera de la mina de Rosellón en Carbayín los cadáveres de los siguientes detenidos: Benjamín García García y Dimas Yáñez, de Sama de Langreo; Eloy Vallina, Honorio Vallina, José Meana y un hijo suyo, y Antera Valdés, de la Felguera; Gerardo Noriega, Tomás Centeno, Cándido García (a) Torcuato, Alejandro García Fernández, Celso Rodríguez, Ángel Ballina, Agustín Amil Feito, X. Borrajo y un enfermo del Hospitalillo de Ciaño de Santa Ana, cuyo nombre no he podido averiguar, todos de pueblos del Concejo de San Martín del Rey Aurelio, más Antonio Flores, ignoro de qué localidad. No eran los únicos cadáveres los de estas personas, cuyos nombres trabajosamente he ido adquiriendo. Había, por lo menos, otros dos, de quienes desconozco los nombres y circunstancias.


Ninguno de los citados señores tenía prestada declaración ante juez alguno y es casi seguro que varios de ellos fueran totalmente ajenos y algunos hasta opuestos al movimiento revolucionario. A la casi totalidad los detuvieron en sus domicilios los días 19, 20 y 21 de octubre y los llevaron a la cárcel sin decirles ni entonces ni después el motivo de su detención. También sin explicación de ninguna índole se les sacó de la cárcel a las tres de la madrugada del día 25 para trasladarlos, según información que en Sama he podido recoger, en la camioneta de matrícula 0.-8999, propiedad del vecino de dicha villa Francisco García, popularmente llamado Quico, a la escombrera de la mina de Rosellón en Carbayín, donde todos ellos fueron matados, incluso dos chiquillos de dieciséis años: el hijo de José Meana y Ángel Ballina, ¿Cómo? La fantasía popular, partiendo de que no se dejó ver ningún cadáver, después de la exhumación del de Faustino Frigedo Martínez, se ha desbordado en detalles espeluznantes que me abstengo de transcribir. Son evidentes y sugeridoras, sin embargo, las lesiones externas apreciadas en el cadáver de Faustino Frigedo Martínez, a que anteriormente me referí. Parece también fuera de duda que varios cadáveres estaban de tal modo deformados que sólo fue posible reconocerlos por sus ropas y por sus documentos. Confirma, en fin, la fuerte anormalidad de todo esto el hecho de que, apenas descubierto el enterramiento de la veintena de víctimas, se llevaran presurosamente sus cadáveres a Oviedo, sin duda con el propósito de hacerlos desaparecer, y como en Oviedo no se quisieran hacer cargo de ellos, hubieron de regresar hacia el punto de partida, si bien ya no dejaron los cadáveres en la escombrera trágica, sino que los transportaron hasta el cementerio de Valdesoto, que es la parroquia a que pertenece Carbayín, donde se les enterró en una fosa común, sin atender reclamaciones de algunos familiares, que deseaban hacerse cargo de sus deudos para enterrarlos como fue enterrado el cartero de Sama Faustino Frigedo Martínez. Dije en uno de los párrafos anteriores, y lo repito, que es casi seguro que varios de estos asesinados en Carbayín fueran totalmente ajenos y algunos hasta opuestos al movimiento revolucionario. Aunque no importa, a los efectos de la responsabilidad criminal derivada de estos monstruosos asesinatos, que los muertos fueran o no culpables, me interesa comunicar a S. E. los datos en que me fundo para suponer la inocencia de varios.

Gerardo Noriega. Estaba enfermo. Iba a la consulta médica al hospitalillo de Ciaño de Santa Ana. El médico le había dado una certificación para que le viese un especialista. Le denunció un guardia de Asalto diciendo que pertenecía a la guardia roja. Fue detenido. Su cadáver tenía la lengua totalmente fuera.
Benjamín García García. Era industrial carnicero, en buena posición económica, que por ser hombre de negocios siempre llevaba sobre sí dinero en abundancia. En las pasadas elecciones generales trabajó con todo entusiasmo la candidatura de derechas, formada por melquiadistas y cedistas. Por este motivo le habían declarado el boycot las organizaciones obreras, boycot que persistía en el momento de estallar la revolución.
Tomás Centeno. Maestro con residencia en Ciaño de Langreo y escuela en Hueria de Carrocera. De Acción Popular. Archicatólico. Le dijeron que le reclamaban y se presentó a las autoridades en Ciaño. Parece ser que encontraron las tropas algunas armas en su escuela, donde él no vivía, seguramente dejadas por los revolucionarios en su huida. Se pasó rezando todo el tiempo de su detención.
Cándido García (a) Torcuato. Cabo de la Guardia Municipal de El Entrego, pueblo del Concejo de San Martín del Rey Aurelio. Fijó en las paredes durante los sucesos todas las proclamas oficiales que llegaron a su poder. El día 19 de octubre habló telefónicamente con el Alcalde de Sama de Langreo, don Celso Fernández, preguntándole si había llegado ya la fuerza del General López Ochoa. Contestó aquél que no, pero que la esperaban de un momento a otro. Cándido García le rogó que así que llegara pidiese en su nombre que se enviaran soldados a allí, porque no disponía de otra fuerza que un guarda jurado para custodiar la Casa del Pueblo y el casino de Acción Popular; le insistió que fuesen enseguida, porque había muchos elementos de combate y, sobre todo, dinamita. Don Celso Fernández se lo dijo al General López Ochoa y éste, satisfecho, le contestó: “Así se hace.” Envió tropas. Al poco tiempo fue detenido Cándido García, parece que por acusársele de haber ido un día a Oviedo.
Agustín Amil Feito. Era barbero en Ciaño de Langreo. Defendió al pueblo con su escopeta cuando llegaron gentes maleantes e impidió el saqueo del estanco de Avelino Fernández. Era comunista. Al llegar las tropas lo detuvieron.
Al enfermero del hospitalillo de Santa Ana se le acusaba, al parecer, de haber matado en Sama guardias de Asalto; pero se me aseguró por varias personas que eso era imposible, puesto que no había salido de Ciaño durante los sucesos.
Ángel Ballina. Muchachuelo de dieciséis años. Se me dijo que le detuvieron por protestar de otras detenciones. Creo que era de Ciaño; no estoy seguro.

Después de descubiertos los asesinatos, se llevó a los presos desde el convento a la Casa del Pueblo, que, a partir de aquel día, está convertida en cárcel. Ante ella formaron guardia durante muchas noches las mujeres; querían impedir con su presencia el traslado de otros presos a aquellas horas. Dentro de ella hubo un plante de detenidos contra el intento de sacarlos de noche; los nuevos presos que iban entrando les dieron cuenta de lo ocurrido en Carbayín y temían que les pasara igual.

Hacinamientos
Tengo algunos datos de los graves problemas de toda índole que la acumulación de presos ha creado en varias cárceles. Únicamente conozco bien, sin embargo, lo que ocurre en el cuartel-cárcel de Astorga. Aunque por ese motivo sólo voy a referir este caso, no ofrece para mí duda alguna que en otras muchas prisiones ocurre algo análogo. Así, por ejemplo, me consta que en Villablino (León) llegó a haber detenidos en una sola habitación durante veinte días consecutivos hasta ciento veinte hombres, que permanecían allí hacinados sin ninguna ventilación, muy escasa luz y un persistente olor insoportable, habiendo de echarse los recluidos en el santo suelo por mitades: la mitad de los presos tenían que estar de pie mientras la otra mitad estaban acostados, con un solo barreño para orinar todos, por lo cual el orín desbordaba constantemente, y obligados a curarse sus heridas, pues no salían del encierro para otra cosa, y eso por grupos y a horas fijas, que para defecar en derredor de la prisión.

Sobre el estado de la cárcel de Oviedo alguna luz arroja el caso de don Javier Bueno, referido en otro lugar de este escrito; y no hay que tener gran imaginación, por otra parte, para darse cuenta de lo difícil que es acomodar a dos mil presos en una cárcel hecha para tener un máximo de cuatrocientos. ¡Y si de las cárceles de menos importancia de las provincias de Asturias, León y Palencia se pudiera hablar con información exacta! Pero bastará referir cómo está la cárcel de Astorga para presentar un modelo. ”Un modelo de lo que no debe ser jamás una cárcel.” Hay en el cuartel-cárcel de Astorga dos clases de presos: los enceldados y los alojados en la llamada aglomeración. Los primeros están encerrados en pequeñas habitaciones; la proporción es de treinta hombres por cada veinte metros cuadrados. Naturalmente, no se pueden mover. Para dormir tienen que turnar o acostarse los unos con la cabeza sobre las piernas de los otros. Salen de la celda, pero no al exterior, dos veces al día; por la mañana, dos horas; por la tarde, una. Para donde salen durante ese tiempo es para la llamada aglomeración. Mientras están encerrados hacen sus necesidades en botes de conservas, que han de tener entre ellos hasta que se les abre la celda, a las siete de la mañana y a las seis de la tarde, por el tiempo ya dicho.

La aglomeración es el dormitorio de una compañía de tropa. Consta de tres naves, una central y dos laterales en ángulo recto con aquélla. A la nave central van a dar las puertas de las celdas. En la aglomeración están los presos privilegiados, porque siquiera pueden andar un poco y hacer sus necesidades en algo más a propósito que un bote de conservas. Al fondo de las naves laterales, hay un lavadero en una y un retrete en otra. En la aglomeración se alojan unos trescientos presos que la llenan por completo. Por eso, cuando se suelta a los enceldados, en ninguna de las tres naves de la aglomeración se puede dar un paso. Entre enceldados y aglomerados son unos cuatrocientos.

El lavadero de la aglomeración está perpetuamente anegado de un agua sucia en la que flotan residuos de comida. El retrete tiene cuatro agujeros para cuatrocientos hombres. Como muchos de ellos padecen disentería, durante horas enteras se forman largas colas de pacientes. El orín y las heces fecales se filtran por la pared y forman un reguero permanente, que se extiende por gran parte del suelo. Del recinto de las tres naves nadie puede salir. El conjunto está orientado al N.E. El sol no penetra allí jamás. La mayor parte de las ventanas están clavadas —ahora creo que han dispuesto que se desclaven— y la mayor parte de las restantes han de mantenerse cerradas para evitar posibles y dolorosas contingencias: un vecino de Villesca de Laciana, padre de tres hijos, llamado Vicente Blanco González, a quien se le ocurrió asomarse a una ventana, murió del tiro de un centinela. No se puede allí leer ni escribir. Todos los días vagan los presos igual que sombras por aquellas naves lóbregas como cuevas, en medio de una fetidez horripilante. Por la noche se duerme en el suelo, amontonados a lo largo de las paredes, sobre un centímetro de paja sucia, que no se renueva nunca. Abundan los parásitos de todas clases. El agua es insuficiente; a veces falta hasta para beber. La consecuencia es que nadie puede lavarse más que dos días por semana. La alimentación consiste en esto: un cazo de agua caliente, o mejor tibia, con dudas y sospechas de café, leche y azúcar, a las ocho de la mañana; a una hora que varía entre doce y tres de la tarde, y a otra hora que oscila entre siete y diez de la noche, dan otro cazo de una de estas cosas: o arroz o garbanzos o alubias o patatas. Este guiso está a veces bien condimentado y es comestible; otras es francamente indeglutible. Dan, además, medio kilo de pan por barba y día. La gente se encuentra famélica y enferma del intestino. Están bajo la vigilancia de varios funcionarios de prisiones, que al principio trataban con humanidad a los presos. Se les veía sonrojados y angustiados, pero nada o casi nada podían hacer por ellos.

Para estudiar esta vergonzosa situación y ver el modo de ponerle remedio se han realizado diversas visitas oficiales, una de ellas incluso por el Director General de Prisiones. Nada se ha hecho aún. Hace unos quince días estuve yo allí y supe que se esperaba la llegada de algunos centenares más de presos procedentes de la cárcel de Burgos. Ya han llegado, sin que antes se paliara ninguna de las deficiencias existentes, y como es lógico la situación ha empeorado.
Donde antes había cuatrocientos hombres hay ahora próximamente el doble en las mismas condiciones. La paja no se ha renovado desde hace tres meses y está mezclada con restos de comidas, esputos, heces fecales y orines arrastrados por los pies de los hombres, fermentada y pútrida. Muchos presos no tienen paja en que acostarse, ni siquiera esa paja estercolaria, y carecen también de manta para abrigarse. El rancho ha empeorado y es ahora regularmente malo y escasísimo. A los enfermos y heridos no se les presta en realidad verdadera asistencia médica. La enfermería es una celda igual a las demás, con la misma paja y la misma hacinación y la misma miseria y suciedad. La alimentación de los enfermos es también igual a la de los sanos. Cuando, a fuerza de ruegos, se consigue que suministren un poco de leche condensada, es a los dos o tres días, y en otros dos o tres días no hay que pensar en una nueva remesa. No existe botiquín ni material alguno sanitario. Heridos y enfermos pasan cuatro y cinco días sin recibir ninguna asistencia. Al cabo de ese tiempo, suelen ser atendidos parvamente y a medias (un poco de yodo a los heridos, alguna purga a los enfermos) y ya están listos para otros cuatro o cinco días. Hasta los funcionarios de prisiones que, como he dicho, comenzaron por tratar benignamente a los presos, han cambiado. La aglomeración hubo de crear fatalmente problemas de organización, que no se han sabido resolver. Con los problemas no resueltos y el consiguiente exceso de trabajo, el carácter de dichos funcionarios se ha agriado. Dijérase que renuncian todos a establecer una organización seria y se ha encomendado la solución de las cuestiones al vergajo. Los funcionarios de aquella prisión andan ya, en efecto, vergajo en mano, como si este soez y vergonzoso instrumento fuera el signo de su autoridad y todos los días hay repugnantes escenas de golpes a los presos, propinados a diestro y siniestro, como si se tratara de animales en país sin Sociedad protectora de ellos. Y así pasan los días, y las semanas, y los meses...

La dignidad de la República exige que se ponga inmediato fin a estas infamias. A todos los presos sin excepción les debe el Estado democrático un trato noble. Más que a ninguna otra clase de ellos, se lo debe a quienes por no haber sido juzgados aún figuran en la categoría de supuestos delincuentes. El delito de estos detenidos, si existe, es un delito revolucionario. El mismo delito que estuvimos dispuestos a cometer, Excmo. Sr., todos nosotros, desde S. E. hasta el más modesto de los republicanos, contra un régimen que nos parecía abominable. No hurtábamos, ciertamente, nuestra responsabilidad legal entonces; nadie pide tampoco que se exima de la responsabilidad legal a los revolucionarios de ahora. Pero la responsabilidad legal y no otra y sin olvidar nunca nuestro pasado al enjuiciar el presente suyo. Alfonso Karr decía: “Los rojos son los blancos en marcha; los blancos son los rojos que han llegado.” Para aquel gran espíritu no había, pues, entre rojos y blancos más diferencia que las etapas en el camino: es rojo el que anda hacia la meta; es blanco el que ya la alcanzó. ¡Y qué pena da ver lo pronto que los blancos olvidan la época en que fueron rojos!

Palabras finales
Como estoy plenamente persuadido del noble espíritu piadoso de S. E., me doy exacta cuenta del agobio que sobre él he arrojado con la relación de tantas crueldades. Era un penosísimo deber ineludible. Por encima de todos los respetos está para mí la salud de la República. Con el silencio se quebranta; solamente la verdad puede defenderla. Es, un síntoma terrible este crecimiento del espíritu bárbaro dentro, de los organismos encargados de defender el orden público en España. Se impone cortar su avance con entera decisión. Si al Gobierno le detienen los temores que se exponen al oído en voz baja, infama con sus vacilaciones al Ejército y a las demás instituciones armadas de la República. Ninguna de ellas puede creer que se la ataca cuando se pide el castigo de las individualidades de su seno que delincan. La eliminación de los elementos maleados robustecerá en vez de debilitar a dichos organismos. Y, sobre todo, que si la República para vivir necesitase amparar el crimen seria preferible que desapareciera antes de subsistir con tamaño vilipendio. República es justicia o no es más que una palabra sin sentido. Al menos así lo entiende, Excmo. Sr., el autor de este informe.
Viva S. E. muchos años,
Madrid, 11 de enero de 1935.
F. Gordón Ordás. Ex-Ministro de la República. Diputado a Cortes

Excelentísimo Señor Presidente de la República