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Crítica republicana a la II República
Las torturas de Octubre (III).
Informe de Fernando de los Ríos

La represión de la Revolución de Octubre

Informe de Fernando de los Ríos sobre el viaje
realizado a Asturias para visitar al ex subsecretario y diputado
Teodomiro Menéndez, arrojado desde una galería
al patio de la cárcel de Oviedo.


El domingo 30 de diciembre (de 1934), en el correo expreso de Asturias, a las diez y veinte de la noche, acompañado por el Dr. Negrín y de Ruiz Lecina, salí para Asturias, con el fin de ver a Teodomiro Menéndez, a quien creíamos hallar en estado semiagónico, a juzgar por las noticias de la Prensa relativas a su intento de suicidio.
Llegados a Asturias en la mañana del 31 y hechas las oportunas diligencias, fuimos a ver a la esposa de Teodomiro, enferma del corazón, y a la que hallamos sumamente deprimida y atribulada. De allí nos trasladamos al Hospital Provincial, donde está encamado Teodomiro. La orden que el oficial de guardia (oficial del Tercio, como todas las fuerzas que vigilan el Hospital), hubo de comunicarnos imposibilitaba nuestro acceso. Sólo se permitía subir a los familiares. No obstante, insistimos para que hiciera presente a quien correspondiera nuestra calidad y nuestro deseo de ver al enfermo. Se nos comunicó que debíamos obtener el permiso del juez militar. Fuimos al sitio donde éste se hallaba, y como ya hubiera salido, volvimos al Hospital, donde, tras larga espera, se nos autorizó para subir. Al pasar conducidos por el oficial de guardia por una de las salas donde hay un grupo numeroso de presos hospitalizados, nos saludaron éstos con muestras de afecto. Llegamos a la sala donde estaba Teodomiro, y como nos hubieran dicho que se hallaba en período comatoso, fuimos impresionados de modo favorable, porque inmediatamente que nos divisó nos reconoció. Al acercarnos a él, se me abrazó, estuvo besándome y me dijo: “¿traéis alguna misión?”, a lo que hube de responderle que sí: la de darle un abrazo, la de expresarle nuestro cariño y nuestra adhesión, y, además, la de comunicarle que tuviera la seguridad de que no había de pasarle nada. Sonrió, e inmediatamente comenzó a divagar y perder la coordinación, diciendo cosas incongruentes. Su color terroso hacía suponer a los doctores que existía una hemorragia interna, que era imposible prever si podía o no vivir veinticuatro horas. Para no obligarle a hacer un esfuerzo de concentración y un derroche de energía perjudicial, nos retiramos. Al salir, y ya en el patio, los reclusos enfermos nos saludaron levantando el puño a través de las rejas.
Volvimos a comer al hotel y, terminada la comida, y después de haber recibido a varias personas, a la hija de nuestro compañero Bonifacio Martín y haber hablado asimismo con el compañero Vallina, a quien entregué 1.250 pesetas en nombre del Comité pro-presos, nos fuimos a la cárcel.
La impresión que hubo de causarnos ésta, desde el comienzo de la visita, fue siniestra, angustiosa, por los tonos de aguafuerte que revestía. En efecto, desde el primer momento hube de notar que el alma de la prisión era un capitán de la Guardia Civil llamado don Nilo Tello. A su vez, parejas de la Guardia Civil entraban y salían de la prisión, que es lóbrega y pequeña, y en el hueco central estaban guardias de Asalto con carabina.
El primer grupo con quien hablé lo formaban el director de nuestro diario Avance, Javier Bueno, y los llamados del alijo de armas. No estaban todos, pero sí siete u ocho. La conversación fue extensa. Aparte de lo que yo juzgué conveniente decirles para que supieran cuán íntimamente nos afectaba el dolor terrible que estaban sufriendo por la persecución de que les hacían objeto y los suplicios a que estaban sometidos, así como de unas palabras que juzgué de mi deber pronunciar, haciéndoles saber que el sacrificio de ellos no era un sacrificio inútil para la historia social española, sino antes lo contrario, lleno de gérmenes de fecundidad, contáronme lo que otras Comisiones que inmediatamente después hubimos de recibir –el hijo de Llaneza, algunos presos de Turón, muchachos de la Juventud, Comisión de mujeres, catedrático Wenceslao Roces-, confirmaron. La siniestra magnitud de los hechos que me relataron se pueden centrar en torno a esta denominación: tormento del potro, tormento del “trimotor”, tormento del “tubo de la risa”, y paso a la “sala del orfeón” o de los conciertos. El primero consiste en atar una barra por debajo de las corvas, atando a ella, a su vez, los brazos. Este tormento ha llegado en ocasiones a hacerse por el propio comandante Doval, metiendo la mano por debajo y estrangulando los órganos de la virilidad. En este sentido se me refería el caso concreto, con el nombre, de uno a quien le fueron quemados esos mismos órganos para que dijera lo que se le exigía. El segundo tormento, el del trimotor, consiste en colgarles por los brazos de una polea, dejándoles suspensos en el aire y, a fuerza de vergajazos, mecerles en el aire. El tercero consiste en pasar por una fila de guardias, que van descargando golpes de fusil, unos sobre las espaldas, otros, sobre los pies, y algunos sobre la cabeza inclusive. Por último, la llamada “sala del orfeón” tiene un campo indefinido de pruebas de tormentos: por eso la llaman sala del orfeón, porque todo el mundo “canta”. Hospitalizado está a quien le aplicaron ascuas ardiendo a las plantas de los pies para que llegara a declarar. Otro con quien se cometió igual ferocidad en sus órganos sexuales; se le produjo un supuración de ano, y como le echaron en una celda como si fuera un pudridero, sin llamar a los médicos, pocos días después había muerto.
En la cárcel, el libro de asientos del botiquín es un documento precioso, en el que se podrán hallar las indicaciones de las veces que se ha necesitado acudir en socorro de las víctimas, y se podrá comprobar cómo luego éstas no han sido objeto de cuidado médico, sino que se les abandona, determinando la muerte de muchos de ellos.
Es especialmente horroroso lo acontecido con uno de los muchachos procesados por los sucesos sangrientos de Turón. Como le preguntara el juez: “¿De modo que mataste?”, contestaba: -“Matamos”. –“¿De modo que tu confiesas que asesinaste?” –“No asesinamos”. Pues bien: la semana pasada se presentó en la cárcel la familia de una de las víctimas de los sucesos de Turón y pasó a una habitación, adonde fue llamado este muchacho, que tendrá unos veinte años. Es un chico de una expresión de dulzura grande, de belleza varonil, y, una vez que estuvo dentro, compareció la familia antes citada con un guardia civil. El guardia comenzó a abofetearle, a darle patadas, hasta que cayó al suelo, y entonces le entregó a la familia de la víctima, para que hicieran con el lo que quisieran. La familia se puso sobre su cuerpo a pisotearlo, hasta que una enorme bocanada de sangre les manchó los vestidos a las mujeres que le pisoteaban. Como quedase completamente sin conocimiento, le echaron un poco de agua en la cara y pudo levantarse. Al levantarse, de nuevo el guardia civil otra vez le sometió a las vejaciones de las bofetadas y patadas, y otra vez el preso cayó al suelo, y nuevamente fue pisoteado por la familia. El muchacho, perfectamente entero mientras nos refería esto, cuando yo hube de abrazarle, conmovido, y preguntarle si quería algo de mí, si podría yo hacer algo, me contestó que nada, pero prorrumpió en unos sollozos contenidos que a todos nos produjo una impresión profundamente patética. Dicen que este pobre muchacho serán dentro de poco fusilado.
En la prisión hay aproximadamente 1.100 presos, siendo sólo capaz para 250. Ni siquiera el servicio de las comidas está regularizado. Hay ocasiones en que los presos almuerzan a las once de la mañana y comen a las tres de la madrugada. No se han normalizado los turnos, de suerte que cada cual pudiera adaptar su organismo a un régimen, el que fuera, pero un régimen. Los presos están todos en sus celdas sin salir a pasear, sin que en los tres meses transcurridos hayan visto un rayo de sol ni hayan sido llevados un solo minuto a un patio. De aquí que haya un estado de cierta anormalidad psicológica en todos los presos y una excitación nerviosa.
El espíritu de todos ellos, hombres y mujeres, es impresionante, por la energía excepcional que acreditan y por el sentimiento de justicia que continúan considerando fue el alma del movimiento, así como la manifestación coincidente de todos ellos del tono humanitario que el tuvo el movimiento en general en Asturias.
Ya de noche, salimos de la prisión y fuimos de nuevo a ver a la mujer de Teodomiro. Presentes algunas personas, la mujer de Ramón González Peña, caso de serenidad verdaderamente emocionante, hubo de referir cómo al ser llamada a declarar dónde estaba su marido y decir que lo ignoraba, fue abofeteada. Otro señor allí presente (su nombre no viene al caso), nos refirió lo acontecido a una mujer, cuyo nombre conozco, con dos hijas. Una de ellas murió al pie de una ametralladora, con un heroísmo excepcional. Cuando ya la tropa se echaba encima y a ella se le habían concluido las municiones, se desgarró el corpiño, les llamó cobardes, les dijo que disparasen sobre ella, ya que eran asesinos del pueblo, y, efectivamente, fue muerta. Otra hermana, que no se había mezclado en nada, fue llevada presa a la cárcel de Oviedo, y en el patio la dejaron absolutamente desnuda, y un oficial la maltrató de palabra y obra, escarneciendo su cuerpo a latigazos. Y como ella, encolerizada, le dijera: “¿No os da vergüenza hacer esto con una mujer, maltratar a una mujer?”, el oficial, cual si hubiera sufrido un choque nervioso, se acercó a ella y, en tono por completo diferente, le dijo: “mujer, si no te hemos pegado.” Ella de nuevo le dijo: “¿Pero me va usted a negar que me acaba de cruzar el cuerpo con la fusta?” Y como el oficial –no recuerdo si era del Ejército o de la Guardia Civil- hubiera sufrido una crisis de conciencia, se negó a que se apoderará de un pañuelo lleno de sangre en el que ella reconocía el pañuelo de su hermana, porque podía comprometerle. Ahora está en libertad, hoy levanta los puños, juzgando que no tiene en la vida otra misión que la de vengar una muerte y una afrenta.
A las nueve de la noche salimos de Oviedo para Astorga. Me detuve en León con Ruiz Lecina. Era pasada la una y media de la madrugada de la noche del 31 de diciembre. Nos fuimos a descansar unas horas al Hotel París. Nos levantamos a las siete y media, y a las ocho tomábamos un taxi para Astorga. En medio de una niebla densa y fría que nos dificultaba la marcha, llegamos a Astorga, al cuartel de Santocildes, donde había aproximadamente unos 1.030 presos, todos ellos procedentes del movimiento y pertenecientes a la zona leonesa y algunos a la asturiana. Comoquiera que se hubiese recibido la orden de no permitir la visita a los presos más que los domingos, fue necesario hacer una gestión. Durante una hora conversamos con un jefe del Ejército que figuró en la columna del general Bosch, que operó en Asturias, y fue, por tanto, de los que estuvieron copados durante cinco días por las fuerzas revolucionarias. De 600 hombres que componían las tropas que llevaba el general Bosch, tuvieron 300 bajas, y durante dos días estuvieron sin comestibles ni municiones. Me refería dicho jefe, con una admiración que no recataba, cómo los revolucionarios incluso habían llegado a inventar máquinas para el lanzamiento de bombas, máquinas que utilizaban con tal precisión, que ponían la bomba allí donde fijaban el objetivo; dándose el caso de que en la casa donde él estaba le metieron tres bombas, que determinaron el que, de treinta y tres hombres que había, veintidós quedaran fuera de combate. Asimismo expresaba su asombro y admiración por el que juzgaba él como director del movimiento allí. Me lo describía: hombre arrogante, alto, bien vestido, más bien grueso, el cual salía, daba unas órdenes e inmediatamente todas las coronas de las montañas se movían con disciplina, táctica de la que él estaba maravillado. Por último, me refería el episodio de un muchacho retirado por ellos y herido grave, al cual se acercó viéndole moribundo, por si quería algo, dándole un poco de Jerez. Momentos antes de expirar, el herido levantó el brazo y, en saludo socialista, cerró el puño delante de ellos. Me decía el jefe aludido: “Yo sentí escalofríos.”
También me dijo que la situación de los presos en Astorga era horrible; que de los mil treinta y tantos hombres, habría treinta o cuarenta lo más que tuvieran colchones de paja; los demás estaban durmiendo sobre paja. La paja, desde luego, me dijo que estaba infectada de parásitos de todas clases. Así se había comunicado al Ministerio de Justicia, de donde habían prometido que iría un equipo sanitario para desinfectar todo aquello, y enviarían trescientos o cuatrocientos petates, pero llevaban tres meses y no había llegado el equipo ni se habían recibido los petates.
Recibida al fin la orden para que pudiéramos pasar a ver los presos, pasamos por un patio magnífico, de dimensiones tan grandes como la Plaza Mayor, y subimos al sitio en donde habían de aparecer nuestros compañeros.
Eramos los primeros, de igual suerte que Asturias, que de Madrid habíamos ido a visitar a los presos. Como en Asturias, nos mostraron su gratitud emocionados por el acto de compañerismo, y a nuestro compañero Nistal entregué 1.250 pesetas en nombre del Comité pro-presos, para ayuda de los que más necesitados estuvieran. Llenos de todo número de parásitos, con residuos de comida, a veces incluso con residuos de excremento, los presos no tienen para dormir más que montones de paja. La inmensa mayoría no tiene manta, y sólo existen quince o veinte jergones de paja. En los tres meses, ni una sola vez han sido sacados al patio, tan espléndido, ni a las galerías, donde pudieran airearse. Adúcese como razón en el cuartel-prisión que no hay bastante personal de vigilancia. Como en la cárcel de Oviedo, también en ésta se baja constantemente a los presos a cuartos donde se les somete a todo género de malos tratos. Tienen las galerías ventanas, y como cierto día uno de los presos se asomara a una de ellas, fue muerto de un balazo.
Los presos que son puestos en libertad por los jueces, cuando van a sus pueblos, la Guardia Civil los lleva al cuartel, les da una paliza horrible y de nuevo los llevan a la cárcel, a pesar de estar judicialmente libertados. Con un abrazo a cada uno de ellos, e impresionadísimos, como no podía ser menos, al ver a nuestro amigo Nistal y los otros vivir en un ambiente de primitivismo y miseria como nunca creímos podía existir, salimos de Astorga para tomar el tren de Madrid, que pasaba por León a las doce y media, y llegar a Madrid a las ocho de la noche de ayer, 1º de enero.