Otra vez ante nosotros, envuelta en la gloria del renacer
primaveral, la fecha simbólica del Primero de Mayo,
grabada con letras de fuego en el corazón y el
cerebro de los obreros del mundo. Hay en las multitudes
proletarias una ingenua alegría ante su fiesta
anual. Y un orgullo en lo más íntimo
al comprobar la fuerza propia, al ver paralizarse la vida
de un pueblo, de una ciudad, de un país; al demostrar
a todos, amigos y enemigos, que ellos son el motor y el
cerebro; que sin ellos, ni saldrían de la entraña
de los montes el hierro y el carbón, ni marcharían
las máquinas, ni la tierra sentiría los
dolores del alumbramiento al llegar el instante fecundo
de las grandes cosechas.
Pero
hay quienes con esto se conforman. Con esta alegría
de la fiesta propia, con este orgullo de la potencialidad
demostrada, tienen suficiente. Para ellos, el Primero
de Mayo es una fiesta: más alegre, mas luminosa,
más grata que ninguna otra; pero fiesta al fin.
Día de jolgorio y de vagar; día de excursiones,
alegrías y risas. Y el Primero de Mayo no es
ni debe ser una fiesta. El Primero de Mayo es todo lo
contrario: es un anuncio de combate, de lucha, de victoria
quizá; pero de victoria que será preciso
conquistar con dolor...
Allá
en lontananza, en los orígenes de la fiesta, se
ven cuatro cuerpos de obreros bamboleándose en
el extremo de una cuerda embreada. Y su recuerdo no es
propicio a jolgorios ni diversiones. El Primero de Mayo
es día de meditación; la fuerza demostrada
debe de servir de estímulo; el paro no es un fin,
sino un camino. Y es un camino tan largo el que nos queda
por recorrer, que no admite desmayos ni descansos. El
Primero de Mayo debe servir para hacer un recuento de
fuerzas. Y para seguir después, por encima de los
caídos, hacia adelante...
Para
los obreros del mundo el Primero de Mayo es día
de obligada evocación para los mártires
de Chicago; para los obreros españoles, si el recuerdo
de Parsons, Spies, Lingg, Fisher y Engel debe servir de
lección y ejemplo, el Primero de Mayo debiera también
servir para evocar nuestros mártires, para recordar
a cuantos cayeron en España, para revivir mentalmente
a los que con su heroísmo señalaron un camino
a seguir. Porque ningún proletariado del mundo
ha luchado tanto quizá como ha combatido el proletariado
español. Y si son admirables los héroes
obreros, cayeran donde cayeren, los nuestros, los que
sentimos más cerca porque combatieron a nuestro
lado, porque son carne de nuestra carne, también
supieron de bravuras y heroísmos, de generosidades
y sacrificios.
Antes
de que cayeran los mártires de Chicago habían
caído los mártires de Jerez. Y después
la trágica cuenta ha seguido aumentando sin cesar:
Alcalá del Valle, Barcelona, Vera de Bidasoa, Pasajes,
Málaga, Sevilla, Arnedo, Casas Viejas, sabían
mucho de luchas y sacrificios, de trozos de plomo que
muerden en los cuerpos de los obreros, de patíbulos
que escalan luchadores heroicos, de relámpagos
que salen de armas homicidas y van a tronchar en flor
vidas de hombres jóvenes "que intentaban huir".
Y
como dato curioso cabe consignar que mientras en el mundo
entero han sido los obreros industriales, los trabajadores
de la ciudad, los que han llevado el peso del combate
social y los que han sufrido los más cruentos dolores,
en España son los campesinos, son los labriegos
quienes luchan en vanguardia, quienes combaten con más
fe, quienes caen en mayor número. La historia de
las luchas sociales contemporáneas españolas
se abre con la tragedia campesina de Jerez, pasa por la
barbarie de Benalup de Sidonia y termina -por ahora- en
la rebelión de diciembre, donde, si lucharon los
trabajadores zaragozanos y logroñeses, fueron los
campesinos de Aragón y Rioja quienes se lanzaron
a la pelea con mayores energías.
Acaso
de este hecho innegable, de esta mayor participación
de los campesinos en la lucha social, debieran extraerse
grandes enseñanzas. Por lo menos, no debe pasar
desapercibido para nosotros. Y todos debemos ver en el
labriego el pilar más firme, el sostén básico,
el luchador más esforzado, en este duro caminar
que todavía nos queda por recorrer...
El
Primero de Mayo tiene su origen en una brutalidad, en
una intransigencia, en una intolerancia. Frente al avance
social, al empuje arrollador de una idea generosa de igualdad
y amor, se alzan como trágica maldición
los cuatro patíbulos. Se repetía la historia
de siempre. Toda idea generosa tropezó con el cadalso;
frente a cada hombre que predicó la verdad se levantó
el valladar de la intolerancia cruel y estúpida;
cada avance humano hubo de regarse con la sangre de cuantos
vislumbraron la verdad.
Cuando
Sócrates avizoraba nuevos horizontes, en sus carnes
prendió la barbarie; cuando Cristo llegó
a entrever la verdad, sobre sus hombros colgaron una cruz;
cuando Juan Hus, y Giordano Bruno, y Miguel Servet, llegaron
a comprender ideas santificadoras, las llamas del fanatismos
tostaron sus cuerpos; cuando los mártires de Chicago,
los de Jerez y los de Montjuich; cuando Spies, Parsons,
Lamela, Ferrer y Seguí señalaron a las muchedumbres
un camino de redención, el patíbulo o el
balazo terminaron con ellos.
Pero
si la cicuta y la cruz, la hoguera, el fusil y la horca
pudieron acabar con unas vidas generosas y nobles, las
ideas sobrevivieron a la muerte. El sacrificio de los
mártires fue su mejor abono. Y triunfaron las ideas
de Sócrates y Cristo, de Hus y Servet; como en
definitiva triunfarán las ideas de todos los luchadores
modernos; de todos los mártires de hoy, de los
trabajadores cuyo sacrificio se conmemora en un Primero
de Mayo que no tiene de fiesta sino aquello que es anuncio
de victoria final.
Publicado
en el diario madrileño La Tierra el 1-5-1934
(Hemeroteca Municipal de Madrid)