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¡El «Cervera» a la vista!
La “No Intervención”


Como ya he dicho, la “No Intervención” fue una idea que el presidente del gobierno francés del Frente Popular, el subsocialista Léon Blum, lanzó a la semana de iniciarse la sublevación. El gobierno conservador inglés la hizo suya inmediatamente
y, a partir de entonces, fue su auténtico paladín, celebrándose todas las reuniones del “Comité de la No Intervención” en Londres, bajo la presidencia de lord Plymouth. Nada hubo que perjudicase tanto a la República española como esta insidia francesa de la “No Intervención”, pues mientras Francia cerraba su frontera y, junto con Inglaterra y los países de su influencia, se negaban a vender armas al gobierno constitucional de un país amigo; la Alemania hitleriana y, sobre todo, la Italia de Mussolini, no era ya que vendiesen armas a los sublevados, que no tenían con qué pagar, sino que enviaban escuadrillas enteras de aviones, con su tripulación, armamento y dotación; barcos, submarinos, unidades enteras formadas por decenas de miles de soldados, a entrar directamente en combate.

Lo del gobierno francés de Léon Blum es todavía peor, no ya porque fuera un gobierno de Frente Popular, ideológicamente similar a la coalición homónima española, sino porque entre España y Francia estaba en vigor un acuerdo comercial suscrito en Diciembre de 1935 por un ministro de derechas, Martínez de Velasco, y este acuerdo contenía una claúsula secreta, impuesta por Francia, por la cual España se comprometía a efectuar todas sus compras de armamento en Francia... ¡Y cuando más las precisaban, les cerraban la frontera! Las autoridades francesas empezaron cerrando la frontera y terminaron encerrando a los españoles en las playas de Argelès, Barcarès… Según cuenta Celso Amieva, el único rasgo humanitario lo tuvieron que encontrar, no en la gendarmería ni en “los soldaditos hijos del pueblo francés”, sino en los guardias negros senegaleses. Y a mayor abundamiento, pueden leerse las memorias de Alcalá Zamora y las obras que cuentan las últimas semanas de vida de Azaña, ex presidentes de la República española, condecorados ambos con la “Legión de Honor” francesa, que fueron tratados por las autoridades de ese país peor que si fueran criminales.

No, no se crea, ni por un momento, que soy un anti francés. Más bien me considero todo lo contrario, o sea, un afrancesado, un enamorado de Francia, de su paisaje, de sus ciudades y de sus gentes, de algunas de sus gentes. Precisamente por eso, digo lo que digo; porque me duele más. Me pasa un poco como a Goya, que después de toda una vida de ser y considerarse un afrancesado, le bastaron dos días viendo como se comportaba el ejército napoleónico en Madrid para dejar de serlo para siempre.

La “No Intervención”, de la que Hugh Thomas dice que “habría de reflejar desde la equivocación hasta la hipocresía y la humillación”, se justificaba por el temor de los gobiernos francés e inglés a que la incipiente guerra civil española pudiera convertirse en una nueva guerra mundial. Es decir, ni Baldwin ni Blum se habían marcado como objetivo principal de su política exterior la búsqueda de un acuerdo entre los contendientes, el establecimiento de un armisticio o de una tregua y la apertura de negociaciones. Nada de eso, se trataba únicamente “de reducir la guerra de España a una guerra entre españoles solos”. O sea, que nos podíamos matar, pero sin salpicar. A partir de ahí, lo demás fue un chalaneo hipócrita entre las potencias europeas.

Hay que tener en cuenta que en la Inglaterra y en la Francia de aquellos años, amplios sectores de la población eran, más que conservadores, reaccionarios, y no dudaban en proclamar que preferían a Hitler a un gobierno de izquierdas. Pero es que yo estoy convencido, además, que en esos países el sentimiento mayoritario hacia España y los españoles era, ¿y es?, similar al que nosotros tenemos hacia los países del Norte de África. Por ejemplo, ¿qué nos importan a nosotros las diarias matanzas de Argelia?; si por lo menos fueran en Sarajevo, donde la muerte de seis civiles era ya toda una “masacre” para los medios de información...

Las cosas más complejas tienen también esos aspectos tan elementales, tan primarios. Así, del mismo modo, ¿qué podría saber Stalin de España antes de la Revolución del 34? Seguramente que nada; lo mismo que un Prieto o un Largo Caballero de Georgia o Chechenia. Un día, alguien le diría en el Kremlin: “tovarich, que ha estallado una revolución en Europa; que durante unas semanas se ha implantado el comunismo en una región montañosa del Norte de España.” Y el “padrecito” Stalin se echaría para atrás en el sillón, se atusaría el bigote y por un momento su pensamiento dejaría de estar ocupado maquinando purgas y se interesaría por un acontecimiento tan chocante en aquella Europa reaccionaria por la que avanzaban a todo vapor el nazismo y el fascismo. Pediría detalles, y se los darían... Le dirían que eran asturianos, mineros la mayor parte, que muchos eran comunistas y otros socialistas y anarquistas. El “padrecito” Stalin se preguntaría para sí cómo era posible que unos simples mineros asturianos, sin ayuda de nadie, hicieran lo que el potente partido comunista alemán, con toda la ayuda soviética, no había sido capaz de hacer. Así que esa noche, durante la cena en la dacha cercana, mandaría que le buscasen a esos dirigentes asturianos, que se los trajesen y los tratasen como héroes. Tal vez sería de esa manera como Stalin empezaría a enterarse e interesarse por las cosas de España y el minúsculo Partido Comunista español a convertirse en su favorito, en el objeto de todos los desvelos del aparato soviético. España no era China. En España, la partida se jugaba, no en un garito, sino en el gran casino europeo, y los compañeros de tapete eran los líderes del mundo. Eso era España para Stalin: su reválida de gran estadista mundial.

¿Y qué decir de Hitler? Si ya le caía mal Mussolini, es fácil imaginar el desprecio que en el fondo sentiría por Franco y su jarca de generales, marqueses y obispos. Pues a Hitler le pasaba lo mismo que a Stalin, pero en otro sentido; tenía ocasión de sentarse a la mesa con los grandes, farolear con ellos, y de paso, si conseguía que Francia tuviera en los Pirineos y en Marruecos una frontera hostil, pues tanto mejor.

“Reducir la guerra de España a una guerra entre españoles solos”. Ayer como hoy, gran negocio el de la venta de armas, un negocio en el que España pagó hasta el último céntimo a unos y a otros. Un negocio en el que se compraron a precio de oro, en oro y por adelantado hasta las espingardas de un solo tiro de la guerra de Crimea. Y España, también, un magnifico campo de maniobras con fuego real. Una gigantesca finca en la que durante tres años se pudo comprobar la eficacia de la nueva maquinaria guerrera, ensayar novedosas tácticas y sacar enseñanzas sin gastar un pfening ni un kópec.

En fin, que tras muchos esfuerzos del ministro inglés de Exteriores, Anthony Eden, y de su par francés, Yvon Delbos, se consigue que veinte países europeos se comprometan a no vender armas ni enviar “voluntarios” a ninguno de los contendientes españoles. Son estos países: Noruega, Suecia, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Dinamarca, Checoslovaquia, Austria, Yugoslavia, Grecia, Bulgaria, Rumanía, Turquía, Albania, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Portugal, Irlanda, Canadá...¡y Alemania, Italia y Rusia!, además de Francia e Inglaterra. Se crea el famoso Comité de la No Intervención, cuya primera reunión se celebra en Londres a primeros de Septiembre del 36. Forman parte del Comité estos egregios personajes: el ruso Maisky, el italiano Grandi, el alemán Ribbentrop y el francés Corbin; preside, lord Plymouth; y venga reuniones y más reuniones en Londres, y venga a crear sub-comités específicos y etc.

El día veinte de Febrero de 1937 se consigue que sea puesto en vigor, entre comillas, el primer acuerdo aprobado hasta entonces. Este acuerdo hacía referencia a los “voluntarios”. A partir de las doce de la noche de ese día, los países signatarios prohibían en su territorio, mediante el correspondiente decreto, la recluta, tránsito y salida de los naturales del país y de los extranjeros que tuvieran como destino tomar parte en la guerra de España. Para entonces, como todo el mundo sabe, la Legión Cóndor, el Corpo di Truppe Volontarie y las Brigadas Internacionales ya estaban cansadas de pegar tiros en España. La inspección y vigilancia del cumplimiento del acuerdo en fronteras y puertos quedaba aplazada hasta el seis de Marzo. Estaba en vías de realizarse la que era una vieja aspiración del gobierno inglés: el embargo de armas y hombres con destino a España y la creación de un cordón de vigilancia encargado de velar por el cumplimiento efectivo de ese embargo. Para ello, el gabinete Baldwin había manifestado, reiteradamente, estar dispuesto a llevarlo a cabo, en lo referido al control del tráfico marítimo, incluso en solitario y con sus propios buques de guerra.

Fue creado un nuevo organismo encargado de la gestión de la vigilancia: la Junta Internacional para la Administración y Revisión de la Vigilancia en el Control. Esta Junta estaba presidida por el vice-almirante holandés Van Lund, actuando de secretario el general inglés Francis Hamming; la componían, además de los delegados de las cinco potencias europeas, un representante griego, otro polaco y otro portugués.

Para la vigilancia de las fronteras francesa y portuguesa se establecieron dos acuerdos aparte. La frontera francesa se dividió en tres sectores y de vigilar el cumplimiento del embargo se encargaba la propia Guardia Móvil, bajo la supervisión de observadores extranjeros con status diplomático y a las órdenes del coronel holandés Lindia. Para cumplir idéntica misión en Portugal, se enviaron 130 ciudadanos ingleses, en su mayoría oficiales de la Marina y funcionarios de Aduanas retirados, que figurarían como personal agregado a la embajada inglesa y que estarían a las órdenes del capitán Mac Donald, que ya había desempeñado una misión similar durante el plebiscito de los Dardanelos. En la frontera con Gibraltar, se destacaron cinco funcionarios internacionales bajo el mando de un representante turco.

Italia y Alemania, sobre todo la primera, mantenían en las reuniones del Comité de la No Intervención una actitud en la que se mezclaba la provocación con el entorpecimiento, el desaire con los “pactos de caballeros”. De lo que se trataba era de tensar la cuerda para ver hasta donde estaban dispuestos a ceder los gobiernos inglés y francés, pero cuidando de no romperla. Así, cuando se estaba a punto de llegar a un acuerdo, Ribbentrop o Grandi ponían sobre la mesa cualquier cuestión añadida, desde la negativa a pagar en divisas los gastos del Control a proponer que se embargase “el oro robado por los rojos”. El gran bombazo, que estuvo a punto de hacer saltar por los aires todo el tinglado de la “No Intervención”, lo protagonizó Grandi, el representante italiano en el Comité, con unas declaraciones en las que advirtió que «Italia no estaba dispuesta a retirar a sus “voluntarios” hasta el final de la guerra.» Estas declaraciones se produjeron al poco tiempo de la derrota de Guadalajara, cuando el gobierno republicano presentaba en todos los foros internacionales pruebas incontestables de la presencia en los frentes españoles de unidades regulares del ejército italiano, así como de que, a pesar de los acuerdos suscritos, habían continuado llegando a Cádiz, procedentes de Italia, barcos cargados de hombres y material. Grandi hizo esas declaraciones, precisamente, en una reunión del Comité en la que tras los acuerdos precedentes, se había planteado, en buena lógica, la continuidad de los mismos con el inicio de la discusión sobre la retirada de todos los “voluntarios” que se encontraban luchando en España. Pero, por si esto fuera poco, en esas mismas fechas, la prensa internacional dedicaba grandes titulares a la sangrienta represión llevada a cabo en la capital de Abisinia por las tropas italianas de ocupación y a los pactos que el gobierno de Mussolini acaba de firmar, tras una negociación secreta, con Yugoslavia y Turquía. La tensión llegó a ser tan alta que el gobierno alemán se desmarcó del comportamiento “kamikaze” de su aliado y el embajador germano en París se ofreció a mediar ante el propio Mussolini. Al final, todo se arregló con el subterfugio de que Grandi había hecho aquellas declaraciones a título personal y no representando el sentir del gobierno italiano. El dieciseis de Abril del 37, el representante italiano ya no opuso dificultades a que se discutiera la retirada de los “voluntarios”, nombrándose una subcomisión “ad hoc” dependiente del subcomité, dependiente del Comité, dependiente del... ¡De risa, si no fuera de pena!

No obstante “la hipocresía” de unos y “las equivocaciones y humillaciones de los otros”, el acuerdo más trascendente del Comité de la No Intervención resultó ser, sin duda, el de la vigilancia marítima de la costa española. Esta vigilancia incluía la designación de unos puertos de inspección, la presencia de observadores a bordo de los mercantes con destino a España y en los propios puertos españoles, y la división de la costa española en diversos sectores, a patrullar por los buques de las armadas inglesa, francesa, alemana e italiana. El acuerdo solamente obligaba a los 27 países signatarios y fue dado a conocer el nueve de Marzo de 1937, entrando en vigor a las doce de la noche del 19 del mes siguiente. Básicamente, consistía en que los mercantes con destino a España deberían recalar antes en uno de los puertos establecidos por el “Control” para ser inspeccionados y, si no llevaban armamento, embarcar un observador a bordo. La presencia de este observador del “Control” en el buque se anunciaba a la navegación con una bandera con dos círculos negros sobre fondo blanco. Otros observadores del “Control” estaban situados en los puertos españoles para comprobar en la descarga que, efectivamente, no se contravenían las normas del embargo.

Las zonas marítimas, por fuera de las tres millas, quedaron asignadas de la siguiente manera:

–En el Cantábrico, de la frontera francesa al cabo Busto, se encargaría la Armada inglesa.

–Del cabo Busto a la frontera portuguesa le correspondía, en principio, a la flota rusa, pero al renunciar con la disculpa de carecer de base adecuada, le fue asignada a la Marina francesa.

–En el Sur, de la frontera con Portugal al cabo de Gata, en Almería, le tocaba otra vez a los barcos de guerra ingleses.

–Del cabo de Gata al cabo de Oropesa, en Castellón, sería la Flota alemana la encargada de la vigilancia.

–De Oropesa a la frontera francesa, la Flota italiana.

Italia se ocupaba también de la vigilancia de las aguas de Menorca y Francia de las de Mallorca, Ibiza y el Marruecos español, preparándose un acuerdo especial para las islas Canarias.

El coste total anual de la operación se estimaba en cerca de un millón de libras, al que cada una de las cinco potencias contribuiría con el 16 por ciento, mientras que el restante 20 por ciento se repartiría entre los demás países.

La postura del gobierno republicano español frente a las disposiciones del Comité de la No Intervención fue la siguiente:

–Respaldo al acuerdo sobre la prohibición de enviar voluntarios a la guerra de España.

–Apoyo a la iniciativa de un retirada total de los voluntarios existentes en ambos bandos.

–Denuncia en la Sociedad de Naciones y en todos los foros internacionales de las flagrantes violaciones de los acuerdos del Comité de la No Intervención por parte de Alemania y, especialmente, Italia.

–No obstaculizar las actividades de los observadores y de la patrulla naval, pero defender el derecho a comprar armas en los mercados internacionales y el de los mercantes republicanos a la libre navegación con cualquier clase de mercancías.

Orden del ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto, a los Jefes de la Flota y la Aviación:

«El Comité de No Intervención ha decidido que comience hoy en las costas españolas el llamado control marítimo, mediante el cual se pretende impedir que lleguen armas y municiones a España. Acuerdo injusto, apartado de las normas elementales del Derecho internacional, que equipara al Gobierno legítimo de la República con quienes se levantaron en armas contra él; pero, además, esa equiparación resulta aparente, pues la prohibición es únicamente para nosotros.

(...) Como España no está adherida al acuerdo, su Gobierno no acepta el control para sus buques... Nadie puede detener a nuestros mercantes, cualquiera que sea su cargamento, ni en aguas jurisdiccionales, ni en aguas libres.

(...) Los navíos de guerra alemanes e italianos protegen, cuando no lo realizan por su misma cuenta, el transporte de hombres y material que sus gobiernos envían para combatirnos; practican constantemente el espionaje, vigilan la Flota española y amparan a los facciosos; lanzan desde sus cubiertas aviones que bombardean nuestro litoral, y cuando se creen seguros de la impunidad, atacan a los buques leales, cual sucedió en el torpedeamiento del crucero "Miguel de Cervantes" por un submarino italiano, cuyo comandante acaba de ser condecorado por tan alevoso hecho.

(...) En virtud de lo expuesto se ordena:

Primero. La Flota republicana y las Fuerzas Aéreas, siempre que les sea posible, prestarán servicio de escolta y protección a los buques que enarbolen legalmente la bandera de la República española.

Segundo. Asimismo, deberán impedir que a los buques de nuestro pabellón, cualquiera que sea su cargamento, se les detenga u obligue a desviar de su ruta bajo pretexto de requisitos que no les incumben.

Tercero. Protegerán igualmente dentro de las aguas jurisdiccionales a los buques de otra bandera que reclamen su amparo, y que al hacer el ofrecimiento, como es nuestro deber, lo acepten.

Cuarto. Los referidos servicios de protección serán más particularmente cuidados en la zona del Mediterráneo confiada a las escuadras italiana y alemana.

Quinto. Si el cumplimiento de este deber exigiera un sacrificio, será arrostrado sin vacilaciones.

Sexto. La presente orden se comunicará públicamente a las dotaciones de los buques de guerra y a las tripulaciones de las escuadrillas aéreas destinadas a la vigilancia costera.

Valencia, 19 de Abril de 1937. El ministro de Marina, Indalecio Prieto.»

La realidad demostró que la puesta en práctica de todas estas medidas no sirvió para detener el tráfico de armas ni el de voluntarios hacia ninguno de los dos bandos. Esto fue así porque, para empezar, el acuerdo obligaba solamente a los barcos de los ventisiete países firmantes y, además, los buques de guerra de la patrulla del Control no estaban autorizados ni a detener ni a visitar en alta mar a los mercantes con destino a puertos españoles de los dos bandos, sino que solamente podían identificarlos y emitir informes con destino a los observadores encargados del reconocimiento. Los alemanes continuaron con su tráfico de mercantes, meticulosamente organizado, que arribaban a los puertos de Vigo, Cádiz y Sevilla; al camuflaje habitual del cambio de destino, nombre y enmascaramiento del buque en alta mar, hubo que añadir el amparo de una bandera de un país no firmante, generalmente la panameña. Supongo que las mismas o parecidas estratagemas emplearían los italianos.

Sin embargo, para quien sí tuvo consecuencias, y negativas, fue para la República, pues además de la infamia de tener que soportar la presencia de los buques de guerra italianos y alemanes delante de sus costas actuando en nombre de la “No Intervención”, la frontera francesa se hizo más hermética y, sobre todo, los mercantes soviéticos fueron abandonando de forma paulatina el tráfico entre los puertos del mar Negro y los de la costa meditérranea peninsular, tráfico en el que tuvieron que ser sustituidos por los buques más modernos de la flota mercante republicana.

Después de este somero análisis sobre la “No Intervención” y la actitud de los diversos países europeos respecto de nuestra Guerra Civil y, más en concreto, hacia la España republicana, resulta penoso tener que oír, como no hace mucho, que el gobierno alemán actual tendría que pedir perdón por el bombardeo de Guernica. ¡Hombre!, sesenta años después hay que darse ya por perdonado, pero es que, desde mi punto de vista, aparte de que la Alemania actual no tiene nada ver con el régimen hitleriano, quienes sí deberían de, por lo menos, excusarse por su equivocada política de los años treinta en Europa y hasta 1975 respecto a España, son los regímenes que representan los actuales gobiernos de Francia e Inglaterra. Su “No Intervención” fue una traidorada que, de una u otra forma, se prolongó durante cerca de cuarenta años. Nada resume mejor todo lo que subyacía en el fondo de la clase gobernante de esos dos países en aquellos años que esta frase del embajador inglés ante el gobierno republicano, Chilton, pronunciandas en el transcurso de una conversación, al comienzo de la guerra, con el embajador americano Bowers, que tantas veces han sido ya transcritas y que yo tomo de Hugh Thomas: “Espero –dijo el embajador inglés– que envíen bastantes alemanes para terminar la guerra.” Es decir, que la farsa de la “No Intervención” pretendía únicamente que la sangre del matadero español no rebosara los límites del ruedo ibérico y que, además, los rojos se llevasen su merecido.

Solamente el gobierno de un país fue consecuente con los principios en los que decía creer y ayudó todo lo que pudo sin pedir ni esperar nada a cambio: el presidente de ese gobierno se llamaba Lázaro Cárdenas y el país, Méjico.