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Los primeros días de guerra.

España a hierro y fuego (IX).
En Lugo.
Por Alfonso Camín.

 

España a hierro y fuego (IX).

En Lugo (2).

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.


Don Pedro es un asturiano macizo. Cuellicorto, cargado de cejas, reservón, hasta donde puede serlo un asturiano bajo el cielo muerto de Lugo. Recuerda a esos jabalíes abatidos en el Pajares, disecados en los pasillos de las familias acomodadas, evocando al padre o al abuelo, como cazadores de rango. Don Pedro, en unas semanas de guerra, perdió todas las virtudes de la raza, y se ha quedado con sus vicios; blasfema como un carretero, come como Heliogábalo, bebe como el dios Baco. No obstante, me ha brindado la cola de una trucha de Baralla con pintas de piel de pantera. Tomamos una copa juntos al mediodía y nos despedimos frente a su puerta. Antes de la casa donde vive don Pedro hay una plaza, y frente a la plaza, un edificio moderno de varios pisos. Allí hay muchos hombres. Yo oigo que me llaman por mi nombre. Quiero mirar, pero don Pedro me ataja:
-Son presos de Ribadeo.

Miro hacia el fondo en penumbra. Veo allá adentro, muchas caras conocidas. Todos no son de Ribadeo. Allí hay hombres de Vegadeo y Castropol.
Los centinelas, arma al hombro, no dejan acercarse a la acera.
Don Pedro ronca en mi oído, con su voz de aguardiente grueso:
—¡No mire usted para allá! Puede comprometerse.

Don Pedro, bien a su pesar, refleja en estos momentos el estado de alma de una gran parte de la burguesía española. Por un rencor incomprensible y ciego, echaron estas gentes a rodar el nombre de España, como una piedra montaña abajo. Ahora la piedra va tomando fuerza de tumbo en tumbo. No se parará en el camino. Lo salvará de un salto. Y hundirá las casas de la hondonada. Quien la tiró, no creía que tomase este impulso pavoroso. La ve rodar y tiembla de miedo. Pero no hace nada por evitar el estrago. Egoísta y cobarde, mete la cabeza entre las alas, a semejanza del avestruz. Porque los capitalistas de España que no van a vengar agravios como Juan March, no son más que eso: los avestruces de la guerra.

El pirata mallorquín es otra cosa. Tiene audacia y talento. Es el financiero de Franco. Conoce bien las cuentas del Gran Capitán en sus campañas de Italia.

Todos los días vienen prisioneros civiles de la provincia de Lugo y del occidente de Asturias. No caben en la cárcel y se han incautado de aquel edificio para llenarlo también de presos. Empero, ¡cómo andarán el odio y la venganza, que todos estos hombres no son ni el cincuenta por ciento de los que apresan! Los más no llegan a Lugo. Se quedan muertos, tirados en las cunetas, tampoco éstos, en su mayoría durarán mucho. Comienzan en Lugo los consejos de guerra. ¡Y no hay más que sentencias de muerte y ejecuciones! La prensa local no se recata en publicar diariamente la lista de las sentencias.

Mientras tanto, sepamos qué ha pasado en Galicia. En Lugo, no obstante las fosas abiertas que hay en el cementerio, hechas de antemano para los hombres que caen fusilados todas las noches, el Gobierno legal fue fácilmente abatido. Es incompresible este rencor de los “negros” de Lugo.

El gobernador procedió como la mayor parte de los gobernadores civiles, incapaces o ingenuos, que están pagando con la vida:
-El Ejército me ha jurado fidelidad. ¡Que el pueblo no coja las armas! No quiero derramamientos de sangre- clamaba a los hombres civiles que querían defender sus vidas, el honor de sus hogares y el derecho de la República.

Aprovechando estos momentos, se echó la tropa a la calle. El pueblo, que esperaba recibir armas y órdenes, lo que recibió fueron unas descargas de plomo, sin tener tiempo más que para saltar a la otra vera del Miño. ¡Y aún allí fueron los hombres ametrallados!

Ahora, el Gobernador está preso con otras autoridades civiles y otros muchos hombres de condición republicana. Les acompaña el doctor Vega de la Barrera, leonés afincado en Lugo, dueño de un gran sanatorio, Director de la Casa de Maternidad y hombre querido por todos, menos por las cuatro docenas de "negros" de la provincia, caciques seculares que han perdido su alcurnia y sus derechos de pernada al escaparse el Rey por Cartagena.

Contra el doctor Barrera se desatan todas las iras. Es el amigo de los pobres, y esto no se perdona. Muchos hombres de las clases conservadoras hacen por defenderlo. Sus parientes, los Carro, millonarios de Lugo, quieren dar por su vida media fortuna. Los verdugos sonríen. Es otro caso como el del Presidente de la Diputación de Palencia. ¿Para qué la fortuna, si todas están en sus manos? Se quedarán también con el dinero y con la cabeza. Ya se han hecho cargo de sus bienes. Ya está incautado el sanatorio.

-¡El pueblo quiere sangre!- dicen, como en confidencia, estos mozalbetes con fusil, hijos del tendero y del banquero, cuervos implumes del colegio de Jesuítas que han recibido la consigna de no dejar hombre con cabeza.

Lo más indignante es la sangrienta hipocresía con que hablan en nombre del pueblo. ¿Pueblo de qué? El pueblo consternado, con las casas cerradas a cal y canto. El pueblo camina, sin saber para qué, cabizbajo y triste, por las calles de Lugo. El pueblo está en prisiones. El pueblo está huyendo por las montañas. El pueblo está llenando las fosas recién abiertas y ensangrentando las tapias de todos los cementerios.

Más tarde, sabremos que han fusilado al doctor De la Barrera. Lo mismo que al Gobernador. ¡Al Gobernador que no quería sangre! Acaso pensaron que, al matarlo, se le hacía un gran favor. Que de juzgarlo el Gobierno, también lo fusilaba por negligencia.

Los delitos que se le imputan al doctor de la Barrera, son graciosísimos. En la Casa de Maternidad se hallaron armas y municiones, que él no tuvo tiempo a entregar a los hombres civiles. El Gobernador era el cómplice inmediato de este delito. También fusilaron a varios empleados de la Casa Benéfica. ¡Los rebeldes juzgando a los leales! El delincuente, que a la hora del juicio le arrebata el Código al juez, se sienta en la mesa, desenfunda las pistolas, y pide la muerte del juez. ¡Cosas que no se le ocurrieron a "El Tempranillo" ni a "El Pernales"! Porque entonces no habría quedado un guardia civil con cabeza.

En el Ayuntamiento hay varias mujeres detenidas. Damas honestas: la mujer y la hermana del Jefe del Apostadero de Cartagena, quien no ha podido o no ha querido disparar contra el pecho de la República.
—¡Ese miserable no ha sabido cumplir con su deber! ¡Merece que no le dejemos ni rastro de la familia!

Las mujeres, sin comprender aquella ignominia, allí quedaron recluidas. No sé qué suerte habrán tenido.

De este modo proceden los hombres que tienen en sus manos la suerte de los ciudadanos de Lugo. No creo que las hienas, si hablaran, expresen sus instintos con mejor elocuencia.

Se ha perdido la razón y andan sueltas todas las pasiones feroces. ¿Y éstos son los hidalgos? España es un presidio suelto. Igual da el uniforme que el traje de rayadillo. El tatuaje indeleble, que la basta Cruz de Santiago.

En una de estas mañanas miro una escena horrorosa. Entre los “negros” guardia civiles, bien apretado el barbuquejo, y los “negros” voluntarios de Lugo, marchan tres hombres por la calle. Dos de ellos, detrás el otro, con una cuerda atados de brazo a brazo. Son hombres francos de rostro. Bajos y gruesos. De cuarenta a cincuenta años. Miran a un lado y a otro, como si estuvieran satisfechos del favor alcanzado: ¡Pena de Muerte! Vienen del Consejo de Guerra y han sido, claro está, condenados a las tapias del camposanto. Son los alcaldes de dos pueblos. Causa pavor esta entereza de hombres. Pero el que va delante, largo y flaco, el pelo revuelto, los espejuelos sobre la nariz, como cayéndose de los ojos, ya no es un hombre. Es un sonámbulo. Un místico. Un fantasma. Lleva las manos caídas sobre el pecho, bien esposadas, bien juntas, como iban las manos de Cristo. Va en zapatillas, lentamente, a paso de procesión. Al revés de los otros, él no mira para nadie. Es el paso del Ecce Homo.
—¡Camine usted!
El hombre ni oye. No cambia el paso. Era el tenedor de libros de un banco. Dicen que muy inteligente y que sabe fabricar explosivos. Si no los fabricó, es que no tuvo tiempo. Porque él es hombre capaz.

Yo miro cómo se va perdiendo, solemne, silencioso, pausado, por las calles opacas, bajo un cielo ceñudo y frío. Es un espectro de treinta años. Lugo no se estremece. La sombra de sus murallas se prolonga en los hombres. Se vive en los tiempos godos.

De amanecida fueron los tres fusilados al pie de las tapias del cementerio. Los dos campesinos, sin más delito que el de ser alcaldes republicanos, dos hombres enterizos igual que los robles de sus aldeas. El místico, el fantasma, murió solemnemente como cae una rama de árbol, bajo el corte del hacha.
Pausadamente dijo:
—Lo siento por mi mujer y por la República. ¡Viva la República!
Y no cayó. Bajó melancólicamente hasta el suelo como una rama.

No. No tendría más de treinta años. Su mujer era una joven inglesa. La recogió en la costa un barco británico, y partió de España con su luto temprano. En Londres, cuando le hablen de la nobleza española, escupirá al retrato del Duque de Alba.

Bajo este cielo de plomo, mientras que retornan de Asturias oficiales muertos y soldados heridos, me saluda un joven matrimonio. El es locuaz y cordial. Ella es bonita y de Gijón. Parientes del general Balmes. Quieren explicarme su muerte. Yo les atajo:
—Ya sé que se ha dado un tiro en Canarias.

Pero a los "negros" sublevados no les convenía estas noticias. No hay nada para ellos más repugnante que la verdad. La publicaron de otro modo. Se le había disparado la pistola.

En Orense, lo mismo que en Lugo. No hubo luchas entre los traidores y los leales. Entre los "negros" y los "rojos". Las cosas se deslizaron como la seda. Recorrieron los pueblos y empezaron a podar hombres.

Muertos los adversarios republicanos, ahora había que terminar con los adictos. Dejar la provincia vacía. El capitán Volta, jefe de los "falangistas" "negros", formó un batallón de "voluntarios", a base de atemorizar a los campesinos. A los pocos hombres que iban quedando en Orense. Los más, ya habían ido a Asturias.

Hablo en Lugo con un muchacho comerciante que tiene la familia en Orense:
—Ha sido una matanza atroz. Yo tenía tres hermanos socialistas. A dos los han matado. El otro esta en la cárcel. Lo doy por muerto.

Otra equivocación de los “negros” es la opinión de que sembrando de esta manera el pánico, no hay quien se mueva. Que se acabará con el pensamiento del adversario. Mi amigo a perdido dos hermanos, piensa perder el tercero y se le ha aumentado la rebeldía.