España
a hierro y fuego (VII).
Camino
de Lugo.
Por
Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.
Está
lejos el sol que ha de clavarnos, unas horas después,
su fiero espolón de llamas. El aire de las afueras
de Astorga de la llamarada larga que se besa, allá,
lejos, con el cielo, alegra nuestros miembros y refresca
las caras. Pero este buen humor, esta comodidad que llevo
en el auto, no dura más que unos minutos. Porque
apenas llegamos a las afueras de Astorga, nos salen al
camino unos soldados y unos "falangistas" de
brazo arremangado y fusil al brazo.
Se ponen tres o cuatro en el estribo y nos dicen, sin
más preámbulos, que paremos en el kilómetro
329:
—Total, pierden ustedes media hora en llevarnos
y traernos. Nos han dicho que allí hay un muerto.
Cuando anduvimos aquellos kilómetros —demasiado
conocidos por ellos— diviso, en el medio de la carretera,
un manchón tremendo, como si se tratara de una
manta sucia de los soldados, caída de los convoyes.
Paramos el auto. Allí, está el kilómetro
329. La mancha de sangre y polvo, la manta sanguinolenta
tiene alargado un jirón que parte hacia la cuneta,
vuelve a subir y deja rotas y ensangrentadas las hierbas
y las espigas de un trigal que está a la izquierda:
—Por aquí debe estar— dicen ellos.
Yo, en cambio, digo para mí:
—Por aquí lo han arrastrado anoche estos
miserables después de degollarlo en el camino.
No me equivoqué. El perro sabe donde sangra la
presa. Allí está el muerto con los ojos
turbios al cielo. Ellos hacen que le examinan. Pero el
que lo examina soy yo. ¡De sobra saben cómo
lo han matado! Lo único que vienen a ver es si
está muerto de veras. Si no se escapó herido
monte abajo. Porque, según la postura
del infeliz, saco en consecuencia que le han disparado
a boca de jarro, lo han apartado del camino, lo dejaron
agonizante, entre ayes lastimeros y echaron a correr huyendo
de sí mismos.
Es
un hombre de unos treinta y cinco años.
Tiene la gorra de visera caída hacia un lado. Lleva
camisa limpia, chaleco abierto, pantalón de pana
y zapatos avellanados. El rostro, a medio afeitar y la
piel curtida de sol. Un brazo lo ha puesto el mismo de
cabecera, tapando la herida que tiene en la nuca. La bala
siguió su trayectoria y le salió por el
ojo izquierdo. Las asesinos —estos mismos que ahora
sonríen con un gesto sardónico y vengativo—
le tiraron por la espalda todos los tiros, estando el
hombre amarrado. Después, mientras se defendía
agónico de estos chacales de España, no
atinaban a quitarle las cuerdas de los brazos y se las
quitaron a golpe de bayoneta. En uno se ve el bayonetazo
ancho y profundo. Pero el caso era llevarse las cuerdas
para que no se viera tan claramente el delito.
Se conoce que el infeliz fue cogido en su hogar,
engañado. Le dijeron que sólo iba
a la cárcel para responder a unas preguntas. Los
hijos lloraban y la mujer, en medio de aquel drama, creyó
lo que le dijeron los verdugos y le preparó un
bulto de ropa limpísima y blanca en el que se nota
el cuidado de las manos caseras y honradas. Junto a este
bulto de ropa que tiene a un lado, hay unas alpargatas
nuevas, metida una en otra. La pobre mujer seguramente
corrió a comprarlas a la tienda vecina para que
no estropease los pies ni los zapatos en el camino. No
tuvo que usarlas.
Me encorvo para verle la espalda por debajo del brazo
en que recuesta la cabeza. Allí hay otro ancho
cuajaron de sangre que va sorbiendo la tierra Y en el
cuerpo, un boquete que le tiñe de rojo la camiseta
de algodón y la camisa de lino. También
le han hecho esos disparos por la espalda y tiene el plomo
en el vientre.
El
bolsillo del chaleco, sobresale el librillo del papel
de fumar que usan las gentes del pueblo. Lleva la marca
del “Rey de Bastos”. El muerto no usa cuello
y lleva la camisa abierta. La chaqueta, tirada a un lado,
como queriendo alcanzarla con el otro brazo ¿De
dónde será este pobre hombre de manos encallecidas
y de recio gesto español? Porque ninguno muere
en su pueblo. Le miro el interior de la chaqueta. Veo
la marca. Lleva el nombre de una sastrería de Orense.
Desde Galicia parten las camionetas y los van dejando
muertos por los caminos. Seguramente este hombre era de
los últimos. Los esbirros eran conocidos. Prometieron
no matarlo y haciéndoles un guiño, fue entregado
la noche anterior a estos "falangistas" "negros"
en las afueras de Astorga, con la consigna franca de llevarlo
a la cárcel. Pero con el guiño siniestro
de arrancarle la vida. Por la noche, ya cerca de la madrugada,
le dijeron que iba para la cárcel y que era prudente
atarlo. Partieron con él por el camino, llevándolo
delante, hasta el kilómetro 329. Allí le
descerrajaron por la espalda todos los tiros que llevaban
en los fusiles. Entre los clamores conque el hombre crucificaba
la noche, lo arrastraron como a un perro para apartarlo
del camino. Le arrancaron las cuerdas como pudieron y
¡ahí queda eso!
¡Y ahora cogían mi automóvil para
cerciorarse de la muerte de aquel hombre en la soledad,
clamando a un cielo sin Dios y a una Patria sin justicia!
—Este no hace más daño —comentó
el "negro" que hacía de jefe, luciendo
las flechas de Isabel la Católica, unos galones
de cabo, un uniforme azul y un capote verde de soldado
del Tercio. El gorro, de "falangista", con unas
cintas blancas que pugnan por ser marciales.
Y salimos al camino.
¡Yo también, como el muerto, miraba
el cielo de España huérfano de nobleza!
El miedo y el odio habían convertido en un manicomio
todo el solar de mi raza. Los leones de antaño
habían degenerado y se convertían en chacales,
como las cuevas prehistóricas, llenas de grandes
vestigios, que acaban en un refugio de sapos asquerosos
y de reptiles acechantes en la maleza. Así miro
el espíritu de esta generación española.
¿Desde dónde caímos?
Adopté
un silencio duro y volví a dejar en su sitio aquellos
hombres sin cultura y sin emoción, de risas de
vidrio y de rostro de piedra.
Vuelvo
a pasar por la vera del muerto. Sigo el camino de Lugo.
El paisaje es el mismo que el que traje desde Palencia
a León. El mismo ambiente seco, desolado. Las casas,
cerradas o rotas las puertas a culatazos. Todo deshabitado.
Cuando paso por la región minera, no se ve un hombre.
En las casas abandonadas junto al camino o en los montes
cercanos hay unos trapos blancos y desgarrados. Pero ni
una voz humana, ni unos ojos que nos saluden al paso.
El paisaje de mina, ya negro de por sí, ahora está
todo silencioso y vacio, lleno de un luto siniestro. Las
mismas aguas del río, que van allá abajo,
corren turbias y atragantadas. Los árboles, quietos,
parecen también sufrir un nerviosismo interno y
una cólera concentrada. Por los montes
lejanos, nos dicen que hay muchos hombres acorralados,
que irán bajando a los pueblos y metiéndose
en los hoga-res, para ser cazados más tarde y sufrir
la misma suerte de aquel hombre del kilómetro 329.
El enemigo está más lejos y hasta allí
no se aventuran los voluntarios "negros". Es
la tropa la que ha de batirse, penetrando por Fonsagrada
y por Villablino. La columna de Gómez Iglesias
ya anda de operaciones con buenas columnas "negras",
mordiendo las montañas de León, de Lugo
y de Asturias.
En los pueblos del camino sí hay mucha gente, compuesta
por la tropa concentrada y por los campesinos, niños
y mujeres, que han ido a refugiarse en los pueblos, huyendo
de las matanzas que hay por todos los cotos mineros y
por las tierras de labradores.
Cuando
pasamos por Bembibre, nos acordamos del Cristo rojo, respetado
por los mineros en otros años. Este pueblo se ve
deshabitado. La Iglesia también está solitaria.
En los hogares pobres, acurrucados entre sí, ni
un hombre ni una mujer. Unos, han huido al monte y otros,
han caído muertos por vericuetos y hondonadas.
Asturias y León se quedan sin brazos. Pero
¡eso no importa! Ya dicen, en una repetición
constante, que ha quedado resuelto el paro obrero. Portugal
está abierto, bien nutrido de gentes y cargado
de piojos. Ya vendrán portugueses a mover las minas
y los surcos de España. Porque con Galicia, semillero
de brazos para España y América, tampoco
se podrá contar. Todos están cayendo, como
veremos, los unos en las cárceles y los otros,
en los “frentes” de guerra que han desatado
los “negros”, los “salvadores”
de España.
Ya
cerca de Lugo, salen algunos mozos a los caminos. Pero
con el rostro asustado. Gañanes que comprenden
por qué sucede aquello. No saben más que
anoche vinieron por unos vecinos. Que los llevaron entre
cuerdas. Que en las cercanías del pueblo aparecieron
unos hombres muertos de otros lugares:
-No conocemos a ninguno. Deben de ser de muy lejos.
Lo mismo sucederá en las otras aldeas donde
caigan los vecinos suyos que se llevaron entre cuerdas.
¡No los conocerán! Ni siquiera se atreverán
a enterrarlos. Porque esto, en muchos lugares, también
constituye un delito. Una adhesión a la España
“roja”.
Cuando
llegamos a Lugo es de noche y parece un sepulcro alumbrado
con velas. Sobre las murallas romanas –altos muros
de camposanto- van y vienen los centinelas, espectros
con un fusil. Las estrellas han emigrado y la luna anda
sola y borrosa por un cielo de hilazas gruesas que no
la dejan ver, para su suerte, ni las tapias del cementerio
ni las veredas del Miño.
Lugo, ciudad de la muerte.
Desde
las primeras horas de la guerra Lugo es el cadalso de
Asturias y Asturias la tumba de Galicia. Ya desde
Julio, Galicia no hace más que mandar tropas "negras"
a Lugo. De esta plaza parten a diario para Asturias, León
y los altos del Guadarrama.
Actualmente,
la columna gallega de Gómez Iglesias se bate por
Villablino. Trata de abrirse paso a Leitariegos, que es
el objetivo para bajar a Cangas del Narcea y Tineo.
Muchos hombres debe perder, porque hace dos semanas que
se habla muy poco de esta fuerza. Las bajas han de ser
pavorosas, porque no cesan de partir soldados de Lugo
con rombo desconocido. Sabemos que marchan por los caminos
de León y de Fonsagrada. Otros, los mayores contingentes,
van por Villalba y orillas del río Eo, camino de
Asturias, a ganar la costa de Castropol, Villapedre y
Navia. En Villapedre han caído muchos guardias
de Asalto de La Coruña. Van castigados, porque
quisieron, en un principio, ser fieles a la República.
La lealtad se condena con la pena de muerte o enviando
a estos hombres como fuerzas de choque. La traición
se premia con el más alto rango. No hay un traidor
que no sea ascendido, ni galopín que no lleve estrellas,
ni delator que no tenga asiento principal en las comandancias.
Esta
columna gallega que avanza por la costa la manda el teniente
coronel Teijeiro, hombre de gran presencia de ánimo,
al decir de las gentes adictas. Sobre todo, los hombres
de tertulia y casino.
Las
fuerzas de Teijeiro, compuestas de guardias de Asalto,
voluntarios “negros” de La Coruña,
“falangistas” y “negros” salteados
de toda Galicia han cubierto con nuevos hombres las bajas
del camino. Logran dejar atrás Villapedre y se
acercan a Luarca. Pero, si fuerte resulta la lucha
de Villapedre, más recia parece ser la de las cercanías
de Luarca. En El Bao tiene que hacer alto la tropa y combatir
varios días.
—¡Caramba
con estos carabineros! ¡Y estos paisanos nos fríen!—,
cuentan los que retornan a Lugo con los heridos.
Los hombres que caen son muchos. Pero, el caso es avanzar.
Detrás vendrá más carne gallega a
cubrir los huecos que dejan unas cuantas escopetas en
manos de los pueblos de Asturias encabezados por un ciento
escaso de fusiles de los carabineros de Ribadeo, de Castropol,
Navia y Luarca, que por cada metro que pierden, tumban
un hombre de las columnas gallegas.
Así
es como en los combates de las cercanías de Luarca
suceden casos como este que, en medio de tantas desgracias,
todavía dan ganas de vivir y ser asturiano:
Sin saber en dónde, se oían entre
los disparos de escopeta y de alguna ametralladora del
enemigo tiros espaciados de fusil. Cada vez que sonaba
un tiro de esta clase, ya se sabía, que era un
hombre a tierra.
—iEsto no puede seguir!— gritan los "negros".
Ya eran diez, doce, catorce hombres derrumbados sobre
el camino.
El jefe de la sección gritó a su tropa:
—¡Alto el fuego!
Y hubo un corto silencio.
No fue muy largo. Sonaron los mismos disparos de fusil
e hicieron el mismo blanco. ¡Dos hombres más
cayeron a tierra!
El jefe miró hacia un castañedo:
—Emplacen las ametralladoras hacia aquellos árboles.
¡Y hagan fuego hasta no dejar una rama!
Entre la torrentera de disparos sonaba espaciado el fusil.
Hasta que cayó un bulto desde un castaño.
Terminado el tiroteo, fueron a ver qué
había caído del árbol. Muerto, al
pie del fusil, estaba un muchacho de unos dieciséis
años, aventada la boina a unos metros, la cara
destrozada y el pelo revuelto y rojo.
—¡Nos había causado dieciocho bajas!—
me dijo quien podía contarme el suceso.