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Los primeros días de guerra.

España a hierro y fuego (VI).
León (2).
Por Alfonso Camín.

 

España a hierro y fuego (VI).

León (2).

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.


En la prisión de San Marcos los presos son apartados como el ganado, durante las noches. Los que quedan adentro se estremecen con las descargas y piensan que mañana serán ellos los que se despidan para siempre de sus compañeros en desgracia. Y los que quedan, se taparán los oídos para no escuchar las nuevas descargas y los estertores agónicos.

Visito a un médico asturiano establecido en León. Y ya no vuelvo a verlo. Más que en los menesteres de su clínica, anda muy ocupado con la caza de piezas humanas. Lo primero que me dice es esto, con unas palabras y unos ojos que se arrastran como un reptil:
—Yo soy de Grado. Los conozco bien. En Grado todos son "rojos". Ya tengo aquí la lista para la tropa.

Le di la espalda con asco. En vez de un médico, era un delator, un asesino vulgar que "operaba" desde su clínica, sin tener siquiera la arrogancia de echarse al hombro un trabuco.

Con relación a los Fierro, hombres de garra, que hunden sus tentáculos por el lado norte de la Península, me contaron un caso gracioso.
Antecedentes: los "negros" de Falange han encontrado una manera muy fácil de hacer periódicos y folletos de propaganda incautándose de todos los talleres, no ya socialistas, sino meramente republicanos o que tengan un tufo de liberales.
Los Fierro, pescadores de entrambas aguas, agua dulce y mar abierto, explotaban un periódico en León, que no pasaba más allá del melquiadismo. Por lo que colijo –según van las cosas- que si a Melquiades Alvarez le toca en suerte caer entre los “negros” “nacionalistas”, también le siegan la vida. Nadie lo ponga en duda. La de Gil Robles ya la andan buscando. Y veremos que, andando el tiempo, no la tendrá muy segura, aun retirándose a Portugal.

En fin, que se presentaron los "negros", en los talleres de los Fierro, buenos amigos de la España "negra”, como el judío Lewín y Juan March.
-Necesitamos una imprenta. Y hemos pensada en ésta. ¿Qué valor tiene?
Los Fierro notaron que había que obrar con tiento:
—Muchas pesetas. Pero como se trata de la causa nacional, la cedemos a mitad de precio. ¿Han visto bien los talleres?
—No se molesten. Los conocemos.
—Pues, cien mil pesetas. Pueden pagarlas a plazos.
—Muy bien. Vengan las llaves. Pero nada de plazos. Aquí se paga todo al contado. Firme ese recibo -dicen al más pálido de los Fierro.
—¿Qué es eso?
—Doscientas mil pesetas de multa. Nos sobran cien mil. Tráiganlas en seguida porque por Vigo nos llega una factura de papel alemán y hay que poner los talleres en movimiento.

Los Fierro, petroleros enriquecidos con la República y conspiradores contra la misma, recogían ahora los frutos de su siembra por toda España.
Porque a las suscripciones "voluntarias", ahora se sucedían las multas fabulosas. No solamente a los capitales pequeños, de ideas liberales, sino a los fuertes y adictos que se habían quedado cortos de mano. Comenzaban, a base de terror, el saqueo general lo mismo en las clases pudientes que en las humildes, desde el millón de pesetas, al que no podía despojarse más que de un terreno, de un cerdo o de una gallina ¡Había que sostener un ejército y era necesario la salvación de España!... Y entre amenazas y charangas y sentencias de muerte, se va adelante con los faroles, mientras que España queda en ruinas.

Para que se resigne mejor la gente, aunque toda protesta es inútil y peligrosa, se lanzan las siguientes soflamas:
-Nosotros no pedimos más que una parte mínima. En cambio, los “rojos” lo llevan todo. Asaltan los Bancos, despojan los palacios, queman las haciendas, matan a los hombres, violan a las mujeres, degüellan a los niños como el siniestro Herodes. ¡En Madrid no hay gobierno! ¡Azaña ya cruzó la frontera española! ¡Prieto subió a un avión con rumbo desconocido! ¡Estamos invadidos por el comunismo! ¡Rusia es a dueña de España! ¡No dejan una iglesia en pie! ¡Han quemado el Museo del Prado! ¡Arde la Catedral de Toledo! ¡Las turbas en Madrid acuchillan el Cristo de Velázquez y arrastran por las calles el Cristo de Medinacelli! ¡Desde el Guadarrama se ve arder el Monasterio de El Escorial! ¡Se han llevado todo el oro del Banco de España!

Lo que más les preocupa es esto: el oro del Banco de España. ¡El oro con el que ellos pensaban hacer la guerra! El arte no les desvela.
Con estos alaridos chabacanos, propios de "La Venganza de Don Mendo", de Muñoz Seca —otro de los “novísimos" salvadores de España—, justifican en León el incendio de los sindicatos, la muerte de sus directivos, la caza del hombre en la calle, como si cada pecho albergara un chacal al que se le deja la jaula abierta.

Entre los primeros que fusilaron en el Cuartel de San Marcos -inspectores del Timbre, concejales, Delegado Provincial del Trabajo, maestros e inspectores de escuela, alcaldes de los pueblos y empleados del Ayuntamiento de León- figura José María Viñuelas, héroe popular de la causa republicana. También fusilaron al director del periódico "La Mañana».

En León, todavía funciona la "Fundación Azcárate”. Pero ya graznan los cuervos sobre este centro de cultura. La noche araña sus puertas como una loba. Lorenzana, otro espíritu liberal, ya siente la tragedia. Le rondan las hienas "negras". Le encuentro en su despacho, solitario y silencioso, meditando en la suerte de España. Uno de sus hijos, cuando se sublevó la tropa, partió para Asturias guiando una camioneta de mineros por él camino de La Magdalena. Los "negros" se cebarán en el padre. Ya le llamaron varias veces al Gobierno Civil. Ya le han impuesto la obligación de dar cuenta del dinero que tiene en los Bancos y, para comer o pagar una factura, tendrá que contar con la firma de la Autoridad Multar que ocupa el antiguo Palacio de Los Guzmanes. Lo demás, vendrá luego.

La radio, como en Palencia, atruena las principales calles de León. Desde la radio de Sevilla, sigue coceando el general Queipo del Llano.
—¡Entraremos en París! ¡Le ajustaremos las cuentas a Londres!

Se persiste en dar una sensación de normalidad a base de persecuciones y de sentencias de muerte. Siguen abiertas las iglesias, las tabernas de vino grueso y los cafés cantantes. Pero, mientras las bailarinas vulgares retuercen sus cuerpos sobre el tablado —guindajos de carne desnuda— entre soldados y alcohol, suenan todas las noches descargas en las afueras y caen los hombres muertos. Las cabezas deshechas como mazorcas rojas. Las madres se acurrucan en el fondo de los hogares, abrazadas a sus hijos, no vayan a venir por el mayor, como ya, hace unas noches, se llevaron al padre. Se estremecen detrás de las ventanas las familias donde aun quedan hombres, cuando los automóviles penetran por las calles, desiertas y estrechas, arrastrándose como escarabajos lentos y negros. Surgen siluetas de terror detrás de las maderas de las casas cerradas a cal y canto. "¿Por quién vendrán esta noche?” Eso es lo que el pavor pregunta adentro. ¡Y miran a la calle! ¡Y se miran unos a otros, apretadas las manos por el espanto, cuando ven que el automóvil para delante de una puerta! Bajan unos hombres, enfrontan el número de la casa, tocan resueltos en la puerta, penetran, se oyen adentro voces fuertes, protestas de hombres, llanto de esposas, sollozos de madres, silencios atragantados, y vuelven a la calle los hombres con uno o dos entre ellos, y se aleja con todos el auto en la sombra, dejando atrás un silencio amargo y una desolación infinita. “Ha sido en la casa de Fulano. Se llevaron al padre y al hijo", comenta la mujer de la otra casa, con la voz baja, después de soplar la luz al sentir el paso del automóvil. No responde el hombre que antes dejó la cama, temeroso, y ahora anda a tientas por la sombra de los pasillos. No dice nada a la mujer. Pero presiente que mañana vengan por él, por su cuñado, por el hijo, por el huésped que hay en la casa. Cada inquietud es como un fantasma que va creciendo en las aceras y que no acaba de doblar la esquina. ¡Es inútil! El estruendo de las orquestas y los cantos impúdicos apagan las descargas de la fusilería sobre los cuerpos de los prisioneros.

Y a todo esto, el Gobernador ha publicado un bando en el que se dice que la inmoralidad y la blasfemia tendrán sanciones sumarísimas.

Del antiguo Gobernador Civil, se asegura que aún vive en la prisión. No durará mucho. Dicen que se ha entregado sin resistencia. Peor para él. Porque correrá la suerte de todos los gobernadores civiles donde han triunfado los "negros". No quedará más que un mirlo blanco en todo el territorio sustraído al Gobierno de la República: el Gobernador de Toledo, precisamente gallego, también traidor al Gobierno, quien hace causa común con los "negros", se parapeta con el coronel Moscardó en el Alcázar y allí espera que venga Franco, con su invasión de africanos, a libertar a la raza...

Hiela el ambiente. Los caminos y las huertas cercanas sorben todos los días sangre española. La gente es dura y fría como las piedras leonesas. Yo me aventuro a partir hacia Lugo, buscando las tierras de Asturias. Es necesario este rodeo porque se combate por Villablino y aún está cerrado a las tropas "negras" el puerto de Leitariegos.

Salgo una tarde cualquiera y hago noche en Astorga.
El dueño del hotel en que me hospedo fue requerido por las tropas para que llevase en su automóvil a un pobre prisionero, bien atado de pies y manos al cercano cuartel de Santocildes. Con el ruido del automóvil, no se oyeron las voces del centinela. Sonaron unos tiros y cayó muerto él mozo. ¡Buen pago por el servicio!
—¿Y el preso?
—Ya no lo cuenta.

Visito a unos amigos. Están asustados. No se toca a ninguna puerta a no ser con la punta del arma. Nadie vendrá con la llave.

La cárcel de Astorga se hace también famosa por sus refinamientos, como en el tiempo de la sublevación minera. Por cierto, que pregunté si mis paisanos ahora habían cometido en Astorga algún desafuero:
—Ninguno. ¡Ni con los maragatos!
Los "maragatos" son dos figuras que martillean las horas en el viejo reloj del Ayuntamiento.

En Astorga encuentro al buen amigo Monteserín, un viejo pintor romántico, bohemio de buena ley, que quiere hacer en la villa la misma vida noctámbula del Madrid de nuestro tiempo. Ha estado en Portugal y acaba de hacer un retrato del tirano Oliveira. Me dice que le ha pagado bien:
—Sí. Los déspotas son iguales en todos los tiempos.
Paga en vida sus pompas fúnebres. Pero los pueblos en que gobiernan se mueren en las cárceles y en los caminos.

Lo que ignoraba yo era que Monteserín tuviera dos hijas mozas con las tropas "negras" que iban invadiendo Asturias. Más tarde supe que habían sido fusiladas en los montes de Pola de Somiedo, donde los “negros” tan pronto avanzaban como retrocedían derrotados.
—¡Ayer tomamos Somiedo!
Y luego se equivocaban y a la vuelta de veinte días, la misma noticia:
—¡Vamos a atacar Somiedo!

Las buenas hijas de Monterería pagaban culpas extrañas. Los "negros" prendían en sus hogares a las mujeres de aquellos labradores que no esperaban la muerte en sus casas y se iban a combatir al "frente" asturiano. Muchas de las mujeres de estos labradores son fusiladas por los "negros" o pasadas a punta de bayoneta, tirando sus cuerpos por los maizales. Los hombres que se fueron no ignoraban estos horrores que los "negros" llamaban limpieza. Unos y otros tienen buenos espías. Conocen bien el camino de las montañas. Los hombres de las cumbres reciben a diario estas novedades infaustas. Crispan los puños de rabia. Aúllan como los lobos a los que les arrebatan las crías. Ya no son hombres. Son lobos. ¿No son los otros chacales? Las hijas de Monteserín cayeron prisioneras con muchos de los “negros” que les acompañaban en la aventura. Fueron fusilados y fueron fusiladas. Lo mismo que habían hecho unas mañanas antes las tropas "negras" con las mujeres y con las hijas de los labradores.

Cuando supe la noticia, me dolió la suerte de Monteserín. Es un hombre bueno y desarraigado de las miserias presentes, cuyo crepúsculo honrado no merece tener estos listones de sangre. Pero la vida es igual para todos. Para las hijas de Monteserín y para las hijas de los labriegos asturianos y leoneses. Para las aristócratas histéricas que pasan por Palencia, desgreñadas, con las pistolas en alto, pidiendo la muerte de todo un pueblo, y para las mujeres sencillas que dan el pecho a sus hijos a las puertas de sus hogares, con ojos hinchados de lágrimas, sin comprender por qué sus hombres son muertos en las cunetas cercanas y perseguidos por los montes (treinta "negros" contra un "rojo”) como si se tratara de la caza del lobo sobre la nieve.

Salgo de Astorga muy de mañana.