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Los primeros días de guerra.

España a hierro y fuego (IV).
El brazo a la romana.
Por Alfonso Camín.


España a hierro y fuego (IV). El brazo a la romana.

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.

 


En Palencia no se puede vivir. A todas horas hay que estar con el brazo en alto a la romana. Cada cinco minutos suena el “Himno de la Falange” y hay que ponerse de pie, con la mano desplegada y tatareando esta fúnebre musiquita de una raza cansada: el ritmo del verso, castrado diestramente, mediante la ausencia de una sílaba, a “Las Golondrinas” de Bécquer. Todo es plagio. El himno. La bandera. Los ademanes:

“Volverán banderas victoriosas
Al paso alegre de la paz
Y traerán prendidas cinco rosas
Las flechas de mi haz.”

Si hay quien no lo alce a tiempo –mujer u hombre- se desenfunda una pistola y se le pone el cañón en el ombligo. Así veréis que el entusiasmo es general y que la raza está de fiesta.

No andaba yo descaminado al pensar en la mala suerte de aquella “niña bien”, con el seno al desnudo y los brazos en alto, mostrando las axilas sudorosas y la pistolita brillante al sol, con la que amenazaba a las gentes pacíficas.

La noticia viene desde Villacastín. Ella y varios “negros” “falangistas”, entre los que iba el jefe de Valladolid, cayeron muertos bajo una descarga que salió de los trigales vecinos. No querían morir como conejos:
-Antes que nos maten, matemos. ¡Vamos a morir lo mismo!...
Y gastan las últimas postas de sus escopetas de caza. El automóvil de la juerga “negra” quedó allí, convertido en ataúd de unos cuerpos. Pero los muertos ya había hecho lo suyo. Eran lobos hartos de sangre.

Solía el chofer acompañarme hasta el hotel y se retiraba a su fonda. Una de estas noches me dijo, con palabra mullida, mirando hacia las paredes, por si
tenían oídos:
—iQué opina usted de esto! La gente dice que dentro de seis días las tropas entrarán en Madrid.
El hombre era madrileño y temía por los suyos. Le di mi opinión:
—Se corre la voz de que el general Asensio ha ordenado las defensas del Guadarrama. Como ello sea, si no entran en estos días, lo mismo pueden tardar seis meses que seis años.
Nos separamos y me fuí a acostar.

Por la mañana, una sirvienta tocó, antes de tiempo, en mi cuarto:
—iQué sucede!
—jQue tiene usted preso al chofer! ¡Desde anoche! ¡En el calabozo de la Comisaría! ¡Que vaya usted allá!
Fuí a la Comisaría. Me enteré. Durante el camino se le ocurrió visitar a unas camareras de café. Repitió, como concepto propio, mis palabras, sin referirse ni al general Asensio ni a las defensas del Guadarrama. Pero bastó eso:
-Madrid -respondió el papagayo— lo mismo puede tomarse en seis días como en seis años.

Me costó gran trabajo sacarle de la pocilga.
Después, supe que no interesaba el chofer. Lo interesante era que yo no pudiera salir de Palencia. ¡Comenzaban por el mecánico!
Cuando yo abogaba por el mecánico –respondiendo por él- un voluntario “negro”, comerciante en bicicletas, que miraba a la policía por encima del hombro y llevaba un fusil flamante de la fábrica de armas de Oviedo, se atrevió a decirme:
—No responda usted mucho por el chofer Porque puede usted necesitar quien responda por usted. Conocemos los que escuchan la radio de Madrid y la del gobierno nacional de Burgos.
Yo me incliné de hombros. Tomé buena nota. Mi hotelero era un espía.

Pero no paraba aquí la persecución. A mi lado comía una mujer madrileña. El generalote de La Miguela nos puso guardia a los dos.
—La Dirección General de Seguridad —había dicho, limpiándose, como un patán, los bigotes con el mantel de la mesa— suele mandar a estas mujeres bellas en calidad de espías.
La intención era otra. El vejete rumiaba la presa, ¡una mujer! ¡Buen bocado para un caballero de raza! ¡La guerra es la guerra!
La mujer, lívida de impotencia y de espanto, me lo dijo a mí. Yo recurrí al banquero Higinio Martínez Azcoitia, mi amigo de las horas de paz, hombre tan religioso, que no penetraba en el banco sin ir a misa, sin repasar un libro de oraciones y sin visitar la tumba de su mujer.
Le ataqué a fondo. Le dije que si era esa la moral de la "nueva" España. Que si para eso se levantaban cumbres de muertos.

—De ningún modo. Tiene usted razón. Eso no puede ser. ¡Y no será!
Sus palabras eran sinceras. Sus ojos, los de un profeta ofendido.
—En seguida voy al Gobierno.

Así lo hizo. Cesó el acoso directo. Pero en el comedor del hotel, en el velador del café, los espías no se apartaban. Hasta le exigieron a mi chofer el periódico del día. Imperativamente, sin darle las gracias.
Refunfuñó el chofer. Y yo al quite:
-Entrégueselo usted.
¡Fallaban de nuevo! Los esbirros que nos deparara el general de La Miguela eran absolutamente repugnantes. Uno de ellos, tuerto y marcado de viruelas. El rostro era un mapa marcado a navaja. El otro, era un granuja con aspecto de golfillo que en época normal se avendría humildemente a limpiarnos las botas. Pero estábamos en guerra, la sangre nos llegaba al pecho y el fango, a los ojos.
Durante las comidas no podemos apartamos de las miradas provocativas del aspirante a limpiabotas y de su compañero, el del ojo viscoso.
Le llamé la atención al dueño:
—¿Por qué nos ponen espías hasta en la sopa?

El esbirro mayor se inclinó de hombros. No sabía nada. Ni siquiera que pudiera tener en la mesa dos "convidados de piedra"...

Impulsado por una forzada cortesía, impuesta por un amigo, una de estas tardes, me vi, de manos a boca, con don Ábilio, en su despacho harinero.
Estaba rencoroso, como un jabalí, acosado por todos los perros de caza, hundido en un butacón tan viejo, que bien pudo servirle de cuna. Los dueños del coto eran los "negros" "falangistas". El había pensado no abandonar el cacicazgo de la provincia. ¡Para algo apoyaba la sublevación del Ejército! Sus hambres de viejo político desdentado se dirigían sobre Madrid. El deseaba que se tomase pronto Madrid. ¡A toda costa! Que se hiciese la consabida matanza y que todo quedase en paz. Claro está, sin olvidar que el sería un ministro de Hacienda. ¡Que nadie como él sabría llevar la nave de la economía nacional por sobre aquel mar de sangre española!
Como el ejército, en vez de acordarse de él, daba carta abierta a los “falangistas”, comenzó a dudar de la tropa.
-La cosa no es tan fácil- sentenciaba, sin mirar nunca de frente, agarrotando en boca un puro despanzurrado.
-Mira- le dijo a su mujer.- Reúneme a todos los criados y que recojan la fruta y cuantos conejos anden por la huerta. Porque hay que prepararse para la campaña de invierno.
Habló muy mal de los "falangistas" y anunció un viaje a Burgos.
—¿Qué se creerán estos mamarrachos?
Pasaron unos días, y a Burgos se dirigió don Abilio;
—Vengo a ponerme a las órdenes de la Junta Militar de Burgos— dijo.
—Gracias, don Abilio.
No le dijeron más.
El sabía que era un hombre "decapitable". Los "negros" de Falange, que no perdonan a los caciques, porque no admiten competencia, le andaban buscando las cosquillas y... ¡la cabeza!
Don Abilio se curaba en salud. La cabeza de Romanones y la de don Abilio Calderón —según Falange— debieron ser sus primeros trofeos. Porque, asesinar a tantos hombres honrados, hablar de una España "nueva", sin jerarquías ni cacicazgos y no hacerse cargo de estas cabezas, era faltar, como han faltado, a los primeros puntos de su programa sangriento.
Pero ahí está don Abilio, ahí está el Conde de Romanones y ahí está don Samuel Caduerno, escapado más tarde, como una corza, a las tierras de Puerto Rico.

Las noticias, desde que empezó la guerra, vienen retrasadas, como en silla de posta.
Sabemos hoy que en Canarias se ha suicidado el general Balmes. No se agregó a los sublevados, vencieron éstos y entraron en su despacho. Dijéronle con sorna:
—¿Y ahora usted qué piensa hacer?
El general Balmes, aquel que entró el año 34 por Campomanes, en las cuencas mineras de Asturias, al frente del Batallón de Valladolid, dos Banderas del Tercio y una de Regulares, respondió a los traidores:
—Ahora se hace esto.
Y se dio un pistoletazo en la sien.

En Palencia también se han incautado de todas las radios y de todos los automóviles, a excepción de aquellos de poco precio o que están sin aceite. El mío no tiene gasolina.
Quien oiga una radio que no sea la de Burgos o la de Queipo de Llano en Sevilla, irremisiblemente perderá la cabeza. La libertad es una palabra hueca y la verdad no existe. Es un fantasma de trapo. Porque desde este momento, cerca de la mitad de España es una hacienda de los “negros” sublevados donde sólo impera la muerte. Una muerte sin dignidad y un silencio de celda vieja.

Fusilados la mayor parte de los maestros y de las maestras de la provincia, ahora los “negros” de la ciudad andan empeñados en la caza del Inspector Provincial de Escuelas. Los jesuitas, que tienen allí varios colegios, inclusive un manicomio para gentes ricas, han dicho a los “negros”:
-Cacemos a la alimaña.
Hasta ahora no lo han logrado. Pero no se escapará. El cerco está hecho. La delación es el pan blanco de esta guerra sagrada.
En Palencia oí, por primera vez, esta frase que sacude los pelos:
—Hemos resuelto el paro obrero.
Yo temo que se me escape el corazón, como un perro que rompe la cadena, no puede más y se lanza al cuello de quien le acosa.
Me asfixio en Palencia. ¡Sigo viendo pasar los camiones con los prisioneros civiles, que pronto serán carnaza muerta en las orillas del Carrión y en los caminos de las afueras!
El Cristo del Otero está como yo; cubierto de dolor, de asco y de pesadumbre.
-¿Cuándo te vas a León?
-Mañana temprano.
-¡Lo que yo decía! Que no hay nada que hacer contigo.
Confirmé que me vigilaban.
Cuando dejo Palencia, toda la ciudad salió, en espíritu de desierto, a mirarme al camino: “¿A dónde irá ese suicida?” Los automóviles militares reculan acribillados por las balas. Les disparan al pasar por los pueblos.
Los campesinos, a los que les han puesto en la mano una escopeta, nos distinguen. Les mandan unas postas al lucero del alba.
Pero yo tengo que ir a León. A León por Villada:
¡Ojos de la mesonera,
Mesonera de Villada:
¡¡Voy camino de Pajares!!
Mi corazón canta y sangra. Sé que lo voy tirando por Castilla.

Nadie se atreve a andar por estas sendas, a no ser las patrullas armadas que comienzan a justificar su ausencia de los “frentes” de guerra, dedicándose a la caza del hombre en la retaguardia. Pero yo me aventuro por los caminos. No puede ser más peligroso el campo que la ciudad, en la que los hombres recelan de puerta a puerta. Voy harto de mirar rostros con máscara, optimistas forzados, bocas selladas por el temor, botas llenas de sangre y barro que acaban de descender del automóvil en el que fueron de caza y las limpian sobre la acera. Hombres que me saludan, aun cuando los fusiles están calientes de hacer fuego a otros hombres atados junto a los muros.
Camino desarmado por estas tierras grises. En Palencia se ha dictado un bando en el que se dice que aquel que no entregue las armas en el término de dos horas, sería fusilado. Quedaba, pues, mi pistola mexicana en Palencia, con su funda bordada en oro, entre una verdadera pirámide de armas cortas y largas. Como cada lince armado o “somatén” con “mono” se apropiaba de la que más le llenaba los ojos, un buen amigo me la libró de la rapiña cazurra. Pero aconsejándome que me fuera sin armas, para no vérmelas con los escopeteros, que no entendían de razones ni de licencias.
Pronto me encontré con ellos. Salían de los matorrales, como si fueran grupos de salteadores.
Yo, al acercarme a cada pueblo, paraba el coche, adoptando un gesto sereno que les aquietara el pulso.
Ya en confianza, fui notando que no eran malas personas.Se les ponía allí para disparar, y disparaban. Eran hombres de la tierra, campesinos de aquellos poblados, sin entusiasmo y sin conocimiento de lo que, en realidad, sucedía en España. Los mandaba el “señorito" fascista, el boticario, el telegrafista o el hijo del ricachón que estudiaba en Madrid y llegó a tiempo para cumplir su consigna: los únicos "negros” de cada pueblo.
Los demás, como estos escopeteros que nos salen al paso, no entienden de política. Vivían ignorantes a la confabulación de los tres "señoritos" de cada grupo de casas empolvadas junto al camino.
—¡Nosotros qué sabemos de eso!— nos dicen bonachonamente alguno al que le enseñamos cómo se agarra el fusil.
Desplegado el santo y seña, todos obedecieron al señorito y al cura. Degollaron inmediatamente al maestro o a la maestra de escuela, fusilaron al Ayuntamiento en pleno con el alcalde a la cabeza. Se nombró nuevo alcalde, cazaron unas cuantas familias de socialistas y republicanos, y ¡esta es la guerra! Si algún diputado fue sorprendido en el pueblo, también pagó con la vida.

Por lo demás, en estos pueblos no pasa nada No puede pasar nada. No hay más habitantes que las gentes de "orden", quienes comienzan en el cura, se prolongan en el cacique y terminan en los dos o tres labriegos que guardan relaciones con el cacique y el párroco.
Por aquí no pasa nada... Nada más que un santo terror. Si no fuera por los grupos de escopeteros, recelosos y temerosos, que surgen de las cunetas o de las primeras casas, pensaríamos que todo se encuentra deshabitado. Las ventanas, cerradas. La plaza del pueblo, sola. La vida muerta en el campo. Los animales, escondidos o requisados por la tropa.
En Villada, en Sahagún, no vemos apenas más que algún anciano, una vieja arrugada en cuclillas frente al hogar, indiferente como los muros de tierra seca. Indiferentes en apariencia. Porque, en el fondo, están tan tristes como la tierra y las casas, gachas y silenciosas, sin canciones de niños ni acento de hombres. Todo el contorno está reseco y vacío, profundamente silencioso. Sellado de silencio y de temores: el paisaje, el hombre y la tierra.
El júbilo en las ciudades es falso. Un específico que se expende con la amenaza del tricornio y el gatillo en alto de los fusiles. La tierra es la que se muestra más sincera y desnuda. La soledad aumenta su pesadumbre en las cintas de álamos y en las veredas de los ríos. De estos ríos que antes eran la voz fresca de cada pueblo. Pero ahora estos lugares están más tristes. Todos han bebido una poca de sangre conocida y hay mucha tierra recién abierta.

Bastante lejos de León, ya tropezamos con muchas tropas "negras" en el camino. Unas, acampadas. Otras, en marcha hacia los "frentes". Otras, desfilan con sus camiones hacinados de presos, casi todos labriegos, cogidos en sus casas o en las tierras propias en el momento de las faenas. Aun traen en las manos las huellas de los útiles de trabajo. En los ojos, un poco de cielo de la heredad que, en su mayoría, ya no verán de nuevo. Un buen número de mozalbetes, "negros" voluntarios y “negros” de leva, retornan desde Oseja de Sajambre. Han ido a tirotearse con los “rojos”. Y encontraron dura la lucha. Vuelven a León, dispuestos a terminar con todos los «rojos» del camino. Pero más acá del Pajares.
También hay muchos estudiantes que estaban hace poco en Madrid y ahora vienen mezclados con estas fuerzas. Olieron la pólvora a tiempo. Y se han salvado.
—¡Si nos agarran en Madrid, no la contamos! Estaríamos de abono en el Este —dicen algunos.— Nos ha salvado el veraneo.

El veraneo y la consigna. Porque son demasiado numerosos los "falangistas" de Madrid que andan ahora por Castilla, luciendo el mono azul, las flechas rojas y el arma al brazo.