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Los primeros días de guerra.

España a hierro y fuego (III).
Lo que vió el Cristo del Otero.
Por Alfonso Camín.


España a hierro y fuego (III). Lo que vió el Cristo del Otero.

Por Alfonso Camín.
Editorial Norte.
México, 1938.

 

 


¡A Reinosa, a Reinosa!, gritaban los sublevados, creyendo que todo se reducía a cazar hombres acorralados y sin armas como en Palencia.

Pero a los dos días, a la semana, "falangistas" y ofiales, guardia civil y comerciantes armados, volvían cariacontecidos y rencorosos, buscando carne indefensa en la retaguardia. No llegaban más que hasta Aguilar de Campoó. Allí, a los primeros pasos del pueblo, en el camino de Reinosa, no encontraban infelices que asesinar. No se corrían las liebres, hasta atraparlas y tumbarlas a mansalva, como en las tierras llanas de Castilla. Sobre Aguilar de Campoo estaba la cortina de fuego de los hombres de Reinosa. Lo mismo sucedía en Cervera del Pisuerga, antes de llegar a Piedras Luengas en el camino de Potes. Los montañeses fronterizos tenían a raya a los palentinos. En Barruelo los mineros y gran parte del comercio abandonaron el pueblo. Pero desde las cumbres cercana sostenían combates con los sublevados. Más allá de Barruelo era imposible ir.

Pronto dejaron de gritar: ¡A Reinosa, a Reinosa!

El jefe de las fuerzas sublevadas en Palencia, desde los primeros días, era el general De la Miguela, un setentón achacoso con cuatro pelos tapando la calva
y una borla tan gruesa y dorada pendiendo del ancho fajín, que bien pudiera pertenecer al viejo Pendón de Castilla.

Hizo ceremoniosamente los preparativos, como militar de salón más que como hombre de guerra, y anunció su salida para Aguilar de Campoó, con la intención de meter sus tropas hasta Reinosa. Su fanfarria portuguesa no le sirvió de nada. Volvió a los pocos días a su cuartel del hotel de Palencia con la espada brillante y los botines lustrosos, el gesto más agrio y el rencor, más abierto. Su lenguaje era el de un carretero al que se le atascaba la carreta. Ahuecaba la voz de mando, pero temblaba de miedo. A la hora de comer, nos ponía guardias en todas las mesas.
—Ese me da mala espina. Pónganle guardia.
—Ya se le ha puesto anoche.
—Y aquel otro, ¿de dónde viene?
—De Madrid.
—Pónganle guardia también.

Me aventuro a salir al café y a mi lado se sienta uno de los ingenieros de la Naval de Reinosa, que ha logrado huir a Palencia. Es el jefe de los fascistas en Reinosa:
—Lo de Reinosa no es coser y cantar—me dice.


Yo no le doy mi opinión ni abro mi rostro a la alegría. No comprendo el motivo. Pero presiento que estoy vigilado.

¡A Madrid, a Madrid! Gritan a lo largo de la calle Mayor Principal los que pasan en coche, fusiles en alto y alegres los gestos, rumbo a la ciudad del Pisuerga. Se avecinan las fiestas de Santiago y toda Palencia se engalana. Quiere festejar en Madrid al Santo Patrón de España, el 25 de julio.

Entre el entusiasmo de minoría, -aristócratas fracasados, “señoritos” con vicios y sin fortuna, hijos de comerciantes y seminaristas- me llama la atención una muchacha fina y bella, de unos veintidós años, que va en su coche con dos o tres amigos de su misma clase, no sabemos si borracha de vino o de alegría, de rencor o de histeria. Lo que sí veo es que pasa como loca a lo largo de toda la calle, ronca de gritos y con el brazo en alto, en el que blande una pistola, apuntándole al público. Las gentes pacíficas se apartan discretamente de aquella "niña bien", medio desnuda y desgreñada. Entre sus galanes, va gritando, a todos los vientos: ¡Arriba España!

Yo pienso para mí: “Otra desdichada que, como la mayoría de los que cometen este crimen nacional, sueña que va a una verbena. Si no la mata el arma enemiga, la que lleva en la mano le hará justicia.

Porque la guerra se hace a base de una traición. Y esa traición, este engaño, comienza a adquirir categoría nacional. La sublevación se llevó a cabo, en un principio, al grito de ¡Viva la República! Transcurren unos días, y ya nadie habla de la República.

Acaban de pasar dos camiones cargados de guardias civiles, sin orden ni concierto, gritando i Viva el rey!, con la bandera monárquica desplegada a todo
lo ancho y a todo lo largo de la calle Mayor de Palencia. No hacen más que consumar la traición de Queipo de Llano y de Cabanellas, los cuales han ido a Sevilla y a Zaragoza, en nombre del Gobierno, y apenas se hacen cargo del mando se quedan con los sublevados al grito de ¡Viva el rey! y ¡Viva el absolutismo!

Tampoco es difícil que aparezcan dos o tres herederos de Fernando VII, en Castilla, Navarra y Andalucía. Los "requetés” ya están de enhorabuena. Abogan por su rey y cantan sus himnos. Se les da carta abierta para que asesinen a todas las personas liberales y se les promete, además de Fuenterrabía y Pasajes, la adquisición de un monarca carlista, guardado allá por un país lejano. Romántico o real, es el primer síntoma de que España comienza a ser el botín de todos los viejos apetitos de Europa. De toda la “polilla” castiza que acuchilló Goya en su “Fernando VII” y en su retrato de la reina María Luisa de Parma.

Palencia, camino abierto hacia Valladolid, es una feria de colores épicos. Ya están aquí los requetés con sus boinas rojas y sus entorchados coruscantes;
los falangistas con sus uniformes italianos, su mentón a lo Hitler su ceño a lo Mussolini y su brazo en alto, a la romana. Todo esto es falso y trágico, viejo y maloliente, palabras de desecho, retórica hueca. ¡Cascajo, sólo cascajo!

Sobre toda esta lamentable mercancía averiada no hay más novedad que la etiqueta extranjera. Todo ajeno a la raza. Pero la ironía y el desbarajuste, ambas cosas elevadas a tipo de fuerza, inventan nada menos que este nombre de "Movimiento Nacional", el mayor escarnio que se puede escupir sobre el rostro dolorido de España, a la que lanzan sus propios hijos sobre el pozo negro de Europa.

¡A Madrid, a Madrid!, ruge la podredumbre de obispos y de harineros de Castilla.
Sigue la romería trágica de España. Los podencos celebran con gran alborozo el botín que presienten en la ciudad vecina. Ya en Valladolid han alcanzado un éxito rotundo los bandoleros de Dios. Se cebaron en toda la carne que no oliera a pendón monárquico y a gañanía de convento. Las beatas no piden más "que sangre y alabados".


¡Valladolid, Valladolid!, gritaban los energúmenos. Exacto, Valladolid ha señalado el rumbo de este desastre de España. Allí la traición fue perfecta. Titubeaba la tropa. Hubo sus más y sus menos entre los jefes militares. Discutían en el Cuarto de Banderas. De pronto salta un traidor. Uno de los “retirados” de Azaña:
-iEsto se acaba así!
Sonaron varias descargas y cayeron muertos varios oficiales. Los otros fueron fusilados en el acto. Después, la tropa salió a la calle. Unas horas antes ya los falangistas eran los amos de Valladolid, mediante las armas que, como en Palencia, les entregaron los cuarteles. Las cabezas honradas dependían de estas patrullas “negras” que evocaban el nombre de España para asesinar a diestro y siniestro. El pecho lo llevaban lleno de escapularios.

”Estos no van al cielo”, dicen cínicamente cuando abandonan a los muertos, atados en los caminos. Y es que todavía tienen miedo de encontrarse con las víctimas a la diestra de Dios.

Terminada la matanza de todas las clases obreras y de las intelectuales, estos antropófagos con gabardina creyeron que toda España era Valladolid y partieron frenéticos hacia el Guadarrama, con el santo y seña de penetrar en la capital española y hacer la matanza más horrible que vieran los siglos. Entre los militares sublevados que acompañaban a estas jaurías iba el comandante Serrador, uno de los que conspiraban en el campo de la República, desde hacía tiempo, a cara descubierta, en compañía de Ruiz de Alda y de otros "señoritos", restos de la francachela borbónica.

Madrid no era un bocado fácil. El Guadarrama se encontró cerrado por las primeras cortinas de plomo de la República. Cierto que ganaron el Alto del León bajo el fuego de los primeros aviones y de los fusileros del pueblo. Empero, el Madrid heroico que rechazó las botas de Napoleón, no podía dejarse ahora pisar por los traidores de casa. Madrid no reculaba ante los lobos. Venía a buscarlos a los montes del Guadarrama.